JAIME

Aunque la fiebre persistente no lo abandonaba, el muñón se le estaba curando bien, y según Qyburn el brazo ya no corría peligro. Jaime estaba ansioso por dejar atrás Harrenhal, a los Titiriteros Sangrientos y a Brienne de Tarth. Una mujer de verdad lo esperaba en la Fortaleza Roja.

—Voy a enviar a Qyburn con vos para que os cuide durante el camino hasta Desembarco del Rey —le dijo Roose Bolton la mañana de su partida—. Acaricia la esperanza de que vuestro padre, como muestra de gratitud, obligue a la Ciudadela a devolverle la cadena.

—Todos acariciamos esperanzas. Si consigue que me salga una mano, mi padre lo nombrará Gran Maestre.

Walton Patas de Acero iba al mando de la escolta de Jaime. Era franco, brusco, brutal… en el fondo, un simple soldado. Jaime había cabalgado toda su vida con aquel tipo de hombres. Los que eran como Walton podían matar por orden de su señor, podían violar cuando la sangre les hervía después de la batalla y podían saquear si se presentaba la ocasión, pero cuando terminaba la guerra regresaban a sus hogares, cambiaban las lanzas por azadas, se casaban con las hijas de sus vecinos y criaban camadas de niños berreantes. Eran hombres que obedecían sin preguntar, pero en cuya naturaleza no estaba la crueldad despiadada de los Compañeros Audaces.

Los dos grupos salieron de Harrenhal la misma mañana, bajo un frío cielo gris que auguraba lluvia. Ser Aenys Frey había partido tres días antes hacia el noreste por el camino real. Bolton iba a seguir sus pasos.

—El Tridente baja muy crecido —le dijo a Jaime—. Nos va a costar cruzarlo hasta por el Vado Rubí. ¿Me haréis el favor de transmitir mis más respetuosos saludos a vuestro padre?

—Cómo no, siempre que transmitáis los míos a Robb Stark.

—Así lo haré.

Algunos de los Compañeros Audaces se habían congregado en el patio para verlos partir. Jaime trotó hacia donde estaban.

—Vaya, Zollo, qué amable por tu parte venir a despedirme. Y Pyg y Timeon. ¿Me vais a echar de menos? ¿No me cuentas un último chiste, Shagwell, para que me vaya riendo por el camino? Ah, hola, Rorge, ¿vienes a darme un beso de despedida?

—Vete a tomar por culo, tullido —bufó Rorge.

—Como quieras. Pero tranquilo, volveré. Un Lannister siempre paga sus deudas. —Jaime hizo girar al caballo y volvió a reunirse con Walton Patas de Acero y sus doscientos hombres.

Lord Bolton lo había equipado como a un caballero que se dirigiera a una batalla, haciendo caso omiso de la mano amputada que convertía la vestimenta en una parodia. Jaime cabalgaba con la espada y la daga colgadas del cinturón; y el escudo y el yelmo, de la silla. Llevaba la cota de mallas cubierta por un jubón color castaño oscuro. No era tan estúpido como para lucir el blasón del león de los Lannister en sus armas, ni tampoco el blanco al que tenía derecho como Hermano Juramentado de la Guardia Real. En la armería encontró un escudo viejo, abollado y astillado, cuya pintura saltada todavía permitía ver buena parte del gran murciélago negro de la Casa Lothston sobre un campo de plata y oro. Los Lothston habían sido dueños de Harrenhal antes que los Whent, en sus tiempos se trató de una familia poderosa, pero se había extinguido hacía siglos, de manera que ninguno se opondría a que luciera sus armas. No sería primo de nadie, ni enemigo de nadie, ni espada juramentada de nadie… En resumen, no sería nadie.

Salieron de Harrenhal por la pequeña puerta este y se despidieron de Roose Bolton y de su ejército unas leguas más adelante, cuando se desviaron hacia el sur para seguir durante un tiempo el camino del lago. Walton tenía intención de esquivar el camino real tanto como le fuera posible, prefería los senderos de los campesinos y del ganado que había en los alrededores del Ojo de Dioses.

—Por el camino real iríamos más deprisa. —Jaime estaba ansioso por volver con Cersei lo antes posible. Si se daban prisa, tal vez llegara a tiempo para la boda de Joffrey.

—No quiero problemas —replicó Patas de Acero—. Sólo los dioses saben con quién nos podríamos encontrar por el camino real.

—Con nadie de quien tengáis nada que temer. Contáis con doscientos hombres.

—Sí. Pero otros pueden contar con más. Mi señor me dijo que os llevara sano y salvo con vuestro señor padre, y eso es lo que pienso hacer.

«Yo he pasado ya por aquí», pensó Jaime pocos kilómetros más adelante, al pasar junto a un molino abandonado a la orilla del lago. Los hierbajos crecían allí donde la hija del molinero le había sonreído con timidez y donde el propio molinero le había gritado: «¡El torneo es por el otro camino, ser!».

«Como si yo no lo hubiera sabido.»

