ARYA

Junto a la posada, en una horca maltratada por la intemperie, los huesos de una mujer se mecían y traqueteaban con cada ráfaga de viento.

«Esta posada la conozco.» Pero no había habido ninguna horca junto a la puerta cuando durmió allí con su hermana Sansa, bajo la mirada vigilante de la septa Mordane.

—Será mejor que no entremos —dijo Arya de repente—. Puede que haya fantasmas.

—¿Sabes cuánto hace que no bebo una copa de vino? —Sandor Clegane desmontó—. Además, tenemos que averiguar en qué manos está el Vado Rubí. Si quieres, quédate con los caballos, por mí…

—¿Y si te reconocen? —Sandor ya no se molestaba en ocultar el rostro, por lo visto no le importaba si lo reconocían o no—. A lo mejor te quieren coger prisionero.

—Que lo intenten.

Soltó la tira de sujeción de la espada para poder desenvainar con facilidad y empujó la puerta.

Arya no volvería a tener mejor ocasión de huir. Podía montar a lomos de Gallina y llevarse también a Extraño. Se mordió el labio. Luego, llevó a los caballos a los establos y entró tras él.

«Lo han reconocido.» Lo supo al instante por el silencio. Pero aquello no era lo peor. Ella también los conocía. Al posadero flaco no, ni a las mujeres, ni a los campesinos reunidos junto a la chimenea. A los otros. A los soldados. Conocía a los soldados.

—¿Qué, Sandor, buscando a tu hermano? —Polliver había tenido la mano bajo el corpiño de la chica sentada en su regazo, pero ya la había sacado.

—Buscando una copa de vino. —Clegane tiró un puñado de monedas de cobre al suelo—. Posadero, una jarra de tinto.

—No quiero problemas, ser —dijo el posadero.

—A mí no me llames «ser». —Se le frunció la boca—. ¿Qué pasa, estás sordo? ¡He pedido vino! —El hombre salió corriendo perseguido por los gritos de Clegane—. ¡Dos copas! ¡La niña también tiene sed!

«Sólo son tres», pensó Arya. Polliver apenas si la miró de reojo, y el chico sentado junto a él ni siquiera le prestó atención, pero el tercero le clavó una mirada larga y atenta. Era un hombre de mediana estatura y constitución, con un rostro tan corriente que no se sabía qué edad tenía. «El Cosquillas. El Cosquillas y Polliver.» A juzgar por su edad y atuendo, el chico no era más que un escudero. Tenía una enorme espinilla blanca a un lado de la nariz y unas cuantas rojas en la frente.

—¿Es el cachorrito perdido del que hablaba Ser Gregor? —le preguntó al Cosquillas—. ¿El que se hizo pipí en la alfombra y se escapó?

El Cosquillas puso una mano en el brazo del niño a modo de advertencia y asintió con la cabeza. Arya entendió perfectamente el gesto.

El escudero, no. O quizá no le importaba.

—Ser Gregor dice que el cachorrito de su hermano escondió el rabo entre las patas cuando la batalla se puso seria en Desembarco del Rey. Dice que huyó gimoteando. —Miró al Perro con una sonrisa burlona de lo más idiota.

Clegane miró al escudero sin decir palabra. Polliver empujó a la chica para que se bajara de su regazo y se puso en pie.

—El chico está borracho —dijo. El soldado era casi tan alto como el Perro, aunque ni mucho menos tan musculoso. Una barbita afilada le cubría la barbilla y la mandíbula, espesa, negra y bien recortada, pero en la cabeza apenas si tenía pelo—. No pasa nada, es que no sabe beber.

—Entonces que no beba.

—El cachorrito no me asusta… —empezó el chico, pero el Cosquillas le retorció la oreja como quien no quiere la cosa entre el índice y el pulgar y las palabras se transformaron en un aullido de dolor.

El posadero regresó a toda prisa con dos copas de barro y una jarra sobre una bandeja de latón. Sandor se llevó la jarra a la boca. Arya vio cómo se le movían los músculos del cuello al tragar. Cuando la volvió a dejar caer de golpe en la mesa ya estaba por la mitad.

—Ahora ya puedes servir. Y más vale que recojas esas monedas de cobre, son las únicas que vas a ver hoy.

—Nosotros pagaremos cuando terminemos de beber —dijo Polliver.

—Cuando terminéis de beber le haréis cosquillas al posadero para averiguar dónde guarda el oro. Es lo que hacéis siempre.

De repente el posadero pareció recordar que tenía algo al fuego. Los parroquianos también se estaban marchando y las chicas habían desaparecido. Lo único que se oía en la sala común era el tenue crepitar del fuego en la chimenea.

