DAENERYS

Dany desayunó bajo el palo santo que crecía en el jardín de la terraza, mientras veía cómo sus dragones se perseguían alrededor de la cúspide de la Gran Pirámide, donde antes había estado la enorme arpía de bronce. En Meereen había muchas pirámides menores, pero ninguna tenía ni la mitad de la altura que aquélla. Desde allí alcanzaba a ver toda la ciudad: los callejones estrechos y tortuosos, las anchas calles de adoquines, los templos y los graneros, las chozas y los palacios, los burdeles y las casas de baños, los jardines y las fuentes, los grandes círculos rojos que eran las arenas de combate… Y al otro lado de las murallas estaba el mar color estaño, los meandros del Skahazadhan, las colinas resecas, los bosques quemados, los campos ennegrecidos… Allí arriba, en su jardín, a veces Dany se sentía como una diosa que viviera en la montaña más alta del mundo.

«¿Se sentirán así de solos todos los dioses?» Seguro que algunos sí. Missandei le había hablado del Señor de la Armonía, adorado por el Pueblo Pacífico de Naath; según la pequeña escriba era el único dios verdadero, el dios que había habido siempre y que no dejaría de existir nunca, el que hizo la luna, las estrellas, la tierra y todas las criaturas que en ella habitan. «Pobre Señor de la Armonía.» Dany se compadecía de él. Debía de ser espantoso estar eternamente solo, atendido por hordas de mujeres mariposa que podía crear o eliminar a voluntad. En Poniente había al menos siete dioses, aunque Viserys le había dicho que, según algunos septones, los siete no eran más que diferentes aspectos de un único dios, siete facetas de un único cristal. Aquello resultaba de lo más confuso. Según tenía entendido, los sacerdotes rojos creían en dos dioses, pero estaban eternamente en guerra. Eso a Dany le gustaba todavía menos. No quería estar eternamente en guerra.

Missandei le sirvió huevos de pato y salchicha de perro, y media copa de vino endulzado mezclado con el zumo de una lima. La miel atraía a las moscas, pero una vela aromática las mantenía a distancia. Allí arriba las moscas no eran tan molestas como en el resto de la ciudad, y era otra de las cosas que le gustaban de la pirámide.

—Recuérdame que hay que hacer algo con respecto a las moscas —dijo Dany—. ¿Hay muchas moscas en Naath, Missandei?

—En Naath lo que hay son mariposas —respondió la escriba en la lengua común—. ¿Más vino?

—No. La corte se va a reunir enseguida.

Dany había cobrado mucho afecto a Missandei. La pequeña escriba de los enormes ojos dorados tenía una sabiduría impropia de su edad.

«Además, es valiente. Ha tenido que serlo, para sobrevivir con la vida que le ha tocado.» Tenía la esperanza de ver algún día aquella fabulosa isla de Naath. Missandei decía que el pueblo pacífico empuñaba instrumentos musicales en vez de armas. No mataban, ni siquiera a los animales; sólo comían fruta, carne jamás. Los espíritus en forma de mariposas que eran sagrados para su Señor de la Armonía protegían la isla de aquellos que querían hacerles daño. Muchos conquistadores habían zarpado rumbo a Naath para manchar de sangre las espadas, pero antes de llegar enfermaron y murieron. «Pero las mariposas no los salvaron cuando llegaron los barcos de los esclavistas.»

—Algún día te llevaré a casa, Missandei —le prometió Dany. «¿Me habría vendido Jorah si le hubiera prometido esto mismo?»—. Te lo juro.

—Una se da por satisfecha con serviros, Alteza. Naath seguirá siempre donde está. Sois muy bondadosa con una… conmigo.

—Y tú conmigo. —Dany tomó a la niña de la mano—. Ven, ayúdame a vestirme.

Jhiqui y Missandei la bañaron, mientras Irri sacaba la ropa que se iba a poner. Aquel día llevaría una túnica de brocado púrpura con un fajín de plata, y en la cabeza la corona en forma de dragón de tres cabezas que le había regalado la Hermandad de la Turmalina en Qarth. Las zapatillas también eran plateadas, con unos tacones tan altos que temía caerse en cualquier momento. Una vez vestida, Missandei le llevó un espejo de plata pulida para que se pudiera ver. Dany se contempló en silencio. «¿Es éste el rostro de una conquistadora?» A ella no le parecía más que el de una niñita.

Por el momento nadie la llamaba aún Daenerys la Conquistadora, aunque tal vez lo hicieran algún día. Aegon el Conquistador había tomado Poniente con tres dragones, pero ella había tomado Meereen con ratas de las cloacas y una polla de madera, en menos de un día. «Pobre Groleo.» Sabía que seguía llorando la pérdida de su barco. Si una galera de combate podía embestir contra otro barco, ¿por qué no contra una puerta? Eso era lo que había pensado cuando ordenó a los capitanes llevar los barcos a la orilla. Los mástiles se habían convertido en arietes, y un enjambre de libertos desmanteló los cascos para construir manteletes, tortugas, catapultas y escaleras. Los mercenarios habían bautizado cada ariete con un nombre obsceno, y fue el mástil principal de la Meraxes, antes la Travesura de Joso, el que derribó la puerta este. Lo llamaban la «Polla de Joso». La batalla había sido dura y sangrienta durante casi todo el día, y ya estaba bien entrada la noche cuando la madera empezó a astillarse y el figurón de proa de hierro de la Meraxes, una cara de bufón sonriente, la atravesó.

Dany había querido ponerse al frente del ataque, pero sus capitanes le dijeron al unísono que sería una locura, y sus capitanes nunca estaban de acuerdo en nada. De manera que se quedó en la retaguardia, ataviada con una larga cota de mallas a lomos de la plata. Oyó literalmente cómo caía la ciudad a media legua de distancia, cuando los gritos desafiantes de los defensores se convirtieron en alaridos de miedo. En aquel momento sus dragones empezaron a rugir y llenaron la noche de llamas. Supo al instante que los esclavos se habían rebelado.

