«Sí.»

—¿Y qué quieres, dos esposas o dos castillos?

—Con uno de cada me vale. Pero si lo que quieres es que mate a Gregor Clegane por ti va a tener que ser un castillo muy, muy grande.

En los Siete Reinos sobraban las doncellas de noble cuna, pero ni la solterona más vieja, más pobre y más fea del reino accedería a casarse con un canalla plebeyo como Bronn. «A no ser que tuviera los sesos aguados y un niño sin padre en la barriga fruto de medio centenar de violaciones.» Lady Tanda había estado tan desesperada por buscarle marido a Lollys que hasta había perseguido a Tyrion durante un tiempo, y eso había sido antes de que medio Desembarco del Rey se la tirase. Sin duda, Cersei había endulzado la oferta, y Bronn era caballero, así que resultaba un partido adecuado para la hija pequeña de una casa menor.

—Ahora mismo ando muy corto de castillos y de doncellas nobles —reconoció Tyrion—, pero te puedo ofrecer oro y gratitud, como antes.

—Oro ya tengo. ¿Y qué se puede comprar con gratitud?

—Te sorprenderías. Un Lannister siempre paga sus deudas.

—Tu hermana también es una Lannister.

—Mi señora esposa es la heredera de Invernalia. Si salgo de ésta con la cabeza sobre los hombros, puede que algún día gobierne el norte en su nombre. Te podría reservar un buen pedazo.

—Muy largo me lo fías —dijo Bronn—. Además, allí hace un frío de mierda. Lollys es suave, cálida y está cerca. Dentro de dos noches me la podría estar follando.

—No es precisamente una perspectiva halagüeña.

—¿De verdad? —Bronn sonrió—. Reconócelo, Gnomo, si te dieran a elegir entre tirarte a Lollys y luchar contra la Montaña, tendrías los calzones bajados y la polla tiesa antes de que me diera tiempo a parpadear.

«Me conoce demasiado bien.» Tyrion probó una táctica diferente.

—Tengo entendido que Ser Gregor resultó herido en el Forca Roja y otra vez en el Valle Oscuro. Seguro que ahora es más lento.

—Nunca ha sido rápido. —Bronn hizo una mueca—. Sólo monstruosamente grande y monstruosamente fuerte. Y desde luego más rápido de lo que se podría esperar en un hombre de su tamaño. Tiene un alcance increíble con la espada y parece que no siente los golpes como los demás.

—¿Tanto miedo te da? —preguntó Tyrion con la esperanza de provocarlo.

—Sería imbécil si no me diera miedo. —Bronn se encogió de hombros—. Es posible que pudiera derrotarlo. Bailaría a su alrededor hasta que estuviera tan cansado de lanzarme golpes que no pudiera levantar la espada. O lo derribaría de alguna manera. Cuando están tumbados de espaldas no importa lo altos que sean. Pero es muy arriesgado. Un paso en falso y me puedo dar por muerto. ¿Por qué voy a correr el riesgo? Eres el hijoputa más feo que he visto en mi vida y aun así me caes bien… pero, si peleo por ti, pase lo que pase salgo perdiendo. O la Montaña me saca las tripas o lo mato yo y pierdo Stokeworth. Yo vendo mi espada, no la regalo. No soy tu hermano.

—No —dijo Tyrion con tristeza—. Eso es verdad. —Hizo un gesto de despedida con la mano—. Pues venga, márchate. Corre a por Stokeworth y a por tu Lady Lollys. Ojalá tu matrimonio te proporcione más alegrías que a mí el mío.

Ya junto a la puerta, Bronn titubeó un instante.

—¿Qué vas a hacer, Gnomo?

—Mataré a Gregor yo mismo. Menuda canción saldría de eso, ¿eh?

—Espero oírla cantar. —Bronn sonrió una última vez y salió de la estancia, del castillo y de su vida.

Pod arrastró los pies por el suelo.

—Lo siento mucho.

—¿Por qué? ¿Tienes tú la culpa de que Bronn sea un canalla insolente con el corazón podrido? Siempre ha sido un canalla insolente con el corazón podrido. Por eso mismo me gustaba.

