JON

El mundo estaba sumido en una penumbra gris que olía a pino, a musgo y a frío. De la tierra negra ascendían jirones de niebla mientras los jinetes se abrían camino entre las piedras caídas y los árboles escuálidos. Descendían hacia las hogueras de aspecto acogedor, que brillaban como joyas dispersas por el fondo del valle fluvial. Había más hogueras de las que Jon Nieve podía contar, cientos de hogueras, miles… Un segundo río de luces parpadeantes a lo largo de las orillas del gélido y blanco Agualechosa. Flexionó los dedos de la mano con que empuñaba la espada.

Bajaron de las montañas sin estandartes ni trompetas, rota la quietud únicamente por el murmullo distante del río, el golpeteo de los cascos y el traqueteo de la armadura de huesos de Casaca de Matraca. Por el cielo planeaba un águila con enormes alas de un azul grisáceo; por la tierra marchaban hombres, perros, caballos y un lobo huargo blanco.

Una piedra rebotó en la ladera, pateada por uno de los cascos, y Jon vio a Fantasma girar la cabeza ante el sonido repentino. Todo el día había seguido a los jinetes a distancia, como era su costumbre, pero cuando la luna se alzó por encima de los pinos, llegó trotando con los ojos rojos encendidos. Como siempre, los perros de Casaca de Matraca lo recibieron con un coro de gruñidos y ladridos feroces, pero el huargo no les prestó la menor atención. Seis días antes, el mayor de los perros lo había atacado por la espalda cuando los salvajes acamparon para pasar la noche; Fantasma se volvió y le lanzó una dentellada rápida, con lo que el perro huyó a la carrera con un anca ensangrentada. Después de aquello el resto de la jauría se había mantenido a una distancia saludable.

El caballo de Jon Nieve lanzó un relincho quedo, pero una caricia y una palabra afectuosa tranquilizaron enseguida a la bestia. Ojalá sus temores se calmaran con tanta facilidad. Vestía totalmente de negro, el uniforme de la guardia de la Noche, pero el enemigo cabalgaba delante y detrás de él.

«Salvajes, y yo voy con ellos.» Ygritte llevaba puesta la capa de Qhorin Mediamano. Lenyl tenía su cota larga, la corpulenta mujer del acero Ragwyle se quedó con sus guantes, y uno de los arqueros, con sus botas. Y Casaca de Matraca guardaba los huesos de Qhorin en su saco, junto con la cabeza ensangrentada de Ebben, que había salido con Jon para explorar el Paso Aullante. «Muertos, todos están muertos menos yo, y yo estoy muerto para el mundo.»

Ygritte cabalgaba justo detrás de él. Delante tenía a Ryk Lanzalarga. El Señor de los Huesos los había nombrado sus guardianes.

—Si el cuervo sale volando, también herviré vuestros huesos —les advirtió cuando comenzaron la marcha, sonriendo a través de los dientes torcidos de la calavera de gigante que utilizaba como yelmo.

—¿Prefieres custodiarlo tú? —le preguntó Ygritte, burlona—. Si quieres que lo hagamos nosotros, déjanos en paz y lo haremos.

«Es verdad que son un pueblo libre», concluyó Jon. Casaca de Matraca los lideraba, sí, pero nadie se mordía la lengua a la hora de responderle.

—Tal vez hayas engañado a esos otros, cuervo —dijo el jefe de los salvajes, clavándole una mirada hostil—, pero no creas que puedes engañar a Mance. Te echará un vistazo y sabrá que mientes. Y entonces me haré una capa con la piel de tu lobo, te abriré esa blanda panza de niño y te coseré dentro una comadreja.

Jon abrió y cerró la mano de la espada, flexionando los dedos quemados dentro del guante, pero Ryk Lanzalarga se limitó a soltar una carcajada.

—¿Y cómo vas a encontrar una comadreja en la nieve? —le espetó.

Aquella primera noche, tras un largo día a caballo, acamparon en una pequeña hondonada entre las piedras sobre la cima de una montaña sin nombre, y se acurrucaron junto al fuego mientras empezaba a nevar. Jon contemplaba cómo se derretían los copos que caían sobre las llamas. A pesar de toda la lana, el cuero y las pieles que llevaba encima, el frío le llegaba a los huesos. Ygritte se sentó a su lado después de comer, con el capuchón en la cabeza y las manos metidas dentro de las mangas para darse calor.

