TYRION

Más allá de la Puerta del Rey no quedaba nada más que lodo, cenizas y restos de huesos quemados, pero ya había gente viviendo a la sombra de las murallas de la ciudad y algunos vendían pescado que llevaban en toneles y carretillas. Tyrion sintió todos los ojos clavados en él cuando pasó a caballo; miradas gélidas, de odio, de rencor… Nadie se atrevió a hablarle ni trató de cerrarle el paso; por algo llevaba al lado a Bronn con su engrasada cota de mallas negra.

«Pero si fuera solo me derribarían del caballo y me machacarían la cara con un adoquín como le hicieron a Preston Greenfield.»

—Vuelven más deprisa que las ratas —se quejó—. Ya los echamos con fuego una vez, ¿es que no aprenden la lección?

—Déjame una docena de capas doradas y los mataré a todos —dijo Bronn—. Los muertos no vuelven.

—No, pero vienen otros en su lugar. Déjalos en paz, aunque si empiezan a construir chozas junto a la muralla quiero que las derribes enseguida. Piensen lo que piensen estos imbéciles, la guerra no ha terminado. —Divisó ante ellos la Puerta del Lodazal—. Por el momento ya he visto suficiente. Volveremos mañana con los maestres de los gremios para repasar sus planes.

«Bueno —pensó con un suspiro—, lo cierto es que la mayor parte de esto lo quemé yo, así que es justo que lo reconstruya.»

La tarea le había correspondido a su tío, el firme, constante e incansable Ser Kevan Lannister, pero no había vuelto a ser el mismo desde que llegó el cuervo de Aguasdulces con la noticia de la muerte de su hijo. El hermano gemelo de Willem, Martyn, también era prisionero de Robb Stark, y el hermano mayor de ambos, Lancel, seguía postrado en cama atormentado por una herida ulcerada que no se terminaba de curar. Con un hijo muerto y otros dos en peligro de muerte, el dolor y el miedo consumían a Ser Kevan. Lord Tywin siempre había dependido de su hermano, pero no le había quedado más remedio que confiar en su hijo enano.

El coste de la reconstrucción iba a ser ruinoso, pero no había manera de evitarlo. Desembarco del Rey era el principal puerto del reino, sólo el de Antigua rivalizaba con él. Era imprescindible volver a abrir la ruta del río, cuanto antes mejor.

«¿Y de dónde mierda voy a sacar el dinero? —Casi echaba de menos a Meñique, que se había hecho a la mar hacía ya quince días—. Mientras él se acuesta con Lysa Arryn y gobierna el Valle, a mí me toca arreglar el desastre que ha dejado aquí. —Al menos su padre le estaba encomendando un trabajo importante pensó Tyrion mientras el capitán de los capas doradas les abría paso a través de la Puerta del Lodazal—. No me nombrará heredero de Roca Casterly, pero me utilizará siempre que pueda.»

Las Tres Putas todavía dominaban la plaza del mercado, pero ociosas ya, hacía días que se habían llevado rodando las rocas y los barriles de brea. Los chiquillos trepaban por las imponentes estructuras como un grupo de monos vestidos con túnicas de lana basta, montaban a horcajadas en los aguilones y se gritaban unos a otros.

—Recuérdame que le diga a Ser Addam que aposte aquí a unos cuantos capas doradas —dijo Tyrion a Bronn mientras cabalgaban entre dos de los trabuquetes—. Seguro que algún crío idiota se cae y se rompe la cabeza. —Se oyó un grito sobre ellos, y un montón de estiércol se estrelló en el suelo a medio metro por delante de sus monturas. La yegua de Tyrion se alzó sobre las patas traseras y estuvo a punto de derribarlo—. Bien pensado —añadió cuando consiguió controlarla—, que esos críos de mierda se estampen contra el suelo como melones maduros.

Estaba de pésimo humor, y no sólo porque unos cuantos granujas callejeros quisieran apedrearlo con excrementos. Su matrimonio era una tortura diaria. Sansa Stark seguía siendo doncella y por lo visto la mitad del castillo lo sabía. Aquella mañana, mientras se subía al caballo, oyó las risitas burlonas de dos mozos de cuadras a sus espaldas. Casi tenía la sensación de que los caballos también se reían de él. Había arriesgado el pellejo para evitar el ritual del encamamiento con la esperanza de preservar la intimidad de su dormitorio, pero la esperanza no tardó en esfumarse. O Sansa había sido tan idiota como para confiarse a una de sus doncellas, que eran todas espías de Cersei, o Varys y sus pajaritos tenían la culpa de todo.

De una manera u otra, ¿qué importaba? Se estaban riendo de él. De todo el Torreón Rojo, la única persona que no se divertía con su matrimonio era su señora esposa.

