CATELYN

Ser Desmond Grell había servido a la Casa Tully durante toda su vida. Cuando Catelyn nació, era escudero; cuando ella aprendía a caminar, a montar y a nadar, era caballero; y el día en que se casó, era maestro de armas. Había visto a la pequeña Cat de Lord Hoster convertirse en una joven, en la dama de un gran señor, en la madre de un rey…

«Y ahora también me ha visto convertirme en una traidora.»

Cuando se fue a la guerra, su hermano Edmure había nombrado a Ser Desmond castellano de Aguasdulces, por lo que le correspondía a él castigar su crimen. Para aliviar su incomodidad, había llevado consigo al mayordomo de Lord Hoster, el adusto Utherydes Wayn. Los dos hombres, de pie, la miraban; Ser Desmond fornido, ruborizado y avergonzado; Utherydes esquelético, adusto y melancólico. Cada cual esperaba que el otro comenzara a hablar.

«Han consagrado sus vidas al servicio de mi padre y se lo he pagado con la deshonra», pensó Catelyn con fatiga.

—Vuestros hijos… —dijo por fin Ser Desmond—. El maestre Vyman nos lo ha contado. Los pobres. Es espantoso, espantoso. Pero…

—Compartimos vuestra pena, mi señora —dijo Utherydes Wayn—. Todo Aguasdulces está de luto con vos, pero…

—Las noticias deben de haberos vuelto loca —intervino Ser Desmond—, la locura del dolor, la locura de una madre, los hombres lo entenderán. Vos no sabíais…

—Lo sabía —dijo Catelyn con firmeza—. Entendía qué estaba haciendo y sabía que era traición. Si no me castigáis, los hombres creerán que hemos estado en connivencia para liberar a Jaime Lannister. Soy la única responsable de este acto, y sólo yo debo responder por él. Ponedme los grilletes que ha dejado libres el Matarreyes y los llevaré con orgullo, si así es como debe ser.

—¿Grilletes? —El mero sonido de la palabra bastaba para estremecer al pobre Ser Desmond—. ¿A la madre del rey, a la hija de mi señor? Imposible.

—Pudiera ser —intervino el mayordomo Utherydes Wayn— que mi señora consienta en quedar confinada a sus habitaciones hasta el regreso de Ser Edmure. Un tiempo a solas para rezar por sus hijos asesinados.

—Confinada, sí —dijo Ser Desmond—. Confinada en una celda en la torre, con eso bastará.

—Si he de estar confinada que sea en los aposentos de mi padre para que pueda confortarlo en sus últimos días.

—Muy bien —aceptó Ser Desmond tras meditarlo un instante—. No careceréis de comodidades y se os tratará con cortesía, pero se os prohíbe recorrer el castillo. Visitad el sept cuando queráis, pero el resto del tiempo permaneced en los aposentos de Lord Hoster hasta el regreso de Lord Edmure.

—Como tengáis a bien. —Su hermano no era el señor mientras viviera su padre, pero Catelyn no lo corrigió—. Ponedme un guardia si es vuestra obligación, pero os doy mi palabra de que no intentaré escapar.

Ser Desmond asintió, satisfecho por haber terminado aquella desagradable tarea, pero Utherydes Wayn, con ojos tristes, vaciló un momento después de que el castellano se marchara.

—Habéis hecho algo muy grave, mi señora, pero en vano. Ser Desmond ha mandado a Ser Robin Ryger en su busca para traer de vuelta al Matarreyes o, en su defecto, su cabeza.

Catelyn no había esperado menos.

«Que el Guerrero dé fuerzas a tu espada, Brienne», imploró. Había hecho todo lo que había podido; lo único que le quedaba era la esperanza.

Trasladaron sus pertenencias al dormitorio de su padre, dominado por la gran cama con dosel en la que ella había nacido, la que tenía las columnas talladas con la forma de una trucha saltarina. Habían llevado a su padre medio piso más abajo y habían situado el lecho del moribundo frente al balcón triangular que se abría hacia sus propiedades y desde donde podía ver los ríos que siempre había amado.