—Cuando Mance se entere de cómo acabaste con el Mediamano te tomará enseguida —le dijo.

—¿Me tomará?

—Te tomará como uno de los nuestros —contestó la chica riéndose, burlona—. ¿Crees que eres el primer cuervo que escapa volando del Muro? En vuestro interior lo que más deseáis es volar libres.

—Y cuando me acepte —dijo él, lentamente—, ¿seré libre de marcharme?

—Claro que sí. —A pesar de los dientes torcidos tenía una sonrisa cálida—. Y nosotros seremos libres de matarte. Es peligroso ser libre, pero a la mayoría nos gusta. —Le puso la mano enguantada sobre la pierna, un poco más arriba de la rodilla—. Ya lo verás.

«Lo veré —pensó Jon—. Lo veré, lo oiré y lo aprenderé; luego llevaré las noticias al Muro.» Los salvajes lo habían tomado por un perjuro, pero en su corazón seguía siendo un hombre de la Guardia de la Noche, que llevaba a cabo la última misión que Qhorin Mediamano le encomendara. «Antes de que yo lo matase.»

Al final de la ladera encontraron una pequeña corriente, que fluía desde las colinas para unirse al Agualechosa. Parecía que no era más que piedras y hielo, pero se oía el sonido del agua que corría bajo la superficie congelada. Casaca de Matraca los condujo a la otra orilla mientras la fina capa de hielo no dejaba de crujir.

Los jinetes de la avanzadilla de Mance Rayder los rodearon apenas cruzaron la corriente. Jon los ponderó de una mirada: ocho jinetes, hombres y mujeres, vestidos con piel y cuero endurecido, algunos con yelmos o con cotas. Iban armados con lanzas y picas endurecidas al fuego, todos menos su líder, un hombre rubio y grueso de ojos llorosos, que llevaba una enorme guadaña curva de acero afilado. Lo reconoció enseguida: el Llorón. Los hermanos de negro contaban muchas cosas sobre aquel hombre. Al igual que Casaca de Matraca, Harma Cabeza de Perro y Alfyn Matacuervos, era un salvaje famoso.

—El Señor de los Huesos —dijo el Llorón al verlos; examinó a Jon y a su lobo—. ¿Y quién es éste?

—Un cuervo que cambia de bando —dijo Casaca de Matraca, que prefería que lo llamaran Señor de los Huesos por la traqueteante armadura que llevaba—. Tenía miedo de que me quedara con sus huesos, además de con los de Mediamano.

Sacudió su saco de trofeos, mostrándoselo a los otros salvajes.

—Mató a Qhorin Mediamano —dijo Ryk Lanzalarga—. Él, con ayuda de su lobo.

—Y también a Orell —dijo Casaca de Matraca.

—Ese chico es un warg, o se le parece —intervino Ragwyle, la enorme mujer del acero—. Su lobo le arrancó un trozo de pierna a Mediamano.

El Llorón volvió a mirar a Jon con los ojos enrojecidos y legañosos.

—¿Sí? Pues ahora que lo miro bien, es verdad que veo algo de lobo en él. Llevadlo con Mance, quizá lo acepte.

Hizo dar media vuelta a su cabalgadura y se marchó al galope seguido por sus jinetes.

Soplaba un viento húmedo y denso cuando cruzaron el valle del Agualechosa y continuaron en fila de a uno por el campamento junto al río. Fantasma se mantenía muy pegado a Jon, pero su olor los precedía como un heraldo, y pronto estuvieron rodeados por los perros de los salvajes, que ladraban y gruñían. Lenyl les gritaba que se callaran, pero los animales no le hacían el menor caso.

—No les gusta nada esa bestia tuya —dijo Ryk Lanzalarga, dirigiéndose a Jon.

—Son perros y Fantasma es un lobo —dijo Jon—. Saben que no es de los suyos.

«De la misma manera que yo no soy de los vuestros.» Pero tenía una misión que cumplir, la tarea que Qhorin Mediamano le había encomendado mientras compartían aquella última hoguera: hacer el papel de cambiacapas y averiguar qué buscaban los salvajes en los pálidos y gélidos eriales de los Colmillos Helados.

—Cierto poder —le había dicho Qhorin al Viejo Oso, pero murió antes de saber de qué se trataba, o si Mance Rayder lo había encontrado.

