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Ya eran casi las ocho y media cuando llegué frente a la comisaría de Hollywood del LAPD. Me quedé mirando la fortaleza de ladrillo de la calle Wilcox sin saber exactamente qué esperaba encontrar. No sabía si Thomas estaría allí todavía, siendo la hora que era, aunque tenía la esperanza de que, al estar dirigiendo un caso reciente -el asesinato de la sirvienta del motel-, seguiría allí dentro, colgado del teléfono, más que por la calle buscando a Gladden.

Al cruzar la puerta principal me encontré en un gran vestíbulo con suelo de linóleo gris, dos sofás de vinilo verde y el mostrador principal de recepción, tras el cual se sentaban tres agentes uniformados.

A la izquierda se abría un pasillo y en la pared de encima había un cartel que decía «Despacho de Detectives» sobre una flecha que señalaba hacia el interior. Miré al único policía que no estaba hablando por teléfono y le hice un gesto con la cabeza como si estuviera haciendo mi visita de todas las noches. No había dado ni dos pasos cuando me detuvo su voz.

– Quieto ahí, socio. ¿Puedo ayudarle en algo? Me volví hacia él y señalé el cartel.

– Tengo que ir al despacho de los detectives. -¿A qué?

Me acerqué al mostrador para que no se enterasen de nuestra conversación en todo el edificio.

– Quiero ver al detective Thomas. Saqué mi carnet de periodista.

– Denver -dijo el policía, por si se me había olvidado de dónde era-. Déjeme comprobar si está. ¿Le espera? -No, que yo sepa.

– ¿Qué tiene que ver Denver con…? Sí, ¿está ahí Ed Thomas? Hay uno de Denver que quiere verle. Estuvo escuchando unos instantes, alzó las cejas ante determinada información que le dieron y después colgó.

– Vale. Vaya por el pasillo. Segunda puerta a la izquierda.

Le di las gracias y me dirigí al pasillo. Enmarcados en ambas paredes, colgaban docenas de carteles en blanco y negro de publicidad de espectáculos, intercalados con fotografías de equipos policiales de béisbol y de agentes muertos en acto de servicio. En la puerta que me habían indicado ponía «Homicidios». Llamé, esperé una respuesta y, al no recibir ninguna, la abrí.

Rachel estaba sentada en uno de los seis escritorios que había en la sala. Los otros estaban vacíos.

– Hola, Jack.

La saludé con un gesto. No me sorprendió demasiado encontrada allí.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Eso es obvio, porque es obvio que me esperabas. ¿Dónde está Thomas?

– Está a salvo.

– ¿Por qué todas esas mentiras?

– ¿Qué mentiras?

– Thorson me dijo que Gladden no era sospechoso. Dijo que lo habíais comprobado y descartado. Por eso he venido. Pensé que se equivocaba o que mentía. ¿Por qué no me has llamado tú, Rachel? Todo esto…

– Jack, estaba muy ocupada con Thomas y, de todos modos, sabía que si te llamaba tendría que mentirte, y no quería hacerla.

– Así que le pediste a Thorson que lo hiciera. Muy bien. Gracias. Eso está mejor.

– Deja de portarte como un niño. Tengo cosas más importantes de que ocuparme que de tus sentimientos. Lo siento. Mira, estoy aquí, ¿no? Pero ¿por qué te crees que es?

Me alcé de hombros.

– Sabía que vendrías, al margen de lo que Gordon te dijera. Te conozco, Jack. Sólo tuve que llamar a las líneas aéreas y ponerme a esperarte. Y confío en que Gladden no esté por ahí fuera vigilando el edificio. Tú saliste en la tele con nosotros. Eso significa que, probablemente, te considera un agente. Si te ha visto entrar aquí, sabrá que estamos tramando algo.

– Pero si estaba ahí fuera y lo bastante cerca como para verme, entonces ya lo tenéis, ¿no? Porque lleváis veinticuatro horas vigilando las inmediaciones de este edificio.

Sonrió levemente. Mi suposición era correcta.

Cogió un transmisor de radio que había sobre la mesa y llamó a su puesto de mando. Reconocí inmediatamente la voz que le respondió. Era Backus. Le dijo que iba a acudir con un visitante. Después cortó la comunicación y se levantó.

– Vamos.

– ¿Adonde?

– Al puesto de mando. No está lejos.

