EPÍLOGO

El camino que llevaba hasta Piedrasviejas rodeaba dos veces la colina antes de alcanzar la cima. Pedregoso y lleno de maleza, el tránsito por él habría sido lento incluso con buen clima, y la nevada de la noche anterior encima lo había dejado hecho un lodazal.

«Esto no es natural, nieve en las tierras de los ríos en otoño», pensó Merrett con melancolía. En realidad no había sido una gran nevada, lo justo para tender sobre el suelo un manto blanco durante la noche. Casi toda la nieve se había fundido cuando salió el sol, pero Merrett lo seguía considerando un mal presagio. Entre las lluvias, las inundaciones, el fuego y la guerra habían perdido dos cosechas y buena parte de la tercera. Si el invierno empezaba demasiado pronto habría hambre en las tierras de los ríos. Muchos pasarían necesidades y algunos morirían. La única esperanza de Merrett era no ser uno de ellos.

«Pero puede que lo sea. Con la suerte que tengo, seguro. Porque la única suerte que he tenido en mi vida es la mala.»

Bajo las ruinas del castillo, la ladera inferior de la colina tenía tanta maleza que entre ella se podrían haber ocultado medio centenar de bandidos.

«Si me descuido me estarán vigilando ahora mismo.» Merrett miró a su alrededor, pero no vio nada más que aulagas, helechos, cardos, cálamos aromáticos y arbustos de zarzamora entre los pinos y los centinelas verde grisáceo. En los alrededores los esqueletos de los álamos y los robles achaparrados poblaban el terreno como malas hierbas. No vio a ningún bandido, pero eso tampoco significaba nada. Los bandidos se sabían esconder mejor que los hombres honrados.

Merrett detestaba aquellos bosques, y a los bandidos los odiaba con todo su corazón. «Los bandidos me robaron la vida que tenía», le habían oído decir cuando bebía demasiado. Según su padre, bebía demasiado y demasiado a menudo. Lo decía constantemente y en voz alta.

«Y es verdad —reconoció con tristeza. Cuando uno vivía en Los Gemelos tenía que distinguirse por algo, de lo contrario se olvidaban de su existencia, pero no tardó en comprender que la reputación de ser el más bebedor del castillo no mejoraba en absoluto sus perspectivas—. Tuve el sueño de ser el mejor caballero que jamás había esgrimido una lanza, pero los dioses me lo arrebataron. ¿Por qué no me voy a tomar una copa de vino de cuando en cuando? Me calma los dolores de cabeza. Además, mi mujer es una arpía, mi padre me desprecia y mis hijos no valen para nada. ¿Qué motivos tengo para estar sobrio?»

Pero en aquel momento estaba sobrio. Bueno, había tomado dos cuernos de cerveza con el desayuno y una copita de tinto antes de ponerse en marcha, pero eso era sólo para que no le palpitara la cabeza. Merrett sentía cómo el dolor se le iba acumulando tras los ojos, y sabía que si le daba la más mínima oportunidad pronto se sentiría como si le hubiera estallado una tormenta entre las orejas. A veces los dolores de cabeza eran tan violentos que hasta le dolía llorar. En esas ocasiones lo único que podía hacer era tumbarse en la cama con la habitación a oscuras y un paño húmedo sobre los ojos, y maldecir su suerte y al bandido sin nombre que le había hecho aquello.

Sólo con pensarlo se ponía nervioso. En aquel momento no podía permitirse el lujo de padecer un dolor de cabeza.

«Si vuelvo a casa con Petyr sano y salvo puede que cambie mi suerte. —Llevaba el oro, lo único que le hacía falta era subir hasta la cima de Piedrasviejas, reunirse con los bandidos de mierda en las ruinas del castillo y hacer el intercambio. Un sencillo pago de rescate. Ni él lo podía estropear… a no ser que tuviera un dolor de cabeza tan fuerte que le impidiera cabalgar. Al anochecer tenía que estar en las ruinas, no acurrucado lloriqueando al borde del camino. Merrett se frotó la sien con dos dedos—. Una vuelta más a la colina y habré llegado.» Cuando recibieron el mensaje y se presentó voluntario para llevar el rescate, su padre lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Tú, Merrett? —preguntó. Luego se echó a reír por la nariz, con aquella repulsiva carcajada que tenía—. Je, je. Je, je. Je, je.