«Mis ratas de cloaca les han mordido las cadenas.»

Una vez los Inmaculados aplastaron los últimos reductos de resistencia y hubieron terminado los saqueos, Dany entró en la ciudad. El montón de cadáveres ante la puerta destrozada era tan grande que los libertos tardaron casi una hora en abrirle un camino para la plata. Dentro, yacía abandonada la Polla de Joso, junto con la gran tortuga de madera cubierta de pieles de caballo que la había protegido. Pasó a caballo junto a edificios quemados y ventanas rotas, por calles de adoquines cuyos sumideros estaban atascados de cadáveres hinchados y rígidos. Los esclavos de manos ensangrentadas la aclamaban al pasar y la llamaban «Madre».

En la plaza, ante la Gran Pirámide, los meereenos estaban acuclillados y desesperados. A la luz de la mañana los Grandes Amos parecían cualquier cosa menos grandes. Despojados de las joyas y los tokars ribeteados, resultaban patéticos y despreciables, no eran más que un rebaño: ancianos con los huevos arrugados y la piel llena de manchas y jóvenes con peinados ridículos. Unas mujeres eran gordas y fofas, y otras, secas como leña vieja, todas con la pintura de la cara corrida por las lágrimas.

—Quiero a vuestros líderes —les dijo Dany—. Entregadlos y los demás seréis perdonados.

—¿Cuántos? —había preguntado una anciana entre sollozos—. ¿A cuántos hay que entregar para que nos perdonéis la vida?

—A ciento sesenta y tres —fue su respuesta.

Los hizo clavar en postes de madera alrededor de la plaza, cada uno señalando al siguiente. Al dar la orden, la furia ardía abrasadora en su interior y se sentía como un dragón vengativo. Pero más tarde, cuando pasó ante los moribundos de los postes, cuando oyó los gemidos y olió la sangre y las entrañas…

Dany frunció el ceño y dejó el espejo.

«Fue justo. Fue justo. Lo hice por los niños.»

La sala de audiencias estaba en un nivel inferior, era una estancia de techos altos llena de ecos, con paredes de mármol purpúreo. Pese a su grandiosidad, se trataba de un lugar gélido. Allí había habido un trono, un objeto estrafalario de madera dorada y tallada en forma de arpía salvaje. Dany lo había contemplado bastante rato antes de ordenar que lo convirtieran en leña para el fuego.

—No me sentaré en el regazo de la arpía —dijo.

En vez de eso se sentaba en un sencillo banco de ébano. Para ella resultaba suficiente, aunque le habían dicho que los meereenos murmuraban que no era digno de una reina.

Sus jinetes de sangre la estaban aguardando ya. En sus trenzas aceitadas tintineaban campanillas de plata y lucían el oro y las joyas de muchos muertos. Las riquezas de Meereen superaban todo lo imaginable. Hasta los mercenarios parecían saciados, al menos por el momento. Al otro lado de la estancia, Gusano Gris vestía el sencillo uniforme de los Inmaculados, con el casco de púa debajo de un brazo. Al menos en ellos sí podía confiar, o eso quería creer… Y también en Ben Plumm el Moreno, el íntegro Ben, con su pelo gris y blanco, y su rostro lleno de arrugas, tan querido por los dragones… Y a su lado, Daario, deslumbrante de oro. Daario y Ben Plumm, Gusano Gris, Irri, Jhiqui, Missandei… Mientras los miraba, Dany se descubrió preguntándose quién sería el siguiente en traicionarla.

«El dragón tiene tres cabezas. Hay dos hombres en el mundo en los que puedo confiar, ojalá los encontrara. Entonces no estaría sola. Seríamos tres contra el mundo, como Aegon y sus hermanas.»

—¿Ha sido tranquila la noche o sólo me lo ha parecido? —preguntó Dany.

—Al parecer ha sido tranquila, Alteza —dijo Ben Plumm el Moreno.

Aquello la alegró. El saqueo de Meereen había sido salvaje, como sucedía con todas las ciudades que caían, pero ahora que ya era suya Dany estaba decidida a poner fin a los destrozos. Decretó que se colgara a los asesinos, que a los saqueadores les fuera cortada una mano, y a los violadores el miembro viril. Ocho asesinos pendían ya de las murallas y los Inmaculados habían llenado un canasto de un celemín con manos ensangrentadas y blandos gusanos rojos, y Meereen volvía a estar en calma.

«¿Durante cuánto tiempo?»

Una mosca le zumbó al lado de la cara. Dany la espantó, molesta, pero volvió al instante.

—En esta ciudad hay demasiadas moscas.

—Esta mañana tenía moscas en la cerveza. Hasta me tragué una. —Ben Plumm soltó una carcajada.

—Las moscas son la venganza de los muertos. —Daario sonrió y se acarició el mechón central de la barba—. Los cadáveres crían gusanos, y los gusanos crían moscas.

—Pues nos libraremos de los cadáveres, empezando por los de la plaza. ¿Te encargarás de eso, Gusano Gris?

—La reina ordena, unos obedecen.

—Más vale que traigas sacos y palas, Gusano —le aconsejó Ben el Moreno—. Ésos están bien maduros. Se van cayendo a pedazos de los postes y están llenos de…

—Ya lo sabe. Y yo también.

Dany recordaba el horror que había sentido al ver la Plaza del Castigo de Astapor.

«Yo he cometido una crueldad de la misma magnitud, pero sin duda lo merecían. La justicia, por dura que sea, sigue siendo justicia.»

—Alteza —intervino Missandei—, los ghiscarios entierran a sus honrados muertos en las criptas que hay debajo de sus mansiones. Si hervís los huesos para limpiarlos y los devolvéis a sus parientes, alabarán vuestra bondad.