Lo dijo con una voz seca, cortante. Se mostraba fría conmigo y me costaba creer que hacía menos de veinticuatro horas que había hecho el amor con aquella mujer. Me trataba como si fuera un extraño. Me contuve mientras caminábamos por el pasillo hacia la parte trasera del edificio, hacia un aparcamiento para funcionarios donde la

esperaba un coche.

– Tengo un coche ahí delante -le dije.

– Bueno, tendrás que dejarlo ahí, de momento. A menos que quieras actuar por tu cuenta y seguir haciendo de llanero solitario.

– Mira, Rachel, si no me hubieran mentido quizá no estaría aquí, ni siquiera habría venido a Los Angeles.

– Seguro.

Entró en el coche, lo arrancó y después quitó el seguro de mi puerta. Siempre me molestaba que alguien hiciera eso conmigo, pero me callé. Salió del aparcamiento y se dirigió hacia Sunset Boulevard pisando a fondo el acelerador. No abrió la boca hasta que un semáforo en rojo le hizo detener el coche.

– ¿De dónde has sacado ese nombre, Jack?

– ¿Qué nombre? -repliqué, aunque ya lo sabía.

– Gladden, Jack. Wllliam Gladden.

– He hecho mis deberes. ¿De dónde lo habéis sacado vosotros?

– No te lo puedo decir.

– Rachel… mírame, soy yo, ¿no? Hemos hecho, uf… -no se lo podía decir en voz alta por miedo a que pareciese mentira-. Creía que había algo entre nosotros, Rachel. Y ahora me tratas como si fuese un leproso o algo así. Yo no… Vamos a ver, ¿es información lo que quieres? Te diré todo lo que sé. Lo he sacado de los periódicos. En la edición del Times de Los Angeles del sábado había un buen reportaje sobre ese tipo, Gladden. ¿Vale? La noticia decía que conoció a Horace el Hipnotizador en Raiford. Sólo tuve que juntar las piezas. No fue difícil.

– Vale, Jack. -Ahora te toca a ti. Guardó silencio.

– ¿Rachel?

– ¿Lo consideramos extraoficial?

– Ya sabes que no tienes por qué preguntármelo. Dudó un instante y pareció ablandarse. Empezó.

– Dimos con Gladden siguiendo dos pistas convergentes. Eso nos dio una sensación bastante consistente de que se trataba de nuestro hombre. En primer lugar, el coche. Los de identificación de automóviles siguieron el rastro del número de serie de la radio estéreo que nos llevó sobre la pista de la compañía Hertz. ¿Te acuerdas?

– Sí.

– Bien. Matuzak y Mize se fueron al aeropuerto y siguieron la pista a ese coche. Ya lo habían alquilado de nuevo unos yanquis de Chicago. Tuvieron que ir a Sedona a recuperado. Se comprobó. No se sacó nada útil. El cristal roto y la radio habían sido reemplazados. Pero no lo hizo Hertz. En Hertz ni siquiera se enteraron del robo. Quienquiera que tuviese el coche cuando fue asaltado repuso el cristal y la radio por su propia cuenta. De todos modos, el registro de la compañía aclaró que el coche estuvo en manos de N. H. Breedlove durante cinco días de este mes, incluyendo el día en que Orsulak fue asesinado. El tal Breedlove lo devolvió al día siguiente. Matuzak introdujo ese nombre en el ordenador y Nathan H. Breedlove resultó ser un alias de William Gladden que surgió cuando se le investigó en Florida hace siete años. Fue utilizado por un hombre que publicaba anuncios en los periódicos de Tampa ofreciendo sus servicios como fotógrafo de niños. Abusaba de ellos cuando se quedaban a solas con él y les sacaba fotos marranas. Usaba disfraces. La policía de Tampa estaba buscando al tal Breedlove cuando estalló el caso Gladden. El de abusos de menores en la guardería. Los investigadores estaban convencidos de que eran la misma persona, pero nunca pudieron demostrarlo a causa de los disfraces. Además, no lo presionaron porque creyeron que el otro caso ya le proporcionaría bastantes años de cárcel… De todos modos, una vez que conseguimos el nombre de Gladden en el banco de datos de la red de identificaciones, lo cotejamos con el bando que el Departamento de Policía de Los Angeles puso en circulación la semana pasada a través del Centro Nacional de Investigaciones Criminales. Y hasta aquí hemos llegado.