Merrett casi tuvo que suplicar para que le entregaran la bolsa con el maldito oro.

Algo se movió entre la maleza al borde del camino. Merrett tiró de las riendas con fuerza y echó mano de la espada, pero sólo era una ardilla.

—Idiota —se dijo al tiempo que volvía a envainar la espada que no había terminado de sacar—. Los bandidos no tienen cola. Por todos los infiernos, Merrett, contrólate.

El corazón le palpitaba a toda prisa, como si fuera un muchachito novato en su primera misión.

«Como si esto fuera el Bosque Real y me tuviera que enfrentar a la antigua Hermandad, no a los bandidos del señor del relámpago.» Por un instante sintió la tentación de dar media vuelta y trotar colina abajo en busca de la taberna más próxima. Con aquella bolsa de oro se podía comprar mucha cerveza, la suficiente para olvidarse de Petyr Espinilla.

«Que lo ahorquen, él se lo ha buscado. Es lo que se merece por largarse con una puta seguidora de campamento como un venado en celo.»

La cabeza le había empezado a latir; por el momento no era grave, pero sabía que iría a peor. Merrett se frotó el puente de la nariz. La verdad era que no tenía derecho a pensar así de Petyr. «Yo hice lo mismo a su edad.» En su caso, la única consecuencia grave habían sido unas viruelas, pero aun así no estaba en condiciones de juzgarlo. Las putas tenían su encanto, sobre todo para alguien con una cara como la de Petyr. Sí, el pobre chico tenía esposa, pero ella era parte del problema, no la solución. No sólo le doblaba la edad; encima, si los rumores eran ciertos, se acostaba con su hermano Walder. Por Los Gemelos siempre corrían muchos rumores y pocos de ellos eran verdad, pero en aquel caso concreto, Merrett les daba crédito. Walder el Negro era hombre que conseguía todo lo que quería, la esposa de su hermano incluida. También se había acostado con la mujer de Edwyn, eso lo sabía todo el mundo, era bien sabido que Walda la Bella se metía en su cama de cuando en cuando, y hasta se decía que había conocido a la séptima Lady Frey mucho mejor de lo debido. No era de extrañar que se negara a casarse. ¿Para qué comprar una vaca cuando había a su alrededor tantas ubres a la espera de que las ordeñara?

Merrett maldijo entre dientes y espoleó los flancos de su caballo para seguir cabalgando colina arriba. Por tentadora que resultara la perspectiva de gastarse el oro en bebida, sabía que, si no regresaba con Petyr Espinilla, más valía que no regresara jamás.

Lord Walder cumpliría pronto los noventa y dos años. El oído empezaba a fallarle, los ojos hacía tiempo que no le servían de casi nada y la gota se le había agravado hasta el punto de que había que llevarlo a todas partes. Todos sus hijos estaban de acuerdo en que no podía durar mucho más.

«Cuando muera cambiará todo, y no será para mejor. —Su padre era quejica y testarudo, con voluntad de hierro y lengua de víbora, pero su prioridad era cuidar de los suyos—. De todos los suyos, hasta de los que lo disgustan y decepcionan. Hasta de aquellos cuyos nombres no recuerda.» Pero cuando el viejo muriera…

Mientras Ser Stevron fue el heredero las cosas eran diferentes. El viejo llevaba sesenta años educando a Stevron, le había metido en la cabeza la importancia de la familia. Pero Stevron había muerto en la campaña del Joven Lobo en el oeste.

—De tanto esperar, sin duda —bromeó Lothar el Cojo cuando llegó el cuervo con la noticia.

