SAMWELL

Entre sollozos, Sam dio un paso más.

«Éste es el último —pensó—, el último. Ya no puedo más, no puedo seguir. —Pero sus pies se movieron de nuevo. Primero uno, luego el otro. Dieron un paso, después otro más—. No son mis pies, son de otro, es otro el que camina, no es posible que sea yo.»

Miró hacia abajo y los vio trastabillando en la nieve. Eran cosas torpes y amorfas. Creía recordar que las botas habían sido negras, pero la nieve se había apelmazado en torno a ellas y eran ya informes bultos blancos; tenía dos pies deformes de hielo.

Y no paraba. La nieve, no paraba. Los ventisqueros le llegaban por encima de las rodillas, y una costra de hielo le cubría los muslos como un calzón blanco. Caminaba arrastrándose, tambaleante. La pesada mochila que portaba le daba el aspecto de un jorobado monstruoso. Y estaba tan, tan cansado…

«No puedo seguir. Madre, ten piedad, no puedo seguir.»

Cada cuatro o cinco pasos tenía que agacharse para subirse el cinto de la espada; la había perdido en el Puño, pero la vaina todavía hacía que se le cayera el cinturón. Lo que sí tenía eran dos cuchillos: la daga de vidriagón que Jon le había regalado y la de acero con la que cortaba la carne. Pesaban bastante, y tenía el vientre tan prominente y redondo que si no se iba subiendo el cinturón, se le caía hasta los tobillos, por mucho que se lo apretase. En cierta ocasión había tratado de abrochárselo por encima de la barriga, pero así le quedaba casi en los sobacos. Grenn había estado a punto de morirse de risa sólo de verlo.

—Conocí a un hombre que llevaba la espada al cuello igual que tú —había comentado Edd el Penas—. Un día tropezó y la empuñadura se le metió por la nariz.

Sam también tropezaba sin cesar. Bajo la nieve había rocas, y también raíces de árboles, cuando no agujeros profundos en el suelo helado. Bernarr el Negro se había metido en uno y se había roto el tobillo, eso había sido hacía tres días, o tal vez cuatro… En realidad no sabía cuánto tiempo había pasado. Después de aquello el Lord Comandante ordenó que Bernarr fuera a caballo.

Entre sollozos, Sam dio un paso más. Aquello se parecía más a caer que a caminar, una caída interminable en la que no se llegaba nunca al suelo, sólo se caía hacia delante, hacia delante, sin cesar.

«He de parar, me duele todo. Tengo mucho frío, estoy muy cansado, necesito dormir una siestecita junto a una hoguera y tomar un bocado de cualquier cosa que no esté congelada.»

Pero si se detenía moriría. Lo sabía muy bien. Lo sabían todos, los pocos que quedaban. Cuando huyeron del Puño eran cincuenta, tal vez más, pero algunos se habían extraviado en la nieve, parte de los heridos habían muerto desangrados… y en ocasiones, Sam había oído gritos a sus espaldas, procedentes de la retaguardia. Uno de los gritos fue aterrador. Al oírlo echó a correr, veinte o treinta metros, tan deprisa como pudo, levantando la nieve con los pies casi helados. Si hubiera tenido unas piernas más fuertes no habría dejado de correr.

«Están detrás de nosotros, siguen detrás de nosotros, nos van cazando uno a uno.»

Entre sollozos, Sam dio un paso más. Hacía tanto tiempo que no sentía más que frío que se estaba olvidando de cómo era el calor. Llevaba tres pares de medias y dos capas de ropa interior bajo una túnica doble de lana de cordero, y por encima de todo aquello un jubón acolchado que lo protegía del acero frío de la cota de mallas. Sobre ella llevaba una sobrevesta suelta hasta la cintura y por último una capa de grosor triple que se abrochaba con un botón de hueso por debajo de las papadas. La capucha le caía sobre la frente. En las manos llevaba unos guantes finos de lana y cuero, y encima unos mitones de piel gruesa. Se ceñía la parte inferior del rostro con una bufanda, y llevaba un gorro de lana que le cubría las orejas por debajo de la capucha. Y pese a todo, el frío le llegaba hasta los huesos. Lo había sentido sobre todo en los pies. Ya ni siquiera los notaba, pero hasta el día anterior le habían dolido tanto que apenas si soportaba estar de pie, no digamos ya caminar. Con cada paso tenía que contener un grito. ¿Había sido ayer? No lo recordaba. No había dormido desde lo del Puño, desde que había sonado el cuerno. A menos que hubiera dormido mientras caminaba. ¿Se podía dormir andando? Sam no lo sabía, o tal vez lo había olvidado.

Entre sollozos, dio un paso más. La nieve se arremolinaba a su alrededor. A veces caía de un cielo blanco, a veces de un cielo negro, eso era lo único que quedaba del día y de la noche. La llevaba sobre los hombros como una segunda capa y se le amontonaba en la mochila de la espalda de manera que era cada vez más pesada, más difícil de transportar. Sentía un dolor atroz en la rabadilla, como si le hubieran clavado un cuchillo y lo retorcieran a cada paso. El peso de la cota de mallas le destrozaba los hombros. Habría dado casi cualquier cosa por quitársela, pero le daba miedo. De todos modos, para eso habría tenido que quitarse la capa, y el frío lo habría matado.

«Ojalá fuera más fuerte…» Pero no lo era, y con desearlo no ganaba nada. Sam era débil y gordo, tan gordo que apenas si podía con su peso, la cota de mallas era demasiado para él. Sentía como si le estuviera despellejando los hombros a pesar de las capas de tejido acolchado que separaban el acero de la piel. Lo único que podía hacer era llorar, y cuando lloraba las lágrimas se le congelaban en las mejillas.