Lord Hoster dormía cuando Catelyn entró, así que salió al balcón y se quedó allí de pie, con una mano sobre la balaustrada de piedra áspera. Más allá del castillo, el rápido Piedra Caída confluía con el plácido Forca Roja, y se divisaba un gran tramo río abajo.

«Si viene una vela a rayas desde el este, será Ser Robin que regresa.» Por el momento, la superficie del agua estaba desierta. Dio gracias a los dioses por ello y volvió dentro para sentarse con su padre.

Catelyn no sabía si Lord Hoster se daba cuenta de que ella estaba allí ni si su presencia lo aliviaba, pero a ella la confortaba estar con él.

«¿Qué dirías si conocieras mi crimen, padre? —se preguntó—. ¿Habrías hecho lo mismo si Lysa y yo estuviéramos en manos de nuestros enemigos? ¿O también me condenarías y lo llamarías la locura de una madre?»

En aquella habitación olía a muerte; era un olor denso, dulzón, infecto y pegajoso. Le recordaba a los hijos que había perdido, a su dulce Bran y a su pequeño Rickon, asesinados a manos de Theon Greyjoy, que había sido pupilo de Ned. Todavía guardaba luto por Ned, siempre guardaría luto por Ned, pero que le quitaran también a sus pequeños…

—Perder a un hijo es cruel y monstruoso —susurró muy quedo, más para sí que para su padre.

Lord Hoster abrió los ojos.

—Atanasia —susurró con voz llena de sufrimiento.

«No me reconoce.» Catelyn se había habituado a que la confundiera con su madre o su hermana Lysa, pero Atanasia era un nombre que le resultaba desconocido.

—Soy Catelyn —dijo—. Soy Cat, padre.

—Perdóname… la sangre… Por favor… Atanasia…

¿Habría existido otra mujer en la vida de su padre? ¿Quizá alguna doncella aldeana a la que habría perjudicado cuando era joven?

«¿Habrá hallado consuelo entre los brazos de alguna moza de servicio después de morir mi madre?» Era una idea extraña, inquietante. De repente, se sintió como si no conociera en absoluto a su padre.

—¿Quién es Atanasia, mi señor? ¿Quieres que la haga venir, padre? ¿Dónde puedo encontrarla? ¿Está viva todavía?

—Muerta —dijo Lord Hoster con un gemido. Su mano buscó la de ella—. Tendrás otros… bebés preciosos y legítimos.

«¿Otros? —pensó Catelyn—. ¿Habrá olvidado que Ned ha muerto? ¿Aún habla con Atanasia, o ahora es conmigo, o con Lysa, o con mi madre?»

Cuando el anciano tosió, sus esputos eran sanguinolentos. Se aferró a los dedos de su hija.

—Sé una buena esposa y los dioses te bendecirán… hijos, hijos legítimos… Aaah.

El súbito espasmo de dolor hizo que la mano de Lord Hoster se cerrara con más fuerza. Sus uñas se clavaron en la mano de Catelyn, que dejó escapar un grito sordo.

El maestre Vyman acudió enseguida para preparar otra dosis de leche de la amapola y ayudar a su señor a beberla. Al poco tiempo, Lord Hoster Tully volvió a sumirse en un sueño profundo.

—Ha preguntado por una mujer —dijo Catelyn—. Atanasia.

—¿Atanasia? —El maestre la miró con ojos ausentes.

—¿No conocéis a nadie con ese nombre? ¿Una chica de la servidumbre, una mujer de alguna aldea cercana? ¿Quizá alguien de hace años? —Catelyn había estado mucho tiempo fuera de Aguasdulces.

—No, mi señora. Si queréis, puedo indagar. Sin duda, Utherydes Wayn sabrá si una persona con ese nombre ha servido en Aguasdulces. ¿Habéis dicho Atanasia? Con frecuencia la gente del pueblo pone a sus hijas nombres de flores y plantas. —El maestre quedó pensativo un instante—. Había una viuda… Recuerdo que solía venir al castillo en busca de zapatos viejos que necesitaran suelas nuevas. Se llamaba Atanasia, ahora que lo pienso. ¿O sería Anastasia? Era algo así. Pero hace muchos años que no viene…

—Se llamaba Violeta —dijo Catelyn, que recordaba perfectamente a la anciana.