«Las viudas me seguirán maldiciendo.»

—Que así se haga. —Dany se volvió hacia Daario—. ¿Cuántos han solicitado audiencia esta mañana?

—Se han presentado dos que quieren contemplar vuestro esplendor. —Daario había saqueado todo un guardarropa nuevo en Meereen, y para que le hicieran juego las tres puntas de la barba y la cabellera rizada se las había teñido de púrpura oscuro. Eso hacía que sus ojos también parecieran casi purpúreos, como si fuera un valyrio extraviado—. Llegaron anoche en la Estrella índigo, una galera mercante procedente de Qarth.

«Una galera de esclavos, querrás decir.» Dany frunció el ceño.

—¿Quiénes son?

—El maestre de la Estrella y un hombre que dice hablar en nombre de Astapor.

—Recibiré primero al emisario.

Resultó ser un hombrecillo pálido, con rostro de hurón y ristras de perlas y oro en torno al cuello.

—¡Vuestra Adoración! —exclamó—. Mi nombre es Ghael. Traigo saludos a la Madre de Dragones en nombre del rey Cleon de Astapor, Cleon el Grande.

—Yo dejé el gobierno de Astapor en manos de un Consejo —dijo Dany poniéndose rígida—. Un sanador, un sabio y un sacerdote.

—Vuestra Adoración, esos canallas taimados traicionaron la confianza que depositasteis en ellos. Se descubrió que estaban conspirando para devolver el poder a los Bondadosos Amos y encadenar otra vez al pueblo. Cleon el Grande puso de manifiesto sus tramas y les cortó las cabezas con el hacha de carnicero, y el agradecido pueblo de Astapor quiso coronarlo por su valor.

—Noble Ghael —dijo Missandei en el dialecto de Astapor—, ¿se trata del mismo Cleon que antes fuera propiedad de Grazdan mo Ullhor?

La voz de la niña parecía cándida, pero resultó evidente que la pregunta ponía nervioso al enviado.

—Cierto —reconoció—. Es un gran hombre.

Missandei se acercó a Dany.

—Era carnicero en las cocinas de Grazdan —le susurró al oído—. Se decía de él que era capaz de matar un cerdo más deprisa que ningún otro hombre de Astapor.

«He puesto Astapor en manos de un rey carnicero.» Dany sintió náuseas, pero sabía que no podía permitir que el enviado se diera cuenta.

—Rezaré para que el rey Cleon gobierne con bondad y sabiduría. ¿Qué quiere de mí?

—¿Podríamos hablar en privado, Alteza? —Ghael se frotó la boca.

—No tengo secretos para mis capitanes y comandantes.

—Como deseéis. Cleon el Grande me pide que os transmita su devoción hacia la Madre de Dragones. Dice que vuestros enemigos son sus enemigos, y los peores de todos ellos son los Sabios Amos de Yunkai. Os propone un pacto entre Astapor y Meereen contra los yunkai'i.

—Juré que nada malo sucedería a Yunkai si liberaba a los esclavos —dijo Dany.

—Esos perros yunkios no son dignos de confianza, Vuestra Adoración. En estos mismos momentos están conspirando contra vos. Están reclutando un ejército, se los ha visto entrenar junto a las murallas de la ciudad, hay barcos de guerra en construcción, han partido enviados rumbo a Nuevo Ghis y Volantis, hacia el oeste, para pactar alianzas y contratar mercenarios. Incluso han enviado jinetes a Vaes Dothrak para lanzar un khalasar contra vos. Cleon el Grande me pide que os diga que no tengáis miedo. Astapor tiene buena memoria. Astapor no os dejará desamparada. Como muestra de su compromiso, Cleon el Grande se ofrece a sellar la alianza con un matrimonio.

—¿Un matrimonio? ¿Conmigo?

—Cleon el Grande os dará muchos hijos fuertes —dijo Ghael con una sonrisa. Tenía los dientes rotos y llenos de caries.

Dany se quedó sin palabras, pero la pequeña Missandei acudió en su ayuda.

—¿Dio muchos hijos a su primera esposa?

—Cleon el Grande tiene tres hijas de su primera esposa. —El enviado la miraba, descontento—. Dos de sus nuevas esposas están embarazadas. Pero si la Madre de Dragones accede a casarse con él, las repudiará a todas.

—Es muy noble por su parte —dijo Dany—. Meditaré sobre lo que me habéis dicho, mi señor.

Dio orden de que se alojara a Ghael en la parte baja de la pirámide.

«Todas las victorias se convierten en escoria en mis manos —pensó—. Haga lo que haga, todo termina en muerte y espanto.» Cuando corriera la voz de lo que había acaecido en Astapor, y no tardaría en suceder, decenas de miles de los nuevos libertos meereenos querrían seguirla cuando partiera hacia occidente, por temor a qué les sucedería si se quedaban… pero lo que les sucedería durante la marcha podía ser todavía peor. Aunque vaciara hasta el último granero de la ciudad y la dejara morir de hambre, ¿cómo podría alimentar a tantos? Tenía por delante un camino cargado de adversidades, peligros y sangre. Ser Jorah se lo había advertido. La había advertido de tantas cosas… La había… «No, no quiero pensar en Jorah Mormont. Que siga así un poco más.»

—Recibiré al capitán de la galera —anunció.

Esperaba que tal vez le llevara mejores noticias, pero fue en vano. El maestre de la Estrella índigo era de Qarth, así que derramó copiosas lágrimas cuando le preguntó por Astapor.

—La ciudad se desangra. Los cadáveres se pudren en las calles, cada pirámide es un campamento armado, y en los mercados no hay comida ni esclavos en venta. ¡Y lo peor son los niños! Los secuaces del rey carnicero han cogido a todos los niños de noble cuna de Astapor para preparar nuevos Inmaculados, aunque tardarán años en entrenarlos.