Entre sollozos, dio un paso más. La costra de hielo estaba rota en el lugar donde puso el pie, de lo contrario estaba seguro de que no habría podido moverlo. A la derecha y a la izquierda, apenas entrevistas junto a los árboles silenciosos, las antorchas se convertían en difusos halos anaranjados tras la cortina de nieve que seguía cayendo. Siempre que volvía la cabeza los veía deslizarse sigilosamente entre los árboles, se movían arriba y abajo, adelante y atrás.

«El círculo de fuego del Viejo Oso —recordó—, y pobre del que se salga de él.» Al caminar le daba la sensación de que perseguía a las antorchas, pero ellas también tenían piernas, y eran más largas y fuertes que las suyas, de manera que no las alcanzaba nunca.

El día anterior había suplicado que le permitieran llevar una de las antorchas, aunque eso implicara avanzar fuera de la columna y en los límites de la oscuridad. Quería fuego, soñaba con fuego.

«Si me dejaran el fuego no tendría tanto frío.» Pero le recordaron que ya había llevado una antorcha al principio, que se le había caído y la nieve se la había apagado. Sam no recordaba que se le hubiera caído una antorcha, pero supuso que sería verdad. No tenía fuerzas para mantener el brazo extendido mucho rato. ¿Quién le había recordado lo de la antorcha, Edd o tal vez Grenn? De eso tampoco se acordaba. «Gordo, inútil y torpe; hasta los sesos se me están congelando.» Dio un paso más.

Se había enrollado la bufanda en torno a la nariz y la boca, pero se le había llenado de mocos, y estaba tan rígida que tenía miedo de que se le hubiera congelado y se le hubiera quedado pegada a la cara. Hasta respirar costaba un gran esfuerzo, el aire era tan frío que dolía al tragarlo.

—Madre, ten piedad —murmuró con la voz ahogada bajo la máscara helada—. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad. —Con cada súplica daba un paso, arrastrando los pies entre la nieve—. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad.

Su verdadera madre estaba al sur, a mil leguas de allí, con sus hermanas y su hermanito Dickon, a salvo en el castillo de Colina Cuerno.

«No me oye. Igual que no me oye la Madre.» Todos los septones decían que la Madre era misericordiosa, pero más allá del Muro, los Siete no tenían ningún poder. Allí gobernaban los antiguos dioses, los dioses sin nombre de los árboles, de los lobos y de las nieves.

—Piedad —susurró a quien pudiera escucharlo, ya fueran dioses antiguos o nuevos, o hasta demonios—. Piedad, piedad, piedad.

«Maslyn pidió piedad a gritos.» ¿Por qué de repente se había acordado de aquello? No era un recuerdo grato. Maslyn había caído hacia atrás, perdió la espada, suplicó, se rindió, hasta llegó a quitarse el grueso guante negro y lo arrojó ante él como si fuera un guantelete. Aún gritaba pidiendo clemencia cuando el espectro lo cogió por la garganta, lo levantó por los aires y casi le arrancó la cabeza del todo. «A los muertos no les queda lugar para la piedad, y los Otros… No, no quiero pensar en eso, no debo. No lo recuerdes, camina, camina y nada más, camina.»

Entre sollozos, dio un paso más.

Tropezó con una raíz oculta bajo la capa de hielo, perdió el equilibrio y cayó sobre una rodilla con todo su peso, con tanta fuerza que se mordió la lengua. Sintió el sabor de la sangre en la boca, era lo más cálido que había probado desde el Puño.

«Se acabó», pensó. Había caído y no tenía fuerzas para volver a levantarse. Buscó a tientas una rama y se aferró a ella para tratar de ponerse en pie, pero las piernas entumecidas no lo aguantaban; la cota de mallas pesaba demasiado y él estaba muy gordo, y muy débil, y muy cansado…

—Venga, Cerdi, en pie —le gruñó alguien al pasar.

Pero Sam no prestó atención. «Ya está, me dejo caer en la nieve y cierro los ojos.» No estaría tan mal morir allí. No había forma humana de tener más frío, y en cuanto pasara un ratito dejaría de sentir el dolor de los riñones o el tormento de los hombros, igual que ya no sentía los pies. «No sería el primero en morir, eso no podrán achacármelo.» En el Puño habían muerto cientos de hombres, habían caído a su alrededor, y luego muchos más, los había visto. Sam, tembloroso, se soltó de la rama y se dejó caer en la nieve. Estaba fría y húmeda, lo sabía, pero casi no lo notaba a través de la ropa. Clavó la vista en el cielo blancuzco, mientras los copos de nieve le caían sobre el estómago, el pecho y los párpados. «La nieve me cubrirá como una manta blanca, una manta gruesa. Bajo la nieve tendré calor, y si hablan de mí tendrán que decir que caí como un hombre de la Guardia de la Noche. Eso es. Eso es. Cumplí con mi deber. No podrán decir que violé el juramento. Soy gordo, soy débil y soy cobarde, pero cumplí con mi deber.»

Había estado al cargo de los cuervos. Por eso lo habían llevado allí. Él no había querido ir, se lo había dicho, les había dicho lo cobarde que era. Pero el maestre Aemon era muy viejo, además estaba ciego, de modo que tuvieron que enviar a Sam para que se encargara de los cuervos. El Lord Comandante le había dado unas órdenes muy precisas en cuanto acamparon en el Puño.

—Tú no vales para pelear. Eso ya lo sabemos, chico. Si llegan a atacarnos, no intentes demostrar lo contrario, no harías más que estorbar. Lo que tienes que hacer es enviar un mensaje. Y no vengas corriendo a preguntarme qué tiene que decir. Escríbelo tú mismo y envía un pájaro al Castillo Negro y otro a la Torre Sombría. —El Viejo Oso apuntó un dedo enguantado a la cara de Sam—. Me da igual si tienes tanto miedo que te cagas en los calzones y me da igual si hay un millar de salvajes pidiendo a gritos tu sangre; envía esos pájaros o te juro que te perseguiré por los siete infiernos y te aseguro que lamentarás no haberlo hecho.