A lo largo del río, entre carretas, carretones y trineos, había cientos de hogueras donde preparaban comida. Muchos salvajes habían levantado tiendas de cuero, fieltro y pieles. Otros se protegían tras las rocas en cobertizos rudimentarios o dormían debajo de sus carretas. Junto a una hoguera, Jon vio a un hombre que endurecía al fuego puntas de largas lanzas de madera, y después las tiraba a un montón. En otro sitio, dos jóvenes barbudos vestidos de cuero endurecido se entrenaban con varas, atacándose por encima de las llamas y gruñendo cada vez que un golpe hacía blanco. En las inmediaciones, una docena de mujeres sentadas en círculo confeccionaban flechas.

«Flechas para mis hermanos —pensó Jon—. Flechas para la gente de mi padre, para los habitantes de Invernalia, de Bosquespeso y de Último Hogar. Flechas para el norte.»

Mas no todo lo que veía tenía relación con la guerra. Vio también a mujeres que bailaban, oyó el llanto de un bebé y un niño pequeño echó a correr por delante de su caballo; iba vestido de pieles de pies a cabeza y jadeaba de tanto jugar. Cabras y ovejas vagaban libremente, mientras los bueyes recorrían la orilla del río en busca de hierba. De una de las hogueras salía olor a carnero asado, y sobre otra vio un jabalí ensartado en un largo espetón de madera.

Casaca de Matraca desmontó en un espacio abierto, rodeado de altos pinos soldado.

—Acamparemos aquí —dijo, volviéndose hacia Ragwyle, Lenyl y los demás—. Dad de comer a los caballos, después a los perros y luego comed vosotros. Ygritte, Lanzalarga, traed al cuervo para que Mance le eche un vistazo. Después lo destriparemos.

Hicieron a pie el resto del camino con Fantasma pegado a sus talones y dejaron atrás más hogueras y más tiendas. Jon no había visto nunca tantos salvajes. Se preguntó si alguien había visto antes semejante cantidad.

«El campamento es infinito —reflexionó—, pero se trata más bien de cien campamentos que de uno, y cada cuál es más vulnerable que el anterior.» Extendidos a lo largo de muchos kilómetros, los salvajes no tenían defensas que pudieran considerarse como tales, no había fosos ni picas afiladas, sólo pequeños grupos de exploradores que patrullaban el perímetro. Cada grupo, clan o aldea se había detenido donde le había parecido bien tan pronto encontró un lugar adecuado o vio que otros acampaban. «El pueblo libre.» Si sus hermanos atacaban semejante desorden, muchos de los salvajes pagarían con su sangre tanta libertad. Eran muchos, pero la Guardia de la Noche era disciplinada, y en el combate la disciplina vence al número en nueve de cada diez ocasiones, como le dijera una vez su padre.

No había duda de cuál de las tiendas de campaña pertenecía al rey. Era tres veces mayor que la más grande que había visto hasta entonces y salía música de su interior. Como muchas de las tiendas menores, estaba hecha de pieles cosidas que aún conservaban el pelaje, pero las de Mance Rayder eran las pieles blancas y tupidas de osos de las nieves. El techo, en forma de pico, estaba coronado con las enormes astas de alguno de los alces gigantes que, en los tiempos de los primeros hombres, vagaba libremente por los Siete Reinos.

Al menos allí había guardias: dos a la entrada de la tienda, apoyados en largas picas, con escudos redondos de cuero atados a los brazos. Cuando vieron a Fantasma, uno de ellos bajó la pica.

—Esa bestia se queda aquí —dijo.

Fantasma, siéntate —ordenó Jon, y el huargo se sentó.

—Lanzalarga, vigila a la bestia.

Casaca de Matraca abrió la entrada de la tienda y, con un gesto, invitó a Jon y a Ygritte a entrar.

El interior estaba lleno de humo y a buena temperatura. Había recipientes con turba ardiendo en cada una de las cuatro esquinas, que iluminaban el lugar con una luz tenue y rojiza. El suelo estaba cubierto de pieles. Jon se sintió más solo que nunca allí de pie, con su ropa negra, esperando la clemencia del cambiacapas que se hacía llamar Rey-más-allá-del-Muro. Cuando se le habituaron los ojos a la humeante penumbra roja, vio a seis personas, ninguna de las cuales le prestaba atención. Un joven moreno y una hermosa mujer rubia compartían un cuerno de aguamiel. Una mujer preñada se afanaba sobre un fogón, asando unas gallinas, mientras un hombre de pelo gris que vestía una raída capa negra y roja, sentado sobre un cojín con las piernas cruzadas, tañía un laúd y cantaba.