El rey Aerys montó un gran espectáculo con la investidura de Jaime. Pronunció los votos ante el pabellón del rey, arrodillado en la hierba verde, con su armadura blanca, ante los ojos de la mitad del reino. Cuando Ser Gerold Hightower lo ayudó a ponerse en pie y le colocó la capa blanca sobre los hombros, el rugido de la multitud fue tal que Jaime lo seguía recordando pese a los años transcurridos. Pero aquella misma noche Aerys se puso de mal humor y declaró que no necesitaba a los siete de la Guardia Real allí, en Harrenhal. A Jaime le ordenó regresar a Desembarco del Rey para guardar a la reina y al pequeño príncipe Viserys, que habían quedado allí. El Toro Blanco se ofreció a encargarse de aquella tarea para que Jaime pudiera quedarse y competir en el torneo de Lord Whent, pero Aerys se negó.

—Aquí no va a ganar gloria —había dicho el rey—. Ahora me pertenece a mí, no a Tywin. Me servirá como considere conveniente. Soy el rey. Yo mando y él obedece.

Fue entonces cuando Jaime empezó a comprender. No había ganado la capa blanca por su habilidad con la espada y con la lanza, ni por las hazañas valerosas que había llevado a cabo contra la Hermandad del Bosque Real. Aerys lo había elegido para insultar a su padre, para arrebatarle el heredero a Lord Tywin.

Pese a los años transcurridos seguía recordando la amargura de aquel momento, mientras cabalgaba hacia el sur, con su nueva capa blanca, para guardar un castillo casi desierto. Casi había sido más de lo que podía soportar. De haber podido se habría arrancado la capa al instante, pero era demasiado tarde. Había pronunciado el juramento delante de medio reino, y un Guardia Real lo era de por vida.

—¿Os molesta la mano? —le preguntó Qyburn al ponerse a su altura.

—Me molesta la falta de mano.

Lo peor eran las mañanas. En sueños, Jaime estaba entero, y cada amanecer yacía aún medio dormido y sentía cómo movía los dedos. Todo fue una pesadilla, le decía una parte de su mente que seguía negándose a aceptarlo, nada más que una pesadilla. Pero, entonces, abría los ojos.

—Tengo entendido que ayer recibisteis una visita —dijo Qyburn—. Espero que disfrutarais de ella.

—No me dijo quién la enviaba. —Jaime le lanzó una mirada gélida.

—Ya casi no teníais fiebre, y pensé que os apetecería un poco de ejercicio. —El maestre sonreía con modestia—. Pia es muy habilidosa, ¿no os parece? Y muy… dispuesta.

De eso no cabía duda. Se había colado en su habitación y despojado de la ropa tan deprisa que Jaime pensó que aún estaba soñando.

No se empezó a excitar hasta que la mujer no estuvo debajo de las mantas, le cogió la mano buena y se la puso sobre el pecho. Además, era muy atractiva.

—Yo era apenas una niña cuando acudisteis al torneo de Lord Whent y el rey os puso la capa —confesó—. Qué guapo estabais, todo de blanco, y la gente decía lo valiente que erais, caballero. A veces, cuando estoy con un hombre, cierro los ojos para imaginarme que a quien tengo encima es a vos, con la piel tan suave y los rizos dorados. Pero jamás pensé que os tendría de verdad.

No le había resultado fácil echarla, pero Jaime lo había hecho, recordándose que ya tenía una mujer.

—¿Enviáis chicas a todo aquel a quien ponéis una sanguijuela? —preguntó a Qyburn.

—Suele ser Lord Vargo quien me las envía a mí. Quiere que las examine antes de… Bueno, baste decir que en cierta ocasión amó de manera temeraria, y no quiere que vuelva a suceder. Pero no temáis, Pia está muy sana. Al igual que vuestra doncella de Tarth.

—¿Brienne? —Jaime lo miró con dureza.

—Sí. Es una muchacha fuerte. Y tenía la virginidad aún intacta. Al menos hasta anoche —puntualizó Qyburn con una risita.

—¿Os envió a examinarla?

—Desde luego. Es muy… remilgado, por decirlo de alguna manera.

—¿Tiene algo que ver con su rescate? —preguntó Jaime—. ¿Ha exigido su padre pruebas de que sigue siendo doncella?

—¿No os habéis enterado? —Qyburn se encogió de hombros—. Recibimos un pájaro de Lord Selwyn en respuesta al que le había enviado yo. El Lucero de la Tarde ofrece trescientos dragones a cambio de que le devuelvan a su hija sana y salva. Ya le había dicho a Lord Vargo que en Tarth no había zafiros, pero no me cree. Está convencido de que el Lucero de la Tarde lo quiere engañar.

—Trescientos dragones es un rescate digno de un caballero. La Cabra debería aceptar.

—La Cabra es el señor de Harrenhal, y el señor de Harrenhal no regatea.

«Mi mentira te salvó durante un tiempo, moza. Da las gracias por eso.» La noticia lo dejó irritado, aunque se lo debería haber visto venir.

—Si tiene la virginidad tan dura como el resto, la Cabra se va a romper la polla intentando metérsela —bromeó.

Brienne era muy fuerte, sobreviviría a unas pocas violaciones, consideró Jaime, aunque si se resistía demasiado a Vargo Hoat le podría dar por cortarle las manos y los pies.

«¿Y a mí qué me importa? Si me hubiera dejado coger la espada de mi primo sin ponerse pesada, tal vez aún tendría mano. —Él mismo había estado a punto de destrozarle la pierna, pero después de que ella le pusiera las cosas muy difíciles—. Puede que Hoat no tenga ni idea de lo fuerte que es la moza. Más le vale tener cuidado o le romperá ese cuello flaco que tiene, ¿no sería maravilloso?»