«También nosotros deberíamos marcharnos.» De eso Arya estaba segura.

—Si venís en busca de Ser Gregor, llegáis demasiado tarde —dijo Polliver—. Estaba en Harrenhal, pero ya se ha ido. La reina lo mandó llamar. —Arya vio que llevaba tres hojas al cinto: una espada larga a la izquierda, y a la derecha, una daga y otra arma más estilizada, demasiado larga para ser un puñal y demasiado corta para ser una espada—. Supongo que sabréis que el rey Joffrey ha muerto —añadió—. Envenenado en su banquete nupcial.

Arya dio un paso más hacia el centro de la estancia. «Joffrey está muerto.» Casi lo podía ver ante ella, con aquellos rizos rubios y la sonrisa antipática en los labios gordos y blandos. «¡Joffrey está muerto!» Sabía que tendría que alegrarse, pero aún se sentía vacía por dentro. Joffrey había muerto, sí, pero ¿qué importaba, si Robb había muerto también?

—Bravo por mis valientes hermanos de la Guardia Real. —El Perro soltó un bufido despectivo—. ¿Quién lo mató?

—Dicen que el Gnomo. Con la ayuda de su mujercita.

—¿Qué mujercita?

—Se me olvidaba que habéis estado escondido debajo de una piedra. La norteña, la chica de Invernalia. Nos han dicho que mató al rey con un hechizo y se transformó en un lobo con alas de murciélago para salir volando por la ventana de una torre. Pero se fue sin el enano y Cersei quiere cortarle la cabeza.

«Qué idiotez —pensó Arya—. Sansa sólo se sabe canciones, no hechizos, y jamás se casaría con el Gnomo.»

El Perro se sentó en el banco más cercano a la puerta. La boca se le contrajo, pero sólo por donde estaba quemada.

—Lo debería meter en fuego valyrio y cocerlo. O hacerle cosquillas hasta que la luna se vuelva negra. —Alzó la copa de vino y la vació de un trago.

«Es como ellos —pensó Arya al verlo. Se mordió el labio con tanta fuerza que notó sabor a sangre—. Igual que los demás. Tendría que matarlo mientras duerme.»

—¿Así que Gregor tomó Harrenhal? —preguntó Sandor.

—No le costó mucho —respondió Polliver—. Los mercenarios huyeron en cuanto corrió la voz de que nos acercábamos, sólo quedaron unos pocos. Uno de los cocineros nos abrió una poterna, quería vengarse de la Cabra, que le había cortado un pie. —Rió entre dientes—. Nos lo quedamos a él como cocinero, a un par de mozas para que nos calentaran las camas y a todos los demás los pasamos por la espada.

—¿A todos? —preguntó Arya sin poder contenerse.

—Bueno, Ser Gregor se quedó con la Cabra para divertirse un rato.

—¿El Pez Negro sigue en Aguasdulces? —intervino Sandor.

—Por poco tiempo —respondió Polliver—. Ha empezado el asedio. El viejo Frey ahorcará a Edmure Tully a menos que rinda el castillo. Ahora mismo sólo se está luchando de verdad en el Árbol de los Cuervos. Los Blackwood y los Bracken. Los Bracken están de nuestra parte.

El Perro sirvió una copa de vino para Arya y otra para él, y se la bebió mientras contemplaba la chimenea.

—Así que el pajarito consiguió escapar, ¿eh? Bien por ella, joder. Le dio por culo al Gnomo y salió volando.

—Darán con ella —le aseguró Polliver—, aunque haga falta la mitad del oro de Roca Casterly.

—Según dicen, es una muchacha preciosa —dijo el Cosquillas. Chasqueó los labios y sonrió—. Dulce como la miel.

—Y cortés —asintió el Perro—. Toda una damita. No como su maldita hermana.

—A ella también la encontraron —le dijo Polliver—. A la hermana pequeña. La van a casar con el bastardo de Bolton.

Arya bebió un sorbo de vino para que no le pudieran ver la boca. No entendía de qué hablaba Polliver. «Sansa no tiene ninguna otra hermana.» Sandor Clegane se echó a reír.

—¿Qué os hace tanta gracia? —quiso saber Polliver.

—Si quisiera que lo supierais, os lo habría dicho. —El Perro no miró a Arya ni por un momento—. ¿Hay barcos en Salinas?