Lamentarás, lamentarás, lamentarás —había graznado el cuervo de Mormont, inclinando la cabeza.

Sam lo lamentaba. Lamentaba no haber sido más valiente, más fuerte y más hábil con la espada, no haber sido mejor hijo para su padre y mejor hermano para Dickon y para las niñas. También lamentaba saber que iba a morir, pero hombres mejores que él habían muerto en el Puño, hombres valientes, hombres de verdad, no críos gordos y chillones como él. Al menos el Viejo Oso no lo perseguiría por los infiernos.

«Envié los pájaros. Al menos eso sí lo hice bien.» Había escrito los mensajes con antelación, mensajes breves y sencillos en los que hablaba de un ataque en el Puño de los Primeros Hombres; luego se los había guardado en la bolsa de los pergaminos con la esperanza de no tener que enviarlos jamás.

Cuando los cuernos sonaron, Sam estaba durmiendo. Al principio pensó que lo había soñado, pero al abrir los ojos vio que la nieve caía sobre el campamento y que todos los hermanos negros cogían arcos y lanzas y corrían hacia la muralla circular. El único que quedaba cerca de él era Chett, el antiguo mayordomo del maestre Aemon, con aquella cara llena de granos y el enorme quiste del cuello. Sam nunca había visto tanto miedo plasmado en la cara de un hombre como el que vio en la de Chett cuando el tercer toque del cuerno llegó desde los árboles.

—Ayúdame a sacar los pájaros —le suplicó, pero el otro mayordomo se dio media vuelta y echó a correr con la daga en la mano.

«Tiene que hacerse cargo de los perros», recordó Sam. Y seguramente el Lord Comandante también le había dado a él órdenes concretas.

Había sentido los dedos rígidos y temblorosos dentro de los guantes, había tiritado de miedo y de frío, pero consiguió dar con la bolsa de los pergaminos y sacar los mensajes que tenía escritos. Los cuervos graznaban furiosos y, cuando abrió la jaula del Castillo Negro, uno de ellos se le escapó volando. Dos más consiguieron zafarse también antes de que Sam pudiera atrapar un pájaro, que además le clavó el pico a través del guante y le hizo sangre. Pese a todo, consiguió retenerlo el tiempo suficiente para atarle el rollito de pergamino. Para entonces el cuerno de guerra había dejado de sonar, pero el Puño era un bullicio de órdenes lanzadas a gritos entre el clamor del acero.

—¡Vuela! —exclamó Sam al tiempo que lanzaba el cuervo al aire.

Los pájaros de la jaula de la Torre Sombría graznaban y aleteaban con tanta furia que le dio miedo abrir la puerta, pero consiguió superarlo. En aquella ocasión atrapó el primer cuervo que trató de escapar. Un momento más tarde el ave volaba entre la nieve para llevar la noticia del ataque.

Una vez cumplido su deber, terminó de vestirse con dedos torpes y temblorosos, se puso la gorra, el chaleco y la capa con capucha, y se abrochó el cinturón de la espada, muy apretado, para que no se le cayera. Luego cogió la mochila y empezó a guardar sus cosas, la ropa interior y calcetines secos, las puntas de flecha y de lanza de vidriagón que Jon le había regalado, y también el cuerno viejo, sus pergaminos, la tinta y las plumillas, los mapas que había ido dibujando y un embutido al ajo duro como una piedra que había estado guardando desde que salió del Muro. Lo ató todo bien y se echó la mochila al hombro.

«El Lord Comandante me dijo que no fuera hacia la muralla circular —recordó—, pero que tampoco fuera a buscarlo a él.» Sam respiró hondo y se dio cuenta de que no sabía qué debía hacer a continuación.

Recordaba haber dado vueltas en círculo, perdido, a medida que el miedo crecía en su interior, como le pasaba siempre. Los perros ladraban y los caballos relinchaban, pero la nieve amortiguaba los sonidos y hacía que parecieran proceder de muy lejos. Sam no veía nada a tres metros de distancia, ni siquiera las antorchas que ardían a lo largo del muro bajo de piedra que rodeaba la cima de la colina.

«¿Será posible que las antorchas se hayan apagado? —La sola idea le inspiraba pavor—. El cuerno sonó tres veces. Tres llamadas largas significan que vienen los Otros.» Los caminantes blancos del bosque, las sombras frías, los monstruos de las leyendas que de niño lo hacían gritar y temblar… Siempre a lomos de gigantescas arañas de hielo, sedientos de sangre…

Desenvainó la espada con manos torpes y avanzó con dificultad por la nieve. Un perro pasó ladrando junto a él y entonces vio a algunos de los hombres de la Torre Sombría, hombres corpulentos, barbudos, con hachas de mango largo y lanzas de casi dos metros. Con ellos se sintió un poco más seguro, de manera que los siguió en su camino hacia la muralla. Al ver que todavía ardían las antorchas sobre el círculo de piedra se estremeció de puro alivio.

Los hermanos negros estaban allí con las espadas y las lanzas en la mano, a la espera mientras veían caer la nieve. Ser Mallador Locke pasó a lomos de su caballo, con el yelmo cubierto de copos de nieve. Él se quedó atrás y buscó con la mirada a Grenn o a Edd el Penas.

«Si voy a morir, al menos que sea junto a mis amigos», recordó haber pensado. Pero todos los que lo rodeaban eran desconocidos, hombres de la Torre Sombría que servían a las órdenes de un explorador llamado Blane.

—Ahí vienen —oyó decir a un hermano.

—Cargad los arcos —ordenó Blane.

Veinte flechas negras salieron de otros tantos carcajes.

—Los dioses se apiaden de nosotros, son cientos —susurró una voz.