La tristeza de Sansa se agudizaba día tras día. Tyrion habría dado cualquier cosa por romper su barrera de cortesía y ofrecerle el consuelo que pudiera, pero no conseguía nada. No había palabras que lo hicieran más hermoso a ojos de Sansa.

«Ni menos Lannister.» Aquélla era la esposa que le habían dado, para toda la vida, y ella lo detestaba.

Y las noches que pasaban juntos en la gran cama eran otro tormento constante. Ya no podía dormir desnudo como había tenido siempre por costumbre. Su esposa había recibido una educación demasiado esmerada como para decir ni una palabra, pero la repugnancia que le afloraba a los ojos cada vez que miraba su cuerpo era más de lo que Tyrion podía soportar. Tyrion había ordenado a Sansa que ella también durmiera con camisón.

«La deseo —comprendió—. Quiero Invernalia, sí, pero también la quiero a ella, niña, mujer o lo que sea. Quiero consolarla. Quiero oírla reír. Quiero que venga a mí por su voluntad, que me traiga sus alegrías, sus penas y su deseo. —La boca se le retorció en una sonrisa amarga—. Sí, y ya de paso quiero ser tan alto como Jaime y tan fuerte como Ser Gregor la Montaña, de lo que me va a servir…»

Sus pensamientos desbocados volaron hacia Shae. Tyrion no había querido que se enterase de la noticia por otros labios, de manera que la noche previa a su matrimonio ordenó a Varys que se la llevara al castillo. Volvieron a reunirse en las habitaciones del eunuco y, cuando Shae empezó a desatarle los cordones del jubón, la agarró por la muñeca y se retiró un paso.

—Espera —dijo—, tengo que contarte algo. Mañana me voy a casar…

—Con Sansa Stark. Ya lo sé.

Se quedó sin habla durante un instante. Ni siquiera la propia Sansa lo sabía aún.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho Varys?

—Un paje se lo estaba contando a Ser Tallad cuando llevé a Lollys al sept. Se lo había oído a una criada que se lo había oído a Ser Kevan mientras hablaba con vuestro padre. —Se liberó de su mano y se sacó el vestido por la cabeza. Como de costumbre, no llevaba ropa interior—. No me importa. No es más que una niña. Le haréis una barriga y volveréis conmigo.

En cierto modo habría preferido que se mostrara menos indiferente. «Claro que lo habría preferido —se mofó con amargura—, a ver si aprendes, enano. El de Shae es todo el amor que vas a recibir en tu vida.»

La calle del Lodazal estaba atestada de gente, pero tanto los soldados como los ciudadanos abrieron camino al Gnomo y su escolta. Multitud de críos de mirada vacía pululaban entre las patas de los caballos, algunos alzaban la vista en súplica silenciosa, otros mendigaban a gritos. Tyrion se sacó de la bolsa un buen puñado de monedas de cobre y las lanzó al aire; los niños corrieron a por ellas entre chillidos y empujones. Los más afortunados podrían comprarse un trozo de pan duro aquella noche. Tyrion no había visto nunca los mercados tan abarrotados, y pese a toda la comida que estaban llevando los Tyrell, los precios seguían siendo desmesurados. Seis cobres por un melón, un venado de plata por un celemín de maíz, un dragón por un flanco de buey o por seis cochinillos flacos. Pero no faltaban compradores. Hombres descarnados y mujeres macilentas se amontonaban alrededor de todos los tenderetes y carromatos, mientras otros aún más harapientos observaban con gesto hosco desde la entrada de los callejones.

—Por aquí —dijo Bronn cuando llegaron al pie del Garfio—. ¿Aún quieres…?

—Sí.

La visita a la orilla del río le había servido como excusa, pero el objetivo de Tyrion aquel día era otro muy diferente. No era una misión que le gustara, pero tenía que llevarla a cabo. Se alejaron de la Colina Alta de Aegon para adentrarse en el laberinto de calles más pequeñas que había al pie de la colina de Visenya. Bronn iba por delante. En un par de ocasiones, Tyrion giró la cabeza para asegurarse de que no los seguían, pero no vio nada aparte del gentío habitual: un carretero que daba golpes a su caballo, una vieja que vaciaba el orinal por la ventana, dos niños que jugaban a las espadas con palos, tres capas doradas que escoltaban a un prisionero… todos parecían inocentes, pero cualquiera de ellos podía ser su perdición. Varys tenía informadores en todas partes.

Doblaron una esquina, luego la siguiente y cabalgaron muy despacio en medio de una multitud de mujeres. Bronn lo guió por un callejón tortuoso, luego por otro, y pasaron bajo un arco semiderruido. Atajaron entre los cascotes que marcaban el lugar donde había ardido una casa y guiaron a los caballos por las riendas para que subieran un tramo de peldaños de piedra. Allí los edificios eran pobres y se alzaban muy juntos. Bronn se detuvo ante la entrada de un callejón tan estrecho que no les permitiría cabalgar juntos.