Lo que más sorprendió a Dany fue lo poco sorprendida que se quedó con la noticia. Se acordó de Eroeh, la chica lhazareena a la que había intentado proteger, y de lo que le había sucedido.

«Lo mismo pasará en Meereen cuando me marche», pensó. Los esclavos de las arenas de combate, criados y entrenados para matar, ya empezaban a resultar demasiado pendencieros y desafiantes. Por lo visto pensaban que la ciudad era suya, junto con todos sus habitantes. Entre los que había hecho ahorcar estaban dos de ellos. «No puedo hacer nada más», se dijo.

—¿Qué queréis de mí, capitán?

—Esclavos —dijo—. Tengo las bodegas llenas a reventar de marfil, ámbar gris, pieles de caballos rayados y otras mercancías de calidad.

—No tenemos esclavos en venta —dijo Dany.

—Perdonad, mi reina. —Daario dio un paso adelante—. La orilla del río está llena de meereenos que suplican vuestro permiso para venderse a este mercader. Son incontables.

—¿Quieren ser esclavos? —preguntó Dany boquiabierta.

—Los que se ofrecen son de hablar culto y noble cuna, dulce reina. Los esclavos así son muy valorados. En las Ciudades Libres serían tutores, escribas, esclavos de cama, o incluso sanadores y sacerdotes. Dormirían en lechos blandos, comerían alimentos exquisitos y vivirían en mansiones. Aquí lo han perdido todo, viven inmersos en el miedo y la mugre.

—Ya entiendo. —Tal vez no fuera tan sorprendente, si las noticias sobre Astapor eran ciertas. Dany meditó un instante—. Si un hombre o una mujer quieren venderse, pueden hacerlo. —Alzó una mano—. Pero no permitiré que vendan a los niños, ni que el marido venda a la esposa.

—En Astapor, cada vez que un esclavo cambiaba de manos la ciudad se quedaba con una décima parte del precio —le dijo Missandei.

—Nosotros haremos lo mismo —decidió Dany. Para ganar una guerra hacía falta tanto oro como espadas—. Una décima parte. En monedas de oro o plata, o en marfil. Meereen no tiene necesidad de azafrán, clavos ni pieles extravagantes.

—Se hará como ordenáis, gloriosa reina —dijo Daario—. Mis Cuervos de Tormenta recolectarán el diezmo para vos.

Dany sabía que, si los Cuervos de Tormenta se encargaban de la recaudación, se perdería al menos la mitad del oro. Pero los Segundos Hijos no eran más de fiar y los Inmaculados, aunque incorruptibles, eran analfabetos.

—Hay que llevar un registro —ordenó—. Buscad entre los libertos a unos pocos que sepan leer, escribir y hacer cuentas.

Terminadas sus gestiones, el capitán de la Estrella índigo hizo una reverencia y se retiró. Dany se acomodó inquieta en el asiento de ébano. Tenía miedo de lo que iba a continuación, pero sabía que ya lo había demorado demasiado tiempo. Yunkai y Astapor, amenazas de guerra, proposiciones de matrimonio, la marcha hacia el oeste que pendía sobre ella como una sombra… «Necesito a mis caballeros. Necesito sus espadas y necesito sus consejos.» Pero la sola idea de volver a ver a Jorah Mormont la hacía sentir como si se hubiera tragado una nube de moscas: furiosa, nerviosa y asqueada. Casi las oía zumbar en su vientre. «Soy de la sangre del dragón. Tengo que ser fuerte. Cuando me enfrente a ellos en mis ojos debe haber fuego, no lágrimas.»

—Decid a Belwas que haga venir a mis caballeros —ordenó Dany para no permitirse cambiar de opinión—. A mis buenos caballeros.

El ascenso había dejado jadeante a Belwas el Fuerte cuando cruzó las puertas con ellos, agarrando a cada uno por un brazo con una manaza enorme. Ser Barristan entró con la cabeza bien alta, pero Ser Jorah se acercó sin levantar la vista del suelo de mármol.

«Uno se siente orgulloso, y el otro, culpable.»

El anciano se había afeitado la barba blanca, sin ella parecía diez años más joven. En cambio, su oso de pelo cada vez más escaso parecía envejecido. Se detuvieron ante el asiento. Belwas el Fuerte retrocedió un paso, cruzó los brazos ante el pecho lleno de cicatrices y quedó a la espera. Ser Jorah carraspeó para aclararse la garganta.

Khaleesi

Cuánto había añorado el sonido de su voz… Pero tenía que mostrarse firme.

—Silencio. Yo os diré cuándo podéis hablar. —Se levantó—. Cuando os envié por las cloacas, en parte tenía la esperanza de no volver a veros. Me pareció un fin muy adecuado para los mentirosos, morirían ahogados en excrementos de traficantes. Pensé que los dioses se encargarían de vosotros, pero en vez de eso volvisteis a mí. Mis galantes caballeros de Poniente, un informador y un cambiacapas. Mi hermano os habría colgado a los dos. —Al menos Viserys sí, en cuanto a lo que habría hecho Rhaegar ya no estaba tan segura—. He de reconocer que me ayudasteis a ganar esta ciudad…

—Ganamos esta ciudad para vos. —Ser Jorah apretó los labios—. Nosotros, las ratas de cloaca.

—Silencio —ordenó de nuevo.

Aunque lo que decía era verdad. Mientras la Polla de Joso y los otros arietes destrozaban las puertas de la ciudad y mientras los arqueros disparaban andanadas de flechas llameantes por encima de las murallas, Dany había enviado a doscientos hombres por el río al abrigo de la oscuridad, para prender fuego a los cascos de los barcos allí donde estaban atracados. Pero el objetivo de aquello no era más que ocultar su verdadero propósito. Cuando las naves en llamas atrajeron la atención de los defensores de las murallas, un puñado de nadadores osados se aventuraron a meterse en el río, encontraron una entrada de las cloacas y abrieron las rejas de hierro oxidadas. Ser Jorah, Ser Barristan, Belwas el Fuerte y veinte locos valerosos atravesaron las aguas marrones y subieron por un túnel de ladrillo. Eran una mezcla de mercenarios, Inmaculados y libertos. Dany había ordenado que eligieran sólo a hombres sin familia… y, a ser posible, sin sentido del olfato.