—Tensad —dijo Blane—. Aguantad.

Sam no veía nada ni quería ver nada. Los hombres de la Guardia de la Noche permanecieron tras las antorchas, a la espera con los arcos tensos junto a las orejas, mientras algo se acercaba en la oscuridad, algo ascendía entre la nieve por la ladera resbaladiza.

—Aguantad —repitió Blane—. Aguantad, aguantad. —Y de pronto—: ¡Ahora!

Las flechas silbaron al cortar el aire.

Un grito de alegría surgió de entre los hombres situados junto a la muralla circular, pero casi murió en sus gargantas.

—No se detienen, mi señor —dijo uno a Blane.

—¡Vienen más! —gritó otro—. ¡Allí, mirad, entre los árboles!

—Los dioses se apiaden de nosotros, ¡los tenemos encima!

Para entonces Sam ya estaba retrocediendo, temblaba como una hoja sacudida por ráfagas de viento, tanto por el miedo como por el frío. Aquella noche había sido gélida.

«Aún más que ésta. La nieve parece casi caliente. Ya me siento mejor. Sólo me hacía falta descansar un poco. Enseguida tendré fuerzas para andar otra vez. Enseguida.»

Un caballo le pasó junto a la cabeza, era un animal gris con nieve en las crines y los cascos llenos de hielo. Sam lo vio acercarse, luego lo vio alejarse. Apareció otro entre la cortina de nieve, un hombre de negro tiraba de sus riendas. Al ver a Sam atravesado en el camino, lo insultó e hizo dar un rodeo al animal.

«Ojalá tuviera yo un caballo —pensó—. Si lo tuviera podría seguir en marcha, me sentaría y hasta podría echar un sueñecito.» Pero habían perdido la mayor parte de las monturas en el Puño, y las que les quedaban transportaban los alimentos, las antorchas y a los heridos. Sam no era uno de los heridos. «Sólo un gordo, un debilucho y el mayor cobarde de los Siete Reinos.»

Y qué cobarde era. Lord Randyll, su padre, siempre se lo había dicho y tenía toda la razón. Sam era su heredero, pero nunca se había mostrado digno de tal honor, de manera que su padre lo envió al Muro. Su hermano pequeño, Dickon, heredaría las tierras y el castillo de los Tarly, así como el espadón Veneno de Corazón que los señores de Colina Cuerno habían esgrimido con orgullo durante siglos. Se preguntó si Dickon derramaría una lágrima por el hermano que había muerto en medio de la nieve, en los confines del mundo.

«¿Por qué va a llorar? Un cobarde no merece que lloren por él.» Había oído a su padre decirle eso mismo a su madre mil veces. El Viejo Oso también lo sabía.

—¡Flechas de fuego! —había rugido el Lord Comandante aquella noche en el Puño, cuando apareció de repente a lomos de su caballo—. ¡Vamos a darles llamas! —Fue entonces cuando advirtió la presencia del tembloroso Sam—. ¡Tarly! ¡Quita de en medio! ¡Tienes que estar con los cuervos!

—Ya… ya… ya he enviado los mensajes.

—Bien.

Bien, bien —repitió el cuervo de Mormont, que iba sobre su hombro. Envuelto en pieles y con la cota de mallas, el Lord Comandante parecía inmenso. Los ojos le relampagueaban tras el visor de hierro negro—. Aquí no haces más que estorbar. Quédate junto a las jaulas. Si tengo que enviar otro mensaje no quiero tener que empezar por buscarte. Ocúpate de que los pájaros estén preparados.

No aguardó su respuesta, sino que hizo dar la vuelta al caballo y lo puso al trote a lo largo del círculo.

—¡Fuego! —gritaba—. ¡Flechas de fuego!

No hizo falta que nadie le repitiera la orden a Sam. Regresó junto a los pájaros tan deprisa como se lo permitieron las piernas.

«Tengo que escribir el mensaje con antelación —pensó—, así podremos enviar los pájaros en cuanto haga falta.» Tardó mucho en encender una pequeña hoguera para calentar la tinta congelada. Se sentó en una roca junto a ella, cogió pluma y pergamino, y escribió los mensajes.

«Atacados en medio de la nieve, pero los hemos repelido con flechas de fuego», escribió mientras oía las órdenes de Thoren Smallwood a los arqueros. El silbido de las flechas era un sonido tan dulce como la plegaria de una madre.

—¡Arded, cabrones muertos, arded! —gritó Dywen entre risas como graznidos mientras los hermanos lanzaban gritos de ánimo y maldiciones.

«Estamos a salvo —escribió—. Seguimos en el Puño de los Primeros Hombres.» Sam esperaba que fueran mejores arqueros que él.

Puso la nota a un lado y cogió otro pergamino en blanco. «Seguimos luchando en el Puño, en medio de una densa nevada», escribió.

—¡Se siguen acercando! —gritó alguien en aquel momento.

«Resultado incierto», siguió escribiendo.

—¡Las lanzas! —rugió alguien, tal vez Ser Mallador, aunque Sam no habría podido jurarlo.

«Atacados por espectros en el Puño, en medio de la nieve —escribió—, pero los repelimos con fuego.» Volvió la cabeza. A través de la nevada sólo alcanzaba a divisar la gran hoguera que ardía en el centro del campamento y a los jinetes que se movían inquietos a su alrededor. Sabía que eran la reserva, que estaban preparados para arrollar a cualquier cosa que traspasara el muro circular. Se habían armado con antorchas, en lugar de espadas, y las estaban encendiendo con las llamas de la hoguera.

«Los espectros nos han rodeado —escribió al oír los gritos procedentes de la cara norte—. Atacan a la vez desde el norte y desde el sur. Las lanzas y las espadas no los detienen, sólo el fuego.»

—¡Más flechas, más flechas! —gritó una voz en medio de la noche.

—¡Joder, es enorme! —se oyó otra.