Tyrion se sirvió una copa de vino y se la llevó al asiento junto a la ventana. En el exterior el día era gris y lluvioso, pero con perspectivas más alegres que las suyas. Podría enviar a Podrick Payne en busca de Shagga, claro, pero en lo más profundo del Bosque Real había tantos lugares donde esconderse que a veces los bandidos podían pasarse décadas sin que los apresaran. «Y a Pod le cuesta encontrar el camino hasta la cocina cuando lo mando a buscar un trozo de queso.» Timett, hijo de Timett, debía de estar ya de vuelta en las Montañas de la Luna. Y pese a lo que le había dicho a Bronn, enfrentarse en persona contra Ser Gregor Clegane sería una farsa aún mayor que la de los enanos justadores de Joffrey. No tenía la menor intención de morir con los oídos llenos de carcajadas burlonas. «Genial esto del juicio por combate.»

Ser Kevan lo volvió a visitar más tarde y otra vez al día siguiente. Su tío le informó con educación de que Sansa no había aparecido. Tampoco se encontraba al bufón Ser Dontos, que se había esfumado la misma noche. ¿Tenía Tyrion otros testigos a los que quisiera hacer llamar? No, no los tenía. «¿Cómo coño puedo demostrar que no le puse veneno en el vino si mil personas me vieron llenar la copa de Joff?»

Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Se pasó las horas tumbado en la oscuridad, contemplando el dosel de la cama y contando sus fantasmas. Vio a Tysha sonriendo cuando lo besaba, vio a Sansa desnuda y temblando de miedo. Vio a Joffrey desgarrándose la garganta, con la sangre corriéndole por el cuello a medida que el rostro se le oscurecía. Vio los ojos de Cersei, la sonrisa astuta de Bronn, la risa traviesa de Shae… Ni siquiera pensando en Shae se le levantaba. Se acarició con la esperanza de que, si despertaba su polla y la dejaba satisfecha, luego le sería más fácil descansar, pero no lo consiguió.

Y así llegó el amanecer y el día en el que empezaría su juicio.

No fue Ser Kevan quien acudió a buscarlo aquella mañana, sino Ser Addam Marbrand con una docena de capas doradas. Tyrion había desayunado huevos cocidos, panceta tostada y pan frito, y se había vestido con sus mejores galas.

—Ser Addam —dijo—, pensaba que mi padre enviaría a la Guardia Real para que me escoltaran hasta la sala del juicio. Sigo siendo miembro de la familia real, ¿no?

—Así es, mi señor, pero mucho me temo que la mayor parte de la Guardia Real va a presentar testimonio contra vos. Lord Tywin pensó que no sería apropiado que también fueran vuestros guardias.

—Los dioses no quieran que hagamos algo poco apropiado. Por favor, adelante.

El juicio se iba a celebrar en el salón del trono, donde Joffrey había muerto. Ser Addam lo escoltó cuando cruzó las imponentes puertas de bronce y también cuando recorrió la larga alfombra; sentía todos los ojos clavados en él. Se habían congregado cientos de personas para presenciar su juicio. O al menos eso esperaba, que estuvieran allí para mirar. «Por lo que sé puede que todos vayan a testificar contra mí.» Divisó en la galería a la reina Margaery, pálida y hermosa con sus ropas de luto. «Dos veces casada, dos veces viuda y sólo tiene dieciséis años.» Junto a ella estaba su madre, muy alta, y su menuda abuela al otro lado, rodeadas por sus damas y por los caballeros de la casa de su padre, que ocupaban toda la galería.

El estrado estaba todavía al pie del desierto Trono de Hierro, aunque se habían retirado todas las mesas menos una. Junto a ella estaban sentados el fornido Lord Mace Tyrell, con un manto dorado sobre ropas verdes, y el esbelto príncipe Oberyn Martell, con una larga túnica a rayas naranjas, amarillas y escarlatas. Lord Tywin Lannister se había situado entre ellos.

«Puede que aún me quede alguna esperanza. —El dorniense y el de Altojardín se detestaban—. Si encuentro la manera de utilizar eso en mi favor…»

El Septon Supremo empezó con una plegaria en la que se pedía al Padre en las alturas que los guiara hacia la justicia. En cuanto hubo terminado, el padre en la tierra se inclinó hacia delante.

—Tyrion, ¿mataste tú al rey Joffrey?

«No pierde un instante.»

—No.

—Menos mal, qué alivio —comentó Oberyn Martell en tono seco.

—¿Fue entonces Sansa Stark? —preguntó Lord Tyrell.

«Si yo hubiera estado en su lugar lo habría matado, desde luego.» Pero, estuviera donde estuviera Sansa, fuera cual fuera el papel que había desempeñado, seguía siendo su esposa. Al rodearle los hombros con su capa había jurado protegerla, aunque para hacerlo hubiera tenido que subirse sobre la espalda de un bufón.

—Los dioses mataron a Joffrey. Se ahogó con la empanada de paloma.