Habían tenido tanta suerte como valor. Un mes entero había transcurrido desde las últimas lluvias, y el agua de las cloacas no les llegaba más que hasta el muslo. Llevaban las antorchas envueltas en hule para mantenerlas secas, así que disponían de luz. Algunos de los libertos tenían miedo de las enormes ratas, hasta que Belwas el Fuerte atrapó una y, de un mordisco, la despedazó. Un gran lagarto blancuzco se les acercó por detrás, agarró con las fauces la pierna de un hombre y se lo llevó, pero la siguiente vez que vieron ondulaciones en el agua Ser Jorah mató a la bestia con la espada. Se equivocaron en algunas encrucijadas, pero cuando llegaron a la superficie, Belwas el Fuerte los guió hasta la arena de combate más cercana, donde cogieron por sorpresa a unos pocos guardias y rompieron las cadenas de los esclavos. En menos de una hora, la mitad de los esclavos de Meereen se habían rebelado.

—Ayudasteis a ganar esta ciudad —repitió, testaruda—. Y en el pasado me servisteis bien. Ser Barristan me salvó del Bastardo del Titán, y también del Hombre Pesaroso en Qarth. Ser Jorah me salvó del envenenador de Vaes Dothrak y de los jinetes de sangre de Drogo tras la muerte de mi sol y estrellas. —Tanta gente la había querido matar que a veces perdía la cuenta—. Y pese a todo me mentisteis, me engañasteis y me traicionasteis. —Se volvió hacia Ser Barristan—. Protegisteis a mi padre durante muchos años, en el Tridente luchasteis junto a mi hermano, pero abandonasteis a Viserys en el exilio y os arrodillasteis ante el Usurpador. ¿Por qué? Quiero saber la verdad.

—Hay verdades duras. Robert era… un buen caballero y valiente… me perdonó la vida a mí y a otros muchos… El príncipe Viserys no era más que un niño, habrían tenido que pasar muchos años para que estuviera en condiciones de reinar y… Perdonadme, mi reina, pero me habéis pedido que diga la verdad. Incluso de niño, vuestro hermano Viserys era digno hijo de su padre, muy diferente de Rhaegar.

—¿Digno hijo de su padre? —Dany frunció el ceño—. ¿Qué queréis decir?

—En Poniente, a vuestro padre lo llamaban el Rey Loco. —El anciano caballero ni siquiera parpadeó—. ¿No os lo ha dicho nadie?

—Viserys, sí. —«El Rey Loco»—. El que lo llamaba así era el Usurpador, el Usurpador y sus perros. —«El Rey Loco»—. Infamias.

—¿Por qué pedís la verdad, si luego vais a cerrar los oídos para no escucharla? —le dijo Barristan con voz amable. Titubeó un momento antes de continuar—. Ya os dije que utilicé un nombre falso para que los Lannister no supieran que me había unido a vos. No era toda la verdad, no era ni la mitad de la verdad, Alteza. Lo que quería era observaros un tiempo antes de juraros lealtad. Para asegurarme de que no…

—¿De que no era digna hija de mi padre?

Y si no era hija de su padre, ¿quién era?

—De que no estabais loca —terminó Ser Barristan—. Pero no veo la lacra en vos.

—¿La lacra? —le espetó Dany.

—No soy un maestre que pueda citaros la historia, Alteza. Mi vida han sido las espadas, no los libros. Pero hasta los niños saben que los Targaryen han bordeado siempre la locura. Vuestro padre no fue el primero. En cierta ocasión el rey Jaehaerys me dijo que la locura y la grandeza no son más que dos caras de la misma moneda. Según él, cada vez que nacía un Targaryen los dioses tiraban la moneda al aire y el mundo entero contenía el aliento para ver de qué lado caía.

«Jaehaerys. Este anciano conoció a mi abuelo.» Aquello la hizo meditar. La mayor parte de lo que sabía de Poniente se lo había contado su hermano, y el resto Ser Jorah. Ser Barristan sabría mucho más que los dos juntos. «Él puede decirme de dónde vengo.»

—¿Estáis diciendo que soy una moneda en las manos de algún dios, ser?

—No —replicó Ser Barristan—. Sois la legítima heredera de Poniente. Os serviré fielmente como caballero hasta el fin de mis días, si es que me consideráis digno de volver a llevar una espada. Si no, me daré por satisfecho con servir como escudero a Belwas el Fuerte.

—¿Y si decido que sólo sois digno de ser mi bufón? —dijo Dany, despectiva—. ¿O tal vez mi cocinero?

—Sería un honor, Alteza —dijo Selmy con tranquila dignidad—. Se me da bien asar manzanas y hervir carne de buey, y he asado muchos patos en la hoguera de un campamento. Espero que os gusten grasientos, con la piel quemada y la carne todavía cruda.

—Tendría que estar loca para comer semejante bazofia. —No pudo por menos que sonreír—. Ben Plumm, entregad vuestra espada larga a Ser Barristan.

Pero Barbablanca no la aceptó.

—Tiré mi espada a los pies de Joffrey, y desde entonces no he vuelto a tocar una. Sólo de la mano de mi legítima reina volveré a aceptar una espada.

—Como deseéis. —Dany cogió la espada de Ben el Moreno y se la ofreció por el puño. El anciano la aceptó con gesto reverente—. Ahora, arrodillaos y prestad juramento.

Ser Barristan hincó una rodilla en el suelo, depositó la espada ante ella y recitó el juramento tradicional. Dany apenas le prestó atención.