La compañía de Qyburn empezaba a cansarlo. Jaime trotó hasta la vanguardia de la columna. Un norteño menudo y grueso llamado Nage iba delante de Patas de Acero, con un estandarte de paz: una bandera con los colores del arco iris, con siete colas largas, en un asta culminada por una estrella de siete puntas.

—¿No deberíais los norteños tener otro estandarte de paz? —preguntó a Walton—. ¿Qué son los Siete para vosotros?

—Dioses sureños —replicó el soldado—. Pero para llevaros sano y salvo a vuestro padre necesitamos paz sureña.

«Mi padre. —Jaime se preguntó si Lord Tywin habría recibido la petición de rescate de la Cabra, con o sin su mano podrida—. ¿Cuánto vale un espadachín sin la mano de la espada? ¿La mitad del oro de Roca Casterly? ¿Trescientos dragones? ¿Nada?» Los sentimientos no habían doblegado nunca a su padre. En cierta ocasión el abuelo de Jaime, Lord Tytos, había tomado prisionero a un vasallo rebelde, Lord Tarbeck. La temible Lady Tarbeck respondió capturando a tres Lannister, entre ellos el joven Stafford, cuya hermana estaba prometida a su primo Tywin. «Enviadme de vuelta a mi amado señor o estos tres pagarán cualquier daño que sufra», había escrito a Roca Casterly. El joven Tywin sugirió a su padre que la complaciera, devolviéndole a Lord Tarbeck en tres pedazos. Pero Lord Tytos era un león más amable, de manera que Lady Tarbeck ganó unos cuantos años de vida para el cretino de su señor, y Stafford se casó, tuvo hijos y siguió cometiendo disparates hasta que cayó en Cruce de Bueyes. Pero Tywin Lannister perduró, eterno como Roca Casterly. «Y ahora tenéis un hijo enano y otro tullido, mi señor. Qué poco os debe de gustar…»

El camino los llevó a cruzar una aldea quemada. Debía de haber pasado un año o más desde que la habían incendiado. Las casuchas ennegrecidas y sin tejado seguían en pie, pero las malas hierbas crecían hasta la altura de la cintura en los campos circundantes. Patas de Acero dio el alto para abrevar a los caballos.

«Este lugar también lo conozco», pensó Jaime mientras aguardaba junto al pozo. Había habido una pequeña posada, de la que sólo quedaban los cimientos y una chimenea, donde había entrado para beber una jarra de cerveza. Una moza de ojos oscuros le sirvió queso y manzanas, pero el posadero no aceptó las monedas que le ofreció.

—Para mí es un honor tener bajo mi techo a un caballero de la Guardia Real, ser —le había dicho—. Esto se lo podré contar a mis nietos.

Jaime contempló los restos de la chimenea entre los hierbajos y se preguntó si habría llegado a tener nietos. «¿Les contaría que en cierta ocasión el Matarreyes bebió su cerveza y comió su queso y sus manzanas, o le daría vergüenza reconocer que dio de comer a alguien como yo?» No lo sabría jamás. Quienquiera que hubiera quemado la posada seguramente habría matado también a los nietos. Sintió cómo se le contraían los dedos fantasmales. Cuando Patas de Acero sugirió que encendieran un fuego y comieran algo, Jaime sacudió la cabeza.

—Este lugar no me gusta —dijo—. Sigamos adelante.

Cuando empezó a anochecer ya habían dejado el lago para seguir una senda tortuosa por un bosque de robles y olmos. El muñón de Jaime palpitaba con un dolor sordo cuando Patas de Acero decidió montar el campamento. Por suerte Qyburn llevaba con él un odre de vino del sueño. Una vez Walton hubo organizado las guardias, Jaime se tendió junto a la hoguera y colocó contra un tocón una piel de oso enrollada a modo de almohada para apoyar la cabeza. La moza le habría dicho que tenía que comer antes de dormirse para conservar las fuerzas, pero estaba más cansado que hambriento. Cerró los ojos, con la esperanza de soñar con Cersei. Los sueños que le provocaba la fiebre eran tan vívidos…

Estaba desnudo, solo, rodeado de enemigos, con altas paredes de piedra que se cernían sobre él. «La Roca», supo al instante. Sentía el inmenso peso del castillo sobre la cabeza. Estaba en casa. Estaba en casa y entero.

Alzó la mano derecha y flexionó los dedos para sentir su fuerza. Era mejor que el sexo. Mejor que el combate. «Cinco dedos, cinco dedos. —Había soñado que estaba tullido, pero no era así. Se notaba mareado de alivio—. Mi mano, mi querida mano.» Mientras estuviera entero, nada podría hacerle daño.

A su alrededor había una docena de figuras altas y oscuras; llevaban túnicas con capuchas que les cubrían los rostros y lanzas en las manos.

—¿Quiénes sois? —les preguntó con tono imperioso—. ¿Qué hacéis en Roca Casterly?

No le respondieron, sino que lo aguijonearon con las puntas de las lanzas. No tuvo más remedio que empezar a descender. Bajó por un pasadizo serpenteante, por escaleras angostas talladas en la roca, abajo, cada vez más abajo.