Y sus hijos y nietos eran otro tipo de Frey. El heredero era en aquel momento Ser Ryman, el hijo de Stevron, un hombre testarudo, codicioso y corto de miras. Y después de Ryman iban sus hijos Edwyn y Walder el Negro, que eran aún peores.

—Por suerte se odian el uno al otro más de lo que nos odian a nosotros —había comentado Lothar el Cojo en cierta ocasión.

Merrett no estaba tan seguro de que fuera una suerte, y para sus adentros pensaba que Lothar era el más peligroso de todos. Lord Walder había ordenado el asesinato de los Stark en la boda de Roslin, pero fue Lothar el Cojo quien lo planeó todo con Roose Bolton, hasta las canciones que habría que tocar. Lothar era un tipo divertido para emborracharse con él, pero Merrett no era tan idiota como para darle la espalda. En Los Gemelos se aprendía enseguida que sólo se podía confiar en los hermanos de padre y madre, y ni siquiera en ellos ciegamente.

Cuando el anciano muriera cada hijo tendría que defender su territorio, y también cada hija. Sin duda el nuevo señor del Cruce conservaría a su lado en Los Gemelos a algunos de sus tíos, sobrinos y primos, a algunos, los que le cayeran bien, aquellos en los que confiara, o más probablemente los que considerase útiles.

«A los demás nos echará y nos las tendremos que arreglar por nuestra cuenta.»

Aquella posibilidad tenía muy preocupado a Merrett. En tres años cumpliría los cuarenta, era demasiado viejo para llevar la vida de un caballero errante… aunque hubiera sido caballero, cosa que no era. No tenía tierras ni riquezas propias. Lo único que poseía eran las ropas que llevaba puestas y poca cosa más, ni siquiera el caballo que montaba era suyo. No era tan listo como para hacerse maestre, ni tan piadoso como para hacerse septon, ni tan violento como para hacerse mercenario.

«Los dioses no me dieron más don que el de nacer, y hasta en eso fueron tacaños.» ¿De qué servía venir al mundo en el seno de una casa rica y poderosa si uno era el noveno hijo? Contando con los nietos y bisnietos, Merrett tenía más posibilidades de que lo eligieran Septon Supremo que de heredar Los Gemelos.

«No tengo suerte —pensó con amargura—. Nunca he tenido una pizca de suerte.»

Era un hombre corpulento, de pecho amplio y hombros anchos aunque su estatura no pasara de la media. Sabía que en los diez últimos años había engordado y tenía las carnes blandas, pero cuando era más joven, Merrett había sido casi tan robusto como Ser Hosteen, el mayor de sus hermanos de padre y madre, quien a su vez tenía fama de ser el más fuerte de la progenie de Lord Walder Frey. Cuando era niño lo habían enviado a Crakehall, a servir como paje en la familia de su madre. El viejo Lord Sumner no tardó en convertirlo en su escudero, y todos dieron por supuesto que tardaría pocos años en convertirse en Ser Merrett, pero los bandidos de la Hermandad del Bosque Real echaron por tierra aquellos planes. Mientras otro de los escuderos, su compañero Jaime Lannister, se cubría de gloria, Merrett empezó por contagiarse de viruelas por culpa de una seguidora de campamento, y luego encima lo tomó prisionero una mujer, ¡una mujer! A la que llamaban Gacela Blanca. Lord Sumner había pagado rescate por él a los bandidos, pero en la siguiente batalla lo derribó un golpe de maza que le rompió el yelmo y lo dejó inconsciente dos semanas. Más adelante le dijeron que todos lo habían dado por muerto.

Merrett no murió, pero los combates se terminaron para él. El menor golpe en la cabeza le producía un dolor cegador y hacía que se doblara lloroso. Dadas las circunstancias la caballería era una meta fuera de su alcance. Así se lo dijo con todo cariño Lord Sumner. Lo mandaron de vuelta a Los Gemelos, para hacer frente al desdén ponzoñoso de Lord Walder.