—¿En Salinas? ¿Cómo voy a saberlo yo? Tengo entendido que los mercaderes han vuelto a la Poza de la Doncella. Randyll Tarly se apoderó del castillo y encerró a Mooton en una celda de la torre. No he oído nada de Salinas.

—¿Os haríais a la mar sin despediros de vuestro hermano? —preguntó el Cosquillas inclinándose hacia delante. A Arya le dio escalofríos oírle formular la pregunta—. Él preferiría que volvierais con nosotros a Harrenhal, Sandor, estoy seguro. O a Desembarco del Rey…

—Que le den por culo a la ciudad. Que le den por culo a él. Que os den por culo a vosotros.

El Cosquillas se encogió de hombros, se irguió y se llevó una mano a la parte trasera de la cabeza para rascarse el cuello. Fue como si todo sucediera a la vez; Sandor se puso en pie de un salto, Polliver desenvainó la espada, y la mano del Cosquillas se movió como un relámpago y envió un rayo plateado que cruzó la sala común. Si el Perro no se hubiera estado moviendo, el cuchillo le habría cortado en dos la nuez de la garganta; en vez de eso sólo le arañó las costillas antes de clavarse vibrante en una pared cerca de la puerta. Sandor se echó a reír, con una risa tan fría y hueca como si viniera del fondo del más profundo de los pozos.

—Estaba deseando que hicierais alguna tontería.

Sacó la espada de la vaina justo a tiempo para detener el primer golpe de Polliver.

Arya retrocedió un paso cuando empezó la canción del acero. El Cosquillas saltó del banco con una espada corta en una mano y una daga en la otra. Hasta el rechoncho escudero de pelo castaño se había levantado y se buscaba el puño de la espada. Arya cogió la copa de vino y se la tiró a la cara. Tuvo mejor puntería que en Los Gemelos, la copa le acertó de pleno en la enorme espinilla blanca y el chico cayó de culo.

Polliver era un combatiente serio y metódico; presionaba a Sandor hacia atrás con firmeza y manejaba la espada con precisión brutal. Las estocadas del Perro eran más torpes, sus quites apresurados y sus movimientos lentos y descoordinados.

«Está borracho —comprendió Arya con desaliento—. Ha bebido demasiado sin meterse comida en la barriga.» Y el Cosquillas se deslizaba ya junto a la pared para situarse tras él. Cogió la segunda copa de vino y se la tiró, pero fue más rápido que el escudero y agachó la cabeza a tiempo. La mirada que le lanzó estaba llena de promesas gélidas. «¿Dónde está escondido el oro de la aldea?», le oía preguntar. El idiota del escudero se estaba agarrando al borde de la mesa para incorporarse sobre las rodillas. Arya empezaba a sentir el sabor del pánico en la garganta. «El miedo hiere más que las espadas. El miedo hiere más…»

Sandor dejó escapar un gruñido de dolor. Tenía el lado quemado de la cara rojo desde la sien a la mejilla y le faltaba el muñón de la oreja. Aquello lo había hecho enfadar. Hizo retroceder a Polliver con un ataque salvaje, lanzando golpes con la vieja espada mellada que había conseguido en las colinas. El barbudo cedía terreno, pero ninguno de los tajos lo llegaba a rozar. Y en aquel momento el Cosquillas saltó sobre un banco rápido como una serpiente y con el filo de su espada corta lanzó un tajo contra el cuello del Perro.

«Lo están matando.» Arya no tenía más copas, pero sí algo mejor que lanzar. Sacó la daga que le habían robado al arquero moribundo y trató de lanzarla contra el Cosquillas tal como había hecho él. Pero no era lo mismo que tirar una piedra o una manzana. El cuchillo cabeceó y le dio con el puño. «Ni siquiera lo ha notado.» Estaba demasiado concentrado en Clegane.

Cuando lanzó la puñalada, Clegane se movió a un lado, con lo que consiguió un instante de respiro. La sangre le corría por la cara y por el corte del cuello. Los dos hombres de la Montaña lo atacaron sin miramientos, Polliver le lanzaba tajos a la cabeza y a los hombros mientras el Cosquillas trataba de apuñalarle la espalda y el vientre. La pesada jarra de vino seguía sobre la mesa. Arya la cogió con ambas manos, pero justo cuando la levantaba, alguien la agarró por el brazo. La jarra se le resbaló entre los dedos y se hizo añicos contra el suelo. Se retorció hacia un lado y se encontró frente a frente con el escudero.

«¡Serás idiota, te has olvidado de él!» Vio que se le había reventado la espinilla blanca.

—¿Tú eres el cachorro del cachorro?