«Tengo que ir hacia arriba —se dijo—. Hacia arriba, no hacia abajo. ¿Por qué estoy bajando?» Bajo la tierra lo aguardaba la muerte, lo sabía con la certeza que sólo se tiene en los sueños; allí moraba algo oscuro y terrible, algo que lo esperaba. Jaime trató de detenerse, pero las lanzas lo aguijonearon. «Si tuviera la espada, nada podría hacerme daño.»

La escalera terminaba bruscamente en una oscuridad llena de ecos. Jaime percibió la vastedad del espacio que lo rodeaba. Se detuvo en seco al borde de la nada. Una punta de lanza le pinchó la base de la espalda, empujándolo hacia el abismo. Gritó, pero la caída fue corta. Aterrizó sobre las manos y las rodillas, en arena blanda y aguas poco profundas. Había cavernas inundadas en las profundidades de Roca Casterly, pero aquello no lo conocía.

—¿Qué lugar es éste?

—Tu lugar. —La voz retumbaba. Era un centenar de voces, mil voces, las voces de todos los Lannister desde Lann el Astuto, que había vivido en el amanecer de los tiempos. Pero era, sobre todo, la voz de su padre, y junto a Lord Tywin estaba su hermana, pálida y hermosa, con una antorcha encendida en la mano. Joffrey también estaba allí, era el hijo que ambos habían tenido, y tras ellos había otra docena de sombras oscuras con cabellos dorados.

—Hermana, ¿por qué nos ha traído padre aquí?

—¿Nos? Éste es tu lugar, hermano. Ésta es tu oscuridad.

Su antorcha era la única luz de la caverna. Su antorcha era la única luz del mundo. Cersei se volvió para marcharse.

—Quédate conmigo —le suplicó Jaime—. No me dejes aquí solo. —Pero se marchaban—. ¡No me dejéis en la oscuridad! —Algo espantoso habitaba allí abajo—. Al menos dadme una espada.

—Ya te di una espada —dijo Lord Tywin.

Estaba a sus pies. Jaime tanteó bajo el agua hasta que cerró los dedos en torno al puño. «Mientras tenga una espada, nada puede hacerme daño.» Cuando alzó la hoja, una lengua de llamas claras chisporroteó en la punta y recorrió el filo, antes de detenerse a un palmo de la empuñadura. El fuego adoptó el color del propio acero, de manera que ardía con una luz azul plateada, y las penumbras se retiraron. Alerta, Jaime se movió en círculo, preparado para cualquier cosa que saliera de la oscuridad. El agua le llenaba las botas hasta el tobillo, fría, muy fría.

«Cuidado con el agua —se dijo—. Puede haber criaturas que vivan aquí, simas ocultas…»

Oyó un fuerte chapuzón a su espalda. Jaime se giró en dirección al sonido… pero la tenue luz sólo reveló a Brienne de Tarth, con las manos unidas por gruesas cadenas.

—Prometí que os mantendría a salvo —dijo la moza, testaruda—. Hice un juramento. —Desnuda, alzó las manos hacia Jaime—. Por favor, ser, tened la bondad. —Los eslabones de acero se partieron como si fueran de seda—. Una espada —suplicó Brienne, y allí estaba, con cinturón, vaina y todo.

Se la abrochó en torno a la gruesa cintura. La luz era tan escasa que Jaime apenas podía verla, aunque estaban a un par de metros.

«Con esta luz casi parece hermosa —pensó—. Con esta luz casi podría ser un caballero.» La espada de Brienne también ardía con llamas azules y plateadas. La oscuridad se retiró un poco más.

—Las llamas arderán mientras vivas —oyó decir a Cersei—. Cuando mueran, tú también morirás.

—¡Hermana! —gritó—. ¡Quédate conmigo! ¡Quédate! —No obtuvo más respuesta que el suave sonido de unos pasos que se alejaban.

Brienne blandió la espada larga y contempló cómo las llamas plateadas cambiaban y tremolaban. A sus pies, un reflejo de la espada llameante brillaba en la superficie de las tranquilas aguas negras. Era tan alta y tan fuerte como la recordaba, pero a Jaime le pareció que en aquellos momentos tenía más formas de mujer.

—¿Qué guardan aquí abajo, un oso? —Brienne se movía, espada en mano, lenta, cautelosa. Daba un paso, se volvía, escuchaba. Cada pisada era un pequeño chapoteo—. ¿Un león cavernario? ¿Lobos huargos? ¿Algún oso? Decidme, Jaime, ¿qué habita aquí? ¿Qué habita en la oscuridad?

—La muerte. —Nada de osos, lo sabía. Nada de leones—. Sólo muerte.

—No me agrada este lugar. —A la luz fría, plateada y azul de las espadas, la corpulenta moza parecía pálida y fiera.

—Yo tampoco le tengo mucho cariño. —Las hojas llameantes creaban una pequeña isla de luz, pero a su alrededor se extendía un interminable mar de oscuridad—. Tengo los pies mojados.

—Podríamos volver por donde nos han traído. Si os subís a mis hombros no os costará alcanzar la entrada de ese túnel.

«Y así podría seguir a Cersei.» Sintió que se le endurecía, y se volvió para que Brienne no lo notara.

—Escuchad —dijo ella.