La mujer del dorniense era bella como ninguna

y sus besos eran más dulces que la uva.

Pero la espada del dorniense era de negro acero

y su beso del dolor más certero.

Jon conocía la canción, aunque le resultaba raro oírla allí, en una tienda de piel al otro lado del Muro, a cuarenta mil kilómetros de las rojas montañas y los vientos cálidos de Dorne.

Casaca de Matraca se quitó el yelmo amarillento mientras esperaba a que terminara la canción. Sin la armadura de cuero y huesos era un hombre menudo, y la cara debajo de la calavera de gigante era corriente, con una barbilla carnosa, un bigote fino y mejillas huesudas. Tenía los ojos muy juntos, una única ceja poblada que le cruzaba la frente, y el cabello, ralo, formaba con un pico sobre la frente entre las grandes entradas.

La mujer del dorniense cantaba durante el baño

con una voz que era dulce como un melocotón,

mas la espada del dorniense tenía su propia canción

y se clavaba como el aguijón de un escorpión.

Junto al brasero, un hombre de baja estatura, pero inmensamente recio, estaba sentado en un taburete y se comía una brocheta de gallina. La grasa caliente le corría por la quijada hasta la barba, blanca como la nieve, pero de todos modos sonreía con placer. Tenía unas bandas de oro anchas y con runas talladas en los gruesos brazos, y llevaba una pesada cota de mallas negra, que debió de pertenecer a un explorador muerto. A muy poca distancia, un hombre más alto y delgado, que llevaba una camisa de cuero con placas de bronce, fruncía el ceño sobre un mapa; tenía colgado a la espalda, en su funda de cuero, un espadón de dos manos. Era esbelto como una lanza, con los músculos muy definidos, bien afeitado, calvo, con una prominente nariz recta y ojos grises muy profundos. Si hubiera tenido orejas hubiera sido apuesto, pero las había perdido, quizá por el frío o a causa del cuchillo de un enemigo, Jon no lo sabía. Su ausencia hacía que la cabeza del hombre pareciera estrecha y puntiaguda.

Una mirada le bastó a Jon para saber que tanto el hombre de la barba blanca como el calvo eran guerreros.

«Esos dos son muchísimo más peligrosos que Casaca de Matraca.» Se preguntó cuál de ellos sería Mance Rayder.

Mientras yacía en el suelo y la vista se le nublaba,

notó el sabor de la sangre que la boca le llenaba.

Sus hermanos se arrodillaron y rezaron una oración,

y él sonrió, se echó a reír y entonó una canción:

«Hermanos, oh, hermanos, mis días aquí han terminado,

pues el dorniense la vida me ha quitado,

pero todo hombre muere tarde o temprano,

y a la mujer del dorniense yo ya he probado».

Cuando los últimos compases de «La mujer del dorniense» cesaron, el hombre calvo y sin orejas levantó la vista del mapa e hizo una mueca feroz a Casaca de Matraca e Ygritte, a ambos lados de Jon.

—¿Qué es eso? ¿Un cuervo?

—El bastardo negro que destripó a Orell —dijo Casaca de Matraca—. Y también hay un huargo.

—Debías matarlos a todos.

—Éste se pasó a nuestro bando —explicó Ygritte—. Mató personalmente a Qhorin Mediamano.

—¿Este crío? —Las noticias habían irritado al hombre sin orejas—. Mediamano era mío. ¿Tienes nombre, cuervo?

—Jon Nieve, Alteza. —Se preguntó si también debería hacer una genuflexión.

—¿Alteza? —El hombre sin orejas miró al obeso de la barba blanca—. Fíjate. Me toma por un rey.

El de la barba blanca soltó tal risotada que salpicó sus alrededores con trozos de gallina. Se limpió la grasa de la boca con el dorso de la manaza.

—Debe de estar ciego. ¿Cuándo se ha visto un rey sin orejas? ¡La corona le iría a parar al cuello! ¡Ja! —Hizo una mueca en dirección a Jon mientras se limpiaba los dedos en los calzones—. Cierra el pico, cuervo. Date la vuelta si quieres ver al que buscas.

Jon se volvió. El bardo se puso de pie.