El chico tenía la espada en la mano derecha y el brazo de Arya en la izquierda, en cambio ella tenía las manos libres, así que se sacó el cuchillo de la vaina y lo volvió a envainar en su vientre, retorciéndolo. Él no llevaba cota de mallas, ni siquiera coraza, así que la hoja entró igual que cuando había matado con Aguja al mozo de cuadras de Desembarco del Rey. Los ojos del escudero estaban muy abiertos cuando le soltó el brazo. Arya se dio media vuelta hacia la puerta y arrancó de la pared el cuchillo del Cosquillas.

Polliver y el Cosquillas tenían arrinconado al Perro detrás de un banco, y uno de ellos le había hecho un buen corte en el muslo. Sandor estaba apoyado en la pared, sangrando y jadeante. No parecía que pudiera tenerse en pie, y mucho menos luchar.

—Dejad la espada y os llevaremos a Harrenhal —le dijo Polliver.

—¿Para que pueda matarme Gregor en persona?

—Tal vez os deje en mis manos —dijo el Cosquillas.

—Si me queréis, venid a por mí.

Sandor se apartó de la pared y se acuclilló a medias tras el banco, con la espada cruzada ante el cuerpo.

—¿Creéis que no lo haremos? —bufó Polliver—. Estáis borracho.

—Es posible —replicó el Perro—, pero vosotros estáis muertos.

Lanzó una patada repentina hacia el banco, que fue a chocar contra las espinillas de Polliver. El barbudo consiguió mantenerse en pie, pero el Perro se agachó para esquivar su tajo y alzó la espada en un salvaje revés. La sangre salpicó el techo y las paredes. La hoja había acertado a Polliver en medio de la cara, y cuando el Perro la liberó de un tirón se llevó con ella la mitad de su cabeza.

El Cosquillas retrocedió. Arya olió su miedo. De repente, la espada corta que él llevaba en la mano parecía casi un juguete comparada con la larga hoja que blandía el Perro, y tampoco llevaba armadura. Se movía deprisa, con los pies ligeros, sin apartar los ojos de Sandor Clegane. Por eso a Arya no le costó nada ponerse tras él y apuñalarlo.

—¿Dónde está escondido el oro de la aldea? —le gritó mientras le clavaba la daga en la espalda—. ¿Plata, piedras preciosas? —Lo apuñaló dos veces más—. ¿Hay más comida? ¿Dónde está Lord Beric Dondarrion? —Estaba encima de él y lo seguía apuñalando—. ¿Qué dirección tomó? ¿Cuántos hombres llevaba? ¿Cuántos caballeros, cuántos arqueros, cuántos hombres de a pie, cuántos, cuántos, cuántos, cuántos, cuántos? ¿Dónde está escondido el oro de la aldea?

Cuando Sandor consiguió apartarla de él, ya tenía las manos rojas y pegajosas.

—Basta —fue lo único que dijo.

Él mismo sangraba como un cerdo degollado y arrastraba una pierna al caminar.

—Hay uno más —le recordó Arya.

El escudero se había arrancado el cuchillo del vientre y trataba de detener la hemorragia con las manos. Cuando el Perro lo puso en pie empezó a gritar y a lloriquear como un bebé.

—Piedad —lloró—, por favor. No me matéis. Madre, ten piedad.

—¿Tengo cara de ser tu madre? —La cara del Perro ni siquiera parecía humana—. A éste también lo has matado —le dijo a Arya—. Le has perforado las tripas, no hay nada que hacer. Pero va a tardar mucho en morir.

—Yo venía por las chicas —sollozó el muchacho, que parecía no oírlo—. Polly dijo que me harían un hombre… Oh, dioses, por favor, llevadme a un castillo… A un maestre, llevadme a un maestre, mi padre tiene oro… Sólo venía por las chicas… piedad, ser.

El Perro le dio una bofetada que lo hizo gritar de nuevo.

—A mí no me llames «ser». —Se volvió hacia Arya—. Éste es tuyo, loba. Encárgate tú.

Arya sabía a qué se refería. Fue hacia donde estaba Polliver y se arrodilló en la sangre del hombre para desatarle el cinto de la espada. Junto a la daga había otra arma más estilizada, demasiado larga para ser un puñal y demasiado corta para ser la espada de un hombre… pero en su mano era perfecta.

—¿Recuerdas dónde está el corazón? —preguntó el Perro.

Arya asintió. El escudero puso los ojos en blanco.

—Piedad.

Aguja se deslizó entre sus costillas y se la concedió.

