BRAN

—No es más que otro castillo desierto —dijo Meera Reed mientras contemplaba el paisaje desolado de cascotes, ruinas y hierbajos.

«No —pensó Bran—, es el Fuerte de la Noche y es el fin del mundo.» Cuando estaban en las montañas sólo pensaba en llegar al Muro y en dar con el cuervo de tres ojos, pero ahora que estaban allí tenía miedo. El sueño que había tenido… El sueño que había tenido Verano… «No, no puedo pensar en ese sueño.» Ni siquiera se lo había dicho a los Reed, aunque al menos Meera parecía presentir que algo iba mal. Si no hablaba nunca de aquello, a lo mejor se olvidaba de que lo había soñado, y entonces no habría sucedido, y Robb y Viento Gris todavía estarían…

—Hodor.

Hodor volvió a moverse y Bran con él. Estaba muy cansado, llevaban horas caminando. «Al menos él no tiene miedo.» A Bran aquel lugar lo asustaba, casi tanto como la sola idea de reconocerlo ante los Reed. «Soy un príncipe del norte, un Stark de Invernalia, casi un hombre, tengo que ser tan valiente como Robb.»

Jojen alzó la vista para mirarlo con aquellos ojos color verde oscuro.

—Aquí no hay nada que nos pueda hacer daño, Alteza.

Bran no estaba tan seguro. En algunas de las historias más aterradoras que les había contado la Vieja Tata aparecía el Fuerte de la Noche. Allí era donde había reinado el Rey de la Noche antes de que su nombre quedara borrado de la memoria de los hombres. Allí era donde el Cocinero Rata había servido al rey ándalo la empanada de príncipe y panceta, donde los noventa y siete centinelas montaban guardia, donde la valiente joven Danny Flint había sido violada y asesinada. Aquel castillo era donde el rey Sherrit había invocado la maldición sobre los antiguos ándalos, donde los aprendices se habían enfrentado a la criatura que aparecía en la oscuridad, donde el ciego Symeon Ojos de Estrella había visto pelear a los sabuesos infernales. Hacha Demente había recorrido aquellos patios y había subido a aquellas torres para masacrar a sus hermanos en la oscuridad.

Todo eso había sucedido hacía ya cientos o miles de años, claro, y algunas de las cosas en realidad no habían sucedido jamás. El maestre Luwin decía siempre que no había que tragarse enteras las historias de la Vieja Tata. Pero en cierta ocasión en que su tío fue a visitar a su padre Bran le había preguntado acerca del Fuerte de la Noche. Benjen Stark no le dijo que las historias fueran ciertas, pero tampoco que no lo fueran; se limitó a encogerse de hombros y a decirle: «Abandonamos el Fuerte de la Noche hace ya doscientos años», como si eso fuera una respuesta.

Bran se obligó a mirar a su alrededor. La mañana era fría, pero luminosa, el sol brillaba en un cielo azul inmaculado; lo que no le gustaban eran los ruidos. El viento emitía un silbido nervioso al vibrar entre las torres rotas, las piedras de los torreones gemían y se oía a las ratas corretear bajo el suelo de la sala principal. «Son los hijos del Cocinero Rata que huyen de su padre.» Los patios eran bosques en miniatura donde los árboles esqueléticos entrelazaban las ramas desnudas y las hojas muertas se arrastraban como cucarachas sobre la nieve. Donde habían estado los establos crecían más árboles, y un arciano blanco y retorcido se abría camino a través del agujero en el techo en forma de cúpula de la cocina. Ni siquiera Verano estaba tranquilo allí. Por un momento Bran se metió en su piel para ver cómo olía aquel lugar. Eso tampoco le gustó.

Y allí no había manera de pasar.

Bran se lo había dicho, se lo había repetido una y otra vez, pero Jojen Reed se había empecinado en comprobarlo. Decía que había tenido un sueño verde, y los sueños verdes no mentían.

«Tampoco abren puertas», pensó Bran.

La puerta que guardaba el Fuerte de la Noche había estado sellada desde el día en que los hermanos negros cargaron las mulas y los caballos y se marcharon a Lago Hondo; el rastrillo de hierro estaba bajado, las cadenas que lo alzaban habían desaparecido, el túnel estaba lleno de cascotes y nieve congelada, con lo que resultaba tan impenetrable como el propio Muro.

—Tendríamos que haber seguido a Jon —dijo Bran cuando lo vio. Pensaba a menudo en su hermano bastardo desde aquella noche en que Verano lo había visto alejarse a caballo en medio de la tormenta—. Tendríamos que haber ido al Castillo Negro por el camino real.

—No nos atrevemos, mi príncipe —respondió Jojen—. Ya te he dicho por qué.

—¡Pero es que hay salvajes! Mataron a muchos hombres y también querían matar a Jon. Los había a cientos, Jojen.

—Ya nos lo has dicho. Nosotros somos cuatro. Ayudaste a tu hermano, si es que de verdad era él, pero casi al precio de la vida de Verano.

—Ya lo sé —dijo Bran con tristeza.

El huargo había matado a tres, puede que a más, pero eran demasiados. Cuando formaron un círculo cerrado en torno al hombre alto sin orejas trató de escabullirse en medio de la lluvia, pero una de las flechas voló tras él y el aguijonazo repentino de dolor había arrancado a Bran de la piel del lobo para devolverlo a la suya. Cuando por fin cesó la tormenta, se habían acurrucado en la oscuridad sin atreverse a encender un fuego; hablaban en susurros sólo cuando era imprescindible y escuchaban la respiración pesada de Hodor sin dejar de preguntarse si los salvajes tratarían de cruzar el lago a la mañana siguiente. Bran había intentado llegar a Verano una y otra vez, pero el dolor lo echaba hacia atrás igual que una tetera al rojo hace que retires la mano cuando vas a cogerla por el asa. El único que durmió aquella noche fue Hodor.

—Hodor, Hodor —murmuraba cada vez que se daba la vuelta en sueños.