—Hay dos entradas y luego un callejón sin salida. El antro está en el sótano del último edificio.

—Encárgate de que no entre ni salga nadie hasta que vuelva —dijo Tyrion mientras desmontaba—. No voy a tardar mucho. —Se palpó la capa para asegurarse de que el oro seguía allí, en el bolsillo secreto. Treinta dragones. «Menuda fortuna para un hombre como él.» Anadeó rápidamente por el callejón, deseoso de terminar con aquello lo antes posible.

La bodega era un lugar deprimente, oscuro y húmedo, las paredes estaban manchadas de salitre y el techo era tan bajo que Bronn se habría tenido que agachar para no darse contra las vigas. Para Tyrion Lannister no era un problema. A aquella hora la estancia principal estaba desierta, sólo se veía a una mujer de ojos sin vida sentada en un taburete tras la basta barra de madera. Le entregó una copa de vino agrio.

—Detrás —le dijo.

La habitación trasera era aún más oscura. En una mesa baja ardía una vela junto a una jarra de vino. El hombre sentado ante ella no parecía peligroso; era bajo, aunque para Tyrion todos los hombres eran altos, con una calvicie incipiente, mejillas sonrosadas y una barriga que tensaba los botones de su jubón de piel de ciervo. En las manos suaves sostenía una lira de doce cuerdas, más mortífera que cualquier espada.

Tyrion se sentó frente a él.

—Symon Pico de Oro.

—Mi señor Mano —dijo el hombre inclinando la cabeza. Tenía la coronilla calva.

—Me confundís con otro. Mi padre es la Mano del Rey. Me temo que yo ya no soy ni un dedo.

—Estoy seguro de que volveréis a estar en lo más alto. Un hombre como vos… Mi dulce dama Shae me ha dicho que estáis recién casado. Ojalá me hubierais hecho llamar antes. Habría sido un honor cantar en vuestro banquete nupcial.

—Lo que menos falta le hace a mi esposa es oír más canciones —replicó Tyrion—. En cuanto a Shae, los dos sabemos que no es ninguna dama y mucho os agradecería que no volvierais a pronunciar su nombre en voz alta.

—Como la Mano ordene —dijo Symon.

La última vez que Tyrion había visto al bardo unas cuantas palabras bruscas bastaban para hacerlo sudar, pero por lo visto había hecho acopio de valor. «Lo debe de haber encontrado en esa jarra. —O tal vez el propio Tyrion tuviera la culpa de aquella novedosa osadía—. Lo amenacé, pero luego no hice nada, así que ahora cree que no tengo dientes.» Dejó escapar un suspiro.

—Tengo entendido que sois un bardo de mucho talento.

—Qué amable por vuestra parte decir tal cosa, mi señor.

—Ya va siendo hora de que llevéis el regalo de vuestra música a las Ciudades Libres. —Tyrion le dedicó una amplia sonrisa—. En Braavos, en Pentos y en Lys hay muchos a los que les gustan las canciones y son generosos con los que los satisfacen. —Bebió un sorbo de vino. Estaba adulterado, pero era fuerte—. Lo mejor sería una gira por las nueve ciudades. No queremos privar a nadie del placer de oíros cantar. Bastaría con que estuvierais un año en cada una. —Se palpó el interior de la capa, donde llevaba escondido el oro—. El puerto está cerrado, así que tendréis que ir hasta el Valle Oscuro para embarcar, pero Bronn os conseguirá un caballo, y para mí sería un honor que me permitierais pagaros el pasaje…

—Pero mi señor —protestó el bardo—, si no me habéis oído cantar nunca. Por favor, escuchad un momento.

Rasgueó las cuerdas de la lira con dedos hábiles y una música suave pareció llenar el sótano. Symon empezó a cantar.

Recorrió las calles de la urbe

desde lo alto de su colina,

por callejones y escalones,

a la llamada de una mujer acude.

Porque ella era su secreto tesoro,

era su alegría y su deshonra.

Nada son una torre ni una cadena

si a un beso de mujer se las compara.

—Es más larga —dijo el bardo interrumpiendo la canción—. Mucho, mucho más larga. El estribillo me gusta mucho, escuchad. «Las manos de oro siempre están frías, pero las de mujer siempre están tibias…»

—¡Basta ya! —Tyrion sacó la mano de la capa sin coger el oro—. No quiero volver a oír esa canción. Jamás.

—¿No? —Symon Pico de Oro dejó a un lado la lira y bebió un sorbo de vino—. Vaya, qué lástima. Pero hay una canción para cada persona, como me decía mi viejo maestre cuando me enseñaba a tocar. Puede que a otros les guste más. Tal vez a la reina. O a vuestro señor padre.