—¿Echas la culpa a los cocineros? —Lord Tyrell se había puesto rojo.

—A ellos o a las palomas. Pero a mí no me metáis en esto.

Tyrion oyó algunas risitas nerviosas y supo que había cometido un error. «Vigila esa lengua, enano idiota, o te cavará una tumba.»

—Hay testigos contra ti —dijo Lord Tywin—. Primero los escucharemos a ellos, luego podrás presentar a tus testigos. Hablarás sólo cuando te demos permiso.

Tyrion no pudo hacer otra cosa que asentir.

Ser Addam le había dicho la verdad: el primer hombre al que se hizo pasar fue Ser Balon Swann de la Guardia Real.

—Mi señor Mano —empezó después de que el Septon Supremo le tomara juramento de decir sólo la verdad—, tuve el honor de luchar al lado de vuestro hijo en el puente de barcos. Pese a su tamaño es un valiente, y me niego a creer que hiciera esto de lo que se le acusa.

Un murmullo recorrió el salón. Tyrion se preguntó a qué estaría jugando Cersei. «¿Por qué presenta un testigo que me considera inocente?» No tardó en descubrirlo. De mala gana, Ser Balon relató cómo había tenido que apartar a Tyrion de Joffrey el día de la revuelta.

—Golpeó a Su Alteza, es cierto. Pero no fue más que un momento de ira. Una tormenta de verano. La turba había estado a punto de matarnos a todos.

—En tiempos de los Targaryen el hombre que osaba golpear a alguien de sangre real perdía la mano con la que lo había tocado —observó la Víbora Roja de Dorne—. ¿Es que al enano le volvió a crecer o los Espadas Blancas olvidasteis cumplir con vuestro deber?

—Él también es de sangre real —respondió Ser Balon—. Además, era la Mano del Rey.

—No —intervino Lord Tywin—. Actuaba como la Mano, pero en mi lugar.

Ser Meryn Trant estuvo encantado de ampliar el relato de Ser Balon cuando ocupó su lugar como testigo.

—Tiró al rey al suelo y empezó a darle patadas. Gritaba que era una injusticia que Su Alteza hubiera escapado ileso de la turba.

Tyrion empezaba a entender el plan de su hermana. «Ha arrancado con un hombre conocido por su honestidad y le ha sacado todo lo posible. A partir de ahora cada testigo contará algo peor hasta hacer que parezca una mezcla entre Maegor el Cruel y Aerys el Loco, con un toque de Aegon el Indigno para dar color.»

Ser Meryn pasó a relatar cómo Tyrion había detenido a Joffrey cuando estaban golpeando a Sansa Stark.

—El enano le preguntó a Su Alteza si sabía qué le había pasado a Aerys Targaryen. Cuando Ser Boros habló en defensa del rey, el Gnomo amenazó con hacerlo matar.

El propio Blount fue el siguiente y corroboró aquella historia. Si Ser Boros guardaba algún rencor a Cersei por expulsarlo de la Guardia Real, no lo demostró y dijo lo que ella quería oír.

Tyrion no pudo seguir en silencio.

—¿Por qué no les decís a los jueces qué estaba haciendo Joffrey?

—Ordenasteis a vuestros salvajes que me mataran si abría la boca —contestó el hombretón de la papada mirándolo—, eso es lo que diré.

—Tyrion —intervino Lord Tywin—, sólo puedes hablar cuando lo indiquemos. Esto es una advertencia.

Tyrion, rabioso, se mordió los labios.

Los siguientes fueron los Kettleblack, los tres, por turno. Osney y Osfryd relataron su cena con Cersei antes de la batalla del Aguasnegras y no omitieron ninguna de las amenazas que había formulado.

—Le dijo a Su Alteza la reina que le iba a hacer daño —narró Ser Osfryd—. Que iba a sufrir.

Su hermano Osney fue un poco más lejos.

—Dijo que esperaría un día en que ella se sintiera segura y feliz y haría que la alegría se le convirtiera en cenizas en la boca.

Ninguno mencionó a Alayaya.

Ser Osmund Kettleblack, la viva imagen de la caballería con su inmaculada armadura de lamas y su capa de lana blanca, declaró bajo juramento que el rey Joffrey sabía desde hacía mucho tiempo que su tío Tyrion pretendía asesinarlo.

—Fue el día en que me entregaron la capa blanca, mis señores —les dijo a los jueces—. Aquel valiente muchacho me dijo: «Mi buen Ser Osmund, guardadme bien, pues mi tío quiere hacerme daño. Quiere sentarse en el trono en mi lugar».