Bran estaba muerto de miedo, temía que Verano estuviera agonizando en la oscuridad.

«Por favor, antiguos dioses —rezó—, me habéis quitado Invernalia, a mi padre, mis piernas, por favor, no me quitéis también a Verano. Y velad también por Jon Nieve, y haced que se vayan los salvajes.»

En aquella isla pedregosa en medio del lago no crecía ningún arciano, aun así los antiguos dioses debieron de oírlo. A la mañana siguiente los salvajes se tomaron tiempo de sobra para preparar la partida: quitaron las ropas y las armas a los cadáveres de sus muertos y al del anciano que habían asesinado, hasta pescaron unos cuantos peces en el lago, y hubo un momento aterrador cuando tres de ellos encontraron el sendero sumergido y empezaron a recorrerlo… pero no vieron una de las curvas, y dos salvajes estuvieron a punto de ahogarse antes de que los demás los sacaran del agua. El hombre alto y calvo les gritaba órdenes, sus palabras les llegaban desde la orilla, hablaba en un idioma que ni siquiera Jojen conocía. Poco después todos recogieron los escudos y las lanzas y se alejaron hacia el noreste, en la misma dirección que Jon. Bran también había querido salir e ir en busca de Verano, pero los Reed lo disuadieron.

—Nos quedaremos una noche más —dijo Jojen—. Prefiero que haya unas cuantas leguas entre los salvajes y nosotros. No querrás volvértelos a encontrar, ¿verdad?

Aquella misma tarde Verano salió de su escondrijo y volvió con ellos arrastrando una de las patas de atrás. En la posada había devorado algún trozo de cadáver espantando a los cuervos, y luego fue nadando hasta la isla. Meera le había arrancado de la pata la flecha rota y le había frotado la herida con el jugo de unas plantas que crecían al pie de la torre. El huargo aún cojeaba, pero a Bran le parecía que cada día menos. Los dioses lo habían escuchado.

—¿Deberíamos probar con otro castillo? —preguntó Meera a su hermano—. A lo mejor podemos cruzar por otro lado. Si quieres me adelanto para explorar, yo sola iría más deprisa.

—Hacia el este está Lago Hondo —dijo Bran con un gesto de negación— y luego Puerta de la Reina. Al oeste está Marcahielo. Pero son igual que esto, sólo que más pequeños. Todas las entradas están selladas excepto las del Castillo Negro, Guardiaoriente y Torre Sombría.

—Hodor —dijo Hodor, mientras los Reed intercambiaban una mirada.

—Por lo menos voy a trepar a la cima del Muro —decidió Meera—. A lo mejor desde ahí veo algo.

—¿Qué crees que vas a ver? —preguntó Jojen.

—No sé, algo —dijo Meera, que por una vez se mantuvo firme.

«Tendría que ser yo quien trepara.» Bran alzó la vista para contemplar el Muro y se imaginó ascendiendo palmo a palmo, metiendo los dedos en las grietas del hielo, creándose apoyos para los pies a patadas. Aquello lo hizo sonreír pese a todo, pese a los sueños, a los salvajes, a Jon, a todo. Cuando era pequeño había subido por las murallas de Invernalia, también por las torres, pero nunca por un sitio tan alto, además, eran siempre de piedra. El Muro parecía de piedra, sí, todo gris y lleno de marcas, pero cuando las nubes se abrían y el sol lo iluminaba era muy diferente, se transformaba enseguida, se alzaba allí blanco, azul, brillante. La Vieja Tata siempre les había dicho que era el fin del mundo. Al otro lado había monstruos, gigantes y espectros, pero mientras el Muro se alzara firme y fuerte no podrían pasar. «Quiero ir ahí arriba con Meera —pensó Bran—. Quiero subir a la cima y ver qué hay.»

Pero no era más que un niño roto con las piernas inútiles, de modo que se tuvo que conformar con mirar desde abajo mientras Meera subía en su lugar.

La chica no trepaba de verdad tal como había trepado él cuando aún podía. Lo que hacía era subir por unos peldaños que la Guardia de la Noche había tallado en el hielo hacía cientos y miles de años. Recordó que el maestre Luwin le había dicho que el Fuerte de la Noche era el único castillo donde los escalones estaban excavados en el propio hielo del Muro. O tal vez fue el tío Benjen. Los castillos más nuevos tenían escaleras de madera o de piedra, o largas rampas de tierra y gravilla. «El hielo es demasiado traicionero.» Eso sí que se lo había dicho su tío. Decía que la superficie exterior del Muro a veces derramaba lágrimas gélidas, aunque dentro el corazón siguiera congelado, duro como una roca. Los escalones debían de haberse derretido y vuelto a congelar un millar de veces desde que los hermanos negros abandonaron el castillo, y cada vez quedaban más encogidos, más resbaladizos, más redondeados, más traicioneros…

Y más pequeños. «Es casi como si el Muro los estuviera devorando.» Meera Reed era buena trepadora, pero aun así avanzaba muy despacio. Hubo dos ocasiones en las que los peldaños casi habían desaparecido y se vio obligada a ponerse a cuatro patas. «Pues para bajar va a ser aún peor», pensó Bran sin dejar de mirarla. Aun así habría dado cualquier cosa por estar en su lugar. Al llegar a la cima arrastrándose por los salientes helados, que eran lo único que quedaba de los peldaños más altos, Meera desapareció de su vista.

—¿Cuándo bajará? —preguntó Bran a Jojen.

—Cuando lo considere oportuno. Seguro que quiere echar un vistazo con detenimiento… al Muro y a lo que hay más allá. Nosotros deberíamos hacer lo mismo por aquí.

—¿Hodor? —dijo Hodor dubitativo.

—Puede que encontremos algo —insistió Jojen.

«O algo nos puede encontrar a nosotros.» Pero Bran no lo podía decir en voz alta; no quería que Jojen lo considerase un cobarde.