—Mi padre no tiene tiempo para perderlo con bardos, y mi hermana no es tan generosa como se suele creer. —Tyrion se frotó la cicatriz de la nariz—. Un hombre listo podría ganar más con el silencio que con las canciones. —No había manera de dejarlo más claro.

—Mi precio os parecerá muy modesto, mi señor. —Symon había captado la idea al vuelo.

—Me alegra saberlo. —Tyrion se temía que aquello no se resolvería con treinta dragones de oro—. Decidme.

—En el banquete nupcial del rey Joffrey va a haber un torneo de bardos.

—Y malabaristas, bufones y osos bailarines…

—Sólo un oso bailarín, mi señor —dijo Symon, que evidentemente había prestado más atención que Tyrion a los preparativos de Cersei—, pero siete bardos. Galyeon de Cuy, Bethany Dedosdiestros, Aemon Costayne, Alaric de Eysen, Hamish el Arpista, Collio Quaynis y Orland de Antigua competirán por un laúd de oro con cuerdas de plata… pero inexplicablemente no se ha invitado a participar al que podría darles lecciones a todos ellos.

—Dejad que adivine. ¿Symon Pico de Oro?

—Estoy dispuesto a demostrar ante el rey y ante la corte que lo que digo no son meras baladronadas. —Symon sonreía con modestia—. Hamish está viejo y muchas veces se olvida de lo que canta. ¡Y Collio, con ese absurdo acento tyroshi…! Tenéis suerte si se le entiende una palabra de cada tres.

—Mi querida hermana ha hecho todos los preparativos del banquete. Y aunque pudiera conseguiros una invitación, ¿no resultaría extraño? Siete reinos, siete juramentos, siete desafíos, setenta y siete platos… ¿y ocho bardos? ¿Qué pensará el Septon Supremo?

—No os tenía por un hombre tan piadoso, mi señor.

—No se trata de piedad. Hay que observar ciertas formas.

—Bueno… sabed que la vida de un bardo no está exenta de riesgos. Trabajamos en tabernas y bodegas, ante borrachos revoltosos. —Symon bebió un sorbo de vino—. Si a alguno de los siete bardos de vuestra hermana le aconteciera una desgracia, espero que penséis en mí para ocupar su lugar. —Su sonrisa taimada mostraba una desmesurada satisfacción consigo mismo.

—Desde luego, tener seis bardos sería tan desafortunado como tener ocho. Me interesaré por la salud de los siete de Cersei. Si alguno de ellos sufriera una indisposición, Bronn os buscará.

—Muy bien, mi señor. —Symon podría haber dejado así las cosas, pero estaba ebrio de triunfo—. Cantaré la noche de bodas del rey Joffrey. Si me convocan a la corte, desde luego querré ofrecer a Su Alteza mis mejores composiciones, canciones que he cantado ya un millar de veces y que siempre gustan. Pero, si por casualidad me encontrara tocando en cualquier bodega lúgubre… Bueno, sería una ocasión inmejorable de ensayar mi nueva canción. «Las manos de oro siempre son frías, pero las de mujer siempre son tibias…»

—No será necesario —replicó Tyrion—. Os doy mi palabra de Lannister, Bronn no tardará en buscaros.

—Muy bien, mi señor. —El bardo barrigón con su calvicie incipiente volvió a coger la lira.

Bronn lo esperaba con los hombres a la entrada del callejón. Ayudó a Tyrion a montar.

—¿Cuándo tengo que llevarlo al Valle Oscuro?

—Nunca. —Tyrion hizo dar la vuelta al caballo—. Deja pasar tres días, luego dile que Hamish el Arpista se ha roto un brazo y que la ropa que tiene no es adecuada para la corte, que hay que conseguirle un nuevo atuendo enseguida. Irá contigo sin dudar. —Hizo una mueca—. Si quieres, quédate con su pico; tengo entendido que es de oro. El resto de él, que desaparezca para siempre.

—Hay un tenderete de calderos en el Lecho de Pulgas donde preparan un estofado muy sabroso. —Bronn sonrió—. Dicen que lleva todo tipo de carnes.

—Asegúrate de que no como allí nunca. —Tyrion puso el caballo al trote. Quería un baño, cuanto más caliente mejor.

Pero hasta ese modesto placer le fue negado; nada más llegar a sus habitaciones, Podrick Payne le informó de que lo habían convocado a la Torre de la Mano.

—Su señoría quiere veros. La Mano. Lord Tywin.

—Ya sé quién es la Mano, Pod —dijo Tyrion—. He perdido la nariz, no los sesos.

—Ahora no la pagues con el chico —dijo Bronn riéndose—, tampoco es como para cortarle la cabeza.

—¿Por qué no? Para lo que la usa…

«¿Qué habré hecho ahora? —se preguntó Tyrion—. O mejor dicho, ¿qué no he hecho?» Cuando Lord Tywin lo llamaba siempre había segundas intenciones; desde luego su padre no requeriría nunca su presencia para compartir una comida o una copa de vino.