Le puso la mano en el hombro, y Jaime se estremeció bajo el roce repentino.

«Es cálida».

—Se acerca algo. —Brienne alzó la punta de la espada y señaló hacia la izquierda—. Allí.

Escudriñó la penumbra hasta que él también lo vio. Algo se movía en la oscuridad, aunque no alcanzaba a distinguir qué era…

—Un hombre a caballo. No, dos. Dos jinetes, hombro con hombro.

—¿Aquí, bajo la Roca?

No tenía sentido. Pero los dos jinetes se acercaban a lomos de sus caballos claros, ellos llevaban armaduras y sus monturas iban protegidas para la batalla. Emergieron de la oscuridad a paso lento.

«No hacen el menor ruido —advirtió Jaime—. No chapotean en el agua, las armaduras no tintinean, los cascos no resuenan contra el suelo.» Recordó a Eddard Stark, cuando recorrió la sala del trono de Aerys en el más absoluto silencio. Sólo habían hablado sus ojos: los ojos de un señor, fríos, grises, juzgándolo.

—¿Sois vos, Stark? —llamó Jaime—. Adelante. No os temí en vida y no os temo ahora que estáis muerto.

—Vienen más —le advirtió Brienne tocándole el brazo.

Él también los vio. Parecía que sus armaduras eran de nieve, y jirones de niebla les ondeaban desde los hombros sobre las espaldas. Llevaban los visores de los yelmos cerrados, pero Jaime Lannister no tenía que verles los rostros para reconocerlos.

Cinco habían sido sus hermanos. Oswell Whent y Jon Darry. Lewyn Martell, un príncipe de Dorne. El Toro Blanco, Gerold Hightower. Ser Arthur Dayne, la Espada del Amanecer. Y junto a ellos, coronado de niebla y dolor, con la larga cabellera ondeando a la espalda, cabalgaba Rhaegar Targaryen, príncipe de Rocadragón y heredero legítimo del Trono de Hierro.

—No me dais miedo —exclamó mientras se dividían para colocarse a ambos lados de él. No sabía hacia dónde mirar—. Lucharé con vosotros de uno en uno, o contra todos a la vez. Pero ¿quién se va a enfrentar a la moza? Se enfada mucho cuando la dejan al margen.

—Juré que lo mantendría a salvo —dijo ella a la sombra de Rhaegar—. Pronuncié un juramento sagrado.

—Todos hicimos juramentos —dijo Ser Arthur Dayne con voz de tristeza infinita.

Las sombras desmontaron de sus caballos espectrales. No hicieron ruido alguno al desenvainar las espadas largas.

—Iba a quemar la ciudad —dijo Jaime—. No quería dejar más que cenizas para Robert.

—Era vuestro rey —dijo Darry.

—Jurasteis protegerlo —dijo Whent.

—Y también a los niños —apuntó el príncipe Lewyn.

—Dejé en vuestras manos a mi esposa y a mis hijos. —El príncipe Rhaegar ardía con luz fría, blanca, roja y oscura alternativamente.

—Jamás pensé que les haría daño. —La luz de la espada de Jaime era cada vez menos brillante—. Yo estaba con el rey…

—Matando al rey —dijo Ser Arthur.

—Cortándole el cuello —dijo el príncipe Lewyn.

—El mismo rey por el que juraste que darías la vida —dijo el Toro Blanco.

Las llamas que recorrían la hoja de la espada se estaban apagando, y Jaime recordó lo que había dicho Cersei. «No.» El terror le atenazó la garganta como un puño. De pronto, la espada se le quedó a oscuras, sólo la de Brienne ardía, y los fantasmas se cernieron sobre ellos.

—No —dijo—. No, no, no, ¡nooo!

Se incorporó bruscamente con el corazón acelerado y se encontró en la oscuridad estrellada, en medio de un bosquecillo. Notaba en la boca el sabor amargo de la bilis y había sudado tanto que estaba tiritando, debatiéndose entre el frío y el calor. Cuando buscó la espada con la mirada, su muñeca terminaba entre los cueros y vendajes que envolvían el horrible muñón. De pronto sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.

«Lo noté, noté la fuerza en los dedos y el tacto del cuero de la empuñadura de la espada. Mi mano…»

—Mi señor. —Qyburn se arrodilló junto a él, con el rostro paternal lleno de arrugas de preocupación—. ¿Qué sucede? Os he oído gritar.

—¿Qué pasa? —Walton Patas de Acero se erguía sobre ellos, alto y severo—. ¿Por qué habéis gritado?

—Ha sido un sueño… nada más. —Jaime contempló el campamento que lo rodeaba, perdido por un instante—. Estaba en un lugar oscuro, pero volvía a tener la mano. —Se miró el muñón y volvió a sentirse asqueado. «No hay ningún lugar así debajo de la roca», pensó. Tenía el estómago vacío y revuelto, y le dolía la cabeza de tenerla apoyada en el tocón.

—Todavía tenéis algo de fiebre —dijo Qyburn tocándole la frente.

—La fiebre me ha provocado el sueño. —Jaime se incorporó—. Ayudadme.

Patas de Acero lo agarró por la mano buena y lo puso en pie.

—¿Otra copa de vino del sueño? —preguntó Qyburn.