De manera que iniciaron una exploración, Jojen abría la marcha, Bran lo seguía en su cesta a la espalda de Hodor y Verano iba cojeando a su lado. En cierta ocasión el huargo salió disparado por una puerta oscura y regresó un momento más tarde con una rata gris entre los dientes.

«El Cocinero Rata», pensó Bran, pero el color no encajaba, y apenas tendría el tamaño de un gato. El Cocinero Rata era blanco y casi tan grande como una puerca…

En el Fuerte de la Noche había muchas puertas oscuras y también muchas ratas. Bran las oía corretear por las criptas y los sótanos y por el oscuro laberinto de túneles que las entrelazaban. Jojen quería ir por allí, pero Hodor le respondió con un «Hodor» rotundo, y Bran también se negó. En las oscuras profundidades del Fuerte de la Noche había cosas peores que ratas.

—Este lugar parece muy antiguo —dijo Jojen mientras recorrían una galería a la que la luz del sol llegaba en haces polvorientos a través de las ventanas.

—Dos veces más viejo que el Castillo Negro —dijo Bran, haciendo memoria—. Fue el primer castillo del Muro, y también el más grande.

Pero también había sido el primero en quedar abandonado, ya en tiempos del Viejo Rey. Aun entonces estaba desierto casi en sus tres cuartas partes y el coste de su mantenimiento era excesivo. La Bondadosa Reina Alysanne había sugerido a la Guardia que lo sustituyeran por un castillo más pequeño y nuevo en un punto situado a tan sólo diez kilómetros al este, donde el Muro describía una curva a lo largo de la orilla de un hermoso lago verde. Fueron las joyas de la reina las que pagaron Lago Hondo y los hombres que el Viejo Rey envió al norte los que lo construyeron, de manera que los hermanos negros habían abandonado el Fuerte de la Noche para las ratas.

Pero aquello había sido hacía ya dos siglos. Ahora Lago Hondo estaba tan desierto como el castillo al que había sustituido, y el Fuerte de la Noche…

—Aquí hay fantasmas —dijo Bran. Hodor ya había oído las historias, pero Jojen tal vez no—. Fantasmas muy antiguos, de antes de los tiempos del Viejo Rey, hasta de antes de Aegon el Dragón, los de setenta y nueve desertores que se fugaron hacia el sur para convertirse en bandidos. Uno era el hijo menor de Lord Ryswell, de manera que cuando llegaron a los Túmulos buscaron refugio en su castillo, pero el propio Lord Ryswell los hizo prisioneros y los devolvió al Fuerte de la Noche. El Lord Comandante hizo excavar agujeros en la cima del Muro, metió dentro a los desertores y los encerró vivos en el hielo. Tienen lanzas y cuernos, y todos miran hacia el norte. Los llaman los noventa y siete centinelas. En vida abandonaron sus puestos, de manera que muertos montan guardia eternamente. Años más tarde, cuando Lord Ryswell estaba ya viejo y moribundo, hizo que lo trasladaran al Fuerte de la Noche para vestir el negro y estar junto a su hijo. El honor lo había obligado a devolverlo al Muro, pero seguía siendo su hijo amado, de modo que vino aquí para compartir la guardia con él.

Pasaron medio día recorriendo el castillo. Algunas de las torres se habían derrumbado y otras no parecían seguras, pero sí subieron a la torre de la campana (en la que no quedaban campanas) y a la pajarera (en la que no quedaban pájaros). Bajo la destilería encontraron una bodega llena de grandes toneles de roble. Hodor los golpeó y sonaron a hueco. También encontraron una biblioteca (las estanterías se habían derrumbado, no quedaban libros y las ratas correteaban por todas partes). Dieron con una mazmorra mal iluminada con celdas que podrían albergar hasta a quinientos cautivos, pero cuando Bran agarró uno de los barrotes oxidados se le deshizo en la mano. De la sala principal sólo quedaba una pared que no tardaría en desmoronarse, los baños parecían a punto de hundirse en el suelo, y un gigantesco espino había conquistado el patio de armas situado ante la armería, el lugar donde hacía tantos años los hermanos negros habían practicado con lanzas, escudos y espadas. En cambio, la armería y la forja seguían en pie, aunque en lugar de armas, fuelles y yunques había telarañas, ratas y polvo. A veces Verano oía cosas para las que Bran estaba sordo y mostraba los dientes con el pelaje del cuello erizado ante amenazas invisibles… pero no apareció el Cocinero Rata, ni tampoco los setenta y nueve centinelas, ni Hacha Demente. Bran sentía un alivio inmenso.

«A lo mejor no es más que un castillo desierto y en ruinas.»

Cuando Meera regresó, el sol ya no era más que un reflejo anaranjado sobre las colinas del oeste.

—¿Qué has visto? —le preguntó su hermano Jojen.

—El Bosque Encantado —respondió ella con tono melancólico—. Colinas que se extienden hasta donde alcanza la vista, cubiertas de árboles que ningún hacha ha talado jamás. Vi la luz del sol reflejada sobre un lago, y nubes que se movían por el cielo del oeste. Vi campos enteros nevados y carámbanos tan largos como lanzas. Hasta vi un águila que volaba en círculos. Creo que ella también me vio. Le hice señales.

—¿Hay alguna manera de bajar? —preguntó Jojen.

—No —negó Mera con un gesto—. Es una caída en picado, y el hielo no tiene asideros… Yo podría bajar si tuviera una buena cuerda y un hacha para ir abriendo asideros, pero…

—Pero nosotros, no —terminó Jojen.

—No —dijo su hermana—. ¿Estás seguro de que éste es el lugar que viste en el sueño? Puede que nos hayamos equivocado de castillo.

—No. El castillo es éste. Aquí hay una puerta.

«Sí —pensó Bran—, pero está taponada con hielo y piedras.»