—Bien. —La voz de Sandor sonaba tensa de dolor—. Si estos tres venían aquí de putas es que Gregor domina el vado además de Harrenhal. Pueden llegar más animales de los suyos en cualquier momento y ya hemos matado a bastantes cabrones por hoy.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—A Salinas. —Le apoyó una mano enorme en el hombro para no caerse—. Coge un poco de vino, loba. Y todas las monedas que encuentres, nos van a hacer falta. Si hay barcos en Salinas podemos llegar al Valle por mar. —La boca se le retorció y le salió más sangre de donde había tenido la oreja—. Puede que Lady Lysa te case con su pequeño Robert. Menuda pareja ibais a hacer.

La risotada se le transformó en un gemido.

Cuando llegó el momento de marchar necesitó la ayuda de Arya para subir a lomos de Extraño. Se había atado una tira de tela en torno al cuello y otra alrededor del muslo. También había cogido la capa del escudero, que estaba colgada de un clavo junto a la puerta. La capa era verde, con el emblema de una flecha también verde en un arco blanco, pero en cuanto el Perro se la arrebujó contra la herida que quedaba donde había tenido la oreja, no tardó en tornarse roja. Arya tenía miedo de que se derrumbara en cuanto se pusieran en marcha, pero Sandor se mantuvo firme en la silla.

No podían correr el riesgo de encontrarse con quienquiera que fuera el que dominaba el Vado Rubí, así que en vez de seguir por el camino real se desviaron por el sudeste, entre campos llenos de hierbajos, bosques y cenagales. Tardaron horas en llegar a las orillas del Tridente. Arya vio que el río había vuelto mansamente a su cauce habitual, las lluvias se habían llevado todo su lodazal de rabia. «Hasta el río está cansado», pensó.

Cerca de la ribera encontraron unos sauces que crecían en medio de un montón de rocas erosionadas. Rocas y árboles formaban una especie de refugio natural donde podían protegerse sin ser vistos desde el río ni desde el sendero.

—Esto nos valdrá —dijo el Perro—. Abreva a los caballos y coge algo de leña para encender una hoguera.

Al desmontar tuvo que agarrarse a la rama de un árbol para no caerse.

—¿No nos delatará el humo?

—Si alguien nos quiere encontrar sólo tiene que seguir mi rastro de sangre. Venga, agua, leña. Pero antes tráeme el odre de vino.

Una vez hubo encendido la hoguera Sandor puso el yelmo entre las llamas, vació dentro la mitad del odre de vino y se dejó caer contra una piedra cubierta de musgo como si no pensara volver a levantarse. Ordenó a Arya que lavara la capa del escudero y la cortara en tiras. Luego las metió también en el yelmo.

—Si tuviera más vino bebería hasta perder el sentido. Tendría que mandarte de vuelta a aquella posada de mierda a buscar un par de odres más.

—No —replicó Arya.

«No se atreverá, ¿verdad? Si lo intenta, me iré a caballo y lo dejaré aquí tirado.»

Al ver el miedo reflejado en su cara Sandor se echó a reír.

—Era broma, niña lobo. Una broma de mierda. Búscame un palo, como así de largo y no muy grueso. Y límpialo de barro, no me gusta el sabor a barro.

Los dos primeros que le llevó no le gustaron. Cuando encontró uno que le pareció adecuado las llamas habían chamuscado el hocico de su perro hasta los ojos. Dentro el vino hervía a borbotones.

—Tráeme la taza de las alforjas y llénala hasta la mitad —le dijo—. Y ten cuidado. Como se te derrame te mandaré a buscar más. Luego me viertes el vino sobre las heridas. ¿Sabrás hacerlo? —Arya asintió—. Entonces, ¿a qué esperas? —gruñó.

La primera vez que llenó la taza rozó el acero con los nudillos y se quemó tanto que le salieron ampollas. Arya tuvo que morderse el labio para no gritar. El Perro utilizó el palo con el mismo objetivo, le clavó los dientes mientras ella le echaba el vino. Primero limpió el corte del muslo, luego el de la parte trasera del cuello, que era menos profundo. Mientras le curaba la pierna, Sandor apretó el puño derecho y dio golpes contra el suelo. Cuando le llegó el turno al cuello mordió el palo tan fuerte que lo rompió y tuvo que ir a buscarle otro. El terror se reflejaba en los ojos del hombre.

—Vuelve la cabeza.

Derramó el vino sobre la carne viva, la herida roja donde había tenido la oreja, y unos dedos de sangre oscura y vino tinto se le deslizaron por la mandíbula. Entonces, pese al palo, gritó y después se desmayó del dolor.