—¡Un gigante! —gritó una tercera.

—¡Es un oso, un oso! —insistió una cuarta.

Un caballo relinchó, los perros empezaron a aullar y los gritos se entremezclaron tanto que Sam ya no fue capaz de distinguir las voces. Escribió más deprisa, nota tras nota. «Salvajes muertos y un gigante, o tal vez un oso, los tenemos encima, nos rodean. —Oyó el sonido del acero contra la madera, lo que sólo podía significar una cosa—. Los espectros han traspasado la muralla circular. Se lucha dentro del campamento. —Una docena de hermanos a caballo pasaron junto a él en dirección a la zona este del muro, cada uno con una antorcha llameante en la mano—. El Lord Comandante los recibe con fuego. Hemos vencido. Estamos venciendo. Defendemos la posición. Hemos roto el cerco y nos replegamos hacia el Muro. Estamos atrapados en el Puño.»

Uno de los hombres de la Torre Sombría surgió tambaleante de la oscuridad y fue a desplomarse junto a Sam. Se arrastró hasta la hoguera antes de morir. «Perdidos —escribió Sam—. Hemos perdido la batalla. Estamos perdidos.»

¿Por qué estaba recordando la batalla del Puño? No quería recordarla. No. Trató de acordarse de su madre, de su hermanita Talla o de Elí, la chica del Torreón de Craster. Alguien lo sacudió por el hombro.

—Levántate —le dijo una voz—. No puedes dormirte aquí, Sam. Levántate, tienes que caminar.

«No estaba dormido, estaba recordando.»

—Vete —dijo, y sus palabras se congelaron en el aire gélido—. Estoy bien. Quiero descansar.

—Levántate —insistió la voz de Grenn, áspera, ronca. Se inclinó sobre Sam, llevaba las ropas negras llenas de nieve—. El Viejo Oso ha dicho que nada de descansar. Vas a morir.

—Grenn. —Sonrió—. No, de verdad, aquí estoy bien. Sigue. Os alcanzaré en cuanto descanse un poco más.

—No. —Grenn tenía la espesa barba castaña congelada en torno a la boca. Le daba aspecto de anciano—. Te congelarás o te atraparán los Otros. ¡Levántate, Sam!

La noche antes de partir del Muro, Pyp le había estado tomando el pelo a Grenn, como siempre. Sam recordaba cómo sonreía al decir que Grenn iba a ser un excelente explorador, ya que era demasiado idiota como para tener miedo. Grenn lo negó con energía hasta que se dio cuenta de lo que estaba diciendo. Era achaparrado, de cuello grueso y fuerte. Ser Alliser Thorne lo llamaba «Uro», igual que a él lo llamaba «Ser Cerdi» y a Jon «Lord Nieve», pero Grenn siempre había tratado bien a Sam. «Sólo gracias a Jon. Si no fuera por Jon ninguno me tendría el menor aprecio.» Y Jon había desaparecido, se había perdido en el Paso Aullante con Qhorin Mediamano, lo más seguro era que estuviera muerto. Sam habría llorado su pérdida, pero las lágrimas se le habrían congelado, y apenas si conseguía mantener los ojos abiertos.

Un hermano de elevada estatura se detuvo junto a ellos con una antorcha en la mano, y durante un instante maravilloso Sam sintió su calidez en el rostro.

—Déjalo ahí —dijo el hombre a Grenn—. El que no pueda caminar está perdido. Ahorra energías para ti, Grenn.

—Se levantará —replicó Grenn—. Sólo le hace falta que le eche una mano.

El hombre echó a andar y se llevó consigo el anhelado calor. Grenn trató de poner en pie a Sam.

—Me haces daño —se quejó—. Para ya, Grenn, que me haces daño en el brazo. Para.

—Joder, pesas demasiado.

Grenn le metió las manos debajo de los sobacos, dejó escapar un gruñido y consiguió ponerlo en pie. Pero, en cuanto lo soltó, el muchacho gordo volvió a sentarse en la nieve. Grenn le dio una patada, un fuerte puntapié que reventó la costra de nieve que le envolvía la bota y lanzó al aire fragmentos de hielo.

—¡Levántate! —Le asestó otra patada—. Levántate, tienes que andar. ¡Tienes que andar!

Sam se dejó caer de costado y se encogió sobre sí mismo para defenderse de los puntapiés. Apenas si los sentía a través de todas las prendas de lana, cuero y la cota de mallas, pero aun así le dolían.

«Creía que Grenn era mi amigo. A los amigos no se les dan patadas. ¿Por qué no me deja en paz? Lo único que necesito es descansar, nada más, descansar y dormir, y tal vez morir un ratito.»

—Si te haces cargo de la antorcha, yo llevaré al gordo.

De repente se sintió izado en el aire gélido, lo habían alejado de la dulce y mullida nieve; flotaba. Sintió un brazo bajo las rodillas y otro en la espalda. Sam alzó la vista y parpadeó. Un rostro se cernió sobre el suyo, una cara ancha y brutal, con la nariz aplastada, los ojos pequeños y oscuros, y una tosca barba castaña. Conocía aquel rostro, pero tardó un instante en hacer memoria. «Paul. Paul el Pequeño.» El calor de la antorcha le derritió el hielo de la cara, y el agua se le metió en los ojos.

—¿Puedes con él? —oyó preguntar a Grenn.

—En cierta ocasión llevé en brazos un ternero que pesaba más que él. Se lo llevé a su madre para que le diera de mamar.

—Para ya —murmuró Sam; la cabeza se le sacudía con cada paso de Paul el Pequeño—. Déjame en el suelo, no soy ningún bebé. Soy un hombre de la Guardia de la Noche. —Se le escapó un sollozo—. Déjame morir.