A medida que el sol empezaba a ponerse, las sombras de las torres se fueron alargando y el viento soplaba con más fuerza, con lo que las hojas secas se arrastraban por los patios. La creciente penumbra hizo que Bran recordara otra de las historias de la Vieja Tata, la leyenda del Rey de la Noche. Según ella había sido el decimotercer jefe de la Guardia de la Noche, un guerrero que no conocía el miedo. «Y ése era su gran fallo —añadía—, porque todos los hombres deben conocer el miedo.» Una mujer fue su perdición, una mujer a la que divisó desde la cima del Muro, con la piel blanca como la luna y ojos como estrellas azules. Sin miedo a nada la persiguió, la alcanzó y la amó, aunque su piel era fría como el hielo, y cuando le entregó su semilla, le entregó también su alma.

La llevó con él al Fuerte de la Noche, la proclamó reina al tiempo que él se proclamaba rey y sometió a los Hermanos Juramentados a su voluntad gracias a extraños sortilegios. El reinado del Rey de la Noche y su cadavérica esposa duró trece años, hasta que por fin el Stark de Invernalia y Joramun de los salvajes unieron sus fuerzas para liberar a la Guardia. Tras su caída, cuando se supo que había estado haciendo sacrificios a los Otros, se destruyeron todos los documentos relativos al Rey de la Noche y hasta su nombre cayó en el olvido.

—Hay quien dice que era un Bolton —terminaba siempre la Vieja Tata—. Otros creen que era un Magnar de Skagos, o un Umber, un Flint, un Norrey… Otros dicen que era un Piedemadera, de los que gobernaban la Isla del Oso antes de la llegada de los hombres del hierro. Pero no. Era un Stark, el hermano del hombre que acabó con él. —Al llegar a ese punto siempre pellizcaba a Bran en la nariz, el chico no lo olvidaría jamás—. Era un Stark de Invernalia, así que, ¿quién sabe? Puede que se llamara «Brandon». Puede que durmiera en esta misma cama, en esta misma habitación.

«No —pensó Bran—, pero caminó por este castillo, donde vamos a dormir esta noche.» Era una idea que no le tentaba lo más mínimo. Como siempre decía la Vieja Tata durante el día, el Rey de la Noche era sólo un hombre, pero la oscuridad le pertenecía. «Y está oscureciendo.»

Los Reed decidieron que lo mejor sería dormir en las cocinas, un octágono de piedra con una cúpula en ruinas. Sería un refugio mucho más adecuado que cualquiera de los otros edificios, aunque un arciano retorcido había destrozado el suelo de baldosas al lado del profundo pozo central para crecer hacia el agujero del techo, con las ramas blancas como huesos buscando el sol. Era un árbol muy extraño, el arciano más escuálido que Bran había visto en su vida, y no tenía ningún rostro, pero al menos lo hacía sentir como si allí estuvieran los antiguos dioses.

Pero eso era lo único que le gustaba de las cocinas. El tejado seguía íntegro en su mayor parte, de manera que si llovía no se mojarían, pero allí no habría manera de entrar en calor. El frío se colaba a través de las baldosas del suelo. Tampoco le gustaban las sombras, ni los enormes hornos de ladrillo que los rodeaban como bocas abiertas, ni los ganchos para la carne oxidados, ni las manchas y cicatrices que vio en el tocón que el carnicero había utilizado para cortar.

«Ahí fue donde el Cocinero Rata troceó al príncipe —supo enseguida— y luego horneó la empanada en uno de estos hornos.»

Pero lo que menos le gustaba de todo era el pozo. Medía sus buenos cuatro metros de diámetro, era todo de piedra, con peldaños tallados en la cara interior que descendían en espiral hacia la oscuridad. Las paredes estaban húmedas y cubiertas de salitre, pero ni siquiera Meera con su vista aguda de cazadora divisaba el agua del fondo.

—Puede que no haya fondo —comentó Bran, inseguro.

—¡Hodor! —gritó Hodor, inclinándose por encima del brocal que le llegaba a la rodilla.

Hodorhodorhodorhodorhodor —retumbó la palabra pozo abajo, cada vez más distante—. Hodorhodorhodorhodorhodor. —Hasta que apenas fue un susurro. Hodor pareció sobresaltado. Luego se echó a reír y se agachó para coger un trozo de baldosa rota del suelo.

—¡Hodor, no…! —dijo Bran, pero demasiado tarde. Hodor tiró la baldosa al pozo—. No tendrías que haberlo hecho. No sabemos qué hay ahí abajo. Podrías dañar a algo, o… o despertar a algo.

—¿Hodor? —Hodor lo miraba con inocencia.

Abajo, muy muy abajo, oyeron el sonido de la piedra contra el agua. No fue un sonido chapoteante, en realidad se trató más bien de un sorbetón, como si lo que estuviera en el fondo hubiera abierto una boca trémula y helada para tragarse la piedra de Hodor. Los ecos tenues subieron por el pozo, y por un momento a Bran le pareció oír un movimiento, algo que agitaba las aguas.

—A lo mejor no tendríamos que quedarnos aquí —dijo, inquieto.

—¿Dónde, junto al pozo? —preguntó Meera—. ¿O en el Fuerte de la Noche?

—Sí —dijo Bran.

La muchacha se echó a reír y mandó a Hodor a buscar leña. Verano salió también. La oscuridad era ya casi completa y el huargo quería cazar.

El único que regresó fue Hodor con los brazos llenos de leña seca y ramas rotas. Jojen Reed sacó el cuchillo y el pedernal y se dedicó a encender fuego mientras que Meera quitaba las espinas al pescado que había ensartado en el último arroyo que habían cruzado. Bran se preguntó cuántos años habrían pasado desde la última vez que se preparó una cena en las cocinas del Fuerte de la Noche. También se preguntó quién la habría preparado, aunque tal vez sería mejor no saberlo.