—¡Mentira! —exclamó Tyrion. Aquello era más de lo que podía soportar. Dio dos pasos adelante antes de que los capas doradas lo arrastraran a su sitio.

—¿Tendremos que encadenarte de pies y manos como a un vulgar bandolero? —le preguntó Lord Tywin frunciendo el ceño.

Tyrion rechinó los dientes. «El segundo error, idiota, idiota, enano idiota. Mantén la calma o estás perdido.»

—No. Os pido perdón, mis señores. Sus mentiras me enfurecen.

—Sus verdades, querrás decir —intervino Cersei—. Padre, te ruego que le pongas grilletes, es por tu seguridad. Ya has visto cómo es.

—Yo he visto que es un enano —señaló el príncipe Oberyn—. El día que tema la ira de un enano será el día en que decida ahogarme en un tonel de vino.

—No harán falta grilletes. —Lord Tywin miró hacia las ventanas y se levantó—. Se está haciendo tarde. Seguiremos mañana por la mañana.

Aquella noche, a solas en la celda de la torre con un pergamino en blanco y una copa de vino, Tyrion no pudo evitar pensar en su esposa. No en Sansa, sino en su primera esposa, Tysha. «La esposa puta, no la esposa loba.» El amor que decía sentir por él había sido fingido, y él se lo había creído, y al creerlo había sido feliz. «A mí dadme dulces mentiras y guardaos vuestras amargas verdades.» Se bebió el vino y pensó en Shae. Más tarde, cuando Ser Kevan acudió para la cotidiana visita nocturna, Tyrion pidió ver a Varys.

—¿Crees que el eunuco hablará en tu defensa?

—No lo sabré hasta que charle con él. Ten la bondad de pedirle que venga a verme, tío.

—Como quieras.

Los maestres Ballabar y Frenken abrieron el segundo día de juicio. También habían abierto el noble cadáver del rey Joffrey y juraron que no habían encontrado ningún trocito de empanada de paloma ni de ningún otro alimento en la garganta real.

—La causa de su muerte fue el veneno, mis señores —dijo Ballabar, a lo que Frenken asintió con gesto serio.

Luego hicieron entrar al Gran Maestre Pycelle, que llegó apoyado en un bastón retorcido, caminando tembloroso, con unos cuantos pelos blancos saliéndole del largo cuello de pollo. Últimamente estaba demasiado débil para mantenerse en pie, de manera que los jueces permitieron que declarara sentado en una silla y tras una mesa. Sobre la mesa había varios frasquitos, Pycelle fue nombrando el contenido de cada uno.

—Setagrís —dijo con voz temblorosa—. Se extrae de hongos venenosos. Solano, sueñodulce, danza del diablo… Esto es ojociego. A esto lo llaman sangre de viuda, por el color. Una pócima muy cruel, hace que a la víctima se le cierren la vejiga y los intestinos hasta que se ahoga en sus propios venenos. Esto es matalobos, esto veneno de basilisco, esto son lágrimas de Lys. Sí, los reconozco todos. El Gnomo Tyrion Lannister los robó de mis habitaciones cuando me hizo encerrar con falsos cargos.

—¡Pycelle! —exclamó Tyrion aún a riesgo de incurrir en la ira de su padre—, ¿es posible que alguno de estos venenos ahogue a un hombre?

—No. Para eso hay que recurrir a uno más raro. Cuando era niño, en la Ciudadela, mis maestros lo llamaban tan solo «el estrangulador».

—Pero no se encontró ni rastro de ese raro veneno, ¿verdad?

—No, mi señor. —Pycelle lo miró y parpadeó—. Lo gastasteis todo en matar al niño más noble que jamás pusieron los dioses sobre esta tierra.

—Joffrey era estúpido y cruel —soltó Tyrion; la rabia le había nublado los sentidos—, pero yo no lo maté. Cortadme la cabeza si queréis, pero no tuve nada que ver con la muerte de mi sobrino.

—¡Silencio! —exclamó Lord Tywin—. Es la tercera vez que te lo digo. En la próxima ocasión ordenaré que te pongan los grilletes y la mordaza.