«Éste ha sido el fácil —pensó—. El difícil va a ser el otro.» Una vez terminó el juramento, se volvió hacia Jorah Mormont.

—Ahora vos, ser. Decidme la verdad.

El hombretón tenía el cuello rojo, Dany no sabía si por la rabia o por la vergüenza.

—He intentado deciros la verdad un centenar de veces. Os advertí que Arstan no era lo que parecía. Os advertí de que Xaro y Pyat Pree no eran de confianza. Os advertí…

—Me advertisteis contra todo el mundo excepto contra vos. —Su insolencia la ponía furiosa. «Tendría que ser más humilde, tendría que suplicar mi perdón»—. No confiéis en nadie, me decíais, sólo en Jorah Mormont… ¡y mientras, vos erais la marioneta de la Araña!

—No soy la marioneta de nadie. Acepté el oro del eunuco, sí. Aprendí unas claves y escribí unas cuantas cartas, pero nada más.

—¿Nada más? ¡Me espiasteis, me vendisteis a mis enemigos!

—Durante un tiempo, sí —reconoció de mala gana—. Luego dejé de hacerlo.

—¿Cuándo? ¿Cuándo parasteis?

—Envié un informe en Qarth, pero…

—¿En Qarth? —Dany había tenido la esperanza de que hubiera terminado mucho antes—. ¿Y qué les dijisteis desde Qarth, que me erais leal y no queríais saber más de ellos? —Ser Jorah no se atrevía a mirarla a la cara—. Cuando Khal Drogo murió, me pedisteis que fuera con vos a Yi Ti y al mar de Jade. ¿Eran vuestros deseos o los de Robert?

—Sólo quería protegeros —insistió—. Tenía que apartaros de ellos. Sabía que son unas serpientes…

—¿Serpientes? ¿Y vos qué sois, ser? —Se le ocurrió algo inimaginable—. ¿Les dijisteis que estaba embarazada de Drogo?

Khaleesi

—No intentéis negarlo, ser —intervino Ser Barristan con brusquedad—. Yo estaba presente cuando el eunuco se lo dijo al Consejo, y Robert decretó que Su Alteza y el niño debían morir. Vos erais el informador, ser. Incluso se comentó que os podríais encargar del trabajo a cambio de un perdón.

—Es mentira. —Ser Jorah tenía el rostro sombrío—. Yo jamás habría… Daenerys, fui yo quien impidió que bebierais el vino.

—Cierto. ¿Cómo supisteis que el vino estaba envenenado?

—Pues… lo sospeché… con la caravana llegó una carta de Varys, me decía que intentarían asesinaros. Él os quería tener vigilada, pero sin que sufrierais daño alguno. —Se dejó caer de rodillas—. Si no hubiera sido yo, habrían encontrado otro informador. Lo sabéis bien.

—Sé que me traicionasteis. —Se tocó el vientre, donde había muerto su hijo Rhaego—. Sé que un envenenador trató de matar a mi hijo por vuestra culpa. Eso es lo que sé.

—No… no. —Sacudió la cabeza—. No tuve intención de… Perdonadme. Tenéis que perdonarme.

—¿Tengo que perdonaros? —Era demasiado tarde. «Tendría que haber empezado por suplicar perdón.» Ya no podía exculparlo, como había sido su intención. Había arrastrado al vendedor de vinos atado a la yegua hasta que no quedó nada de él. ¿No merecía lo mismo el hombre que la había vendido? «Es Jorah, mi oso valiente, el brazo derecho que jamás me falló. Sin él habría muerto, pero…»—. No, no puedo perdonaros —dijo.

—Habéis perdonado al viejo.

—Me mintió en cuanto a su nombre. Vos vendisteis mis secretos a los que mataron a mi padre y robaron el trono de mi hermano.

—Os he protegido. He luchado por vos. He matado por vos.

«Me habéis besado —pensó—. Me habéis traicionado.»

—Entré en las cloacas como una rata. Todo por vos.

«Tal vez habría sido mejor para vos si hubierais muerto en ellas.» Dany no dijo nada. No había nada que decir.

—Daenerys —terminó—, os he amado.

Ya estaba. «Tres traiciones conocerás. Una por oro, una por sangre y una por amor.»

—Dicen que los dioses no hacen nada sin un propósito. No habéis muerto en la batalla, así que debe de ser que aún quieren algo de vos. Pero yo, no. No deseo teneros cerca. Quedáis desterrado, ser. Volved con vuestros amos a Desembarco del Rey, recoged el perdón que os prometieron. O marchaos a Astapor. No me cabe duda de que el rey carnicero necesitará caballeros.

—No. —Tendió la mano hacia ella—. Daenerys, por favor, escuchadme…

Ella le dio un golpe en el brazo.

—No os atreváis a tocarme de nuevo, ni a pronunciar mi nombre. Tenéis hasta el amanecer para recoger vuestras pertenencias y salir de esta ciudad. Si la luz del día os encuentra todavía en Meereen, haré que Belwas el Fuerte os arranque la cabeza. Así será. Creedme. —Se dio la vuelta bruscamente; las faldas se le enrollaron a las piernas. «No soportaré verle el rostro»—. Sacad a este mentiroso de mi vida —ordenó.

«No debo llorar. No debo llorar. Si lloro, lo perdonaré.» Belwas el Fuerte cogió a Ser Jorah por el brazo y lo sacó casi a rastras. Cuando Dany miró de reojo, el caballero caminaba como si estuviera borracho, lento y tambaleante. Apartó la vista de nuevo hasta que oyó que las puertas se abrían y se cerraban. Sólo entonces se dejó caer en el asiento de ébano. «Ya se ha ido. Mi padre y mi madre, mis hermanos, Ser Willem Darry, Drogo, que era mi sol y estrellas, su hijo que se me murió dentro y ahora Ser Jorah…»

—La reina tiene buen corazón —ronroneó Daario entre los bigotes color púrpura—, pero ese hombre es más peligroso que todos los Oznaks y todos los Meros juntos. —Acarició las empuñaduras de las dos espadas, aquellas lascivas mujeres doradas, con manos fuertes—. No tenéis ni siquiera que dar la orden, mi resplandor. Con que hagáis un pequeño gesto de asentimiento, vuestro Daario os traerá su cabeza.