El resto Arya lo tuvo que improvisar. Sacó las tiras de la capa del escudero del fondo del yelmo y las utilizó para vendar las heridas. Cuando le llegó el turno a la de la oreja tuvo que envolverle la mitad de la cabeza para detener la hemorragia. Cuando terminó el sol se ponía ya sobre el Tridente. Dejó pastar a los caballos, luego los maneó y por último se acomodó como mejor pudo en un nicho entre dos rocas. El fuego siguió ardiendo un rato antes de consumirse. Arya contempló la luna entre las ramas del árbol bajo el que se refugiaba.

—Ser Gregor la Montaña —dijo en voz baja—. Dunsen, Raff el Dulce, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei.

Se sintió rara al dejar fuera de la lista a Polliver y al Cosquillas. Y a Joffrey, también a Joffrey. Se alegraba de que hubiera muerto, pero le habría gustado verlo morir o mejor aún matarlo ella.

«Polliver dijo que Sansa y el Gnomo lo mataron. —¿Sería verdad? El Gnomo era un Lannister y Sansa—… Ojalá me pudiera transformar en lobo, ojalá me salieran alas y pudiera marcharme volando.»

Si Sansa también había caído, ella era la única Stark que quedaba. Jon estaba en el Muro a mil leguas de distancia, pero era un Nieve, y aquellos tíos y tías a los que el Perro quería venderla tampoco eran Starks. No eran lobos.

Sandor gimió y Arya giró para ponerse de costado y mirarlo. Se dio cuenta de que también había omitido su nombre. ¿Por qué? Trató de pensar en Mycah, pero le costaba recordar su cara. No lo había conocido durante mucho tiempo.

«Lo único que hizo fue jugar a las espadas conmigo.»

—El Perro —susurró—. Valar morghulis —añadió.

Tal vez por la mañana estaría muerto…

Pero, cuando la pálida luz del amanecer empezó a filtrarse entre los árboles, fue él quien la despertó con la punta de la bota. Había soñado otra vez que era una loba, que perseguía a un caballo sin jinete colina arriba, seguida por su manada, pero el pie de Sandor la trajo de vuelta justo cuando lo iban a matar.

El Perro estaba todavía muy débil y sus movimientos eran lentos y torpes. Daba cabezadas en la silla, sudaba y la oreja le volvía a sangrar a través de las vendas. Tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas sólo para no caerse de Extraño. Si los hombres de la Montaña los hubieran perseguido, Arya dudaba de que hubiera tenido fuerzas para levantar una espada. Miró por encima del hombro, pero tras ellos no había nada más que un cuervo que revoloteaba de árbol en árbol. El único sonido que le llegaba era el del río.

Sandor Clegane se estaba tambaleando bastante antes del mediodía. Aún quedaban muchas horas de luz cuando la hizo detenerse.

—Tengo que descansar —fue lo único que dijo.

En aquella ocasión, al desmontar, cayó sin poder apoyarse en nada. No trató de levantarse, sino que se arrastró débilmente hasta debajo de un árbol y se apoyó en el tronco.

—Mierda —maldijo—. Mierda. —Vio que Arya lo estaba mirando—. Te despellejaría viva por una copa de vino, niña.

Ella le llevó agua. Sandor bebió un poco, se quejó de que sabía a barro y se hundió en un sueño febril y ruidoso. Lo tocó, y la piel le ardía. Arya olfateó las vendas como hacía a veces el maestre Luwin cuando le trataba un corte o un arañazo. Lo que más le había sangrado era la cara, pero era la herida de la pierna la que tenía un olor raro.

Se preguntó si aquello de Salinas estaría lejos y si podría llegar por su cuenta. «No tendría que matarlo. Si me marcho a caballo y lo dejo aquí se morirá él solo. Se morirá de fiebre y se quedará aquí tirado bajo el árbol hasta el fin de los tiempos.» Pero quizá sería mejor si lo mataba ella misma. Había matado al escudero en la posada, y el chico no había hecho más que agarrarla por el brazo. El Perro en cambio había matado a Mycah. «A Mycah y a muchos más. Seguro que ha matado a más de cien Mycahs.» Probablemente la habría matado también a ella si no fuera por el rescate.

Aguja centelleó cuando se la sacó del cinturón. Al menos Polliver la había conservado afilada y en buen estado. Giró el cuerpo de lado en una posición de danzarina del agua que le salió por instinto. Las hojas secas crujieron bajo sus pies. «Rápida como una serpiente —pensó—. Suave como la seda de verano.»

Sandor abrió los ojos.

