Me despertó un ruidoso golpeteo en la puerta de mi habitación. Abrí los ojos y vi que entraba mucha luz por los resquicios de las cortinas. El sol ya llevaba un buen rato levantado y me di cuenta de que yo también debería llevarlo. Me puse los pantalones y todavía estaba abrochándome la camisa cuando abrí la puerta sin mirar antes por la mirilla. No era Rachel.
– Buenos días, Sport. Ha salido el sol y hace buen tiempo. Hoy te toca conmigo y vamos a salir. Me lo quedé mirando perplejo. Thorson se acercó a la puerta abierta y volvió a llamar.
– ¡Hola! ¿No hay nadie en casa?
– ¿Qué quiere decir que me toca contigo?
– Tal como suena. Tu novia tiene algunas cosas que hacer ella sólita. El agente Backus te ha asignado conmigo todo el día.
Debió de notar la cara que ponía ante la perspectiva de pasar todo el día con Thorson.
– No es que me estremezca de emoción -me dijo-. Pero hago lo que me mandan. Ahora bien, si lo que quieres es pasarte todo el día en la cama, a mí ni me va ni me viene. Sólo que…
– Me estoy vistiendo. Dame unos minutos.
– Tienes cinco minutos. Te espero en el coche, en el callejón. Si no apareces, te las apañarás por tu cuenta.
Cuando se fue miré el reloj que estaba sobre la mesita de noche. Eran las ocho y media, no tan tarde como creía. Me tomé diez minutos en vez de cinco. Metí la cabeza bajo la ducha pensando en el día que me esperaba, temiendo cada instante que iba a pasar. Pero sobre todo pensaba en Rachel y me preguntaba qué tarea le habría asignado Backus y por qué no me había incluido a mí en ella.
Al salir de mi habitación, me dirigí a la de ella y llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta. Me quedé unos instantes escuchando, pero no oí nada en el interior. Se había ido.
Thorson estaba recostado sobre el maletero de uno de los coches cuando salí al callejón.
– Te has retrasado.
– Sí. Lo siento. ¿Dónde está Rachel?
– Lo siento, Sport, habla con Backus. Parece que es tu rabino en el FBI.
– Mira, Thorson, yo no me llamo Sport, ¿vale? Si no quieres llamarme por mi nombre, no me llames de ningún modo. Me he retrasado porque he tenido que llamar a mi redactor jefe para decirle que no habría reportaje. No le ha sentado nada bien.
Abrí la puerta del pasajero y él entró por la del conductor. Tuve que esperar que la desbloquease y me dio la impresión de que le costó una eternidad enterarse de que le estaba esperando.
– En realidad, me importa un carajo cómo se sentía tu redactor jefe esta mañana -me dijo al sentarse.
Sobre el tablero del coche había dos vasos con café; el vapor que desprendían empañaba el parabrisas. Los miré como un yanqui mira la cuchara que sostiene sobre el mechero, pero no dije nada. Supuse que sería parte de un juego al que Thorson se disponía a jugar conmigo.
– Una es para ti, Sp…, uf, Jack. Si quieres leche o azúcar, mira en la guantera.
Puso el motor en marcha. Le miré y volví a mirar el café. Thorson cogió uno de los vasos y lo destapó. Le dio un sorbito, como un nadador cuando mete el dedo gordo del pie en el agua para comprobar la temperatura.
– ¡Ah! Me gusta caliente y solo. Igual que las mujeres. Me miró y me hizo un guiño de complicidad masculina.
– Vamos, Jack, tómate el café. No quiero que se derrame cuando arranque el coche.
Cogí el vaso y lo destapé. Thorson arrancó el coche. Tomé un sorbito, pero lo hice como si fuera el oficial catador del zar. Estaba bueno y la cafeína empezó a hacerme efecto.
– Gracias -le dije.
– No hay problema. Yo tampoco puedo arrancar sin él. Bueno, ¿qué pasó?, ¿fue una mala noche?
– Podrías contármelo tú.
– Yo no. Yo duermo en cualquier parte, incluso en una pocilga como ésta. He dormido muy bien.
– No serás sonámbulo, ¿eh?
– ¿Sonámbulo? ¿Qué quieres decir?
– Mira, Thorson, gracias por el café y todo eso, pero sé que fuiste tú el que llamó a Warren y sé que fuiste tú quien entró en mi habitación anoche.
Thorson detuvo el coche junto a un bordillo reserva do para carga y descarga. Lo aparcó y se quedó mirándome.
– ¿Qué dices? ¿Qué estás diciendo?
– Ya lo has oído. Estuviste allí. Quizá no pueda demostrarlo ahora, pero si Warren vuelve a pisarme una exclusiva, me iré a Backus y le contaré lo que vi.