—No hables, Sam —dijo Grenn—. Ahorra energías. Piensa en tus hermanas, piensa en tu hermano. En el maestre Aemon. En tu comida favorita. Si quieres, canta una canción.

—¿En voz alta?

—Para adentro.

Sam se sabía un centenar de canciones, pero cuando trató de recordar alguna le fue imposible. Parecía como si se las hubieran borrado de la cabeza. Dejó escapar otro sollozo.

—No me sé ninguna canción, Grenn. Antes sí me sabía muchas, pero ya no.

—Sí que sabes —replicó Grenn—. Venga, «El oso y la hermosa doncella», ésa se la sabe todo el mundo. «Había un oso, un oso, ¡un oso!, era negro, era enorme, ¡cubierto de pelo horroroso!»

—No, ésa no —suplicó Sam. El oso que había subido hasta el Puño no conservaba ni rastro de pelo sobre la carne putrefacta. No quería pensar en osos—. Nada de canciones, por favor, Grenn.

—Entonces piensa en tus cuervos.

—No eran míos. —«Eran los cuervos del Lord Comandante, los cuervos de la Guardia de la Noche»—. Pertenecían al Castillo Negro y a la Torre Sombría.

—Chett me dijo que podía quedarme con el cuervo del Viejo Oso, el que habla. —Paul el Pequeño frunció el entrecejo—. Le había estado guardando comida y todo. —Sacudió la cabeza—. Pero se me olvidó. Me dejé la comida donde la tenía escondida. —Siguió caminando, el aliento que se le congelaba a cada paso le cubría el rostro de una película blanca—. ¿Me puedo quedar con uno de tus cuervos? —dijo de repente—. Sólo uno. No dejaría que Lark se lo comiera.

—Se han ido —dijo Sam—. Lo siento. —«Lo siento mucho»—. Están volando hacia el Muro.

Había liberado a los pájaros cuando oyó sonar una vez más los cuernos de batalla, que ordenaban montar a caballo a los hombres de la Guardia.

«Dos llamadas breves y una larga, era la señal para montar.» Pero no había razón para montar a menos que fueran a abandonar el Puño, y eso sólo podía significar que habían perdido la batalla. El miedo se le clavó tan hondo que apenas si pudo abrir las jaulas. Sólo cuando vio salir revoloteando al último cuervo, justo antes de que se perdiera en medio de la tormenta de nieve, se dio cuenta de que había olvidado enviar los mensajes que había escrito.

—¡No! —había chillado—. ¡Oh, no, no, no!

La nieve seguía cayendo mientras los cuernos sonaban.

Ahuuuuu, ahuuuuu, ahuuuuuuuuuuuuuu.

Decían: «A los caballos, a los caballos, a los caballos». Sam vio dos cuervos posados sobre una roca y corrió a por ellos, pero los pájaros echaron a volar entre los copos de nieve, en direcciones opuestas. Persiguió a uno mientras el aliento se le condensaba en grandes nubes blancas, tropezó y de pronto se encontró a tres metros de la muralla circular.

Después de aquello… recordó a los muertos que subían por las piedras, con flechas clavadas en los rostros y en las gargantas. Unos vestían cotas de mallas y otros iban casi desnudos. La mayoría eran salvajes, pero unos cuantos llevaban atuendos negros descoloridos. Recordó cómo uno de los hombres de la Torre Sombría había clavado la lanza en el vientre blancuzco y blando de un espectro hasta que se la sacó por la espalda, y cómo aquel ser había seguido avanzando a trompicones, empalándose cada vez más con el asta y cómo había extendido las manos negras para retorcer el cuello del hermano hasta que le brotó sangre de la boca. Fue entonces cuando se le aflojó la vejiga por primera vez.

No recordaba haber echado a correr, pero sin duda debió de hacerlo, porque lo siguiente que supo fue que estaba a medio campamento de distancia, junto a la hoguera, con el anciano Ser Ottyn Wythers y otros arqueros. Ser Ottyn estaba de rodillas en la nieve, mirando el caos que lo rodeaba, cuando un caballo sin jinete pasó junto a él y le coceó el rostro. Los arqueros no le prestaron atención. Estaban disparando flechas en llamas contra las sombras que poblaban la oscuridad. Sam vio cómo una alcanzaba a un espectro y vio cómo las llamas lo consumían, pero tras él apareció una docena más, junto con una forma enorme, blancuzca, que en su tiempo debió de ser un oso, y los arqueros no tardaron en quedarse sin flechas.

Luego Sam se encontró a caballo. No era su caballo, y tampoco recordaba haber montado. Tal vez fuera el animal que había destrozado la cara de Ser Ottyn. Los cuernos seguían sonando, de modo que espoleó al caballo y lo hizo volverse hacia la fuente del sonido.

En medio de la masacre, el caos y la nieve, se encontró con Edd el Penas a lomos de su montura, con un sencillo estandarte negro en el asta de la lanza.

—Sam —le dijo Edd al verlo—, ¿te importa despertarme, por favor? Tengo una pesadilla espantosa.

Cada vez había más hombres a caballo. Los cuernos los llamaban.

Ahuuuuu, ahuuuuu, ahuuuuuuuuuuuuuu.

—¡Están en la muralla oeste, mi señor! —gritó Thoren Smallwood al Viejo Oso al tiempo que trataba de dominar a su caballo—. Enviaré a los reservas…

—¡No! —Mormont tuvo que gritar a pleno pulmón para hacerse oír por encima del sonido de los cuernos—. ¡Llama a los hombres, tenemos que abrirnos paso y salir de aquí! —Se puso en pie en los estribos, con la capa negra ondeando al viento y el fuego reflejado en la armadura—. ¡Formación en punta de lanza! —rugió—. ¡Todos a caballo, bajaremos por la ladera sur, luego hacia el este!

—¡Mi señor, al sur hay un enjambre de ellos!