—¿De veras? —El maestre pareció abochornado—. Os pido perdón, Lady Catelyn, pero no puedo quedarme. Ser Desmond ha ordenado que sólo hablemos con vos cuando lo exijan nuestros deberes.

—En ese caso, cumplid sus órdenes.

Catelyn no podía desaprobar la actitud de Ser Desmond; le había dado pocas razones para confiar en ella, y sin duda temía que tratara de aprovechar la lealtad que muchas personas en Aguasdulces sentirían aún hacia la hija de su señor para llevar a cabo otra calamidad.

«Al menos, me he librado de la guerra —se dijo para sus adentros—, aunque sea por poco tiempo.»

Tras la marcha del maestre, se puso una capa de lana y volvió a salir al balcón. La luz del sol se reflejaba en los ríos y doraba la superficie de las aguas que corrían más allá del castillo. Catelyn se protegió los ojos del resplandor y buscó una vela distante con miedo a divisarla. Pero no había nada y eso significaba que aún podía albergar esperanzas.

Estuvo todo el día vigilando hasta bien entrada la noche cuando las piernas comenzaron a dolerle por permanecer de pie. A últimas horas de la tarde llegó un cuervo al castillo, agitando sus enormes alas negras hasta posarse en la pajarera. «Alas negras, palabras negras», pensó, recordando el último pájaro que había llegado y el horror que había traído consigo.

El maestre Vyman regresó a la puesta del sol para atender a Lord Tully y llevarle a Catelyn una cena parca: pan, queso y carne cocida con rábano picante.

—He hablado con Utherydes Wayn, mi señora. Está completamente seguro de que ninguna mujer llamada Atanasia ha trabajado en Aguasdulces durante su servicio.

—Hoy ha llegado un cuervo, lo he visto. ¿Han atrapado de nuevo a Jaime?

«¿O lo han matado? No lo quieran los dioses.»

—No, mi señora, no hemos tenido noticia alguna del Matarreyes.

—¿Se trata entonces de otra batalla? ¿Está Edmure en aprietos? ¿O Robb? Por favor, tened misericordia, calmad mis temores.

—Mi señora, no debo… —Vyman miró a su alrededor como para cerciorarse de que no había nadie más en la recámara—. Lord Tywin ha abandonado las tierras de los ríos. Todo está tranquilo en los vados.

—Entonces, ¿de dónde vino el cuervo?

—Del oeste —respondió, ocupado con la ropa de cama de Lord Hoster y evitando mirarla a los ojos.

—¿Eran noticias de Robb?

—Sí, mi señora —dijo, tras una vacilación.

—Algo anda mal. —Catelyn lo sabía por la actitud del hombre; era evidente que le ocultaba algo—. Decídmelo. ¿Se trata de Robb? ¿Está herido?

«Muerto no, sed benévolos, dioses, que no me diga que ha muerto.»

—Hirieron a Su Alteza en el asalto al Risco —dijo el maestre Vyman, aún evasivo—, pero escribe que no es motivo de preocupación y que espera regresar pronto.

—¿Herido? ¿Cómo? ¿Es grave?

—Ha escrito que no es motivo de preocupación.

—Toda herida me preocupa. ¿Lo están cuidando?

—Estoy seguro. El maestre del Risco lo atenderá, no me cabe la menor duda.

—¿Dónde lo hirieron?

—Mi señora, tengo órdenes de no hablar con vos. Lo siento.

Vyman recogió sus pociones y salió presuroso, y una vez más Catelyn quedó a solas con su padre. La leche de la amapola había surtido efecto, y Lord Hoster dormía profundamente. De la comisura de los labios le manaba un hilillo de saliva que descendía hasta humedecer la almohada. Catelyn tomó un paño de lino y lo secó con delicadeza. Al sentir el roce, Ser Hoster gimió.