—¿Recuerdas dónde está el corazón? —preguntó en un susurro ronco.

—Sólo… iba a… —Se había quedado inmóvil como una piedra.

—¡No mientas! —gruñó—. Detesto a los mentirosos. Y a los mentirosos cobardes aún más. Venga. Hazlo. —Al ver que Arya no se movía entrecerró los ojos—. Maté a tu amiguito, el hijo del carnicero. Casi lo corté en dos y me reí. —Emitió un sonido extraño; Arya tardó un momento en comprender que estaba sollozando—. Y el pajarito, tu hermana, tu preciosa hermana… me quedé allí, con mi capa blanca, y dejé que la golpearan. Yo le arrebaté aquella canción de mierda, no me la dio. Y me la habría llevado a ella. Me la tendría que haber llevado. Me la tendría que haber follado hasta matarla, le tendría que haber arrancado el corazón antes de dejarla para ese enano. —Un espasmo de dolor le retorció el rostro—. ¿Qué quieres, loba, que te lo suplique? ¡Vamos! El don de la piedad… venga a tu amigo Michael…

—Mycah. —Arya se alejó de él—. No te mereces el don de la piedad.

El Perro la observó con los ojos brillantes de fiebre mientras ensillaba a Gallina. En ningún momento intentó levantarse para detenerla.

—Una loba de verdad remataría a un animal herido —le dijo cuando la vio montar.

«A lo mejor te encuentran lobos de verdad —pensó Arya—. A lo mejor les llega tu olor cuando se ponga el sol.» Así aprendería qué les hacían los lobos a los perros.

—No me tendrías que haber pegado con el hacha —dijo—. Tendrías que haber salvado a mi madre.

Hizo dar la vuelta a la yegua y se alejó de él sin volver la vista atrás.

Una luminosa mañana, seis días más tarde, llegó a un lugar donde el Tridente empezaba a ensancharse y el aire olía más a sal que a árboles. Siguió avanzando siempre cerca del agua, pasó junto a prados y granjas, y poco después de mediodía divisó una ciudad.

«Ojalá sea Salinas», pensó esperanzada. Un pequeño castillo dominaba la ciudad; era poco más que un torreón, apenas una edificación alta, cuadrada, con un patio y una muralla exterior. En la mayor parte de las tiendas, posadas y tabernas que rodeaban el puerto se veían los efectos de incendios y saqueos, pero algunos edificios aún parecían habitados. El puerto estaba allí y hacia el este se extendía la bahía de los Cangrejos, con aguas que centelleaban azules y verdes bajo el sol.

Y había barcos.

«Tres —contó Arya—, hay tres.» Dos de ellos no eran más que remeros fluviales, barcazas de bajíos hechas para surcar las aguas del Tridente. El tercero era más grande, un mercante marino con dos hileras de remos, proa dorada y tres mástiles altos con velas plegadas color púrpura. El casco también estaba pintado de color púrpura. A lomos de Gallina, Arya recorrió el muelle para verlo mejor. En un puerto los forasteros no eran tan raros como en una aldea, y a nadie pareció importarle quién era ni qué hacía allí.

«Necesito plata.» Se mordió el labio. A Polliver le habían quitado un venado y una docena de cobres, al escudero con espinillas que ella había matado ocho platas, y tan sólo un par de monedas en el bolso del Cosquillas. Pero el Perro le había dicho que le quitara las botas y que le descosiera el dobladillo de su jubón empapado de sangre. Ella había puesto un venado bajo cada pulgar en las botas y tres dragones de oro en el dobladillo que volvió a coser. Sandor se había quedado con todo.

«No fue justo. Eran tan míos como suyos.» Si le hubiera concedido el don de la piedad… pero no lo había hecho. No podía volver atrás, de la misma manera que no podía suplicar ayuda. «Suplicando no se consigue nada.» Tenía que vender a Gallina, y ojalá sacara suficiente por ella.

Un muchachito del puerto le dijo que los establos se habían quemado, pero su propietaria había llevado el negocio a la parte trasera del sept. A Arya no le costó dar con ella: era una mujer alta, corpulenta, con un agradable olor a caballo. Le gustó Gallina nada más verla, le preguntó a Arya cómo una yegua así había llegado a su poder y sonrió al oír su respuesta.

—Es un caballo de crianza —dijo—, eso se nota a la legua, y no dudo que perteneciera a un caballero, cariño. Pero ese caballero no era tu hermano muerto. Llevo muchos años haciendo negocio con el castillo, así que sé cómo es la gente de buena cuna. Esta yegua es de buena cuna, tú no. —Clavó un dedo en el pecho de Arya—. No sé si la encontraste o la robaste, me da igual, pero fue una de dos. Sólo así una pequeñaja harapienta como tú podría montar semejante palafrén.