—Las otras son demasiado empinadas —dijo Mormont—. Tenemos que…

Su caballo relinchó y se encabritó, y estuvo a punto de lanzarlo al suelo al ver aparecer al oso entre la nieve. Sam volvió a mearse encima.

«Y yo que pensaba que ya no me quedaba nada dentro.» El oso estaba muerto, blancuzco, putrefacto, se le había caído todo el pelo y la piel, también había perdido la mitad del brazo derecho, pero seguía avanzando. Lo único vivo de él eran los ojos. «De un azul brillante, como dijo Jon.» Brillaban como dos estrellas congeladas. Thoren Smallwood lo atacó, su espada brillaba con destellos anaranjados y rojos a la luz del fuego. El golpe estuvo a punto de arrancarle la cabeza al oso. Y el oso le arrancó la suya.

—¡A los caballos! —gritó el Lord Comandante al tiempo que se daba la vuelta.

Antes de llegar a la muralla circular ya iban al galope. Sam siempre había tenido miedo de saltar a caballo, pero cuando tuvo delante el bajo muro de piedra supo que no le quedaba alternativa. Espoleó al caballo, cerró los ojos, dejó escapar un gemido y el animal, de puro milagro, lo llevó al otro lado del muro. El jinete que cabalgaba a su derecha se precipitó al suelo en medio del estrépito del acero, el cuero y los relinchos del caballo, y los espectros cayeron sobre él. Los hombres de la guardia descendieron por la colina al galope, entre un enjambre de manos negras, ardientes ojos azules y copos de nieve. Los caballos tropezaban y caían, los hombres eran arrancados de sus sillas, las antorchas giraban en el aire, las hachas y las espadas hendían la carne muerta, y Samwell Tarly sollozaba mientras se aferraba desesperadamente a su caballo con una fuerza que no había imaginado poseer nunca.

Estaba en mitad de la punta de lanza, con hermanos a ambos lados, y también delante y detrás. Un perro corrió junto a ellos durante un trecho y descendió por la ladera nevada entre los caballos, pero no pudo mantener su ritmo. Los espectros no se apartaban; los jinetes los arrollaban y los pisoteaban con los cascos de las monturas. Incluso mientras caían, lanzaban zarpazos contra las espadas, los estribos y las patas de los animales. Sam vio a uno abrirle el vientre de un zarpazo a un caballo con la mano derecha, mientras se aferraba a la silla con la izquierda.

De pronto se encontraron rodeados de árboles, y la montura de Sam chapoteó por un arroyo helado mientras los sonidos de la carnicería iban quedando atrás. Se giró con un suspiro de alivio… cuando un hombre de negro saltó sobre él desde los arbustos y lo derribó de la silla. Sam no llegó a ver quién era; en un instante, se levantó y se alejó al galope. Cuando trató de correr en pos del caballo se le enredaron los pies en una raíz y cayó de bruces, y se quedó allí tendido, llorando como un niño, hasta que Edd el Penas lo encontró.

Aquél era su último recuerdo coherente del Puño de los Primeros Hombres. Más tarde, horas más tarde, se encontraba tembloroso entre los demás supervivientes, la mitad a caballo y la otra mitad a pie. Para entonces estaban ya a muchos kilómetros del Puño, aunque Sam no sabía cómo los había recorrido. Dywen había conseguido bajar con cinco caballos de carga que transportaban alimentos, aceite y antorchas, y tres de ellos habían llegado hasta allí. El Viejo Oso les ordenó redistribuir la carga, de manera que la pérdida de cualquiera de los caballos y sus correspondientes provisiones no supusiera una catástrofe devastadora. Cogió los caballos de los que estaban ilesos y los adjudicó a los heridos, organizó las filas y situó antorchas para guardar los flancos y la retaguardia.

«Sólo tengo que caminar», se dijo Sam al tiempo que daba el primer paso en dirección a casa. Pero, antes de que transcurriera una hora, había empezado a jadear, a retrasarse…

Advirtió que en aquel momento también empezaban a retrasarse. En cierta ocasión había oído decir a Pyp que Paul el Pequeño era el hombre más fuerte de la Guardia. «Y debe de serlo, puede conmigo.» Pero, aun así, la capa de nieve era cada vez más espesa, el terreno más traicionero, y las zancadas de Paul se iban acortando. Pasaron junto a ellos más jinetes, hombres heridos que miraron a Sam con ojos apagados, indiferentes. También los adelantaron algunos portadores de antorchas.

—Os estáis quedando atrás —les dijo uno.

El siguiente se mostró de acuerdo.

—Nadie te va a esperar, Paul. Deja al cerdo para los muertos.

—Me ha prometido un pájaro —dijo Paul, aunque Sam no había hecho semejante cosa. «No son míos»—. Quiero un pájaro que hable y que coma de mi mano.

—Tú eres idiota —replicó el hombre de la antorcha mientras se alejaba.

—Estamos solos —dijo Grenn con voz ronca al poco rato, deteniéndose de pronto—. No veo las demás antorchas. ¿Los que nos adelantaron eran la retaguardia?

Paul el Pequeño no le supo responder. El hombretón dejó escapar un gruñido y cayó de rodillas. Le temblaban los brazos al depositar a Sam en la nieve con toda delicadeza.

—No puedo cargarte más. Ya quisiera, pero no puedo. —Tiritaba con violencia.

El viento suspiraba entre los árboles y les lanzaba diminutos copos de nieve contra los rostros. El frío era tan intenso que Sam se sintió desnudo. Buscó las antorchas con los ojos, pero todas, hasta la última, habían desaparecido. Sólo quedaba la que llevaba Grenn, con unas llamas que eran como velos anaranjados. A través de ellos se veía la oscuridad que había más allá.

«Pronto se apagará esta antorcha —pensó—, y estamos solos, sin comida, sin amigos, sin fuego…»

Pero se equivocaba. No estaban solos.