Un poco más tarde, cuando entró en las estancias de su padre, oyó una voz.

—Cerezo para las fundas, forradas en cuero rojo y adornadas con una hilera de tachonaduras en forma de cabeza de león, de oro puro. Los ojos pueden ser de granates…

—De rubíes —replicó Lord Tywin—. Los granates tienen menos fuego.

Tyrion carraspeó para aclararse la garganta.

—Mi señor, ¿me has mandado llamar?

—Sí —dijo su padre alzando la vista—. Ven a ver esto. —En la mesa, ante ellos, había un bulto envuelto en tejido encerado, y Lord Tywin tenía una espada larga en la mano—. Es un regalo de bodas para Joffrey.

La luz que entraba a raudales por los cristales en forma de rombo arrancaba destellos negros y rojos de la hoja a medida que Lord Tywin la giraba para examinar el filo, mientras que el pomo y los gavilanes centelleaban dorados.

—He pensado que, con tantas tonterías como se están diciendo sobre Stannis y su espada mágica, sería buena idea regalarle a Joffrey algo también extraordinario. Un arma digna de un rey.

—Es mucha espada para Joff —dijo Tyrion.

—Ya crecerá. Mira, sopésala. —Le tendió el arma con el puño por delante.

La espada era mucho más ligera de lo que parecía a simple vista. Al girarla comprendió por qué. Sólo había un material que se pudiera batir tan fino y aun así resultar suficientemente fuerte como para combatir con él, y aquellas ondulaciones, señal de que el acero había sido replegado muchos millares de veces, eran inconfundibles.

—¿Acero valyrio?

—Sí —respondió Lord Tywin con tono de profunda satisfacción.

«Por fin, ¿eh, padre?» Las espadas de acero valyrio escaseaban y eran muy caras, aun así quedaban varios miles en el mundo, sólo en los Siete Reinos tal vez más de doscientas. Ninguna de ellas pertenecía a la Casa Lannister, y eso siempre había irritado a su padre. Los antiguos Reyes de la Roca poseyeron una de aquellas armas, pero el espadón Rugido se perdió cuando el segundo rey Tommen se lo llevó a Valyria en su alocada búsqueda. No volvió, como tampoco regresó su tío Gery, el segundo hermano de su padre, el más temerario, que se había ido hacía ya ocho años en busca de la espada perdida.

En al menos tres ocasiones, Lord Tywin había tratado de comprar espadas valyrias a casas menores venidas a menos, pero todos sus intentos fueron rechazados con firmeza. Los señores entregarían de buena gana a sus hijas a cualquier Lannister que se las pidiera, pero conservaban las espadas familiares como tesoros.

Tyrion se preguntó de dónde habría salido el metal para hacer aquélla. Quedaban unos pocos maestros armeros capaces de trabajar el acero valyrio, pero el secreto de su fabricación se había perdido cuando la Maldición cayó sobre la antigua Valyria.

—Los colores son extraños —comentó mientras inspeccionaba la espada a la luz del sol. Casi todo el acero valyrio era de un gris tan oscuro que casi parecía negro, y aquella espada también. Pero en los dobleces había un rojo tan oscuro como el gris. Los dos colores se besaban sin siquiera tocarse, cada ondulación era diferente, como oleadas de noche y sangre que lamieran una orilla acerada—. ¿Cómo lo habéis hecho? No había visto nunca nada igual.

—Yo tampoco, mi señor —dijo el armero—. He de confesar que esos colores no son los que buscaba, y no sé si podría volver a producir el mismo efecto. Vuestro señor padre me pidió el escarlata de vuestra Casa y ése era el color que preparé para infundir en el metal. Pero el acero valyrio es testarudo. Se dice que estas viejas espadas tienen memoria y no cambian con facilidad. Lo trabajé con medio centenar de hechizos y aclaré el rojo una y otra vez, pero el color siempre se oscurecía, como si la hoja le estuviera bebiendo el sol. Y algunos pliegues no admitían el rojo en absoluto, como podéis ver. Si mis señores de Lannister no están satisfechos lo seguiré intentando, por supuesto, tantas veces como queráis, pero…

—No será necesario —dijo Lord Tywin—. Así está bien.

—Una espada carmesí tendría un brillo muy hermoso bajo el sol, pero si he de ser sincero, estos colores me gustan más —asintió Tyrion—. Tienen una belleza ominosa… y hacen que esta hoja sea única. Seguro que no hay una espada igual en todo el mundo.

—Sí la hay. —El armero se inclinó sobre la mesa, abrió los pliegues de la tela encerada y dejó al descubierto una segunda espada.