—Dejadlo en paz. La balanza ya está equilibrada. Que se vaya a casa.

Dany se imaginó a Jorah entre viejos robles nudosos, arbustos de espino en flor, piedras grises cubiertas de musgo y arroyuelos gélidos que discurrían por colinas elevadas. Lo vio entrar en un torreón hecho de grandes troncos, donde los perros dormían junto a la chimenea y el olor a carne e hidromiel impregnaba el ambiente espeso.

—Hemos terminado por ahora —le dijo a sus capitanes.

Tuvo que controlarse para no correr escaleras arriba por los peldaños de mármol. Irri la ayudó a despojarse de los ropajes de recibir a la corte para ponerse algo más cómodo: unos amplios pantalones de lana, una túnica de fieltro muy suelta y un chaleco pintado dothraki.

—¡Pero si estáis temblando, khaleesi! —dijo la muchacha cuando se arrodilló para atarle las sandalias.

—Tengo frío —mintió Dany—. Tráeme el libro que estaba leyendo anoche.

Quería perderse entre las palabras, en otros tiempos y lugares. El grueso volumen encuadernado en cuero estaba lleno de canciones e historias de los Siete Reinos. En realidad eran cuentos para niños, demasiado simples y fantasiosos para tratarse de historias reales. Todos los héroes eran altos y atractivos, y a los traidores se los reconocía por sus ojos huidizos. Pero, de todos modos, le gustaban. La noche anterior había leído acerca de las tres princesas de la torre roja y el rey que las había encerrado por el crimen de ser hermosas. Cuando la doncella le llevó el libro, a Dany no le costó encontrar la página donde había dejado la lectura, pero fue inútil. Descubrió que tenía que leer cada párrafo una docena de veces.

«Ser Jorah me regaló este libro el día de mi boda, el día en que me casé con Khal Drogo. Pero Daario tiene razón, no tendría que haberlo desterrado. Tendría que haberlo conservado a mi lado, o si no, hacerlo matar.» Jugaba a ser reina, pero a veces volvía a sentirse como una niñita asustada. «Viserys siempre me decía que era estúpida. ¿De verdad estaría loco?» Cerró el libro. Podía volver a llamar a Ser Jorah si lo deseaba. O enviar a Daario a matarlo.

Dany rehuyó la decisión saliendo a la terraza. Se encontró a Rhaegal dormido junto al estanque, una gran espiral verde y bronce que se tostaba al sol. Drogon estaba posado en la cima de la pirámide, allí donde se había alzado la gran arpía de bronce antes de que ordenara que la derribaran. Al verla, el dragón extendió las alas y rugió. No había ni rastro de Viserion, pero al acercarse al antepecho para escudriñar el horizonte divisó a lo lejos las alas claras que sobrevolaban el río.

«Está cazando. Cada día se vuelven más atrevidos. —Pero se seguía poniendo nerviosa cuando se alejaban demasiado en sus vuelos—. Puede que algún día uno de ellos no regrese.»

—¿Alteza?

Se volvió al oír la voz de Ser Barristan a su espalda.

—Perdonadme, Alteza. Sólo quería deciros… ahora que sabéis quién soy… —El anciano titubeó—. Un caballero de la Guardia Real está en presencia de su rey día y noche. Por ese motivo, nuestros juramentos nos exigen proteger sus secretos de la misma manera que protegeríamos su vida. Pero, por derecho, los secretos de vuestro padre ahora os pertenecen a vos, al igual que su trono, y… pensé que tal vez quisierais hacerme algunas preguntas.

«¿Preguntas?» Tenía cien preguntas, mil, diez mil. ¿Por qué en aquel momento no se le ocurría ninguna?

—¿De verdad estaba loco mi padre? —se le escapó. «¿Por qué pregunto semejante cosa?»—. Viserys decía que eso de la locura era una estratagema del Usurpador…

—Viserys era un niño y la reina lo protegía tanto como le era posible. Ahora creo que en vuestro padre siempre hubo un punto de locura. Pero también era encantador y generoso, de modo que se le perdonaban sus errores. El inicio de su reinado fue muy prometedor… pero, a medida que pasaban los años, los errores fueron cada vez más frecuentes, hasta que…

—¿Seguro que quiero escuchar eso ahora mismo? —lo interrumpió Dany.

—Puede que no. —Ser Barristan meditó un instante—. Ahora mismo, no.

—Ahora mismo, no —asintió ella—. Algún día. Algún día me lo tendréis que contar todo. Lo bueno y lo malo. Espero que habrá algo bueno que decir sobre mi padre.

—Desde luego, Alteza. Sobre él y sobre los que lo precedieron. Vuestro abuelo Jaehaerys y su hermano, su padre Aegon, vuestra madre… y Rhaegar. Más que ningún otro.

—Me hubiera gustado conocerlo —dijo con melancolía.

—A mí me hubiera gustado que os conociera —dijo el anciano caballero—. Cuando estéis preparada os lo contaré todo.

Dany lo besó en la mejilla y le dio permiso para retirarse.

Aquella noche sus doncellas le sirvieron cordero, una ensalada de zanahorias y uvas pasas maceradas en vino, y un pan caliente y hojaldrado que rezumaba miel. No consiguió comer ni un bocado.

«¿Se sentiría tan cansado Rhaegar alguna vez? —se preguntó—. ¿O Aegon, después de la conquista?»