—No. Ya he tenido suficientes sueños por esta noche. —¿Cuánto faltaría para el amanecer? Sabía que, si volvía a cerrar los ojos, regresaría a aquel lugar húmedo y oscuro.

—¿Leche de la amapola, tal vez? ¿Algo para la fiebre? Aún estáis débil, mi señor. Tenéis que dormir. Tenéis que descansar.

«Eso es lo último que pienso hacer.» La luz de la luna brillaba clara sobre el tocón en el que Jaime había recostado la cabeza. El musgo que lo cubría era tan espeso que no se había dado cuenta antes, pero en aquel momento advirtió que la madera era blanca. Aquello le recordó a Invernalia y al árbol corazón de Ned Stark. «No era él —pensó—. Nunca fue él.» Pero el tocón estaba muerto, igual que Stark y todos los demás: el príncipe Rhaegar, Ser Arthur y los niños. «Y Aerys. Aerys está más muerto que ninguno.»

—¿Creéis en los fantasmas, maestre? —preguntó a Qyburn.

Una expresión extraña pasó por el rostro del hombre.

—Una vez, estando en la Ciudadela, entré en una habitación desierta y vi una silla vacía. Pero supe que allí había habido una mujer hacía tan sólo un momento. El cojín conservaba la huella de su cuerpo, la tela aún estaba tibia y su perfume permanecía en el aire. Si al abandonar una habitación dejamos en ella nuestro olor, sin duda parte de nuestra alma debe permanecer aquí cuando abandonamos la vida, ¿no os parece? —Qyburn extendió las manos—. Pero a los archimaestres no les gustaban mis ideas. Bueno, a Marwyn sí, pero era al único.

—Walton, ensillad los caballos —ordenó Jaime pasándose los dedos por el pelo—. Quiero volver.

—¿Queréis volver? —Patas de Acero lo miraba, dubitativo.

«Cree que me he vuelto loco. Y puede que tenga razón.»

—Me he dejado algo en Harrenhal.

—Eso que os habéis dejado lo tienen ahora Lord Vargo y sus Titiriteros Sangrientos.

—Vos contáis con el doble de hombres que él.

—Si no os entrego a vuestro padre como me han ordenado, Lord Bolton me despellejará como a una liebre. Tenemos que seguir hacia Desembarco del Rey.

En otros tiempos Jaime habría respondido con una sonrisa y una amenaza, pero los mancos tullidos no inspiraban mucho temor. ¿Qué haría su hermano en aquellas circunstancias?

«A Tyrion se le ocurriría algo.»

—Los Lannister mienten, Patas de Acero. ¿No os lo dijo Lord Bolton?

—¿Y qué? —El hombre frunció el ceño, desconfiado.

—Que, a menos que me llevéis de vuelta a Harrenhal, tal vez la canción que le cante a mi padre no sea la que habría querido el señor de Fuerte Terror. Hasta puede que le diga que Bolton ordenó que me cortaran la mano y fue Walton Patas de Acero quien esgrimió el hacha.

—Pero no fue así. —Walton se quedó mirándolo.

—No, pero ¿a quién va a creer mi padre? —Jaime se forzó a sonreír, con la misma sonrisa que utilizaba cuando nada en el mundo podía asustarlo—. Todo sería tan sencillo si volviéramos… No tardaríamos nada, y en Desembarco del Rey yo cantaría una canción tan dulce que no daríais crédito a vuestros oídos. Os quedaríais con la chica y con una buena bolsa de oro como muestra de gratitud.

—¿Oro? —se interesó Walton—. ¿Cuánto oro?

«Ya es mío.»

—Depende, ¿cuánto queréis?

Y, cuando salió el sol, ya estaban a medio camino de vuelta a Harrenhal.

Jaime forzó al caballo mucho más que el día anterior, y Patas de Acero y el resto de los norteños se vieron obligados a mantener su paso. Aun así era ya mediodía antes de que llegaran al castillo junto al lago. Bajo un cielo cada vez más oscuro que amenazaba lluvia, las inmensas murallas y las cinco torres se alzaban negras, ominosas.

«Qué muerto parece.» Los muros estaban desiertos, y las puertas, cerradas y atrancadas. En la cima de la barbacana pendía un estandarte inerte. «La cabra negra de Qohor», supo al instante. Jaime se llevó la mano a la boca para hacerse oír.

—¡Eh, los de dentro! —gritó—. ¡Abrid las puertas si no queréis que las derribe a patadas!

Sólo cuando Qyburn y Patas de Acero unieron sus voces apareció por fin una cabeza entre las almenas, sobre ellos. El guardia los miró desde arriba y desapareció. Poco después, oyeron cómo se alzaba el rastrillo. Las puertas se abrieron, y Jaime Lannister espoleó al caballo para cruzar la muralla, sin apenas mirar los matacanes al pasar bajo ellos. Había temido que la Cabra no los dejara entrar, pero por lo visto los Compañeros Audaces aún los consideraban sus aliados.

«Idiotas.»

El patio de armas estaba desierto, sólo se veía movimiento en los alargados establos con tejados de pizarra, y en aquel momento no eran caballos lo que buscaba Jaime. Tiró de las riendas y miró a su alrededor. Oyó ruidos procedentes de algún punto detrás de la Torre de los Fantasmas, hombres que gritaban en una docena de idiomas diferentes. Patas de Acero y Qyburn se situaron a ambos lados de él.