A Pycelle lo siguió toda una procesión interminable y agotadora. Damas y señores, nobles caballeros, gente de alta cuna y de baja estofa por igual, todos habían asistido al banquete de bodas, todos habían visto cómo se ahogaba Joffrey, cómo se le ponía la cara tan negra como una ciruela de Dorne. Lord Redwyne, Lord Celtigar y Ser Flement Brax habían oído a Tyrion amenazar al rey; dos criados, un malabarista, Lord Gyles, Ser Hobber Redwyne y Ser Philip Foote lo habían visto llenar el cáliz nupcial. Lady Merryweather juró que había visto al enano poner algo en el vino del rey mientras Joff y Margaery estaban cortando la empanada. El anciano Estermont, el joven Peckledon, el bardo Galyeon de Cuy y los escuderos Morros y Jothos Slynt relataron cómo Tyrion había cogido el cáliz mientras Joff agonizaba y había derramado en el suelo el resto del vino envenenado.

«¿Cuándo me he creado tantos enemigos?» Lady Merryweather era una completa desconocida para él. Tyrion no sabía si era miope o si la habían comprado. Por suerte Galyeon de Cuy no había puesto música a su declaración, de lo contrario habría contado con setenta y siete versos de mierda.

Cuando su tío lo visitó aquella noche después de la cena su trato era frío y distante.

«Él también cree que fui yo.»

—¿Quieres presentar algún testigo? —le preguntó Ser Kevan.

—No, no como tal. A menos que hayáis encontrado a mi esposa.

Su tío hizo un gesto de negación.

—Parece que el juicio lleva muy mal camino para ti.

—¿De verdad, tú crees? No me había dado cuenta. —Tyrion se rascó la cicatriz—. Varys no ha venido.

—Ni vendrá. Mañana testificará contra ti.

«Estupendo.»

—Ya veo. —Se reacomodó en el asiento—. Satisface mi curiosidad, tío. Siempre has sido un hombre justo, ¿qué te ha convencido a ti?

—¿Para qué robar los venenos de Pycelle si no ibas a utilizarlos? —respondió Ser Kevan sin tapujos—. Y Lady Merryweather vio…

—¡Nada! No vio nada porque no había nada que ver. Pero ¿cómo lo puedo demostrar? ¿Cómo puedo demostrar algo si estoy aquí encerrado?

—Puede que haya llegado el momento de que confieses.

Pese a los gruesos muros de piedra de la Fortaleza Roja, Tyrion oía el repiqueteo constante de la lluvia.

—¿Me lo repites, tío? Me ha parecido que me decías que debía confesar.

—Si reconocieras tu culpabilidad ante el trono y te arrepintieras del crimen, tu padre no decretaría la espada. Se te permitiría vestir el negro.

Tyrion se le rió a la cara.

—Las mismas condiciones que Cersei ofreció a Eddard Stark, y todos sabemos cómo terminó aquello.

—Tu padre no tuvo nada que ver en esa ocasión.

Al menos eso era verdad.

—El Castillo Negro está lleno de asesinos, ladrones y violadores —señaló Tyrion—, pero cuando estuve allí no conocí a ningún regicida. ¿Quieres que crea que si me confieso culpable de regicidio y de asesinar a mi sobrino, mi padre sonreirá, me perdonará y me mandará al Muro con una muda de ropa interior abrigada? —Soltó una carcajada grosera.

—No he dicho nada de que te perdone —insistió Ser Kevan—. Con una confesión este asunto quedaría en suspenso. Por eso tu padre me ha dicho que te transmita esta oferta.

—Dale las gracias de mi parte, tío, pero dile que ahora mismo no estoy de humor para confesar.

—Yo que tú cambiaría de humor. Tu hermana quiere tu cabeza, y al menos Lord Tyrell se inclina a satisfacerla.

—De modo que uno de mis jueces ya me ha condenado sin escuchar ni una palabra de mi defensa. —No esperaba otra cosa—. Al menos dime, ¿se me permitirá hablar y presentar testigos?

—No tienes ningún testigo —le recordó su tío—. Tyrion, si eres culpable de esta monstruosidad el Muro es un destino mucho mejor del que mereces. Y si eres inocente… Bueno, ya sé que se combate en el norte, pero pase lo que pase en este juicio para ti será un lugar más seguro que Desembarco del Rey. El populacho está convencido de que eres culpable. Si cometieras la estupidez de salir a las calles, te desmembrarían.

—Ya veo que la sola posibilidad te aterra.

—Eres el hijo de mi hermano.

—Eso se lo podrías recordar a él.