Después de aquello la suerte de Merrett fue de mal en peor. Su padre había conseguido arreglarle un buen matrimonio, lo casó con una de las hijas de Lord Darry, en los tiempos en los que los Darry contaban con el favor del rey Aerys. Pero apenas hubo desvirgado a su esposa, el rey Aerys perdió el trono. A diferencia de los Frey, los Darry se habían manifestado leales a los Targaryen, lo que les costó la mitad de sus tierras, buena parte de sus riquezas y casi todo su poder. En cuanto a su señora esposa, lo consideró decepcionante desde el primer día y durante años se empeñó en parir una hija tras otra, tres que nacieron vivas, una muerta y otra que murió siendo un bebé, antes de por fin darle un hijo. Su hija mayor resultó una ramera y la segunda una glotona. Cuando encontraron a Ami en los establos con nada menos que tres mozos de cuadra, se vio obligado a casarla con un caballero errante de mierda. Pensaba que la situación no podía empeorar… hasta que Ser Pate decidió hacerse un nombre derrotando a Ser Gregor Clegane. Ami volvió viuda al castillo, para desesperación de Merrett y sin duda para regocijo de todos los mozos de cuadras de Los Gemelos.

Merrett abrigó la esperanza de que su suerte estuviera cambiando por fin cuando Roose Bolton eligió casarse con su Walda y no con otra de sus primas más delgadas y atractivas. La alianza con Bolton era importante para la Casa Frey y su hija había contribuido a cimentarla; pensaba que aquello le daría ciertas ventajas. El viejo no tardó en desengañarlo.

—La ha elegido porque está gorda —le dijo Lord Walder—. ¿Te crees que a Bolton le importa un pedo de bufón que sea hija tuya? ¿Crees que pensó, «eh, mira, Merrett el Memo, justo el hombre que quiero tener como suegro»? Tu Walda es una cerda vestida de seda, por eso la ha elegido, y desde luego no te voy a dar las gracias. La misma alianza nos habría salido a mitad de precio si tu puerquita soltara la cuchara alguna vez.

La humillación definitiva se la asestaron con una sonrisa, cuando Lothar el Cojo lo llamó para hablar del papel que desempeñaría durante el matrimonio de Roslin.

—Cada uno tendremos que hacer lo que nos corresponda según nuestras respectivas capacidades —le dijo su hermanastro—. Tú tendrás una misión, sólo una, Merrett, pero creo que estás muy cualificado para ella. Quiero que te encargues de que el Gran Jon Umber esté tan borracho que no pueda tenerse en pie, no digamos ya pelear.

«Y hasta en eso fracasé.» Había engatusado al corpulento norteño para que bebiera vino suficiente como para matar a tres hombres normales, pero después de encamar a Roslin, el Gran Jon aún consiguió arrebatarle la espada al primero que se le aproximó, rompiéndole el brazo en el proceso. Hicieron falta ocho para encadenarlo, y de ellos dos resultaron heridos y uno muerto, por no mencionar que el pobre Ser Leslyn Haigh perdió media oreja. Cuando vio que ya no podía luchar con las manos, Umber había empezado a pelear con los dientes.

Merrett se detuvo un momento y cerró los ojos. La cabeza le palpitaba como el tambor que habían tocado en la boda y por un momento apenas si consiguió mantenerse en la silla.

«Tengo que seguir adelante —se dijo. Si conseguía llevar de vuelta a Petyr Espinilla se ganaría sin duda el favor de Ser Ryman. Tal vez Petyr fuera un infeliz, pero no era tan frío como Edwyn ni tan temperamental como Walder el Negro—. El chico me estará agradecido y su padre verá que soy leal y que vale la pena contar conmigo.»

Pero sólo si llegaba con el oro antes de que se pusiera el sol. Merrett echó una mirada al cielo.

«Justo a tiempo.» Le hacía falta algo para calmar los temblores de las manos. Cogió el odre para el agua que colgaba de la silla, quitó el corcho y bebió un largo trago. El vino era espeso y dulce, de un rojo tan oscuro que casi parecía negro, pero dioses, qué bien sabía.