– Parece que os ha sido…

– ¿Fácil? Bueno, a veces uno se labra su propia suerte.

– Eso ya me lo habías dicho antes.

– Porque es verdad.

– ¿Por qué habrá usado un nombre supuesto que sabía que estaba registrado en alguna parte?

– A muchas de estas personas les gusta seguir la tradición. Además, es un fanfarrón, el muy hijo de puta. Lo sabemos por el fax.

– Sin embargo, utilizaba un alias completamente nuevo cuando fue detenido por la policía de Santa Mónica la semana pasada. ¿Por qué iba…?

– Sólo puedo contarte lo que sé, Jack. Si es tan listo como creemos, es probable que tenga varias posibilidades de cambiar de identidad. Debe de tener facilidad para conseguirlas. Los de la oficina local de Phoenix están registrando los archivos de Hertz. Vamos detrás de un historial completo de los coches alquilados por Breedlave desde hace tres años. Es nada menos que un Cliente de Oro de Hertz. Eso demuestra de nuevo lo listo que es. En la mayoría de los aeropuertos bajas del avión, te vas directamente al aparcamiento reservado para Clientes de Oro y encuentras tu nombre encima del coche y las llaves puestas. La mayor parte de las veces ni siquiera tienes que hablar con un empleado. Simplemente, te metes en el coche, enseñas el carnet de conducir a la salida y te largas.

– Vale. ¿Y la otra pista? Decías que teníais dos que os llevaban a Gladden.

– Los Amigos del alma. Ted Vincent y Steve Raffa, los de Florida, consiguieron por fin hacerse esta mañana con los expedientes de la organización sobre Beltran. Había sido el amigo del alma de nueve chicos durante varios años. El segundo de los que patrocinó, hace ahora unos dieciséis años, era Gladden.

– ¡Dios mío!

– Sí. Todo empieza a caer por su peso.

Guardé silencio unos instantes, mientras digería toda la información que me había proporcionado. La investigación estaba avanzando a una velocidad vertiginosa. Había llegado el momento de abrocharse los cinturones.

– ¿Cómo es que los de la oficina de aquí no han atrapado a ese tipo? Ha salido en el periódico.

– Buena pregunta. Bob se las va a tener con los agentes locales sobre este asunto. El aviso de Gordon se recibió anoche. Alguien debería haberlo mirado yjuntar las piezas. Pero lo hicimos nosotros antes.

El típico enredo burocrático. Me preguntaba si no habrían dado mucho antes con Gladden si alguien hubiese estado un poco alerta en la oficina de Los Angeles.

– ¿Tú conoces a Gladden? -dije.

– Sí. Lo conocí durante las entrevistas sobre violaciones. Ya te hablé de ellas. Hace siete años. A él y a Gomble, entre otros, en aquel agujero infernal de Florida. Creo recordar que nuestro equipo, Gordon, Bob y yo, pasó allí toda una semana, pues teníamos muchos candidatos que entrevistar.

Estuve tentado de contarle lo de la consulta de Thorson al ordenador de la prisión, pero me lo pensé mejor. Estaba a punto de conseguir que me hablase como a un ser humano. Contarle que había estado fisgando en las facturas del hotel no era la mejor manera de lograr que continuara. Ese dilema también me creaba problemas en cuanto a la posibilidad de atrapar a Thorson. Ya llegaría el momento de sacar a relucir los registros telefónicos del hotel.

– ¿Crees que existe alguna relación entre el supuesto uso de la hipnosis por Gomble y lo que estáis buscando en los casos del Poeta? -le pregunté sin cambiar de tema-. ¿Crees que Gomble le reveló sus secretos?

– Es posible.

De nuevo volvía con las respuestas escuetas.

– Es posible -repetí con una pizca de sarcasmo.

– A la larga, me iré a Florida a hablar de nuevo con Gomble. Y se lo voy a preguntar. Hasta que obtenga una respuesta en un sentido u otro, existe esa posibilidad. ¿Satisfecho, Jack?

Nos metimos en un callejón que corría paralelo a una hilera de moteles antiguos y tiendas. Finalmente, redujo tanto la marcha que me dejé caer sobre el apoyabrazos.

– Pero no te irás a Florida ahora, ¿verdad? -le pregunté.