Aquella noche, cuando llegó la hora de acostarse, Dany se llevó a Irri a la cama por primera vez desde lo que sucedió en el barco. Pero mientras se estremecía de alivio y pasaba los dedos por la espesa cabellera negra de su doncella, imaginaba que era Drogo quién la tenía entre sus brazos… sólo que, sin saber por qué, el rostro de su sol y estrellas se seguía transformando en el de Daario.

«Si quisiera a Daario sólo tendría que decirlo.» Permaneció despierta en la cama, con las piernas entrelazadas con las de Irri. «Hoy tenía los ojos casi púrpura.»

Aquella noche los sueños de Dany fueron muy agitados, y en tres ocasiones la despertaron pesadillas que apenas si podía recordar. Después de la tercera vez estaba demasiado inquieta para intentar dormir de nuevo. La luz de la luna se colaba por las ventanas inclinadas y teñía de plata los suelos de mármol. Una brisa fresca soplaba a través de las puertas abiertas de la terraza. Irri dormía profundamente a su lado, tenía los labios entreabiertos y un pezón oscuro le asomaba de las sábanas de seda. Por un momento Dany se sintió tentada, pero a quien quería era a Drogo, o tal vez a Daario. No a Irri. La doncella era dulce y hábil, pero sus besos tenían el sabor del deber.

Se levantó y dejó a Irri dormida a la luz de la luna. Jhiqui y Missandei dormían en sus lechos. Dany se puso una túnica y, descalza, salió a la terraza. El aire era gélido, pero le gustaba la sensación de la hierba entre los dedos de los pies, el sonido de las hojas susurrándose entre ellas… La brisa provocaba ondas en la superficie del pequeño estanque donde se bañaba y hacía que el reflejo de la luna danzara y se estremeciera.

Se apoyó en el bajo antepecho de ladrillos para contemplar la ciudad. Meereen también dormía. «Tal vez perdida en sueños de tiempos mejores.» La noche cubría las calles como un manto negro, ocultaba los cadáveres, las ratas grises que salían de las cloacas para devorarlos, los enjambres de moscas zumbonas… A lo lejos las antorchas brillaban rojas y amarillas allí donde los centinelas hacían las rondas, y de cuando en cuando se divisaba la luz tenue de un farol que se movía por un callejón. Tal vez uno de ellos fuera de Ser Jorah, que guiaba su caballo a paso lento hacia las puertas de la ciudad. «Adiós, viejo oso. Adiós, traidor.»

Ella era Daenerys de la Tormenta, la que no arde, khaleesi y reina, Madre de Dragones, exterminadora de brujos, rompedora de cadenas, y no había ni una persona en el mundo en la que pudiera confiar.

—¿Alteza? —A su lado estaba Missandei, envuelta en una túnica y calzada con sandalias de madera—. Me he despertado y he visto que no estabais. ¿Habéis dormido bien? ¿Qué estáis mirando?

—Mi ciudad —dijo Dany—. Buscaba una casa con una puerta roja, pero de noche todas las puertas son negras.

—¿Una puerta roja? —se extrañó Missandei—. ¿De qué casa habláis?

—De ninguna. No importa. —Dany cogió a la niña de la mano—. No me mientas nunca, Missandei. No me traiciones nunca.

—Jamás —prometió Missandei—. Mirad, está amaneciendo.

El cielo se había tornado de un azul cobalto desde el horizonte hasta el cenit, y hacia el oriente, más allá de las colinas, se divisaba un brillo entre dorado pálido y rosa. Dany siguió cogida de la mano con Missandei mientras veían salir el sol. Todos los adoquines grises se fueron tornando rojos, amarillos, azules, verdes, anaranjados… Ante sus ojos las arenas de combate color escarlata se convirtieron en heridas sangrantes. Más allá, la cúpula dorada del Templo de las Gracias deslumbraba con su brillo, y las estrellas de bronce parpadeaban en las murallas allí donde la luz del sol naciente arrancaba destellos de las púas en los cascos de los Inmaculados. En la terraza, unas cuantas moscas zumbaban con torpeza. Un pájaro empezó a gorjear en el palo santo, luego lo siguieron otros dos. Dany inclinó la cabeza para escuchar su canto, pero los sonidos de la ciudad no tardaron en ahogarlo.

«Los sonidos de mi ciudad.»

Aquella mañana convocó a los capitanes y comandantes en el jardín, en vez de bajar a la sala de audiencias.

—Aegon el Conquistador llevó la sangre y el fuego a Poniente, pero luego les dio paz, prosperidad y justicia. En cambio, yo no he traído más que ruina y muerte a la Bahía de los Esclavos. He sido más khal que reina, he arrasado, saqueado y pasado de largo.

—Es que no hay por qué quedarse —dijo Ben Plumm el Moreno.

—Alteza, los traficantes de esclavos fueron los causantes de su desgracia —dijo Daario Naharis.

—También habéis traído libertad —señaló Missandei.

—¿Libertad para morir de hambre? ¿Qué soy, un dragón o una arpía?

«¿Estoy loca? ¿Tengo la lacra?»

—Un dragón —dijo Ser Barristan sin titubeos—. Meereen no es Poniente, Alteza.

—Pero ¿cómo podré gobernar los Siete Reinos, si no puedo dirigir ni una ciudad?

El caballero no supo qué responderle. Dany les dio la espalda, para contemplar la ciudad una vez más.

—Mis hijos necesitan tiempo para curarse y para aprender. Mis dragones necesitan tiempo para crecer y fortalecer las alas. Y yo también. No dejaré que esta ciudad siga el camino de Astapor. No permitiré que la arpía de Yunkai vuelva a encadenar a los que he liberado. —Se dio la vuelta para mirarlos—. No proseguiré la marcha.

—¿Qué haréis entonces, khaleesi? —preguntó Rakharo.

—Quedarme —respondió ella—. Gobernar. Reinar.

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