—¿Crees que te permitiría vestir el negro si no fueras de su sangre y de la de Joanna? Ya sé que Tywin te parece un hombre duro, pero no es más duro de lo necesario. Nuestro padre era amable y bondadoso, pero tan débil que sus vasallos se burlaban de él cuando se emborrachaban. Algunos no dudaban en desafiarlo abiertamente. Otros señores nos pedían prestado oro y no se molestaban en devolverlo. En la corte se bromeaba acerca de los leones desdentados. Hasta su amante le robaba. ¡Una mujer que era poco más que una prostituta se llevaba las joyas de mi madre! A Tywin le correspondió devolver a la Casa Lannister a su lugar, igual que le correspondió gobernar este reino cuando no tenía más de veinte años. Llevó esa pesada carga sobre los hombros hasta los cuarenta, y lo único que consiguió fue despertar la envidia de un rey loco. En vez de los honores que se merecía tuvo que soportar agravios y más agravios, pero trajo paz, abundancia y justicia a los Siete Reinos. No es más que un hombre. Harías bien en confiar en él.

Tyrion parpadeó, atónito. Ser Kevan siempre había sido firme, impasible y pragmático. Nunca le había oído hablar con tanta vehemencia.

—Lo quieres mucho.

—Es mi hermano.

—De acuerdo… Pensaré en lo que me has dicho.

—Piénsalo bien. Y deprisa.

No pensó en otra cosa durante toda la noche, pero al llegar la mañana no tenía ni un ápice más claro si podía confiar en su padre. Un criado le llevó gachas y miel para desayunar, pero el único sabor que sentía en la boca era el de la bilis ante la sola idea de hacer una confesión.

«Me llamarán asesino toda la vida. Durante mil años o más si se me recuerda será como el enano monstruoso que envenenó a su joven sobrino en su banquete de bodas.» Con sólo pensarlo se puso tan furioso que lanzó el cuenco con la cuchara contra la pared, en la que dejó una mancha de gachas. Ser Addam Marbrand la miró con curiosidad cuando acudió para escoltar a Tyrion al juicio, pero tuvo la delicadeza de no preguntar nada.

—Lord Varys —anunció el heraldo—, consejero de los rumores.

Empolvado, acicalado y con olor a agua de rosas la Araña no dejó de frotarse las manos una contra otra mientras hablaba.

«Lavándoselas de mi vida —pensó Tyrion mientras escuchaba el lastimero relato del eunuco acerca de cómo el Gnomo había intentado privar a Joffrey de la protección del Perro y lo que había comentado con Bronn sobre los beneficios de que Tommen fuera el rey—. Las medias verdades son peores que las mentiras directas.»

A diferencia de los otros, Varys tenía documentos: pergaminos enteros llenos de anotaciones, detalles, fechas, conversaciones enteras… Era tanto el material que sólo recitarlo llevó todo aquel día, y la mayor parte resultaba condenatorio. Varys confirmó la visita a medianoche a las habitaciones del Gran Maestre Pycelle y el robo de las pócimas y venenos, confirmó las amenazas que había hecho a Cersei la noche de la cena, confirmó hasta el último detalle de mierda excepto el envenenamiento en sí. Cuando el príncipe Oberyn le preguntó cómo sabía todo aquello si no había estado presente en ninguno de los acontecimientos, el eunuco dejó escapar una risita.

—Me lo contaron mis pajaritos. Su misión es saber, al igual que la mía.

«¿Cómo puedo contrainterrogar a un pajarito —pensó Tyrion—. Tendría que haberle cortado la cabeza al eunuco el día que llegué a Desembarco del Rey. Maldito sea. Y maldito sea yo por haber confiado en él.»

—¿Hemos terminado de escuchar a tus testigos? —preguntó Lord Tywin a su hija mientras Varys salía del salón.

—Casi —respondió Cersei—. Te ruego que me permitas presentar uno más mañana ante el tribunal.

—Como quieras —dijo Lord Tywin.

«Genial —pensó Tyrion, rabioso—. Después de esta farsa de juicio la ejecución va a ser casi un alivio.»

Aquella noche, meditaba sentado junto a la ventana y bebía una copa de vino cuando oyó voces al otro lado de la puerta.

«Ser Kevan viene a saber qué respondo», pensó al instante.

Pero el que entró no fue su tío. Tyrion se levantó para hacer una reverencia burlona ante el príncipe Oberyn.

—¿Se permite a los jueces visitar al acusado?

—A los príncipes se les permite hacer lo que les venga en gana. Al menos eso he dicho a vuestros guardias. —La Víbora Roja se sentó.

—Mi padre se va a disgustar mucho con vos.

—La felicidad de Tywin Lannister no ha sido nunca una de mis prioridades. ¿Estáis bebiendo vino de Dorne?

—No, del Rejo.