—Soy Mance Rayder —dijo mientras dejaba el laúd a un lado—. Y tú eres el bastardo de Ned Stark, el Nieve de Invernalia.

Anonadado, Jon se quedó mudo un instante antes de recuperarse lo suficiente para responder.

—¿Y cómo… cómo lo sabéis?

—Te lo contaré luego —dijo Mance Rayder—. ¿Te ha gustado la canción, muchacho?

—Mucho. La conocía.

—Pero todo hombre muere tarde o temprano —repitió el Rey-más-allá-del-Muro como sin darle importancia—, y yo he probado a la mujer del dorniense. Dime, ¿es verdad lo que ha dicho mi Señor de los Huesos? ¿Has matado a mi viejo amigo, el Mediamano?

—Así es.

«Aunque fue más obra suya que mía.»

—La Torre Sombría no volverá a ser tan aterradora —dijo el rey con tristeza en la voz—. Qhorin era mi enemigo. Pero también fue una vez mi hermano. A ver… ¿tengo que darte las gracias por matarlo, Jon Nieve? ¿O maldecirte? —Miró a Jon con una sonrisa burlona.

El Rey-más-allá-del-Muro no tenía aspecto de rey, ni siquiera de salvaje. Era de mediana estatura, esbelto, de rasgos finos y ojos pardos, calculadores, con un largo cabello castaño que se había vuelto casi todo gris. No llevaba corona en la cabeza, ni aros de oro ciñéndole los brazos, ni joyas en la garganta, ni siquiera un destello de plata. Vestía de lana y cuero, y la única prenda de ropa que destacaba era la harapienta capa negra de lana con largos remiendos de seda roja desteñida.

—Deberíais darme las gracias por matar a vuestro enemigo —dijo Jon finalmente— y maldecirme por matar a vuestro amigo.

—¡Ja! —rugió el de la barba blanca—. ¡Buena respuesta!

—De acuerdo. —Mance Rayder hizo un gesto a Jon para que se aproximara—. Si te unes a nosotros, nos conocerás mejor. El hombre con el que me has confundido es Styr, Magnar de Thenn. «Magnar» significa «señor» en la antigua lengua. —El hombre sin orejas miró fríamente a Jon, mientras Mance se volvía hacia el de la barba blanca—. Éste, nuestro feroz devorador de gallinas, es mi leal Tormund. La mujer…

—Un momento —lo interrumpió Tormund poniéndose de pie—. Has mencionado el título de Styr, menciona el mío.

—Como quieras —dijo Mance Rayder, echándose a reír—. Jon Nieve, tienes ante ti a Tormund Matagigantes, el Gran Hablador, Soplador del Cuerno y Rompedor del Hielo. Y también Tormund Puño de Trueno, Marido de Osas, Rey del Aguamiel en el Salón Rojo, Portavoz ante los Dioses y Padre de Ejércitos.

—Ése sí soy yo —dijo Tormund—. Te saludo, Jon Nieve. Resulta que me gustan mucho los wargs, pero no los Stark.

—La mujer que ves junto al brasero —prosiguió Mance Rayder— es Dalla. —La mujer preñada sonrió con timidez—. Trátala como a cualquier otra reina. Lleva mi retoño. —Se volvió hacia los dos restantes—. Esta belleza es su hermana, Val. Y el joven Jarl, a su lado, es su última mascota.

—No soy la mascota de ningún hombre —dijo Jarl, sombrío y enfurecido.

—Y Val no es ningún hombre —gruñó el barbudo Tormund—. Ya deberías haberte dado cuenta, muchacho.

—Pues aquí nos tienes, Jon Nieve —dijo Mance Rayder—. El Rey-más-allá-del-Muro y su corte en pleno. Y ahora es tu turno de hablar. ¿De dónde has venido?

—De Invernalia —respondió—, pasando por el Castillo Negro.

—¿Y qué te trae al Agualechosa, tan lejos de los fuegos de tu hogar? —No aguardó la respuesta de Jon, sino que miró al instante a Casaca de Matraca—. ¿Cuántos eran?

—Cinco. Tres murieron, y aquí está éste. El otro escaló la ladera de una montaña, por la que ningún caballo podía seguirlo.

—¿Erais solamente cinco? —preguntó Rayder, volviendo a clavar los ojos en los de Jon—. ¿O hay otros de tus hermanos fisgoneando por los alrededores?