—Perdóname —dijo, con voz tan queda que apenas si pudo distinguir las palabras—, Atanasia… sangre… la sangre… que los dioses sean misericordiosos…

Sus palabras la perturbaron más de lo que podía expresar, aunque no entendía nada.

«Sangre —pensó—. ¿Es que al final todo se reduce a sangre? Padre, ¿quién era esta mujer y qué le hiciste que tanto necesitas su perdón?»

Aquella noche Catelyn durmió muy mal, acosada por sueños imprecisos sobre sus hijos, los perdidos y los muertos. Mucho antes de la aurora se despertó con las palabras de su padre resonándole en los oídos. «Bebés preciosos y legítimos…» Por qué iba a decir eso, a no ser… ¿Acaso era padre de un bastardo de esa mujer, de Atanasia? No podía creerlo. De su hermano Edmure, sí; no le habría sorprendido saber que Edmure tenía una docena de hijos naturales. Pero su padre, no, Lord Hoster Tully, no, nunca.

«¿Podría ser que llamara a Lysa con ese nombre, Atanasia, de la misma manera que a mí me llamaba Cat?» En ocasiones anteriores, Lord Hoster la había confundido con su hermana. «Tendrás otros —había dicho—. Bebés preciosos y legítimos.» Lysa había abortado en cinco ocasiones, dos en el Nido de Águilas y tres en Desembarco del Rey… pero ninguna en Aguasdulces, donde Lord Hoster hubiera estado cerca de ella para consolarla.

«Ninguna. A no ser… a no ser que aquella primera vez estuviera preñada…»

Ella y su hermana se habían casado el mismo día y quedaron al cuidado de su padre cuando sus maridos recién estrenados se marcharon a unirse a la rebelión de Robert. Posteriormente, cuando no tuvieron el período en el momento adecuado, Lysa había hablado con alegría de los niños que seguramente llevaban en el vientre.

—Tu hijo será el heredero de Invernalia, y el mío de Nido de Águilas. Qué maravilla, serán los mejores amigos del mundo, como tu Ned y Lord Robert. De verdad, serán más hermanos que primos, estoy segura.

«Estaba tan contenta…»

Pero la sangre de Lysa había fluido poco tiempo después y toda su alegría se desvaneció. Catelyn siempre pensó que Lysa sólo había tenido un pequeño retraso, pero si hubiera estado preñada…

Recordó la primera vez que había puesto a Robb en los brazos de su hermana. Pequeño, con la cara roja y llorón, pero fuerte y lleno de vida. Tan pronto Catelyn dejó el bebé en los brazos de Lysa, el rostro de su hermana se llenó de lágrimas. Súbitamente, devolvió el bebé a Catelyn y se marchó corriendo.

«Si hubiera perdido un hijo antes, eso podría explicar las palabras de mi padre y muchas otras cosas…» El matrimonio de su hermana con Lord Arryn había sido acordado a toda prisa, y por aquel entonces Jon era ya mayor, más viejo que su padre. «Un hombre viejo sin herederos.» Sus dos primeras esposas no le habían dado hijos, su sobrino había sido asesinado junto a Brandon Stark en Desembarco del Rey y su galante primo había caído en la batalla de las Campanas. Necesitaba una esposa joven si quería que la Casa Arryn perdurara… «Una esposa joven, que se supiera que era fértil.»

Catelyn se levantó, se puso una túnica y bajó los peldaños hasta el balcón a oscuras para detenerse ante su padre. La embargaba una sensación de terror sin paliativos.

—Padre —dijo—, padre, sé lo que hiciste.

Ya no era una novia inocente con la cabeza llena de sueños. Era viuda, traidora, madre doliente y era sabia, había vivido mucho.

—Lo obligaste a casarse con ella —susurró—. Lysa era el precio que Jon Arryn tuvo que pagar por las espadas y lanzas de la Casa Tully.

No era de extrañar que el matrimonio de su hermana hubiera carecido de amor. Los Arryn eran orgullosos, muy celosos de su honor. Lord Jon podía casarse con Lysa para vincular a los Tully a la causa de la rebelión y con la esperanza de tener un hijo, pero para él debió de ser duro amar a una mujer que llegaba a su lecho deshonrada y de mala gana. Habría sido bondadoso, sin duda; cumplidor, sí; pero Lysa necesitaba calor.