—Agua roja. —Oberyn hizo una mueca—. ¿Lo envenenasteis vos?

—No. ¿Y vos?

—¿Todos los enanos tienen la lengua así de larga? —preguntó el príncipe con una sonrisa—. El día menos pensado alguien os la va a cortar.

—No sois el primero que me lo dice. A veces pienso que debería cortármela yo mismo, no hace más que meterme en líos.

—Ya me he dado cuenta. Bien pensado, beberé un poco de zumo de uvas de Lord Redwyne.

—Como queráis.

Tyrion le sirvió una copa. El príncipe tomó un sorbo, lo paladeó y lo tragó.

—No está del todo mal. Mañana os enviaré un vino dorniense bien fuerte. —Bebió otro sorbo—. Ya he encontrado a la puta de pelo rubio que buscaba.

—Así que habéis estado en casa de Chataya.

—En casa de Chataya me acosté con la chica de piel negra. Creo que se llama Alayaya. Es exquisita, y eso a pesar de las cicatrices de la espalda. Pero la puta a la que me refiero es vuestra hermana.

—¿Ya os ha seducido? —preguntó Tyrion nada sorprendido.

Oberyn soltó una carcajada.

—No, pero lo hará si pago su precio. Hasta ha llegado a insinuar la posibilidad de un matrimonio. ¿Qué mejor esposo para Su Alteza que un príncipe de Dorne? Ellaria dice que debería aceptar. Sólo con imaginarse a Cersei en nuestra cama se pone caliente, la muy guarra. Así ni siquiera tendríamos que pagar el penique del enano. Lo único que me pide vuestra hermana a cambio es una cabeza, una cabeza bastante grande y sin nariz.

—¿Y? —inquirió Tyrion, a la espera.

El príncipe Oberyn hizo girar el vino en la copa antes de responder.

—Cuando el Joven Dragón conquistó Dorne, hace ya mucho tiempo, dejó al señor de Altojardín para que nos gobernara tras la claudicación de Lanza del Sol. Aquel Tyrell y los suyos fueron de fortaleza en fortaleza dando caza a los rebeldes y asegurándose de que seguíamos de rodillas. Llegaba con su ejército, se apoderaba de un castillo, se quedaba todo un ciclo lunar y luego partía hacia el siguiente. Tenía la costumbre de echar a los señores de sus habitaciones y dormir en sus lechos. Una noche se encontró bajo una cama con dosel de terciopelo. Cerca de las almohadas había un cordón para llamar al servicio por si quería que le llevaran a una moza. A Lord Tyrell le gustaban las mujeres dornienses, cosa comprensible, de manera que tiró del cordón, y cuando lo hizo el dosel se le abrió sobre la cabeza y le cayeron encima un centenar de escorpiones rojos. Su muerte fue la chispa que prendió el fuego que pronto se extendió por todo Dorne, con lo que las victorias del Joven Dragón quedaron en nada en menos de quince días. Los hombres arrodillados se levantaron y volvimos a ser libres.

—Ya conocía la historia —replicó Tyrion—. ¿Qué me queréis decir con ella?

—Sólo una cosa: si alguna vez me encuentro un cordón junto a la cama y tiro de él, preferiría mil veces que me cayeran encima los escorpiones a la reina desnuda.

—Al menos en eso estamos de acuerdo —dijo Tyrion sonriendo.

—Lo cierto es que tengo mucho que agradecer a vuestra hermana. De no ser por su acusación durante el banquete tal vez me estarían juzgando a mí en vez de a vos. —Los ojos del príncipe brillaban divertidos—. Al fin y al cabo, ¿quién sabe más de venenos que la Víbora Roja de Dorne? ¿Quién tiene más motivos para mantener a los Tyrell lejos de la corona? Una vez muerto Joffrey, según las leyes dornienses, el Trono de Hierro debería pasar a su hermana Myrcella, quien da la casualidad de que es la prometida de mi sobrino, gracias a vos.

—Aquí no se aplica la ley dorniense. —Tyrion había estado tan inmerso en sus propios problemas que no se había detenido a pensar en el tema de la sucesión—. Podéis estar seguro de que mi padre coronará a Tommen.

—Desde luego, puede coronar a Tommen aquí, en Desembarco del Rey. Pero también mi hermano puede coronar a Myrcella en Lanza del Sol. ¿Vuestro padre hará la guerra contra vuestra sobrina en defensa de vuestro sobrino? ¿Y vuestra hermana? —Se encogió de hombros—. Tal vez debería casarme con la reina Cersei, la única condición que le pondría sería que apoyara a su hija en vez de a su hijo. ¿Qué creéis que me respondería?