—Éramos cuatro y Mediamano. Qhorin valía por veinte hombres.

—Eso se decía —dijo el Rey-más-allá-del-Muro con una sonrisa—. Pero… ¿un chico del Castillo Negro con exploradores de la Torre Sombría? ¿Cómo es eso?

—El Lord Comandante me envió con Mediamano para entrenarme —contestó Jon, que tenía lista la mentira—, y por eso me llevó de exploración.

—Dices que de exploración… —intervino Styr el Magnar con el ceño fruncido—. ¿Para qué irían los cuervos de exploración más allá del Paso Aullante?

—Las aldeas estaban abandonadas —dijo Jon sin faltar a la verdad—. Era como si todo el pueblo libre hubiera desaparecido.

—Desaparecido, sí —dijo Mance Rayder—. Y no sólo el pueblo libre. ¿Quién os dijo dónde estábamos, Jon Nieve?

—Craster —bufó Tormund—, seguro, o yo soy una doncella inocente. Ya te lo dije, Mance, a ese bicho le sobra la cabeza.

—Tormund, intenta alguna vez pensar antes de hablar —dijo el rey mirando irritado al de la barba blanca—. Ya sé que fue Craster. Se lo he preguntado a Jon para saber si decía la verdad.

—Vaya —escupió Tormund—. He metido la pata. —Le hizo una mueca a Jon—. Fíjate, muchacho, por eso él es rey y yo no. A la hora de beber, de pelear y de cantar soy mejor que él, y mi miembro es tres veces más grande que el suyo, pero Mance es listo. Lo criaron como cuervo, ¿sabes?, y el cuervo es un pájaro que sabe muchos trucos.

—Voy a hablar a solas con el muchacho, mi Señor de los Huesos —dijo Mance Rayder a Casaca de Matraca—. Dejadnos solos.

—¿Qué, yo también? —dijo Tormund.

—Tú en particular —replicó Mance.

—No como en ningún salón donde no soy bienvenido. —Tormund se puso en pie—. Las gallinas y yo nos vamos. —Agarró otra ave del brasero y se la guardó en un bolsillo cosido en el forro de su capa—. Ja —dijo, y se marchó chupándose los dedos.

Todos los demás lo siguieron, menos Dalla, la mujer.

—Siéntate si lo deseas —dijo Rayder cuando los otros se marcharon—. ¿Tienes hambre? Tormund nos ha dejado por lo menos dos piezas.

—Me gustaría mucho comer algo, Alteza. Gracias.

—¿Alteza? —El rey sonrió—. No es un tratamiento que uno oiga con frecuencia de los labios del pueblo libre. Para casi todos, soy Mance. Mance con mayúsculas, para algunos. ¿Te apetece un cuerno de aguamiel?

—Con gusto.

El rey sirvió la bebida mientras Dalla cortaba las crujientes gallinas en mitades y les daba una a cada uno. Jon se quitó los guantes y comió con los dedos, arrancando los trocitos de carne de los huesos.

—Tormund está en lo cierto —dijo Mance Rayder mientras cogía un trozo de pan—. El cuervo negro es un pájaro listo, sí… pero yo ya era un cuervo cuando tú no tenías más edad que el bebé que hay en el vientre de Dalla, Jon Nieve. De manera que no intentes hacerte el listo conmigo.

—Como ordenéis, Alte… Mance.

—¡Altemance! —El rey se echó a reír—. Bueno, no suena mal. Antes te he dicho que te contaría cómo te reconocí. ¿Todavía no lo sabes?

Jon hizo un gesto de negación.

—¿Casaca de Matraca envió un aviso?

—¿Con un cuervo? No tenemos cuervos entrenados. No, yo conocía tu rostro. Lo había visto antes. Dos veces.

Al principio no le vio la lógica, pero Jon le dio unas cuantas vueltas en la cabeza y lo entendió.

—Cuando erais hermano de la Guardia…

—Muy bien. Sí, ésa fue la primera vez. Eras sólo un niño y yo vestía el negro, era uno entre la docena que escoltaba al anciano Lord Comandante Qorgyle cuando fue a ver a tu padre en Invernalia. Yo paseaba por la muralla que rodeaba el patio cuando me tropecé contigo y con tu hermano Robb. La noche anterior había nevado y vosotros habíais construido una gran montaña de nieve encima de la puerta y esperabais a que alguien pasara por debajo.