– Oye, Sport, ¿ves ese café? Era mi oferta de paz. Si quieres tirármelo a la cara, de acuerdo. Pero no sé de qué cono estás hablando y, por última vez, yo no hablo con periodistas. Punto. Si estoy hablando contigo ahora es porque gozas de una dispensa especial, nada más.
Volvió a arrancar y se metió de golpe en el tráfico, ganándose una buena bronca de la bocina de otro coche. El café caliente me salpicó la mano, pero no dije nada. Circulamos en silencio durante varios minutos, mientras entrábamos en un auténtico cañón de cemento, hierro y cristal: Wilshire Boulevard. Nos dirigíamos hacia los rascacielos del centro urbano. El café ya no me apetecía y lo tapé.
– ¿Adonde vamos? -le pregunté por fin.
– A ver al abogado de Gladden. Después iremos a Santa Mónica, a hablar con el dúo dinámico que tuvo en sus manos a esa basura y le dejó escapar.
– Leí el reportaje del Times. No sabían quién era. En realidad no puedes culparles por eso.
– Sí, de acuerdo, no voy a culpar a nadie.
Había acertado de pleno al coger la oferta de Thorson de hacer las paces y tirada por el desagüe. Se había vuelto hosco y amargado. Su manera de ser habitual, por lo que yo sabía y si no me equivocaba.
– Mira -le dije, alzando las manos, como dándome por vencido-. Lo siento, ¿vale? Si me equivoco en lo de tú y Warren y todo lo demás, lo siento. Sólo estaba viendo las cosas tal como a mí me parecen. Si me equivoco, pues me equivoco.
No dijo nada y el silencio se hizo opresivo. Tenía la sensación de que la pelota estaba aún en mi terreno, que necesitaba decir algo más.
– Ya está olvidado, ¿vale? -mentí-. Y lamento que… estés enfadado por lo de Rachel y yo. Son cosas que pasan.
– Hazme un favor, Jack, guárdate tus disculpas. No me importas tú y no me importa Rachel. Ella no se lo cree y estoy seguro de que ya te lo ha dicho. Pero se equivoca. Y si estuviera en tu lugar procuraría no darle la espalda. Siempre hay una segunda intención en todo lo que hace. Recuerda que te he avisado.
– Claro.
Pero descarté todo aquello en cuanto acabó de decirlo. No estaba dispuesto a permitir que su amargura infectase mis sentimientos hacia Rachel.
– ¿Has oído hablar del Desierto Pintado, Jack? Le miré de soslayo, confuso.
– Sí, he oído hablar.
– ¿Has estado allí? -No.
– Bueno, si has estado con Rachel es como si hubieras estado allí. Ella es el Desierto Pintado. Muy bonito de ver, sí. Pero, tío, una vez dentro está desolado. Detrás de la belleza no hay nada, Jack, y es fría como una noche en el desierto.
Me habría gustado tener una respuesta adecuada, que fuera el equivalente verbal a un gancho de izquierda. Pero su profunda acidez y su enfado me habían dejado aturdido y en silencio.
– Puede que se divierta contigo -prosiguió-. O, mejor dicho, juega contigo. Como con un juguete. Ahora quiero, ahora no quiero. Te dejará colgado.
Seguí sin decir nada. Me volví y miré por la ventana para no tenerlo siquiera en mi campo de visión. Al cabo de un par de minutos dijo que habíamos llegado y se metió en el aparcamiento de uno de los rascacielos de oficinas del centro.
Después de consultar el panel del vestíbulo del Centro Legal Fuentes, entramos en el ascensor y subimos en silencio hasta el séptimo piso. A la derecha encontramos una puerta con una placa de caoba al lado que anunciaba el bufete legal de Krasner & Peacock. Una vez dentro, Thorson puso sobre el mostrador de recepción su cartera abierta con la placa del FBI y le preguntó por Krasner a la recepcionista.
– Lo siento -dijo ella-. El señor Krasner está en el juzgado esta mañana.
– ¿Está segura?
– Claro que estoy segura. Tiene un juicio. No volverá hasta después de comer.
– ¿Está por aquí? ¿En qué juzgado?
– Está cerca. En el Juzgado de lo Penal.
Dejamos el coche donde estaba y fuimos andando hasta el Palacio de Justicia. Los juicios se celebraban en el quinto piso, en una sala inmensa con las paredes recubiertas de mármol, atestada de abogados, acusados y familiares de los acusados. Thorson se acercó a un alguacil que se sentaba tras un mostrador en la primera fila de la galería y le preguntó cuál de todos aquellos abogados era Arthur Krasner. Señaló a un pelirrojo bajito, con el cabello corto y la cara colorada, que estaba de pie junto a la barandilla, hablando con otro hombre trajeado, sin duda otro abogado. Thorson se dirigió hacia él, murmurando que le parecía un duende judío.