En tiempos pasados la muralla de Piedrasviejas había rodeado la cima de la colina como una corona que ciñera las sienes de un rey. Ya sólo quedaban los cimientos y unos cuantos montones de piedras llenas de musgo. Merrett cabalgó a lo largo de la marca de la muralla hasta llegar al lugar donde debió de estar el torreón de entrada. Allí las ruinas eran más abundantes, y tuvo que desmontar y tirar de su palafrén. Hacia el oeste, el sol había desaparecido tras un banco de nubes bajas. Las laderas estaban cubiertas de helechos y aulagas, y una vez cruzó la muralla inexistente las hierbas le llegaron hasta el pecho. Merrett desenvainó la espada y miró a su alrededor con cautela, pero no vio ni rastro de los bandidos.

«¿Será que me he equivocado de día?» Se detuvo y se frotó las sienes con los pulgares, pero no consiguió aliviar la presión que sentía tras los ojos. «Por los siete infiernos…»

Desde lo más profundo del castillo le llegó una música tenue que se colaba entre los árboles.

A pesar de la capa, Merrett empezó a tiritar. Volvió a abrir el odre y bebió otro trago de vino.

«Debería montar a caballo, ir a Antigua y gastarme el oro en bebida. No se consigue nada bueno tratando con bandidos. —Aquella zorra de Wenda le había grabado a fuego una gacela en una nalga mientras lo tenía prisionero. No era de extrañar que su esposa lo considerase despreciable—. Tengo que hacer esto bien. Puede que Petyr Espinilla sea algún día el señor del Cruce. Edwyn no tiene hijos y Walder el Negro sólo tiene bastardos. Petyr recordará quién vino a buscarlo.» Bebió otro trago, puso el corcho al odre y tiró de las riendas de su palafrén entre las piedras rotas, las matas de aulaga y los arbolillos esqueléticos azotados por el viento, siguiendo los sonidos hacia lo que había sido el patio del castillo.

El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de hojas caídas como soldados tras una batalla encarnizada. Un hombre vestido con ropas verdes desteñidas y llenas de remiendos estaba sentado a horcajadas en un sepulcro de piedra y rasgueaba las cuerdas de una lira. La música era suave y triste. Merrett conocía aquella canción. «En los salones de reyes que ya no están, Jenny baila con sus fantasmas…»

—Bájate de ahí —dijo Merrett—. Estás sentado encima de un rey.

—Al bueno de Tristifer no le molesta mi culo. Lo llamaban Martillo de Justicia. Hace mucho que no oye canciones nuevas.

El bandido bajó de un salto. Era delgado y esbelto, con el rostro fino y rasgos de zorro, pero tenía una boca tan ancha que al sonreír parecía como si se le conectaran las orejas. Unas cuantas hebras de fino cabello castaño le caían sobre la frente. Se las apartó con la mano libre.

—¿Os acordáis de mí, mi señor?

—No. —Merrett frunció el ceño—. ¿De qué os conozco?

—Canté en la boda de vuestra hija. Bastante bien, por cierto. Aquel tal Pate con el que se casó era primo mío. Es que en Sietecauces todos somos primos, cosa que no le impidió mostrarse mezquino cuando llegó la hora de pagarme. —Se encogió de hombros—. ¿Cómo es que vuestro señor padre no me llama nunca para tocar en Los Gemelos? ¿No hago suficiente ruido para su gusto? Tengo entendido que prefiere la música bien alta.

—¿Traéis el oro? —preguntó a su lado una voz más ronca.

Merrett tenía la garganta seca. «Mierda de bandidos, siempre se esconden entre los arbustos.» En el Bosque Real había sido igual. Cuando pensabas que habías atrapado a cinco, salían diez más de la nada.