Tyrion puso la espada de Joffrey en la mesa y cogió la otra. Si no eran gemelas, se trataba al menos de primas hermanas. La segunda era más gruesa y pesada, casi dos centímetros más ancha y diez centímetros más larga, pero las líneas limpias y esbeltas eran las mismas, así como aquel color tan característico, las ondulaciones de sangre y noche. La segunda hoja tenía tres estrías profundas que iban del puño a la punta, mientras que en la espada del rey sólo había dos. La empuñadura de Joff era mucho más ornamentada, los gavilanes tenían forma de zarpas de león con garras hechas de rubíes; pero ambas tenían los puños protegidos con fino cuero rojo y pomos en forma de cabeza de león.

—Magnífica. —Hasta en unas manos tan poco diestras como las de Tyrion la hoja parecía cobrar vida—. No había visto nunca un equilibrio tan excelente.

—Será para mi hijo.

«No hace falta preguntar para cuál. —Tyrion depositó la espada de Jaime sobre la mesa, junto a la de Joffrey, y se preguntó si Robb Stark dejaría vivir a su hermano para que pudiera empuñarla—. Nuestro padre sin duda cree que sí, de lo contrario, ¿para qué la habría hecho forjar?»

—Habéis hecho un gran trabajo, maestre Mott —dijo Lord Tywin al armero—. Mi mayordomo se encargará de que recibáis vuestro pago. Y acordaos, rubíes para las vainas.

—No lo olvidaré, mi señor. Sois muy generoso. —Envolvió las espadas en la tela encerada, se puso el fardo bajo un brazo y se dejó caer sobre una rodilla—. Es un honor servir a la Mano del Rey. Entregaré las espadas el día anterior a la boda.

—Sin falta.

Los guardias escoltaron al armero fuera de la estancia, y Tyrion se subió a una silla.

—Vaya, una espada para Joff, una espada para Jaime y para el enano ni una daga. ¿Te parece bonito, padre?

—Había acero suficiente para dos armas, no para tres. Si te hace falta una daga, ve a la armería y coge una cualquiera. Robert dejó más de cien antes de morir. Gerion le dio una daga dorada con el puño de marfil y un zafiro en el pomo como regalo de bodas, y la mitad de los enviados que acudieron a la corte trataron de ganarse su favor obsequiando a Su Alteza con cuchillos con incrustaciones de piedras preciosas y espadas con adornos de plata.

—Le habrían complacido más entregándole a sus hijas —dijo Tyrion, que no pudo evitar una sonrisa.

—Sin duda. La única hoja que utilizó toda su vida fue el cuchillo de caza que Jon Arryn le había regalado cuando era niño. —Lord Tywin hizo un gesto con la mano como para apartar a un lado al rey Robert y a sus dagas—. ¿Con qué te encontraste junto al río?

—Con lodo —dijo Tyrion—. Y con unos cuantos cadáveres que nadie se ha molestado en enterrar. Antes de volver a abrir el puerto habrá que dragar el Aguasnegras y sacar a flote los barcos hundidos o destruirlos. Hacen falta reparaciones en tres cuartas partes de los amarraderos, algunos habrá que reconstruirlos por completo. El mercado del pescado ha desaparecido. También hay que cambiar la Puerta del Río y la Puerta del Rey, quedaron astilladas después de que Stannis intentara derribarlas. No quiero ni pensar en el precio.

«Si es verdad que cagas oro, padre, ve al retrete y empieza a trabajar», habría querido añadir. Pero se contuvo.

—Consigue el oro que haga falta.

—¿Cómo? ¿Dónde lo busco? Las arcas del tesoro están vacías, ya te lo he dicho. Aún no hemos terminado de pagar el fuego valyrio de los alquimistas ni la cadena de los herreros, y Cersei ha pedido que la corona pague la mitad de los gastos de la boda de Joff: setenta y siete platos de mierda, un millar de invitados, una empanada llena de palomas, bardos, malabaristas…

—Las extravagancias a veces son útiles. Tenemos que mostrar a todo el reino el poder y la riqueza de Roca Casterly.

—Entonces que pague Roca Casterly.

—¿Por qué? He visto los libros de cuentas de Meñique. Los ingresos de la corona se han multiplicado por diez desde los tiempos de Aerys.

—Los gastos de la corona también. Robert era tan pródigo con sus monedas como con su polla. Meñique tuvo que pedir prestado mucho dinero, a ti entre otros. Sí, los ingresos son considerables, pero apenas si bastan para cubrir la usura. ¿O le vas a perdonar al trono la deuda que tiene con la Casa Lannister?

—No digas tonterías.

—En ese caso deberíamos conformarnos con siete platos. Trescientos invitados en vez de mil. Y según tengo entendido, un matrimonio es igual de legítimo aunque no haya oso bailarín.

—Los Tyrell nos considerarían unos tacaños. Quiero la boda y el puerto. Si no puedes pagar ambas cosas, dímelo para que busque un consejero de la moneda que sí pueda.