Al día siguiente, después de desayunar, Catelyn pidió papel y pluma, y comenzó a redactar una carta para su hermana que estaba en el Valle de Arryn. Habló a Lysa sobre Bran y Rickon, aunque le costó mucho encontrar las palabras, pero más que nada le habló de su padre.

Piensa constantemente en el mal que te hizo, ahora que se le acaba el tiempo. El maestre Vyman dice que no se atreve a preparar la leche de la amapola más fuerte. Ya es hora de que nuestro padre dé reposo a su espada y su escudo. Es hora de que descanse. Pero él sigue peleando sin rendirse, no cederá. Creo que es por ti. Necesita tu perdón. La guerra ha hecho que sea peligroso viajar por tierra desde el Nido de Águilas hasta Aguasdulces, lo sé, pero seguramente un gran destacamento de caballeros podría traerte sana y salva por las Montañas de la Luna, ¿no crees? ¿Cien hombres o tal vez mil? Y si no puedes venir, ¿no podrías escribirle al menos? Unas pocas palabras de amor, para que pueda morir en paz. Escribe lo que quieras, y yo se lo leeré, para hacerle más fácil la partida.

Incluso mientras dejaba la pluma a un lado y pedía cera para sellar la carta, Catelyn se daba cuenta de que la misiva no era gran cosa y de que, posiblemente, llegaría tarde. El maestre Vyman no creía que Lord Hoster aguantara el tiempo suficiente para que un cuervo volara hasta el Nido de Águilas y regresara. «Aunque ha dicho lo mismo en varias ocasiones.» Los hombres de la Casa Tully no se rendían con facilidad, se enfrentaran a lo que se enfrentasen. Tras entregar el sobre lacrado al cuidado del maestre, Catelyn fue al sept y encendió una vela al Padre Supremo por su propio padre, una segunda a la Vieja, que había llevado el primer cuervo al mundo cuando escudriñó a través de la puerta de la muerte, y una tercera a la Madre, por Lysa y por todos los hijos que ambas habían perdido.

Más tarde, aquel mismo día, mientras estaba sentada con un libro a la vera de Lord Hoster, leyendo el mismo pasaje una y otra vez, oyó el sonido de voces muy altas y el toque de una trompeta.

«Ser Robin», pensó enseguida, asustada. Fue al balcón, pero en los ríos no se veía nada. De todos modos, se oían cada vez con más claridad las voces que venían de fuera, el ruido de muchos caballos, el sonido metálico de las armaduras y de vez en cuando algunos vítores. Catelyn subió la escalera de caracol hasta la azotea de la torre. «Ser Desmond no me prohibió ir a la azotea», se dijo mientras ascendía.

Los sonidos procedían del punto más alejado del castillo, junto a la puerta principal. Un grupo de hombres estaba detenido al otro lado del rastrillo, que se alzaba a trompicones, y en los campos más allá del castillo había varios centenares de jinetes. Cuando el viento soplaba, hacía tremolar los estandartes, y Catelyn tembló de alivio al divisar la trucha saltarina de Aguasdulces.

«Edmure.»

Pasaron dos horas antes de que su hermano considerase oportuno ir a verla. Para entonces, el castillo se estremecía con el sonido de reencuentros ruidosos, mientras los hombres abrazaban a las mujeres y niños que habían dejado atrás. Tres cuervos habían partido de la pajarera, con las alas negras batiendo el aire al emprender el vuelo. Catelyn los contempló desde el balcón de su padre. Se lavó el cabello, se cambió de ropa y se preparó para oír los reproches de su hermano… A pesar de todo, la espera fue dura.

Cuando escuchó por fin ruidos al otro lado de su puerta, se sentó y cruzó las manos sobre el regazo. Las botas, las esquinelas y el jubón de Edmure estaban cubiertos de cieno rojo seco. Al verlo nadie habría dicho que había ganado la batalla. Estaba flaco y desmejorado, con las mejillas pálidas, la barba descuidada y los ojos demasiado brillantes.