– Eso depende de Bob. Aunque aquí estamos muy cerca de Gladden. Por ahora, creo que lo que Bob pretende es jugarse el todo por el todo aquí, en Los Angeles. Gladden está aquí. O muy cerca. Todos lo notamos. Estamos a punto de cogerlo. Una vez que lo atrapemos, me ocuparé de todo lo demás, del móvil psicológico. También para eso habrá que ir a Florida después.

– ¿Para qué? ¿Para añadir datos a los estudios sobre asesinos múltiples?

– No. Quiero decir, sí, así es. Pero lo primero es conseguir las pruebas acusatorias. Un tipo así acaba por alegar incapacidad mental. Es su única alternativa. Eso significa que tendremos que elaborar todo un caso sobre su psicología. Habrá que demostrar que sabía lo que hacía y sabía distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. Es lo mismo de siempre.

El procesamiento del Poeta ante un tribunal era algo en lo que nunca se me había ocurrido pensar. Me di cuenta de que presumía que no lo cogerían vivo. Y esta presunción, lo sabía, se basaba en mi propio deseo de que no saliera con vida de aquello.

– ¿Qué te preocupa, Jack? ¿No quieres que vaya ajuicio? ¿Prefieres que lo matemos en cuanto lo encontremos? La miré. Al pasar ante una ventana las luces iluminaron fugazmente su cara y por un instante le vi los ojos.

– No he pensado en ello.

– Seguro que sí. ¿Te gustaría matarlo, Jack? Si tuvieras la ocasión y no hubiera consecuencias, ¿lo harías? ¿Crees que te atreverías?

No me apetecía discutir ese tema con ella. Sentía algo más que un interés pasajero por ella.

– No lo sé -contesté al fin-. ¿Podrías matarlo tú? ¿Has matado a alguien, Rachel?

– En un momento dado, y en caliente, lo haría.

– ¿Por qué?

– Porque los conozco. Los he mirado a los ojos y sé lo que se esconde detrás de esa oscuridad. Si pudiera matarlos a todos, creo que lo haría.

Esperaba que continuase, pero no lo hizo. Metió el coche en un aparcamiento, junto a otros dos Caprice, detrás de uno de los viejos moteles.

– No me has contestado a la segunda pregunta.

– No, nunca he matado a nadie.

Entramos por la puerta trasera en un pasillo pintado en dos tonos: verde desvaído hasta la altura de los ojos y blanco

desvaído hasta el techo. Rachel se dirigió hacia la primera puerta de la izquierda, llamó y entramos. Era una habitación de motel, una de ésas que habían sido equipadas con una pequeña cocina en los años sesenta. Backus y Thorson estaban allí esperando, sentados a una vieja mesa de fórmica pegada a la pared. En la mesa había dos teléfonos que supuse que acababan de instalar. Había también un baúl de aluminio de casi un metro de altura, de pie en un rincón, con la tapa abierta para dejar entrever tres monitores de video superpuestos. Por detrás del baúl salían unos cables que cruzaban el suelo de la habitación hasta la ventana, entreabierta lo justo para dejarlos pasar.

– Jack, no puedo decir que me alegre verte -dijo Backus.

Pero lo dijo con una sonrisa burlona, antes de levantarse para darme la mano.

– Lo siento mucho -le dije sin saber realmente por qué. Después, mirando a Thorson, añadí-: No era mi intención entrometerme, pero es que me dieron una información errónea.

Me vino otra vez a la mente la idea de hablar de los registros telefónicos, pero la deseché. No era el momento adecuado.

– Bueno -dijo Backus-, he de admitir que intentamos darte esquinazo. Creímos que sería mejor concentramos en esto sin distracciones.

– Intentaré no distraeros.

– Ya lo estás haciendo -dijo Thorson.

No le hice caso y me concentré en Backus.

– Toma asiento -dijo éste.

Rachel y yo ocupamos las dos sillas que quedaban libres en torno a la mesa.

– Supongo que estás al tanto de lo que ocurre -dijo Backus.

– Supongo que tenéis vigilado a Thomas.