Cuando se dio la vuelta estaban todos a su alrededor; era un grupo heterogéneo de viejos con piel como el cuero y muchachos de mejillas imberbes más jóvenes que Petyr Espinilla, todos ellos vestidos con harapos de lana basta, corazas y restos de armaduras sin duda robadas a sus víctimas. Con ellos había una mujer envuelta en una capa que era tres veces más grande de lo que le hacía falta, con la capucha echada sobre la frente. Merrett estaba demasiado aturdido para contarlos, pero parecía haber al menos una docena, tal vez llegaran a veinte.

—He hecho una pregunta. —El que hablaba era un hombretón barbudo de dientes verdosos torcidos y nariz rota, más alto que Merrett, aunque con menos barriga. Se cubría la cabeza con un yelmo y de los anchos hombros le colgaba una capa llena de remiendos—. ¿Dónde está nuestro oro?

—En la bolsa de la silla de montar. Cien dragones. —Merrett carraspeó para aclararse la garganta—. Os los entregaré en cuanto vea que Petyr…

Un bandido achaparrado y tuerto dio un paso adelante antes de que terminara la frase, metió la mano en la bolsa de la silla de montar y dio con la saca. Merrett hizo ademán de detenerlo, pero enseguida se lo pensó mejor. El bandido desató el nudo, sacó una moneda y la mordió.

—Es oro —confirmó. Sopesó la saca—. Y está todo.

«Se van a quedar con el oro y con Petyr», pensó Merrett con un repentino ataque de pánico.

—Es todo el rescate, justo lo que pedisteis. —Le sudaban las palmas de las manos, se las tuvo que secar contra los calzones—. ¿Cuál de vosotros es Beric Dondarrion?

Antes de convertirse en un bandido, Dondarrion había sido un gran señor, tal vez todavía fuera hombre de honor.

—Pues yo, me parece que yo —dijo el tuerto.

—No seas mentiroso, Jack —le replicó el barbudo de la capa amarilla—. Me toca a mí ser Lord Beric.

—¿Entonces a mí me toca ser Thoros? —El bardo se echó a reír—. Siento tener que deciros que la presencia de Lord Beric ha sido requerida en otra parte, mi señor. Corren tiempos difíciles y hay muchas batallas. Pero os trataremos igual que os hubiera tratado él, no tengáis miedo.

Merrett tenía miedo, mucho miedo. La cabeza le palpitaba. Si aquello seguía mucho rato, se echaría a llorar.

—Ya tenéis el oro —dijo—. Entregadme a mi sobrino y me marcharé.

En realidad Petyr era medio sobrino nieto suyo, pero no había necesidad de entrar en detalles.

—Está en el bosque de dioses —dijo el hombre de la capa amarilla—. Enseguida os llevaremos con él. Encárgate de su caballo, Notch.

Merrett entregó las riendas de mala gana, pero no tenía otra opción.

—El odre de agua —se oyó decir—. Dejad que beba un trago de vino para calmar…

—No bebemos con gentuza como vos —replicó con tono brusco capa amarilla—. Seguidme, es por aquí.

Las hojas le crujían bajo los pies; cada paso hacía que una lanzada de dolor atravesara la sien de Merrett. Caminaron en silencio azotados por las ráfagas de viento. Los últimos restos de luz del sol poniente le daban en los ojos cuando trepó por el montecillo musgoso que era todo lo que quedaba del torreón central. Al otro lado estaba el bosque de dioses.

Petyr Espinilla estaba colgado de la rama de un roble, una cuerda le ceñía el cuello largo y flaco. Los ojos saltones sobresalían en el rostro ennegrecido y parecían mirar acusadores a Merrett. «Has llegado demasiado tarde», sintió que le decían. Pero no era verdad, ¡no era verdad! Había llegado en el momento que le dijeron.

—¡Lo habéis matado! —graznó.

—Eh, a éste no se le escapa una —dijo el tuerto.

Un uro galopaba por la cabeza de Merrett.

«Madre, ten misericordia», pensó.

—Pero he traído el oro…

—Muy amable por vuestra parte —dijo el bardo con una sonrisa—. Nos encargaremos de que se le dé un buen uso.