Cuando las llamas prendieron, Meera empezó a asar el pescado. «Al menos no es una empanada de carne.» El Cocinero Rata había asado al hijo del rey ándalo en una enorme empanada con cebollas, zanahorias, setas, mucha sal y pimienta, lonchas de panceta y vino tinto de Dorne. Luego se lo sirvió a su padre, que alabó mucho su sabor y pidió repetir. Después de aquello los dioses transformaron al cocinero en una monstruosa rata blanca que sólo podía comerse a sus propios hijos. Desde entonces merodeaba por el Fuerte de la Noche devorando a sus retoños, pero su hambre no se saciaba jamás.

—Los dioses no lo castigaban por el asesinato —contaba la Vieja Tata—, ni por servir al rey ándalo a su hijo en una empanada. Todo hombre tiene derecho a la venganza. Pero asesinó a un invitado bajo su techo, y eso los dioses no lo pueden perdonar.

—Tenemos que dormir —dijo Jojen con solemnidad después de que hubieran cenado. El fuego ardía ya con menos intensidad, y removió las brasas con un palito—. A lo mejor tengo otro sueño verde que nos muestre el camino.

Hodor ya se había arrebujado y empezaba a roncar. De cuando en cuando se removía debajo de su capa y gimoteaba algo que tal vez fuera un «Hodor». Bran se arrastró para acercarse más al fuego. El calor resultaba agradable y el crepitar suave de las llamas era tranquilizador, pero no conseguía conciliar el sueño. Afuera el viento enviaba ejércitos de hojas marchitas a recorrer los patios para que arañaran con suavidad las puertas y las ventanas. Aquellos sonidos le hacían recordar las historias de la Vieja Tata. Casi le parecía oír a los centinelas fantasma llamándose unos a otros en la cima del muro, haciendo sonar sus espectrales cuernos de guerra. La escasa luz de la luna que entraba por el agujero del techo abovedado, pintaba de blanco las ramas del arciano que se alzaban hacia el cielo. Era como si el árbol tratara de coger la luna y arrastrarla hasta el pozo.

«Antiguos dioses —rezó Bran—, si me estáis escuchando no me mandéis ningún sueño esta noche. O si me lo mandáis, que sea un sueño bueno.» Los dioses no respondieron.

Bran se obligó a cerrar los ojos. Tal vez durmió unos minutos o tal vez no fue más que una cabezada a medio camino de la vigilia, siempre tratando de no pensar en Hacha Demente, en el Cocinero Rata ni en la criatura que salía por la noche.

Entonces fue cuando oyó el ruido.

«¿Qué ha sido eso? —pensó, abriendo los ojos. Contuvo el aliento—. ¿Lo he soñado? ¿Estoy teniendo otra pesadilla tonta? —No quería despertar a Meera y a Jojen sólo por un mal sueño, pero…—. Ahí está otra vez. —Un sonido de algo que se arrastraba suavemente, a lo lejos—. Hojas, no son más que hojas que rozan las paredes y entre ellas… o el viento, puede que sea el viento. —Pero el sonido no procedía del exterior. Bran sintió que se le erizaba el vello del brazo—. El sonido está aquí adentro, está con nosotros, cada vez suena más fuerte. —Se incorporó sobre un codo para escuchar. Había viento, sí, y hojas susurrantes, pero también algo más—. Pisadas.»

Alguien se acercaba hacia allí. Algo se acercaba hacia allí.

Sabía que no eran los centinelas, porque los centinelas no bajaban nunca del Muro. Pero tal vez hubiera otros fantasmas en el Fuerte de la Noche, y tal vez fueran aún más aterradores. Recordó lo que le contaba la Vieja Tata sobre Hacha Demente, cómo se quitaba las botas y caminaba entre las paredes del castillo descalzo, en la oscuridad, sin que lo delatara otro sonido que el de las gotas de sangre que le caían del hacha, de los codos y de la punta de la barba empapada y enrojecida. O tal vez no fuera Hacha Demente, tal vez era la criatura que salía por las noches. Según la Vieja Tata todos los aprendices la vieron, pero después, cuando se lo contaron a su Lord Comandante, las descripciones no coincidían en lo más mínimo. «Tres de ellos murieron antes de que terminara el año, y el cuarto se volvió loco, y cien años más tarde, cuando la criatura volvió a aparecer, todos los vieron tras ella, encadenados y arrastrando los pies. A los aprendices.»

Pero no era más que un cuento. Se estaba metiendo miedo él solo. La criatura que salía por las noches no existía, se lo había dicho el maestre Luwin, y si alguna vez había habido algo semejante ya no estaba en el mundo, igual que los gigantes y los dragones.

«No es nada», pensó Bran.

Pero el sonido se oía más alto.

«Viene del pozo —comprendió. Aquello le dio todavía más miedo. Algo estaba saliendo del subsuelo, algo salía de la oscuridad—. Hodor lo ha despertado. Hodor, el muy tonto, tirando baldosas como un tonto, y ahora va y viene.» Costaba mucho oír algo por encima de los ronquidos de Hodor y los latidos retumbantes de su corazón. ¿Era el ruido de la sangre que goteaba de un hacha? ¿O era acaso el sonido tenue, lejano, de unas cadenas fantasmales? Bran trató de concentrarse con toda su atención. «Pisadas.» Sí, eran pisadas, sin duda, cada una de ellas sonaba un poquito más fuerte que la anterior. Pero no sabía cuántas. El pozo despertaba ecos. No se oían goteos ni ruido de cadenas, pero sí que había algo… Una especie de gemido agudo, como el de alguien que estuviera sufriendo mucho, y una respiración densa, ahogada. Pero lo que más resonaba eran las pisadas. Las pisadas que cada vez estaban más cerca.

Bran estaba tan asustado que no podía ni gritar. La hoguera se había reducido a unas pocas brasas y todos sus amigos estaban durmiendo. Estuvo a punto de salirse de su piel y buscar a su lobo, pero Verano podía estar a muchas leguas. No podía abandonar allí a sus amigos, indefensos en la oscuridad, para que se enfrentaran a lo que salía del pozo.

«Les dije que no teníamos que venir aquí —pensó desesperado—. Les dije que había fantasmas. Les dije que teníamos que ir al Castillo Negro.»