– ¿Señor Krasner? -le dijo Thorson interrumpiendo la conversación entre los dos hombres. -¿Sí?
– ¿Podemos hablar un momento en el pasillo?
– ¿Quién es usted?
– Se lo explicaré en el pasillo.
– Ya me lo puede explicar ahora, o saldrá al pasillo usted solo.
Thorson sacó la cartera y le mostró la placa; Krasner la miró y leyó la identificación, y comprobé que sus ojos
porcinos se movían de un lado a otro mientras pensaba.
– Bueno, creo que ya sabe de qué se trata -dijo Thorson y, dirigiéndose al otro abogado, añadió-: ¿Nos disculpa un momento?
Ya en el pasillo, Krasner pareció recuperar algo de su compostura de leguleyo.
– De acuerdo, tengo un juicio dentro de cinco minutos. ¿De qué se trata?
– Creía que ya había quedado claro -le dijo Thorson-. Se trata de uno de sus clientes, William Gladden. -No lo conozco.
Intentó pasar por delante de Thorson para volver a la sala de vistas. Thorson se adelantó y le puso una mano en el pecho, inmovilizándolo.
– Por favor -dijo Krasner-, no me toque. No tiene usted derecho a tocarme.
– Ya sabe de quién estamos hablando, señor Krasner. Va a tener usted problemas graves por haber ocultado a la justicia y a la policía la verdadera identidad de ese hombre.
– No, se equivoca. No tenía ni idea de quién era. Acepté el caso tal como se presentó. Si resultó que era otra persona, eso no me concierne. Y no existe la más mínima evidencia de que yo lo supiera.
– Déjese de chorradas, abogado. Guárdeselas para el juez de ahí dentro. ¿Dónde está Gladden?
– No tengo ni idea, y aunque lo supiera…
– ¿No me lo diría? Ésa es una actitud errónea, señor Krasner. Deje que le diga algo: he echado un vistazo al registro de su representación por cuenta del señor Gladden y las cosas no pintan bien, si es que sabe de qué le estoy hablando. No es muy ortodoxo, quiero decir. Eso puede crearle problemas.
– No sé de qué me habla.
– ¿Cómo es que le llamó a usted cuando lo detuvieron?
– No sé. No se lo pregunté.
– ¿Fue por referencias?
– Sí, creo que sí.
– ¿De quién?
– No lo sé. Ya le he dicho que no le pregunté.
– ¿Es usted pedófilo, señor Krasner? ¿Qué es lo que le atrae, las niñas o los niños? ¿O quizás ambos? -¿Qué?
Poco a poco, Thorson lo había arrinconado contra la pared de mármol del pasillo mediante su asalto verbal. Krasner empezaba a parecer rendido. Se había puesto el maletín delante, a modo de escudo. Pero no era suficiente.
– Ya sabe de qué le estoy hablando -le dijo Thorson acosándole-. Con la cantidad de abogados que hay en esta ciudad, ¿por qué Gladden recurrió a usted?
– Se lo diré -gritó Krasner, atrayendo las miradas de todos los que pasaban por allí. Bajó la voz-. No sé por qué me eligió a mí. Sólo sé que lo hizo. Estoy en la guía. Éste es un país libre.
Thorson dudó un instante, dándole a Krasner la oportunidad de seguir hablando, pero el abogado no mordió el anzuelo.
– Estuve mirando los registros ayer -le dijo Thorson-. Lo sacó usted dos horas y quince minutos después de fijarse la fianza. ¿De dónde sacó el dinero? La respuesta es que él ya se lo había dado, ¿no? Así que la cuestión es cómo consiguió usted el dinero si él pasó la noche en la cárcel.
– Por transferencia telefónica. No es nada ilegal. La noche anterior hablamos de mis honorarios y de lo que podía subir la fianza ya la mañana siguiente ya me lo había transferido. Yo no tengo nada que ver. Yo… No puede usted ponerse a calumniarme aquí de esa manera.
– Yo puedo hacer lo que me dé la gana. Usted me da asco, joder. He hablado de usted con la policía local, Krasner. Ya sé de qué va.
– ¿De qué está hablando?
– Si ahora no lo sabe, pronto se va a enterar. Vienen a por usted, renacuajo. Usted puso a ese tipo en la calle y mire lo que ha hecho. Ya ve lo que ha hecho, joder.
– ¡Yo no lo sabía! -protestó Krasner con un gemido, como pidiendo perdón.
– Claro, nadie sabe nunca nada. ¿Lleva usted un móvil? -¿Qué?
– Un móvil, un teléfono.
Al decirlo, Thorson le dio una palmada al maletín de Krasner, lo que hizo que el hombrecillo saltase como picado por un aguijón.
– Sí, sí, llevo un teléfono. No tiene usted que…
– Bien. Sáquelo, llame a su secretaria y dígale que haga una copia de su registro de transferencias telefónicas. Dígale que iremos a buscarla dentro de quince minutos.