Merrett se dio la vuelta para no ver a Petyr. Notaba el sabor de la bilis en la garganta.

—No teníais derecho…

—Teníamos una cuerda —dijo capa amarilla—. No hace falta más derecho.

Dos de los bandidos cogieron a Merrett por los brazos y se los ataron a la espalda. Él estaba demasiado conmocionado para resistirse.

—No —fue lo único que pudo decir—. Sólo venía a pagar el rescate de Petyr. Dijisteis que si traía el oro antes del anochecer no le haríais daño…

—Bueno —respondió el bardo—, ahí nos habéis pescado, mi señor. Fue una mentirijilla.

El bandido tuerto se adelantó. Llevaba en la mano un rollo de cuerda de cáñamo. Hizo un lazo que pasó por la cabeza de Merrett y se lo apretó al cuello con fuerza, bajo la oreja. Lanzó el otro extremo por encima de la rama del roble. El hombretón de la capa amarilla lo cogió.

—¿Qué hacéis? —Merrett se imaginaba lo idiota que debía de parecer, pero ni aun entonces podía creerse lo que estaba sucediendo—. No os atreveréis a colgar a un Frey.

—Qué gracia —dijo capa amarilla echándose a reír—, lo mismo dijo el otro, el crío de las espinillas.

«No lo dice en serio, no lo puede decir en serio.»

—Mi padre os pagará. Valgo un buen rescate, mucho más que Petyr, por lo menos el doble.

El bardo suspiró.

—Puede que Lord Walder esté medio ciego y postrado por la gota, pero no es tan idiota como para morder el mismo anzuelo dos veces. Mucho me temo que la próxima vez nos enviará un centenar de espadas en vez de un centenar de dragones.

—¡Exacto! —Merrett trataba de parecer firme, pero la voz lo traicionaba—. ¡Enviará un millar de espadas y os matará a todos!

—Antes nos tendrá que atrapar. —El bardo alzó la vista hacia el pobre Petyr—. Además, no podrá ahorcarnos dos veces, ¿no creéis? —Arrancó una nota melancólica de las cuerdas de la lira—. Venga, venga, no os caguéis encima todavía. Sólo tenéis que responderme a una pregunta y les diré que os suelten.

—¿Qué queréis saber? —Merrett les diría lo que fuera con tal de salvar la vida—. Os diré la verdad, lo juro.

—Pues mirad, el caso es que estamos buscando un perro que se ha escapado. —El bandido le dedicó una sonrisa alentadora.

—¿Un perro? —Merrett no entendía nada—. ¿Qué clase de perro?

—Lo llaman Sandor Clegane. Thoros dice que se dirigía a Los Gemelos. Hemos encontrado al barquero que lo ayudó a cruzar el Tridente y al pobre imbécil al que asaltó en el camino real. ¿No lo veríais en la boda, por casualidad?

—¿En la Boda Roja? —Merrett se sentía como si el cráneo le fuera a estallar, pero más le valía hacer memoria. Había habido mucho jaleo, pero si alguien hubiera visto al perro de Joffrey rondando por los alrededores de Los Gemelos habría corrido la voz—. En el castillo no estuvo. Al menos, en el banquete principal… puede que estuviera en el banquete de los bastardos o en los campamentos, pero… No, me lo habrían dicho…

—Iba con una niña —insistió el bardo—. Una chiquilla flaca, de unos diez años. O tal vez un niño de la misma edad.

—Me parece que no —dijo Merrett—. No, que yo sepa no estuvo.

—¿No? Vaya, qué lástima. En fin, arriba con éste.

—¡No! —chilló Merrett—. No, no, os he respondido, ¡dijisteis que me soltaríais!

—Creo recordar que lo que dije fue que les diría que os soltaran. —El bardo miró a capa amarilla—. Suéltalo, Lim.

—Vete a tomar por culo —le replicó el bandido corpulento.

El bardo se encogió de hombros con gesto impotente y empezó a tocar «El día en que ahorcaron a Robin el Negro».