A Bran las pisadas le sonaban pesadas, lentas y sonoras contra la piedra. «Tiene que ser enorme.» Hacha Demente era un hombre muy grande en las historias de la Vieja Tata, y en las mismas la criatura que salía por las noches había sido monstruosa. Cuando aún estaban todos en Invernalia, Sansa le había dicho que los demonios de la oscuridad no lo podrían tocar si se escondía debajo de la manta. Estuvo a punto de hacerlo antes de acordarse de que era un príncipe y ya casi un hombre.

Bran reptó por el suelo arrastrando las piernas muertas hasta llegar a Meera y tocarle un pie. La muchacha se despertó al instante. Jamás había conocido a nadie que se despertara tan deprisa como Meera Reed, ni que se pusiera alerta tan deprisa. Bran se apretó un dedo contra los labios para que ella supiera que no debía decir nada. Meera enseguida oyó el sonido, se le veía en la cara: las pisadas retumbantes, el gemido distante, la respiración entrecortada…

Se puso en pie sin decir una palabra más y pidió sus armas con un gesto. Con el tridente en la mano derecha y los pliegues de la red colgando de la izquierda se deslizó descalza hacia el pozo. Jojen seguía dormitando, mientras que Hodor mascullaba y se agitaba en un sueño inquieto. Se movía siempre entre las sombras, esquivando el haz de luz de luna silenciosa como una gata. Bran, que no dejaba de mirarla, apenas veía el brillo tenue de las puntas de su fisga.

«No puedo dejar que se enfrente sola a la criatura», pensó. Verano estaba demasiado lejos pero…

Se salió de su piel y buscó a Hodor.

No era como deslizarse dentro de Verano. Eso le resultaba tan fácil ya que Bran lo hacía casi sin pensar. En cambio con Hodor era más difícil, como intentar ponerse la bota izquierda en el pie derecho. No encajaba, además, la bota también estaba asustada, la bota no sabía qué estaba pasando, la bota se apartaba del pie. Sintió el sabor a vómito en la garganta de Hodor y eso casi bastó para echarlo atrás, pero se retorció, empujó, se incorporó, flexionó sus piernas, sus piernas grandes, fuertes, y se levantó.

«Estoy de pie.» Dio un paso. «Estoy caminando.» Era una sensación tan extraña que estuvo a punto de caerse. Se vio a sí mismo en el frío suelo de baldosas, un ser pequeño, roto, pero en aquel momento no estaba roto. Cogió la espada larga de Hodor. Su respiración era tan sonora como el fuelle de un herrero.

Del pozo salió un aullido, un chillido tan aterrador que lo taladró como un cuchillo. Una enorme forma negra salió del pozo a la oscuridad y se tambaleó hacia la zona iluminada por la luna, y el miedo invadió a Bran en una ola tan arrasadora que ni siquiera se le ocurrió desenvainar la espada de Hodor tal como había pensado, y de repente volvió a encontrarse en el suelo.

—¡Hodor, Hodor, Hodor! —rugía Hodor, como en el lago cada vez que brillaba un relámpago. Pero la criatura que había salido a la noche también gritaba y se debatía como un loco entre los pliegues de la red de Meera. Bran vio la lanza relampaguear en la oscuridad, y la criatura se tambaleó y cayó sin dejar de forcejear con la red. El aullido del pozo seguía resonando cada vez con más fuerza. La criatura negra del suelo se debatía y se agitaba.

—¡No, no, por favor, no! —chillaba.

Meera estaba de pie junto a él, la luz de la luna arrancaba destellos plateados de las púas de la fisga.

—¿Quién eres? —preguntó, imperiosa.

—Soy Sam —sollozó la criatura negra—. Sam, Sam, soy Sam, déjame, ¡me has pinchado!

Rodó en el claro de luz de luna sacudiendo los brazos para liberarse de los pliegues de la red de Meera.

—¡Hodor, Hodor, Hodor! —seguía gritando Hodor.

Sólo Jojen tuvo la serenidad de añadir unas cuantas astillas al fuego y soplar hasta que las llamas empezaron a crepitar de nuevo. Pronto tuvieron luz, y Bran vio a la muchachita pálida y delgada que había junto al brocal del pozo, toda envuelta en pieles y pellejos bajo una enorme capa negra, que trataba de calmar al bebé que llevaba en brazos. La criatura del suelo estaba intentando sacar un brazo de la red para desenvainar el cuchillo, pero los pliegues se lo impedían. No era ninguna bestia monstruosa, no era Hacha Demente rezumando sangre, sólo un hombre muy gordo vestido con ropas de lana negra, piel negra, cuero negro y cota de mallas negra.

—Es un hermano negro —dijo Bran—. Es de la Guardia de la Noche, Meera.

—¿Hodor? —Hodor se sentó en cuclillas para mirar al hombre de la red—. ¡Hodor! —gritó de nuevo.

—De la Guardia de la Noche, sí. —El hombre gordo seguía jadeando como un fuelle—. Soy un hermano de la Guardia. —Uno de los hilos de la malla se le había clavado bajo la papada y le obligaba a mirar hacia arriba, mientras que otros se le hundían profundos en las mejillas—. Soy un cuervo, por favor, sacadme de aquí.

—¿Eres el cuervo de tres ojos? —Bran lo miraba, sobresaltado. «No puede ser el cuervo de tres ojos.»

—Claro que no. —El hombre gordo puso los ojos en blanco, pero sólo tenía dos—. Sólo soy Sam. Samwell Tarly. ¡Sacadme de aquí, que esto duele!

Empezó a debatirse otra vez. Meera dejó escapar una exclamación despectiva.

—Deja de moverte así. Como me rompas la red te tiro al pozo. Quédate quieto, yo te desenredo.

—¿Quién eres tú? —preguntó Jojen a la niña del bebé.

—Elí —respondió—. Me lo pusieron por la flor, el alhelí. Ése es Sam. No teníamos intención de asustaros.