—Coged lo que habéis venido a buscar y nos marcharemos —dijo Walton—. No quiero problemas con los Titiriteros.

—Decid a vuestros hombres que mantengan las manos en las empuñaduras de las espadas y serán los Titiriteros los que no quieran problemas con vos. Dos a uno, ¿recordáis?

Jaime irguió la cabeza de repente al oír un rugido lejano, pero feroz. Retumbó contra las murallas de Harrenhal, y las risotadas crecieron como una marea. De repente, comprendió qué estaba pasando.

«¿Hemos llegado demasiado tarde?» El estómago le dio un vuelco, clavó espuelas y cruzó al galope el patio de armas; pasó bajo un arco de piedra, rodeó la Torre Aullante y atravesó el Patio de la Piedra Líquida.

La tenían en el foso del oso.

El rey Harren el Negro lo hacía todo con derroche de lujos, hasta los espectáculos del oso. El foso tenía diez metros de diámetro y cinco de profundidad, las paredes eran de piedra, el suelo de arena, y alrededor había seis hileras de gradas con bancos de mármol. Los Compañeros Audaces sólo ocupaban una cuarta parte de los asientos, según advirtió Jaime al bajarse con torpeza del caballo. Los mercenarios estaban tan concentrados en el espectáculo del foso que sólo los que estaban al otro lado se apercibieron de su llegada.

Brienne llevaba la misma túnica que le habían dado para cenar con Roose Bolton. Sin escudo, sin coraza, sin armadura, ni siquiera prendas de cuero endurecido, sólo seda rosa y encaje de Myr. Tal vez a la Cabra le había parecido que tendría más gracia vestida de mujer. La mitad de la túnica estaba hecha jirones, y del brazo izquierdo le manaba sangre, allí donde el oso le había dado un zarpazo.

«Al menos le han dado una espada. —La moza tenía el arma en una mano, se movía de costado y trataba de poner distancia entre el oso y ella—. No le va a servir de nada, el foso es muy pequeño.» Lo que tenía que hacer era atacar y terminar pronto con todo. Un buen acero era rival para cualquier oso. Pero la moza parecía tener miedo de acercarse. Los Titiriteros la llenaban de insultos y sugerencias obscenas.

—Esto no es asunto nuestro —dijo Patas de Acero a Jaime—. Lord Bolton les dijo que la moza era suya y que podían hacer lo que quisieran con ella.

—Se llama Brienne. —Jaime bajó por las escaleras, pasando junto a una docena de mercenarios que se iban sobresaltando. Vargo Hoat había ocupado el palco correspondiente al señor, en la grada más baja—. ¡Lord Vargo! —llamó por encima del griterío.

—¿Matarreyez? —El qohoriense estuvo a punto de derramar el vino.

Tenía el lado izquierdo de la cara mal vendado, el lino que le cubría la oreja estaba lleno de sangre.

—Sácala de ahí.

—No te metaz en ezto, Matarreyez, a menoz que quieraz otro muñón. —Agitó la copa de vino—. Vueztra zalvaje me arrancó la oreja de un mordizco. No me eztraña que zu padre no quiera pagar rezcate por zemejante monztruo.

Un rugido hizo que Jaime se volviera. El oso medía casi dos metros y medio de altura.

«Es como Gregor Clegane cubierto de pieles —pensó—, aunque probablemente más listo.» Pero la bestia no tenía el alcance asesino de la Montaña con su monstruoso espadón.

El oso rugió de rabia, mostrando una boca llena de enormes dientes amarillos, luego se dejó caer sobre las cuatro patas y avanzó hacia Brienne.

«Es tu oportunidad —pensó Jaime—. ¡Ataca! ¡Venga!»

En lugar de eso, Brienne lanzó un pinchazo inútil con la punta de la hoja. El oso retrocedió un instante y se volvió a adelantar con un gruñido. Ella dio un paso a la izquierda y lanzó otro pinchazo a la cara del oso. En esta ocasión el animal apartó la espada con una zarpa.

«Es cauteloso —comprendió Jaime—. Ya se ha enfrentado a otros hombres. Sabe que las espadas y las lanzas le pueden hacer daño. Pero eso no lo detendrá mucho tiempo.»

—¡Mátalo! —gritó, pero su voz se perdió entre el resto de los gritos.

Si Brienne llegó a oírlo, no dio muestras de ello. Se movía por el foso, siempre con la espalda contra la pared.

«Está demasiado cerca. Si el oso la acorrala contra el muro…»

La bestia giró con torpeza, en un arco demasiado abierto, demasiado deprisa. Rápida como un gato, Brienne cambió de dirección. «Ésa es la moza que recuerdo.» Dio un salto y lanzó un tajo contra el lomo del oso. La bestia lanzó un rugido y se volvió a erguir sobre las patas traseras. Brienne se escabulló como pudo.

«¿Dónde está la sangre?» De repente, Jaime lo comprendió.

—¡Le habéis dado una espada de torneo! —exclamó girándose hacia la Cabra.

La Cabra lanzó una carcajada como un rebuzno, que lo cubrió de vino y salivillas.

—Por zupuezto.

—Pagaré el rescate de mierda que queráis por ella. Oro, zafiros, lo que sea, Sacadla de ahí.