– No tiene usted derecho… Mi relación con ese individuo es de abogado a cliente, y tengo que protegerla al margen de lo que haya hecho. Yo…
Thorson volvió a golpear la cartera con el dorso de la mano, dejando a Krasner con la frase a medias. Pude comprobar que se le daba muy bien lo de acorralar al menudo abogado.
– Haga esa llamada, Krasner, y le diré a la policía local que nos ha ayudado. Hágala o la próxima víctima correrá de
su cuenta. Porque ahora ya sabe de quién y de qué estamos hablando. Krasner asintió levemente con la cabeza y empezó a abrir su maletín.
– Eso es, abogado -le dijo Thorson-. Por fin ha visto la luz.
Mientras Krasner llamaba a su secretaria y le daba la orden con voz temblorosa, Thorson no dejaba de vigilarlo en silencio. Nunca había oído hablar ni había visto a nadie que utilizase el truco del policía malo sin la contrapartida del bueno y que le sacase con tanta finura una información a una fuente. No tenía claro si admiraba la habilidad de Thorson o si me pasmaba. Pero había convertido una altiva pose de artista en un bulto tembloroso. Cuando Krasner se hubo guardado el teléfono, Thorson le preguntó qué cantidad le había transferido.
– Unos seis mil dólares.
– O sea, cinco para la fianza y uno para usted. ¿Cómo es que no lo exprimió más?
– Me dijo que no podía disponer de más. Y le creí. ¿Puedo irme ya?
Su cara denotaba resignación y derrota. Antes de que Thorson contestase a su pregunta, se abrió la puerta de la sala de juicios y salió un alguacil. -Artie, tu turno.
– Vale, Jerry.
Sin esperar otro comentario de Thorson, Krasner se dispuso a entrar. Y de nuevo Thorson lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.
Esta vez Krasner no protestó por el hecho de que le tocase. Simplemente se detuvo, alzando los ojos con una mirada aterrada.
– Artie… ¿Puedo llamarle Artie?… Será mejor que haga examen de conciencia. Eso si es que la tiene. Sabe más de lo que nos ha dicho. Mucho más. Y cuanto más se demore, más posibilidades hay de que se pierda otra vida. Piénselo y llámeme.
Se inclinó y metió una tarjeta de visita en el bolsillo superior de la chaqueta de Krasner; después le dio unas palmaditas.
– Detrás está mi número de teléfono en Los Angeles. Llámeme. Si consigo en otra parte lo que estoy buscando y me entero de que tenía usted esa información, seré despiadado, abogado, jodidamente despiadado.
Thorson se echó atrás para dejarle entrar lentamente en la sala del tribunal.
Llegamos a la calle antes de que Thorson me dirigiese la palabra.
– ¿Crees que ha recibido el mensaje?
– Sí, seguro. Tiene el teléfono. Llamará.
– Ya veremos.
– ¿Puedo preguntarte una cosa? -¿Qué?
– ¿ Realmente has hablado de él con los de la policía local? La respuesta de Thorson fue una sonrisa.
– De su condición de pedo filo. ¿Cómo lo sabías?
– Es sólo una conjetura. Los pedo filos actúan en redes. Les gusta rodearse de los de su propia clase. Tienen redes telefónicas, redes informáticas, todo un sistema de apoyo mutuo. Se ven a sí mismos como enfrentados a la sociedad. Ese rollo de la minoría incomprendida. Así que supuse que Gladden consiguió el nombre de Krasner en un listado de referencias. Y ha funcionado. Lo he visto en su cara. De no ser así no nos habría proporcionado el registro de transferencias.
– Es posible. Quizás era verdad cuando dijo que no sabía quién era Gladden. Puede que sólo sea que tiene conciencia y no quiere que le hagan daño a alguien.
– Me parece que tú no conoces a muchos abogados.
Diez minutos más tarde, mientras esperábamos el ascensor a la puerta del bufete Krasner & Peacock, Thorson miró el recibo de la transferencia por valor de 6.000 dólares.
– Es de un banco de Jacksonville -dijo sin alzar la vista-. Habrá que enviárselo a Rach. Noté que usaba el diminutivo de su nombre. Había en ello cierta intimidad.
– ¿Por qué a ella? -le pregunté.
– Porque está en Florida.
Levantó la vista del recibo para mirarme. Sonreía.
– ¿Aún no te lo había dicho?
– No. No me lo habías dicho.
– Ya. Backus la envió allí esta mañana. Ha ido a interrogar a Horace el Hipnotizador y a trabajar con el equipo de allá. ¿Sabes qué haremos? Buscaremos un teléfono en el vestíbulo, a ver si encuentro a alguien que le haga llegar el número de esta cuenta.