—Lo recuerdo —dijo Jon, con una risa de asombro. Un joven hermano de negro paseando por la muralla, sí—. Jurasteis no contárselo a nadie.

—Y mantuve mi palabra. Al menos, en esa ocasión.

—Le dejamos caer la nieve encima al Tom el Gordo. Era el guardia más lento de mi padre. —Tom los había perseguido después hasta que los tres estuvieron tan rojos como las manzanas de otoño—. Pero habéis dicho que me visteis en dos ocasiones. ¿Cuál fue la segunda?

—Cuando el rey Robert fue a Invernalia para nombrar Mano a tu padre —respondió con celeridad el Rey-más-allá-del-Muro.

—No puede ser. —La incredulidad hizo que Jon abriera mucho los ojos.

—Pues sí. Cuando tu padre supo que el rey iba a visitarlo, mandó aviso a su hermano Benjen, en el Muro, para que acudiera al festín. Hay más comercio entre los hermanos de negro y el pueblo libre de lo que sospechas, y al poco tiempo la noticia llegó a mis oídos. Era una oportunidad demasiado buena y no me pude resistir. Tu tío no me conocía de vista, así que por su parte no tendría problemas, y no creí que tu padre fuera a acordarse de un joven cuervo con quien se había tropezado un instante años atrás. Quería ver al tal Robert con mis propios ojos, de rey a rey, y ponderar también a tu tío Benjen. En aquella ocasión era capitán de los exploradores y el verdugo de mi pueblo. Así que ensillé mi corcel más veloz y partí al galope.

—Pero el Muro… —objetó Jon.

—El Muro puede detener un ejército, pero no a un hombre solo. Cogí un laúd, una bolsa de plata, crucé el hielo cerca de Túmulo Largo, caminé unos cuantos kilómetros al sur del Nuevo Agasajo y compré un caballo. Así hice el camino más deprisa que Robert, que viajaba con una enorme casa con ruedas para que su reina estuviera cómoda. Cuando estaba al sur de Invernalia, a un día de distancia, me tropecé con él y seguí el camino en su cortejo. Los jinetes libres y los caballeros errantes se unen frecuentemente a los cortejos reales con la esperanza de poder servir al rey, y con el laúd conseguí que me aceptaran rápidamente. —Se echó a reír—. Conozco todas las canciones obscenas que se han compuesto al norte o al sur del Muro. Y aquí apareces tú. La noche en que tu padre festejó la llegada de Robert, yo estaba sentado en la parte trasera del salón, con los demás jinetes libres, oyendo cómo Orland de Antigua tocaba el arpa y cantaba historias de reyes muertos bajo el mar. Me convidaron a las viandas y al aguamiel de tu padre, eché un vistazo al Matarreyes y al Gnomo… y me fijé en los hijos de Lord Eddard y los cachorros de lobo que les corrían entre las piernas.

—Bael el Bardo —dijo Jon, recordando la historia que Ygritte le había contado en los Colmillos Helados la noche que había estado a punto de matarlo.

—Me hubiera encantado serlo. No negaré que las hazañas de Bael han inspirado mis aventuras… pero no recuerdo haber secuestrado a ninguna de tus hermanas. Bael escribía sus canciones y las vivía. Yo sólo canto las canciones que han compuesto hombres más ingeniosos que yo. ¿Más aguamiel?

—No —dijo Jon—. Si os hubieran descubierto, os habrían…

—Tu padre me hubiera cortado la cabeza. —El rey se encogió de hombros—. Aunque, como había comido de su mesa, estaba protegido por las leyes de la hospitalidad. Las leyes de hospitalidad son tan antiguas como los primeros hombres, tan sagradas como un árbol corazón. —Hizo un gesto hacia la tabla que tenían delante, las migas de pan y los huesos de pollo—. Aquí eres el huésped, no puedo hacerte daño… al menos esta noche. Así que cuéntame la verdad, Jon Nieve. ¿Eres un cuervo que ha cambiado de capa por miedo o hay otro motivo para que estés en mi tienda?

Con derechos de huésped o no, Jon Nieve sabía que en ese momento caminaba sobre hielo quebradizo. Un paso en falso y podía hundirse en un agua tan fría que el corazón le dejaría de latir.

«Sopesa cada palabra antes de decirla», se dijo a sí mismo. Bebió un largo trago de aguamiel para ganar tiempo. Dejó el cuerno sobre la mesa.