Meció al bebé, lo tranquilizó con susurros y por fin consiguió que dejara de llorar.

Meera estaba liberando de la red al rollizo hermano. Jojen se acercó al pozo para mirar hacia abajo.

—¿De dónde venís?

—Del Torreón de Craster —dijo la chica—. ¿Eres tú el que buscamos?

—¿El que buscáis? —preguntó Jojen, volviéndose hacia ella para mirarla.

—Él dijo que Sam no era el que buscaba —explicó—. Que había otro, nos contó. El que estaba buscando.

—¿Quién dijo eso? —inquirió Bran.

—Manosfrías —respondió Elí en voz baja.

Meera recogió un extremo de la red y el hombre gordo consiguió sentarse. Bran se dio cuenta de que estaba temblando y jadeaba sin aliento.

—También nos dijo que aquí habría gente —resopló—. En el castillo. Lo que no me imaginaba es que estaríais justo encima de la escalera. No me imaginaba que me ibais a tirar una red ni que me ibais a clavar una lanza en el estómago. —Se tocó la barriga con una mano enguantada—. ¿Estoy sangrando? No veo nada.

—No fue más que un golpecito para hacerte caer —replicó Meera—. Espera, que te lo miro. —Se arrodilló a su lado y le palpó en torno al ombligo—. ¡Pero si llevas cota de mallas! Ni siquiera me he acercado a la piel.

—Y qué, duele igual —se quejó Sam.

—¿De verdad eres un hermano de la Guardia de la Noche? —se asombró Bran.

Las papadas del hombre gordo temblaron cuando asintió. Tenía la piel muy pálida y floja.

—Aunque sólo soy un mayordomo. Antes cuidaba de los cuervos de Lord Mormont. —Por un momento pareció que se iba a echar a llorar—. Pero los perdí en el Puño. Fue culpa mía. También fue culpa mía que nos extraviáramos. No encontraba el Muro. Mide cien leguas de largo y más de doscientos metros de largo, ¡y no lo encontraba!

—Bueno, pues ya lo has encontrado —dijo Meera—. Levanta el trasero del suelo, tengo que recoger la red.

—¿Cómo habéis cruzado el Muro? —quiso saber Jojen mientras Sam se ponía en pie con esfuerzo—. ¿Es que el pozo lleva a un río subterráneo, habéis venido por ahí? Pero ni siquiera estáis mojados…

—Hay una puerta —dijo el rollizo Sam—. Una puerta oculta, tan vieja como el propio Muro. Él dijo que era la Puerta Negra.

Los Reed se miraron.

—¿Encontraremos esa puerta que dices en el fondo del pozo? —preguntó Jojen.

Sam sacudió la cabeza.

—No. Os tengo que llevar yo.

—¿Por qué? —preguntó Meera—. Si hay una puerta…

—No la encontraréis. Y aunque la encontrarais, no se abriría para vosotros. Es la Puerta Negra. —Sam se dio un tironcito de la raída lana negra de la manga—. Sólo la puede abrir un hombre de la Guardia de la Noche, nos lo dijo él. Un Hermano Juramentado. Con esas mismas palabras lo dijo.

—Él. —Jojen frunció el ceño—. ¿Ese… Manosfrías?

—No era su verdadero nombre —dijo Elí mientras mecía al bebé—. Es como lo llamábamos Sam y yo. Tenía las manos frías como el hielo, pero él y sus cuervos nos salvaron de los hombres muertos, nos trajo hasta aquí a lomos de su alce.

—¿Su alce? —dijo Bran, maravillado.

—¿Su alce? —dijo Meera, sobresaltada.

—¿Sus cuervos? —dijo Jojen.

—¿Hodor? —dijo Hodor.

—¿Era verde? —quiso saber Bran—. ¿Tenía astas?

—¿El alce? —El hombre gordo lo miró, confuso.

—Manosfrías —se impacientó Bran—. Los hombres verdes cabalgaban a lomos de alces, nos lo contaba siempre la Vieja Tata. Algunos además tenían astas.

—No era un hombre verde. Vestía de negro, como un hermano de la Guardia, pero estaba pálido como un espectro y tenía las manos tan heladas que al principio me dio miedo. Pero los espectros tienen los ojos azules y carecen de lengua, o quizá es que ya no saben utilizarla. —El hombre gordo se volvió hacia Jojen—. Os estará esperando. Tenemos que bajar. ¿Tenéis ropas abrigadas? En la Puerta Negra hace frío, y al otro lado del Muro todavía más. Vamos…

—¿Por qué no ha subido contigo? —Meera hizo un gesto en dirección a Elí y a su bebé—. Ellos han subido, ¿por qué él no? ¿Por qué no ha cruzado esa Puerta Negra?

—No… No puede.

—¿Por qué?

—Por el Muro. Dice que el Muro es mucho más que un montón de piedra y hielo. También está hecho de hechizos… hechizos antiguos, muy poderosos. No puede cruzar el Muro.

Se hizo un silencio denso en la cocina del castillo. Bran oía el crepitar tenue de las llamas, el susurro del viento que arrastraba las hojas en la noche, el crujido del esquelético arciano que tendía las ramas hacia la luna.

«Más allá de las puertas habitan monstruos, sí, y gigantes, y espectros —recordó que solía contarles la Vieja Tata—, pero mientras el Muro siga fuerte y en pie no pueden pasar. Así que duérmete, mi pequeño Brandon, mi muchachito. No tengas miedo de nada. Aquí no hay monstruos.»

—Yo no soy el que te han dicho que lleves —dijo Jojen Reed al gordo Sam, el de las ropas negras manchadas y deformes—. Es él.

—Ah. —Sam lo miró desde arriba con cierta inseguridad. Era posible que hasta entonces no se diera cuenta de que Bran estaba tullido—. No… No creo que tenga fuerzas para llevarte.

—Me puede llevar Hodor. —Bran señaló la cesta—. Yo me meto ahí y él me carga a la espalda.