Las ramas más bajas del gran centinela verde dejaron caer su carga de nieve. Grenn se dio la vuelta y blandió la antorcha.

—¿Quién anda ahí?

Una cabeza de caballo surgió de la oscuridad. Sam sintió una oleada de alivio hasta que vio al animal. La escarcha lo cubría como una película de sudor congelado y del vientre abierto le salía un nido rígido de entrañas negras. Lo montaba un jinete pálido como el hielo. A Sam se le escapó un sonido gimoteante de lo más hondo de la garganta. Sentía tanto miedo que se habría vuelto a mear encima, pero tenía el frío dentro, un frío tan cruel que se le había helado la vejiga. El Otro desmontó con un movimiento grácil y se quedó de pie en la nieve. Era esbelto como la hoja de una espada y tenía la piel de un blanco lechoso. La superficie de su armadura se ondulaba y cambiaba cuando se movía, y sus pies no hollaban la capa de nieve recién caída.

Paul el Pequeño echó mano al hacha de mango largo que llevaba a la espalda.

—¿Por qué le has hecho daño a ese caballo? Era de Mawney.

Sam buscó a tientas el puño de su espada, pero la vaina estaba vacía. Demasiado tarde, recordó que la había perdido en el Puño.

—¡Vete! —Grenn se adelantó un paso mientras blandía la antorcha ante él—. ¡Vete o te quemo!

Lanzó una estocada con la antorcha. La espada del Otro brillaba con un mortecino resplandor azulado. Avanzó hacia Grenn con la velocidad de un relámpago. Cuando la espada de hielo azul chocó contra las llamas, un chillido estridente, perforó como una aguja los oídos de Sam. La parte superior de la antorcha salió volando y fue a caer sobre la nieve, donde el fuego se apagó al instante. Todo lo que le quedaba a Grenn era un trozo de madera. Lo lanzó contra el Otro con una maldición, al tiempo que Paul el Pequeño atacaba con el hacha.

El miedo que invadió a Sam era el peor que había sentido en toda su vida, y Samwell Tarly conocía todo tipo de miedo.

—Madre, ten piedad —sollozó, había olvidado a los antiguos dioses en medio del terror—. Padre, protégeme… Oh…

Sus dedos encontraron la daga que llevaba y los cerró en torno a la empuñadura.

Los espectros habían sido lentos y torpes, pero el Otro era ligero como la nieve llevada por el viento. Esquivó con fluidez el hachazo de Paul, su armadura siempre ondulante, describió un arco con la espada de cristal y la clavó entre los aros de hierro de la cota de mallas del hombre, atravesando el cuero, la lana, la carne y el hueso. Le salió por la espalda con un siseo aterrador, y Sam oyó la exclamación de Paul cuando perdió el hacha. El hombretón, empalado y con la sangre humeando en la espada, trató de alcanzar a su asesino con las manos, y casi lo logró antes de caer. Su peso arrancó la extraña espada de la mano del Otro.

«Ya, ataca ya, deja de llorar y lucha, mocoso. Lucha, cobarde.» La voz que oía era la de su padre, era la de Alliser Thorne, la de su hermano Dickon y la de Rast. «Cobarde, cobarde, cobarde.» Soltó una carcajada histérica, se preguntó si lo convertirían en un espectro, un espectro grande, gordo y blancuzco, que siempre se tropezaba con sus pies muertos. «Ataca, Sam. —¿Era aquélla la voz de Jon? Jon estaba muerto—. Tú puedes, tú puedes, ataca.» Y de pronto se encontró precipitándose hacia delante, en realidad más que correr lo que hacía era caer, con los ojos cerrados y agitando la daga a ciegas ante él con las dos manos. Oyó un crujido, como el ruido que hace el hielo al romperse bajo una bota, y a continuación un chillido tan agudo y penetrante que lo hizo retroceder tambaleante, con las manos en los oídos, hasta que cayó de culo.

Cuando abrió los ojos, la armadura del Otro se deslizaba por las piernas del ser como un riachuelo, mientras una sangre color azul claro siseaba y humeaba en torno a la daga de vidriagón que tenía clavada en la garganta. El Otro se llevó las manos blancas como la nieve hacia la herida para tratar de arrancársela, pero cuando los dedos rozaron la obsidiana empezaron a humear.

Sam rodó de costado, con los ojos abiertos de par en par, mientras el Otro se deshacía en un charco, se disolvía… En pocos momentos desapareció toda la carne, se había evaporado en jirones de tenue neblina blanca. Debajo había huesos como vidrio lechoso, claros y brillantes, que también se estaban disolviendo. Por último sólo quedó la daga de vidriagón, envuelta en un sudario de vaho, como si estuviera viva y sudorosa. Grenn se inclinó para recogerla, pero al momento la volvió a soltar.

—¡Madre, qué fría está!

—Es obsidiana. —Sam se puso trabajosamente en pie—. También la llaman vidriagón. Vidriagón. Vidrio de dragón. —Soltó una risita, luego un sollozo, y se dobló por la cintura para vomitar su valor sobre la nieve.

Grenn ayudó a Sam a ponerse en pie, le buscó el pulso a Paul el Pequeño, le cerró los ojos y por último tocó otra vez la daga. En esta ocasión pudo cogerla.

—Quédatela —dijo Sam—. Tú no eres un cobarde como yo.

—Tan cobarde que has matado al Otro. —Grenn señaló con el cuchillo—. Mira allí, entre los árboles. Hay luz rosada. Amanece, Sam, amanece. Aquello debe de ser el este. Si vamos en aquella dirección alcanzaremos a Mormont.

—Si tú lo dices… —Dio una patada a un árbol con la bota izquierda para sacudirse la nieve, y luego con la derecha—. Lo intentaré. —Con una mueca de dolor, dio un paso—. Lo intentaré, de verdad.

Y luego otro.

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