—Conseguiré el dinero. —Tyrion no quería ni pensar en la vergüenza que supondría que lo despidieran tan pronto.

—Sí —le aseguró su padre—. Y ya que estás, a ver si consigues también encontrar la cama de tu esposa.

«Así que le han llegado los rumores.»

—Ya sé dónde está, muchas gracias. Es ese mueble que hay entre la ventana y la chimenea, el del dosel de terciopelo y el colchón de plumas de ganso.

—Me alegra que sepas dónde está. ¿Qué tal si ahora tratas de conocer a la mujer que la comparte contigo?

«¿Qué mujer? Querrás decir la niña.»

—¿Te ha estado susurrando al oído una araña o tengo que dar las gracias a mi querida hermana? —Considerando las cosas que pasaban entre las sábanas de Cersei, cualquiera habría dicho que tendría la decencia de no meter las narices en las suyas—. Dime, ¿cómo es que todas las doncellas de Sansa están al servicio de Cersei? Estoy harto de que me espíen en mis habitaciones.

—Si no te gustan las criadas de tu mujer despídelas y contrata a otras que te convengan más. Estás en tu derecho. A mí no me preocupan las doncellas de tu esposa, sino que ella siga siendo doncella. Tanta… delicadeza me asombra. Nunca habías tenido problemas para meterte en la cama con una puta. ¿Qué le pasa a la Stark, no lo tiene todo en el mismo sitio?

—¿Por qué te interesa tanto dónde meto la polla? —replicó Tyrion—. Sansa es demasiado joven.

—Tiene edad suficiente para convertirse en la señora de Invernalia una vez muera su hermano. Si la desvirgas estarás un paso más cerca de poder dominar el norte. Déjala preñada y lo tendrás en la mano. ¿O tengo que recordarte que si un matrimonio no se consuma es posible anularlo?

—Sólo puede hacerlo el Septon Supremo o un Consejo de la Fe. El Septon Supremo que hay ahora no es más que una foca bien amaestrada que aplaude cuando se lo ordenamos. El Chico Luna tiene más probabilidades de anular mi matrimonio que él.

—Tal vez debería haber casado a Sansa Stark con el Chico Luna. Al menos habría sabido qué hacer con ella.

—No quiero seguir hablando de la virginidad de mi esposa. —Tyrion apretó las manos contra los brazos de la silla—. Pero ya que estamos con el tema de los matrimonios, ¿cómo es que no hay novedades sobre las inminentes nupcias de mi hermana? Creo recordar…

—Mace Tyrell ha rechazado mi oferta de casar a Cersei con Willas, su heredero —lo interrumpió Lord Tywin.

—¿Que ha rechazado a nuestra querida Cersei? —Aquello puso a Tyrion de un humor mucho mejor.

—Cuando le planteé el tema de esta unión, Lord Tyrell parecía muy bien dispuesto —siguió su padre—. Y al día siguiente todo lo contrario. Ha sido cosa de la vieja. Tiene dominado a su hijo. Según Varys, le dijo que tu hermana era demasiado vieja y estaba demasiado usada para casarse con su adorado nieto cojo.

—Seguro que a Cersei le encantó —rió.

—No sabe nada. —Lord Tywin le lanzó una mirada gélida—. Ni lo sabrá. Será mejor para todo el mundo que nunca se haya hecho la propuesta. Métetelo bien en la cabeza, Tyrion. No se ha hecho nunca la propuesta.

—¿Qué propuesta? —Tyrion tenía la sospecha de que Lord Tyrell lamentaría amargamente su negativa.

—Tu hermana se casará. Lo único que no sé aún es con quién. Tengo varias ideas…

Antes de que se las pudiera exponer alguien llamó a la puerta, y un guardia metió la cabeza para anunciar al Gran Maestre Pycelle.

—Que pase —dijo Lord Tywin.

Pycelle entró con paso titubeante apoyándose en un bastón y se detuvo el tiempo justo para lanzar a Tyrion una mirada capaz de cortar la leche. La otrora frondosa barba blanca que, incomprensiblemente, alguien le había afeitado, le estaba saliendo rala y fina, con lo que se le veían manchas rosadas muy poco atractivas bajo el cuello.

—Mi señor Mano —dijo el anciano con una reverencia tan marcada como pudo hacer sin llegar a caerse—, ha llegado otro pájaro del Castillo Negro. ¿Puedo hablar con vos en privado?

—No será necesario. —Lord Tywin indicó con un gesto al Gran Maestre Pycelle que se sentara—. Tyrion se puede quedar.

«Oooh, ¿de verdad?» Se frotó la nariz y aguardó.

Pycelle se aclaró la garganta, para lo que tuvo que carraspear y toser durante un rato.