—Entonces, ¿no me la vais a comprar? —Arya se mordió el labio.

—Sí, cariño, pero aceptarás lo que te ofrezca. —La mujer se rió entre dientes—. O eso o vamos al castillo y a lo mejor allí no te dan nada. Y si te descuidas, te ahorcan por robarle el caballo a un buen caballero.

Había media docena de habitantes de Salinas en las cercanías, cada uno dedicado a sus asuntos, así que Arya comprendió que no podía matar a la mujer. Por lo tanto, tuvo que morderse el labio y dejarse estafar. La bolsa que obtuvo daba pena de puro exigua, y cuando pidió algo más por la silla, la manta y las riendas, la mujer se rió de ella.

«Al Perro no lo habría timado», pensó durante el largo trayecto de vuelta a los muelles. Le pareció una distancia inmensamente más larga que cuando la había recorrido a caballo.

La galera púrpura seguía allí. Si el barco hubiera zarpado mientras se dejaba estafar habría sido demasiado para ella. Cuando llegó estaban subiendo por la plancha un barril de aguamiel. Trató de ir detrás, pero un marinero de la cubierta empezó a gritarle en un idioma que no conocía.

—Quiero ver al capitán —le dijo Arya.

Lo único que consiguió fue que gritara más fuerte, pero el jaleo atrajo la atención de un hombre corpulento de pelo cano con una chaqueta de lana púrpura, que por suerte hablaba la lengua común.

—Yo soy el capitán —dijo—. ¿Qué es lo que quieres? Date prisa, la marea no espera.

—Quiero ir al norte, al Muro. Mirad, tengo para pagar. —Le entregó la bolsa—. La Guardia de la Noche tiene un castillo a la orilla del mar.

—Guardiaoriente. —El capitán se vació la bolsa en la palma de la mano y frunció el ceño—. ¿Esto es todo lo que tienes?

«No es suficiente», supo Arya antes de que se lo dijera. Lo veía bien claro en su rostro.

—No me hace falta camarote ni nada así —dijo—. Puedo dormir en la bodega o…

—Que venga como chica de camarote —dijo un remero que pasaba por allí con una bala de algodón al hombro—. Puede dormir conmigo.

—Cuidado con lo que dices —le replicó el capitán.

—También puedo trabajar —insistió Arya—. Sabría fregar las cubiertas. Estuve un tiempo fregando las escaleras de un castillo. O podría remar…

—No —le replicó—, no podrías. —Le devolvió las monedas—. Y aunque pudieras tampoco importaría, niña. No se nos ha perdido nada en el norte. No hay nada más que hielo, guerra y piratas. De hecho, nos encontramos con una docena de barcos piratas al doblar Punta Zarpa Rota y no tengo ningunas ganas de volver a verlos. Nosotros vamos a poner rumbo hacia casa, y te recomiendo que hagas lo mismo.

«Yo no tengo casa —pensó Arya—. No tengo manada. Y ahora ni siquiera tengo caballo.»

El capitán empezó a darse la vuelta, ya no había más que hablar.

—¿Qué barco es éste, mi señor? —preguntó a la desesperada.

El hombre se detuvo lo justo para dedicarle una sonrisa cansada.

—Es la Hija del Titán, de la Ciudad Libre de Braavos.

—¡Esperad! —exclamó Arya de repente—. Tengo otra cosa.

Se la había escondido tan bien en la ropa interior para que nadie se la quitara que tuvo que hurgar un rato para encontrarla, todo ello mientras los remeros se reían y el capitán aguardaba con impaciencia evidente.

—Una moneda de plata más no va a cambiar nada, niña —le dijo.

—No es de plata. —Cerró los dedos en torno a ella—. Es de hierro. Tomad.

Le apretó contra la palma de la mano la pequeña moneda de hierro que Jaqen H'ghar le había dado, tan gastada que el hombre cuya cabeza aparecía en ella no tenía ya rasgos.

«Seguro que no vale nada, pero…»

El capitán la examinó, parpadeó y clavó la vista en Arya.

—¿Esto… cómo…?

«Jaqen me dijo que dijera las palabras también.» Arya se cruzó los brazos sobre el pecho.

—Valar morghulis —exclamó en voz tan alta como si supiera lo que significaba.

Valar dohaeris —respondió él mientras se tocaba la frente con dos dedos—. Tendrás un camarote, por supuesto.

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