—Edmure, tienes mal aspecto —dijo Catelyn, preocupada—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Han cruzado el río los Lannister?

—Los he rechazado. A Lord Tywin, a Gregor Clegane, a Addam Marbrand, los he hecho retroceder. En cambio, Stannis… —Hizo una mueca.

—¿Stannis? ¿Qué le ha pasado a Stannis?

—Perdió la batalla en Desembarco del Rey —dijo Edmure con tristeza—. Su flota ardió y su ejército fue aniquilado.

Una victoria de los Lannister era cosa grave, pero Catelyn no podía compartir la evidente desesperación de su hermano. Todavía tenía pesadillas con la sombra que había visto deslizarse en el pabellón de Renly y la manera en que la sangre había brotado a través del acero del gorjal.

—Stannis no era más amigo nuestro que Lord Tywin.

—No lo entiendes. Altojardín se ha decantado por Joffrey. Dorne, igual. Todo el sur. —Se le tensó la boca—. Y a ti se te ocurre soltar al Matarreyes. No tenías derecho.

—Tenía el derecho de una madre —dijo con voz serena, aunque las noticias sobre Altojardín eran un golpe terrible a las expectativas de Robb. Pero no podía pararse a pensar en aquello.

—No tenías derecho —repitió Edmure—. Era el cautivo de Robb, el prisionero de tu rey, y Robb me encomendó que lo mantuviera a salvo.

—Brienne lo mantendrá a salvo. Lo juró sobre su espada.

—¿Esa mujer?

—Llevará a Jaime a Desembarco del Rey y nos traerá de vuelta a Arya y Sansa, sanas y salvas.

—Cersei no las entregará jamás.

—No se trata de Cersei. Es cosa de Tyrion. Lo juró ante toda la corte. Y el Matarreyes también lo juró.

—La palabra de Jaime no vale nada. Y, con respecto al Gnomo, dicen que durante la batalla recibió un hachazo en la cabeza. Estará muerto antes de que tu Brienne llegue a Desembarco del Rey, si es que llega.

—¿Muerto? —«¿Cómo pueden ser tan implacables los dioses?» Había hecho que Jaime jurara cien veces, pero todas sus esperanzas residían en la promesa de su hermano.

—Jaime estaba a mi cargo y estoy dispuesto a recuperarlo —dijo Edmure, inconmovible ante la congoja de Catelyn—. He enviado cuervos…

—¿Cuervos? ¿A quién? ¿Cuántos?

—Tres —dijo—, para cerciorarme de que el mensaje llega a Lord Bolton. Por río o por tierra, el camino desde Aguasdulces hasta Desembarco del Rey pasa necesariamente cerca de Harrenhal.

—Harrenhal. —El mero sonido de la palabra pareció oscurecer la habitación. El horror enturbiaba la voz de Catelyn cuando añadió—: Edmure, ¿sabes qué has hecho?

—No tengas miedo, no he hablado de tu participación. Escribí que Jaime había escapado y ofrecí mil dragones por su captura.

«Peor que peor —pensó Catelyn, desesperada—. Mi hermano es un idiota.» Las lágrimas inoportunas, indeseadas, le llenaron los ojos.

—Si se considera una fuga —dijo con voz queda—, y no un intercambio de rehenes, ¿por qué iban los Lannister a entregar mis hijas a Brienne?

—No se llegará a eso nunca. Nos devolverán al Matarreyes, me he asegurado de ello.

—Lo único de que te has asegurado es de que nunca más volveré a ver a mis hijas. Brienne hubiera podido llevarlo a salvo a Desembarco del Rey… siempre que nadie les estuviera dando caza. Pero ahora… —Catelyn no podía continuar—. Déjame, Edmure. —No tenía derecho a darle órdenes allí, en el castillo que pronto sería suyo, pero su tono de voz no toleraba discusión—. Déjame con mi padre y con mi pena, no tengo nada más que decirte. Vete, vete.

Lo único que quería era acostarse, cerrar los ojos y dormir, y rezar para no soñar nada.

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