Me volví para poder ver las pantallas dé vídeo y me fijé por primera vez en lo que se veía en cada una de ellas. El monitor de encima mostraba un pasillo muy parecido al que habíamos cruzado para entrar en la habitación. Había varias puertas a ambos lados. Todas estaban cerradas y numeradas. En la siguiente se veía la fachada exterior de un motel. En el gris azulado del vídeo apenas se distinguía el rótulo que había sobre la puerta: «Hotel Mark Twain.» El monitor de abajo mostraba la perspectiva desde un callejón de lo que supuse sería el mismo hotel.

– ¿Es ahí donde estamos? -pregunté.

– No -contestó Backus-. Ahí es donde está el detective Thomas. Nosotros estamos a una manzana, más o menos.

– No es precisamente un lugar encantador. ¿Qué se paga ahora por eso en esta ciudad?

– Ésa no es su casa. Aunque los detectives de Hollywood utilizan con frecuencia ese hotel para ocultar testigos o para echar una cabezadita cuando trabajan veinte horas diarias siguiendo un caso. El detective Thomas prefiere estar en el hotel que en su casa. Allí tiene a su mujer y tres hijos.

– Bueno, eso contesta a mi próxima pregunta. Me alegro de que le hayáis dicho que le estáis utilizando como cebo.

– Pareces notablemente más cínico que en la reunión de esta mañana, Jack.

– Supongo que es porque lo soy.

Desvié la mirada para volverme de nuevo hacia los vídeos. Backus siguió hablando a mis espaldas.

– Tenemos tres cámaras de vigilancia y una parabólica en el tejado. También contamos con la unidad de emergencia y con el escuadrón de élite del Departamento de Policía de Los Angeles para vigilar a Thomas a todas horas. Nadie puede acercarse a él. Ni siquiera en la comisaría. Está totalmente protegido.

– Espera a que todo haya terminado y entonces me lo cuentas.

– Lo haré. Mientras tanto, tienes que mantenerte al margen, Jack.

Me volví hacia él, con la mejor mueca de perplejidad que pude improvisar.

– Ya entiendes lo que te digo -me dijo Backus sin hacer caso a mi mueca-. Nos encontramos en el momento más crítico. Lo tenemos a nuestro alcance y, francamente, Jack, tienes que quedarte al margen.

– Siempre he estado al margen, y lo seguiré estando. Aunque el trato sigue en pie: no se publicará nada hasta que tú lo apruebes. Pero no me voy a ir a Denver a esperar. Yo también estoy muy cerca, demasiado… Esto significa mucho para mí. Vais a dejarme que vuelva a entrar en el asunto.

– Esto nos puede llevar unas semanas. Recuerda el fax. Sólo decía que ya tenía á su alcance a su próxima víctima. Pero no decía cuándo iba a ocurrir. No fijaba ningún límite de tiempo. No tenemos ni idea de cuándo intentará atacar a Thomas.

Sacudí la cabeza.

– No me importa. Pase lo que pase, quiero participar en la investigación. Yo ya he cumplido mi parte del trato.

La habitación se llenó de un incómodo silencio, durante el cual Backus se puso en pie y empezó a pasear por la alfombra que había detrás de mi silla. Miré a Rachel. Tenía la vista fija sobre la mesa, en actitud reflexiva. Decidí quemar mi último cartucho.

– Mañana tengo que escribir un reportaje, Bob. Mi redactor jefe lo está esperando. Si no quieres que lo escriba, déjame entrar en el caso. Es la única forma que tengo de convencerle para que deje de apremiarme. Es lo que hay.

Thorson soltó una risita burlona y sacudió la cabeza.

– Es un problema -dijo-. Bob, ¿adonde iremos a parar si dejas que este tipo vuelva a entrometerse?

– La única vez que ha habido problemas -le dije ha sido cuando se me ha mentido para mantenerme al margen de la investigación, la cual, por cierto, inicié yo.

Backus se dirigió a Rachel.

– ¿Qué opinas tú?

– No le preguntes a ella -se interpuso Thorson-. Puedo decirte ahora mismo lo que te va a contestar.

– Si tienes algo que decir de mí, dilo -le pidió Rachel.

– Está bien, ya basta -medió Backus, separando los brazos como un arbitro-. ¿Es que no paráis nunca vosotros dos? Estás dentro, Jack. De momento. Con el mismo trato que antes. Eso quiere decir que mañana no habrá reportaje. ¿Entendido?

Asentí. Miré a Thorson, que ya se había levantado y se dirigía hacia la puerta, derrotado.

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