—¿La queréiz? Puez ir a buzcarla.

Y eso fue lo que hizo.

Apoyó la mano buena en la baranda de mármol, saltó y rodó al caer en la arena. Al oír el golpe sordo el oso se volvió, olfateó y miró con desconfianza al nuevo intruso. Jaime se incorporó sobre una rodilla.

«Por los siete infiernos, ¿y ahora qué hago?» Cogió un puñado de arena.

—¿Matarreyes? —oyó decir a Brienne, atónita.

—Jaime.

Dio un salto al tiempo que lanzaba la arena contra la cara del oso. El animal lanzó zarpazos al aire y rugió, furioso.

—¿Qué hacéis aquí?

—Una tontería. Poneos detrás de mí. —Se movió con cautela hacia ella y se interpuso entre Brienne y el oso.

—Poneos vos detrás. Yo tengo la espada.

—Una espada sin punta ni filo. ¡He dicho que os pongáis detrás de mí! —Vio algo medio enterrado en la arena y lo cogió con la mano buena. Resultó ser una quijada humana que todavía conservaba algo de carne verdosa, cubierta de gusanos.

«Qué bonito», pensó, preguntándose de quién sería aquella cara.

El oso se iba acercando, de modo que Jaime echó el brazo hacia atrás y lanzó el hueso, con la carne y los gusanos, contra la cabeza de la bestia. Falló por más de un metro.

«Me deberían cortar también la mano izquierda, total, para lo que me sirve…»

Brienne trató de salir de detrás de él, pero Jaime le puso la zancadilla y la derribó. Quedó tendida en la arena, aferrada a la inútil espada. Jaime se sentó sobre ella, y el oso atacó.

Se oyó un zumbido, y una saeta emplumada pareció brotar de repente del ojo izquierdo de la bestia. De las fauces abiertas salieron sangre y babas, y otro dardo lo alcanzó en la pata. La bestia rugió y se irguió. Vio a Jaime y a Brienne, y se tambaleó hacia ellos. Hubo más disparos de ballestas, los dardos atravesaron la piel y la carne. A tan corta distancia, los arqueros no podían fallar. Las saetas golpeaban con la fuerza de mazazos, pero el oso dio un paso más. «Pobre animal valiente, estúpido.» Cuando la bestia le lanzó un zarpazo, él se echó a un lado, gritó y le lanzó arena con una patada. El oso se giró para perseguir a su torturador, y dos dardos más se le clavaron en el lomo. Lanzó un último gruñido, se dejó caer sobre la arena manchada de sangre y murió.

Brienne consiguió ponerse de rodillas, con la espada aferrada y la respiración entrecortada. Los arqueros de Patas de Acero tensaban de nuevo las ballestas, mientras los Titiriteros Sangrientos les gritaban maldiciones y amenazas. Jaime vio que Rorge y Tresdedos habían desenvainado las espadas, y Zollo estaba desenrollando el látigo.

—¡Habéiz azezinado a mi ozo! —chilló Vargo Hoat.

—Y lo mismo haré con vos si me causáis problemas —replicó Patas de Acero—. Nos vamos a llevar a la moza.

—Se llama Brienne —dijo Jaime—. Brienne, la doncella de Tarth. Porque seguís siendo doncella, espero.

—Sí. —El feo rostro ancho de la mujer se sonrojó.

—Menos mal —dijo Jaime—, porque yo sólo rescato doncellas. —Se volvió hacia Hoat—. Tendréis el rescate que queríais. Por nosotros dos. Un Lannister siempre paga sus deudas. Venga, id a por unas cuerdas y sacadnos de aquí.

—Y una mierda —gruñó Rorge—. Mátalos Hoat. ¡O te juro que lo lamentarás!

El qohoriense titubeó. La mitad de sus hombres estaban borrachos, y los norteños los doblaban en número y estaban sobrios. Algunos de los ballesteros volvían a tener las armas listas.

—Zacadloz de ahí —ordenó. Se volvió hacia Jaime—. He decidido zer mizericordiozo. Decízcelo a vueztro zeñor padre.

—Así lo haré, mi señor. —«Aunque, para lo que te va a servir…»

Hasta que no estuvieron a media legua de Harrenhal, fuera del alcance de los arqueros de las murallas, Walton Patas de Acero no se permitió mostrar la ira que sentía.

—¿Estáis loco, Matarreyes? ¿Acaso queríais morir? ¡No hay hombre capaz de enfrentarse a un oso con las manos desnudas!

—Una mano desnuda y un muñón desnudo —lo corrigió Jaime—. Pero sabía que mataríais a la bestia antes de que la bestia me matara a mí. De lo contrario Lord Bolton os habría despellejado como a una liebre, ¿no?

Patas de Acero lo insultó hasta cansarse por demente, picó espuelas y galopó para situarse al frente de la columna.

—¿Ser Jaime? —Pese a las sedas manchadas y el encaje desgarrado, Brienne seguía pareciéndose más a un hombre con un vestido que a una mujer de verdad—. Os estoy agradecida, pero… ya estabais muy lejos. ¿Por qué volvisteis?

Se le ocurrieron una docena de réplicas ingeniosas, a cuál más cruel, pero Jaime se limitó a encogerse de hombros.

—Soñé con vos —respondió.

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