—La carta la envía un tal Bowen Marsh, el mismo que mandó la anterior. Es el castellano. Nos escribe que Lord Mormont mandó un mensaje diciendo que los salvajes avanzan hacia el sur en gran número.

—Las tierras que hay más allá del Muro no pueden sustentar a un gran número —replicó Lord Tywin con firmeza—. Esta advertencia no es nueva.

—En cierto modo sí, mi señor. Mormont mandó un pájaro desde el Bosque Encantado para informar de que los estaban atacando. Después volvieron más cuervos, pero sin cartas. El tal Bowen Marsh teme que Lord Mormont y todos sus hombres hayan muerto.

—¿Estáis seguro? —preguntó Tyrion; le había caído bien el viejo Jeor Mormont con sus modales rudos y su pájaro parlanchín.

—No —reconoció Pycelle—, pero por ahora no ha regresado ninguno de los hombres de Mormont. Marsh teme que los salvajes los hayan asesinado y se estén preparando para atacar el Muro. —Se palpó la túnica hasta dar con el papel—. Aquí está la carta, mi señor, es una súplica dirigida a los cinco reyes. Quiere hombres, tantos como le podamos enviar.

—¿A los cinco reyes? —Era evidente que su padre estaba molesto—. En Poniente sólo hay un rey. Si esos imbéciles de negro quieren que Su Alteza los escuche, más les vale recordarlo. Cuando contestéis, decidle que Renly está muerto y los otros no son más que traidores y usurpadores.

—Seguro que se alegrará de saberlo. El Muro está a un mundo de distancia, las noticias a menudo les llegan tarde. —Pycelle movía la cabeza de arriba abajo—. ¿Qué le digo a Marsh acerca de los hombres que solicita? ¿Hay que convocar al Consejo…?

—No será necesario. La Guardia de la Noche es una banda de ladrones, asesinos y patanes bastardos, pero también podría ser otra cosa si tuvieran la disciplina adecuada. Si es verdad que Mormont ha muerto, los hermanos negros tendrán que elegir un nuevo Lord Comandante.

—Excelente idea, mi señor. —Pycelle lanzó una mirada ladina en dirección a Tyrion—. Ya sé quién sería el candidato ideal. Janos Slynt.

—Los hermanos negros eligen a su comandante —les recordó Tyrion; la idea no le había hecho la menor gracia—. Lord Slynt es un recién llegado en el Muro. Lo sé, yo mismo lo mandé allí. ¿Por qué iban a elegirlo a él en vez de a una docena de hombres con experiencia?

—Porque si no votan como les decimos —respondió su padre en un tono que indicaba que Tyrion era corto de entendederas—, su Muro se derretirá antes de que les llegue un hombre de refuerzo.

«Sí, seguro que cogen la indirecta.» Tyrion se inclinó hacia adelante.

—Janos Slynt es una pésima elección, padre. Sería mucho mejor el comandante de la Torre Sombría. O el de Guardiaoriente del Mar.

—El comandante de la Torre Sombría es un Mallister de Varamar, y el de Guardiaoriente un hombre del hierro. —Ninguno de los dos era adecuado para sus propósitos, el tono de Lord Tywin lo dejaba bien claro.

—Janos Slynt es hijo de un carnicero —le recordó Tyrion con energía—. Tú mismo me lo dijiste…

—Recuerdo perfectamente qué te dije. Pero el Castillo Negro no es Harrenhal, y la Guardia de la Noche no es el Consejo del rey. Hay una herramienta para cada tarea, y una tarea para cada herramienta.

—Lord Janos no es más que una armadura vacía que se venderá al mejor postor —le espetó Tyrion, que no pudo contener la ira.

—Lo considero un punto a su favor. ¿Qué mejor postor que nosotros? —Se volvió hacia Pycelle—. Enviad un cuervo. Escribid que el rey Joffrey se ha entristecido sobremanera al enterarse de la muerte del Lord Comandante Mormont, pero lamenta no poder prescindir de ningún hombre ahora mismo, habiendo tantos rebeldes y usurpadores alzados en armas. Sugerid que la cosa podría cambiar una vez el trono esté a salvo… siempre y cuando el rey tenga plena confianza en el más alto mando de la Guardia. Para terminar, pedid a Marsh que transmita un saludo muy afectuoso de Su Alteza a su fiel amigo y servidor, Lord Janos Slynt.

—Sí, mi señor. —Pycelle agitó una vez más la mustia cabeza—. Escribiré lo que la Mano ordena. Será un placer.

«Tendría que haberle cortado la cabeza en vez de la barba —reflexionó Tyrion—. Y Slynt debería haberse ido a nadar con su querido amigo Allar Deem. —Al menos no había cometido el mismo error con Symon Pico de Oro—. ¿Lo ves, padre? —habría querido gritar—. ¿Ves lo deprisa que aprendo?»

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