—¡Por favor! —Los últimos restos del valor de Merrett le corrían por la pierna abajo—. No os he hecho ningún daño. He traído el oro tal como pedisteis. He respondido a vuestra pregunta. ¡Tengo hijos!

—El Joven Lobo no los tendrá nunca —señaló el bandido tuerto.

—Nos humilló. —El dolor de cabeza casi impedía pensar a Merrett—. El reino entero se reía de nosotros, teníamos que limpiar esa mancha en nuestro honor. —Era lo que había repetido sin cesar su padre.

—Es posible. Pero ¿qué saben unos campesinos de mierda sobre el honor de los señores? —Capa amarilla se dio tres vueltas en torno a la mano con el extremo de la cuerda—. En cambio, sabemos mucho sobre asesinatos.

—No fue ningún asesinato. —Su voz era un chillido—. Fue venganza, teníamos derecho a vengarnos. Era la guerra. Aegon, al que llamábamos Cascabel, un pobre retrasado que nunca hizo daño a nadie… Lady Stark le cortó el cuello. Perdimos a un centenar de hombres en los campamentos. Ser Garse Goodbrook, el marido de Kyra; y a ser Tytos, el hijo de Jared, le abrieron la cabeza con un hacha… El huargo de Stark mató a cuatro de nuestros perros lobos y le arrancó el brazo al jefe de las perreras, y eso que lo habían dejado hecho un alfiletero con las ballestas…

—Así que, después de matarlos a los dos, cosisteis su cabeza al cuello de Robb Stark —dijo capa amarilla.

—Eso fue cosa de mi padre. Yo no hice más que beber. No se puede matar a nadie por beber. —En aquel momento Merrett recordó algo, una cosa que tal vez podría salvarlo—. Se dice que Lord Beric siempre concede un juicio, que no mata a ningún hombre a menos que haya pruebas contra él. No podéis probar nada contra mí. La Boda Roja fue cosa de mi padre, de Ryman y de Lord Bolton. Lothar preparó las tiendas para que se derrumbaran y situó a los ballesteros en la galería con los músicos, Walder el Bastardo iba al frente de los que atacaron los campamentos… Id a por ellos, no a por mí, yo no hice más que beber vino… ¡no tenéis testigos!

—Da la casualidad de que en eso os equivocáis. —El bardo se volvió hacia la mujer encapuchada—. ¿Mi señora?

Los bandidos abrieron paso para que se acercara sin decir palabra. Cuando se quitó la capucha, Merrett sintió que algo le atenazaba el pecho y se quedó un momento sin respiración.

«No. No es posible, la vi morir. Estuvo muerta un día y una noche antes de que la desnudaran y tiraran su cadáver al río. Raymund le rajó el cuello de oreja a oreja. Estaba muerta.»

La capa y el cuello de la túnica ocultaban el tajo que le había hecho la daga de su hermano, pero tenía el rostro aún peor de lo que recordaba. En el agua, la carne se había vuelto blanda como un flan y tenía el color de la leche cortada. Había perdido la mitad del pelo y el resto se le había vuelto blanco y quebradizo como el de una vieja. Bajo el maltratado cuero cabelludo, el rostro era un amasijo de piel desgarrada y sangre negra allí donde ella misma se lo había destrozado con las uñas. Pero los ojos eran lo más espantoso. Los ojos lo veían y lo odiaban.

—No habla —dijo el hombretón de la capa amarilla—. El corte del cuello fue demasiado profundo como para eso, canallas. Pero lo recuerda todo. —Se volvió a la mujer muerta—. ¿Qué decís vos, mi señora? ¿Tomó parte en la matanza?

Los ojos de Lady Catelyn no se apartaron ni un instante de los suyos. Asintió.

Merrett Frey abrió la boca para suplicar, pero el nudo corredizo ahogó las palabras. Los pies se le separaron del suelo y la cuerda se le hincó en la carne tierna debajo de la barbilla. Lo izaron mientras pataleaba, se debatía y se retorcía. Arriba. Arriba. Arriba.

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