«Que jamás», se disponía a decir Tyrion, pero las palabras se le atragantaron. Cersei siempre había sentido amargura al verse apartada del poder por culpa de su sexo. «Si la ley dorniense se aplicara en occidente, tendría derecho a heredar Roca Casterly.» Jaime y ella eran gemelos, pero Cersei había sido la primera en nacer, no hacían falta más argumentos. Al defender la causa de Myrcella estaría defendiendo la suya propia.

—No sé qué haría mi hermana si tuviera que elegir entre Tommen y Myrcella —reconoció—. Pero da igual, mi padre no le permitirá tomar una decisión.

—Vuestro padre no vivirá eternamente —señaló el príncipe Oberyn.

Hubo algo en su manera de decirlo que hizo que a Tyrion se le erizara el vello de la nuca. De pronto se volvió a acordar de Elia y de lo que había hecho Oberyn el día de su llegada, mientras cruzaban el campo quemado.

«Quiere la cabeza que dio la orden, no sólo la mano que blandió la espada.»

—No es buena idea hablar como un traidor en la Fortaleza Roja, príncipe. Los pajaritos están escuchando.

—Que escuchen. ¿Acaso es traición decir que un hombre es mortal? Valar morghulis, como decían en la antigua Valyria, «Todos los hombres mueren». Y la Maldición demostró que era verdad. —El dorniense se dirigió hacia la ventana y contempló la noche—. Se dice que no tenéis ningún testigo que presentarnos.

—Albergaba la esperanza de que sólo con ver mi dulce rostro quedaríais convencidos de mi inocencia.

—Os equivocáis, mi señor. La Flor Gorda de Altojardín está convencido de que sois culpable y quiere veros morir. Su adorada Margaery también bebía de ese cáliz, como nos ha recordado cien veces.

—¿Y vos? —preguntó Tyrion.

—Los hombres rara vez son aquello que parecen. Y vos parecéis tan culpable que estoy seguro de que sois inocente. De todos modos lo más probable es que seáis condenado. A este lado de las montañas no abunda la justicia. No ha habido justicia para Elia, para Aegon ni para Rhaenys. ¿Por qué va a haberla para vos? A lo mejor al verdadero asesino de Joffrey lo ha devorado un oso. Son cosas que pasan en Desembarco del Rey. Ah, no, esperad, lo del oso fue en Harrenhal, ahora me acuerdo.

—¿Ése es vuestro juego? —Tyrion se frotó el muñón de la nariz. No tenía nada que perder con decirle la verdad a Oberyn—. Había un oso en Harrenhal y mató a Ser Amory Lorch.

—Mala suerte para él —dijo la Víbora Roja—. Y para vos. ¿Todos los hombres desnarigados mienten así de mal?

—No estoy mintiendo. Ser Amory sacó a rastras a la princesa Rhaenys de debajo de la cama de su padre y la mató a puñaladas. Lo acompañaban algunos soldados, pero no sé quiénes eran. —Se inclinó hacia delante—. Fue Ser Gregor Clegane quien destrozó la cabeza del príncipe Aegon contra una pared y violó a vuestra hermana Elia con las manos todavía manchadas de su sangre y sus sesos.

—Lo que hay que ver. Un Lannister diciendo la verdad. —Oberyn le dedicó una sonrisa fría—. Fue vuestro padre quien dio la orden, ¿verdad?

—No. —La mentira le salió sin vacilaciones, ni siquiera se paró a preguntarse por qué defendía a Lord Tywin.

—Qué hijo tan obediente. —El dorniense arqueó una fina ceja negra—. Y qué mentira tan endeble. Fue Lord Tywin quien puso a los hijos de mi hermana ante el rey Robert, envueltos en capas escarlata de los Lannister.

—Esto lo tendríais que hablar con mi padre, él era el que estaba allí. Yo estaba en la Roca y era tan joven que pensaba que la cosa que tenía entre las piernas sólo valía para mear.

—Sí, pero ahora estáis aquí, y me atrevo a decir que en una situación un tanto comprometida. Vuestra inocencia puede ser tan evidente como la cicatriz que tenéis en la cara, pero eso no os va a salvar. Y tampoco vuestro padre. —El príncipe dorniense sonrió—. En cambio yo sí podría.

—¿Vos? —Tyrion lo miró bien—. Sólo sois uno de los tres jueces, ¿cómo me podríais salvar?

—Como juez, no. Como campeón.

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