Sam se lo había quedado mirando fijamente.

—Tú eres el hermano de Jon Nieve, el que se cayó…

—No —dijo Jojen—. El chico que tú dices está muerto.

—No se lo digas a nadie —suplicó Bran—. Por favor.

Por un momento Sam pareció confuso, pero acabó por asentir.

—Sé… Sé guardar un secreto. Elí también. —La miró y la chica asintió—. Jon… Jon también era mi hermano. Era el mejor amigo que he tenido jamás, pero salió de expedición con Qhorin Mediamano para explorar los Colmillos Helados y no regresaron. Los estábamos esperando en el Puño cuando… cuando…

—Jon está aquí —dijo Bran—. Verano lo vio. Estaba con unos salvajes, pero mataron a un hombre y Jon cogió su caballo y escapó. Seguro que se fue al Castillo Negro.

—¿Estás segura de que era Jon? —Sam miró a Meera con los ojos muy abiertos—. ¿Lo viste bien?

—Yo me llamo Meera —dijo la chica con una sonrisa—. Verano es…

Una sombra se separó de la cúpula derruida y saltó a través de la zona iluminada por la luna. Hasta con la pata herida el lobo cayó con la agilidad y silencio de un copo de nieve. Elí dejó escapar un gritito de miedo y abrazó a su bebé con tanta fuerza que empezó a llorar otra vez.

—No te hará daño —dijo Bran—. Éste es Verano.

—Jon me contó que todos teníais lobos. —Sam se quitó un guante—. Yo conocía a Fantasma. —Extendió una mano temblorosa de dedos blancos y blandos, gruesos como salchichas. Verano se acercó, se los olisqueó y le dio un lametón.

Fue entonces cuando Bran tomó la decisión.

—Iremos contigo.

—¿Todos? —se sorprendió Sam.

—Es nuestro príncipe —dijo Meera revolviéndole el pelo a Bran.

Verano dio unas cuantas vueltas en torno al pozo sin dejar de olisquear. Se detuvo junto al peldaño superior y miró a Bran.

«Quiere bajar.»

—¿Creéis que Elí se puede quedar aquí sola hasta que vuelva? —les preguntó Sam.

—No le pasará nada —le aseguró Meera—. Estará muy bien al lado de la hoguera.

—No hay nadie en el castillo —dijo Jojen.

Elí miró a su alrededor.

—Craster siempre nos contaba cosas de los castillos, pero no me imaginaba que fueran tan grandes.

«Esto no son más que las cocinas.» Bran no podía ni imaginarse qué le parecería Invernalia si alguna vez llegaba a ir allí.

Tardaron unos minutos en recoger sus cosas y meter a Bran en el cesto de mimbre que Hodor se cargó a la espalda. Mientras se preparaban para partir Elí empezó a amamantar a su bebé junto a la hoguera.

—¿Volverás a buscarme? —le dijo a Sam.

—En cuanto pueda —prometió él—. Luego iremos a algún sitio donde haga calor.

Al oír aquello una parte de Bran se preguntó qué estaba haciendo.

«¿Volveré a estar alguna vez en un sitio donde haga calor?»

—Bajo yo primero, que conozco el camino. —Sam titubeó un instante—. Es que hay tantos peldaños… —suspiró antes de iniciar el descenso.

Jojen lo siguió, después Verano y luego Hodor con Bran en la cesta. Meera iba la última, con la lanza y la red en la mano.

El descenso fue muy largo. La parte superior del pozo estaba iluminada por la luz de la luna, pero a medida que bajaban en espiral, la luz se iba haciendo más tenue y estaba más distante. Sus pisadas despertaban ecos en la piedra desnuda y el sonido del agua era cada vez más alto.

—¿No tendríamos que haber cogido antorchas? —preguntó Jojen.

—Enseguida se os acostumbrarán los ojos —respondió Sam—. Poned una mano en la pared para guiaros, así no os caeréis.

Con cada vuelta descendente el pozo era más oscuro y más frío. Cuando Bran alzó la vista hacia arriba la boca del pozo era apenas más grande que una media luna.

—Hodor —susurró Hodor.

Hodorhodorhodorhodorhodorhodor —susurró a su vez el pozo. El sonido del agua estaba más cerca, pero al mirar hacia abajo Bran sólo veía oscuridad.

Un par de giros más tarde, Sam se detuvo de repente. Estaba apenas un par de metros más abajo que Bran y Hodor, y aun así casi no se le veía. Lo que sí vio Bran fue la puerta. La Puerta Negra, había dicho Sam, pero en realidad no era negra.

Era de arciano blanco y tenía un rostro.

La puerta emitía un brillo de leche y luz de luna, tan tenue que apenas si tocaba nada que no fuera la propia puerta, ni siquiera a Sam, que estaba justo a su lado. El rostro era viejo y blanquecino, arrugado y encogido.

«Parece muerto. —La boca estaba cerrada, al igual que los ojos. Las mejillas estaban demacradas; la frente, marchita, y la barbilla, temblorosa—. Si un hombre pudiera vivir mil años y no morir nunca, pero seguir envejeciendo, tendría una cara como ésta.»

La puerta abrió los ojos.

También eran blancos, ciegos.

—¿Quiénes sois? —preguntó la puerta.

Quiénes-quiénes-quiénes-quiénes-quiénes —susurró el pozo.

—Soy la espada en la oscuridad —dijo Samwell Tarly—. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres.

—Pasad, pues —dijo la puerta.

Los labios se abrieron, se abrieron y se abrieron hasta que sólo quedó una enorme boca rodeada de un anillo de arrugas. Sam se hizo a un lado e indicó a Jojen que pasara delante. Lo siguió Verano, que lo iba olisqueando todo; luego fue el turno de Bran. Hodor se agachó, pero no lo suficiente. El labio superior de la puerta rozó la cabeza de Bran, una gota de agua le cayó encima y le corrió lenta por la nariz. Aunque pareciera extraño, estaba tibia y era salada como una lágrima.

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