—Decidme por qué cambiasteis de capa —respondió— y os diré por qué he cambiado yo.

Mance Rayder sonrió, como Jon había esperado que lo hiciera. Al rey le encantaba hablar y más aún hablar de sí mismo.

—No dudo de que habrás oído relatos sobre mi deserción.

—Unos dicen que fue por una corona. Otros, que por una mujer. Y algunos cuentan que tenéis sangre de salvaje.

—La sangre de los salvajes es la sangre de los primeros hombres, la misma sangre que corre por las venas de los Stark. Y, en lo tocante a coronas, ¿tú ves alguna?

—Veo a una mujer —dijo Jon mirando a Dalla.

—Mi señora está libre de culpa. —Mance la cogió de la mano y la llevó hacia sí—. La conocí cuando volvía del castillo de tu padre. El Mediamano estaba hecho de roble, pero yo estoy hecho de carne y aprecio mucho los encantos de las mujeres… lo que me hace igual a tres cuartas partes de los miembros de la Guardia. Hay hombres que aún visten de negro y han tenido diez veces más mujeres que este pobre rey. Vuélvelo a intentar, Jon Nieve.

Jon lo consideró un instante.

—El Mediamano dijo que os apasionaba la música de los salvajes.

—Me apasionaba. Me apasiona. Te acercas, pero aún no das en el blanco. —Mance Rayder se levantó, soltó el broche con que se sujetaba la capa y la tendió sobre el banco—. Fue por esto.

—¿La capa?

—La capa negra de lana de un Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche —dijo el Rey-más-allá-del-Muro—. Un día, en una expedición, cazamos un magnífico alce. Lo estábamos desollando cuando el olor de la sangre hizo salir de su madriguera a un gatosombra. Lo espanté, pero antes tuvo tiempo de destrozarme la capa. ¿Lo ves? Aquí, aquí y aquí. —Se rió—. También me destrozó el brazo y la espalda, y yo sangraba más que el alce. Mis hermanos temían que muriera antes de que pudieran llevarme con el maestre Mullin de la Torre Sombría, así que me condujeron a una aldea de salvajes; sabían que allí vivía una curandera. Resultó que había muerto, pero su hija me cuidó. Me limpió las heridas, las cosió y me alimentó con papillas y pociones hasta que tuve fuerzas para cabalgar de nuevo. Y ella también me remendó los rotos de la capa con un poco de seda escarlata de Asshai que su madre había sacado del naufragio de una galera que el mar llevó hasta la Costa Helada. Era su mayor tesoro, y me lo regaló. —Volvió a colocarse la capa sobre los hombros—. Pero en la Torre Sombría me dieron una capa nueva de lana, del almacén, negro sobre negro y rematada en negro, para que combinara con mis calzones negros y mis botas negras, mi pechera negra y mi cota negra. La nueva capa no tenía rasguños ni remiendos, y tampoco lágrimas… y sobre todo, nada de rojo. Los hombres de la Guardia de la Noche vestían de negro, me recordó con severidad Ser Denys Mallister, como si yo lo hubiera olvidado. Me dijo que iban a quemar mi vieja capa.

»Me fui al día siguiente… hacia un sitio donde un beso no fuera un crimen y un hombre pudiera vestir la capa que quisiera. —Cerró el broche y volvió a sentarse—. ¿Y tú, Jon Nieve?

Jon bebió otro trago de aguamiel.

«Sólo hay una historia que se vaya a creer.»

—Habéis dicho que estuvisteis en Invernalia la noche en que mi padre agasajaba al rey Robert.

—Y así fue.

—Entonces nos veríais a todos. Al príncipe Joffrey y al príncipe Tommen, a la princesa Myrcella, a mis hermanos Robb, Bran y Rickon, a mis hermanas Arya y Sansa. Los visteis recorrer el pasillo central con todos los ojos clavados en ellos y ocupar sus asientos en la mesa que estaba directamente debajo del estrado donde se sentaban el rey y la reina.

—Lo recuerdo.

—¿Y visteis dónde me sentaba yo, Mance? —Se inclinó hacia delante—. ¿Visteis dónde pusieron al bastardo?

Mance Rayder miró detenidamente el rostro de Jon.

—Creo que será mejor que te busquemos una capa nueva —dijo el rey al tiempo que le tendía la mano.

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