DAENERYS

Sobre las serenas aguas azules se difundía el toque lento y rítmico de los tambores y el chapoteo suave de los remos de las galeras. La enorme coca gemía siguiendo su estela, arrastrada por gruesos cabos muy tensos. Las velas de la Balerion colgaban inermes, como abandonadas en los mástiles. De todos modos, mientras estaba de pie en el castillo de proa contemplando cómo sus dragones se perseguían mutuamente por el cielo azul sin una nube, Daenerys Targaryen se sentía más feliz que nunca.

Sus dothrakis llamaban al mar «agua envenenada», porque desconfiaban de todo líquido que sus caballos no pudieran beber. El día en que las tres naves levaron anclas en Qarth, cualquiera habría dicho que ponían proa al infierno y no a Pentos. Sus valientes y jóvenes jinetes de sangre miraban la línea de la costa, cada vez más lejana, con los ojos muy abiertos, decididos los tres a no mostrar miedo en presencia de los demás, mientras sus doncellas Irri y Jhiqui se agarraban con desesperación a los pasamanos y vomitaban por la borda a cada leve oscilación. El resto del pequeño khalasar de Dany permanecía bajo cubierta, prefiriendo la compañía de sus nerviosas cabalgaduras al horripilante mundo sin tierra en torno a las naves. Cuando una galerna repentina los sacudió a los seis días de viaje, ella los oyó por las escotillas; los caballos relinchaban y daban coces, los jinetes rezaban con voces trémulas cada vez que la Balerion se alzaba o se hundía.

No había galerna que pudiera asustar a Dany. Daenerys de la Tormenta la llamaban, porque había venido al mundo aullando en la distante Rocadragón, mientras se desencadenaba fuera la peor tormenta en la memoria de los habitantes de Poniente, una tormenta tan feroz que había arrancado gárgolas de las paredes del castillo y había hecho astillas la flota de su padre.

Las tempestades azotaban el mar Angosto con frecuencia, y Dany lo había cruzado medio centenar de veces en su niñez, cuando huía de una Ciudad Libre a otra, medio paso por delante de los cuchillos de los mercenarios enviados por el Usurpador. Amaba el mar. Le gustaba el olor penetrante y salado del aire y la inmensidad del horizonte infinito, limitado sólo por la bóveda de cielo azul que lo cubría. La hacía sentirse diminuta, pero también libre. Le gustaban los delfines que a veces nadaban junto a la Balerion, cortando las aguas como lanzas plateadas, y los peces voladores que divisaban de vez en cuando. Hasta le gustaban los marinos, con todas sus canciones e historias. Una vez, en un viaje a Braavos, mientras contemplaba cómo la tripulación luchaba con una enorme vela verde al comienzo de una galerna, había llegado a pensar qué maravilloso sería ser marino. Pero cuando se lo contó a su hermano, Viserys le retorció el cabello hasta hacerla gemir.

—Eres de la sangre del dragón —le había gritado—. Del dragón, no de ningún pez de mierda.

«Con respecto a eso, como a tantas otras cosas, era un imbécil —pensó Dany—. Si hubiera sido más sabio y más paciente, sería él quien estaría navegando hacia el oeste para tomar posesión del trono que le pertenecía por derecho.»

Finalmente se había dado cuenta de que Viserys había sido estúpido y malvado; aun así a veces lo echaba de menos. No al hombre cruel y débil en que se había convertido en los últimos tiempos, sino al hermano que alguna vez le leyó cuentos por las noches y que le permitió resguardarse en su cama, al niño que le contaba historias sobre los Siete Reinos y hablaba de lo maravillosas que serían sus vidas cuando fuese rey.

El capitán apareció a su lado.

—Ojalá esta Balerion pudiera volar, igual que el dragón que le dio nombre, Alteza —dijo en valyrio vulgar, muy marcado por el acento de Pentos—. Así no tendríamos que remar, ni ir a remolque, ni rezar para que sople el viento, ¿verdad?

—Muy cierto, capitán —respondió ella con una sonrisa, complacida por haberse ganado a aquel hombre.

El capitán Groleo era un anciano pentoshi, como su señor, Illyrio Mopatis, y se había puesto nervioso como una doncella al saber que en su barco viajarían tres dragones. Cincuenta cubos de agua de mar colgaban todavía de las bordas para prevenir incendios. Al principio, Groleo había querido que los dragones estuvieran enjaulados, y Dany había dado su consentimiento para aliviar los temores del capitán, pero el sufrimiento de los animales era tan palpable que pronto cambió de idea e insistió en que los liberaran.

En aquellos momentos hasta el capitán Groleo estaba satisfecho de ello. Hubo un pequeño incendio que extinguieron con facilidad; pero en compensación en la Balerion había muchas menos ratas que antes, cuando navegaba bajo el nombre de Saduleon. Y la tripulación, que al principio había sentido tanto miedo como curiosidad, comenzó a mostrar un orgullo extraño y feroz de «sus» dragones. A cada uno de ellos, desde el capitán hasta el pinche de cocina, les encantaba ver cómo volaban los tres… pero a ninguno tanto como a Dany.

«Son mis hijos —pensó—, y si la maegi dijo la verdad, son los únicos niños que tendré en toda mi vida.»

Las escamas de Viserion eran del color de la crema fresca, y sus cuernos, los huesos de las alas y la cresta dorsal eran de un oro viejo que lanzaba brillantes destellos metálicos al sol. Rhaegal estaba hecho del verde del verano y el bronce del otoño. Planeaban sobre las naves describiendo grandes círculos, cada vez más alto, cada uno tratando de sobrepasar al otro.

Los dragones preferían atacar siempre desde arriba, según había aprendido Dany. Cuando uno de ellos lograba interponerse entre el otro y el sol, recogía las alas y descendía en picado con un chillido, y ambos caían desde el cielo, enredados en una gran bola de escamas, lanzándose mordiscos y dando latigazos con la cola. La primera vez que lo hicieron Dany temió que estuvieran tratando de matarse, pero no era más que un juego. En cuanto tocaban la superficie del agua se separaban y ascendían de nuevo entre chillidos y siseos, mientras el agua de mar se les escapaba de los cuerpos en forma de vapor y las alas se aferraban al aire. Drogon también se mantenía en lo alto, aunque no a la vista; estaría a varios kilómetros por delante o por detrás, cazando.

Su Drogon siempre tenía hambre.

«Come mucho y crece deprisa. Dentro de un año, de dos como mucho, será tan grande que podré montar sobre él. Y entonces no necesitaré naves para cruzar el gran mar salado.»

Pero ese momento aún no había llegado. Rhaegal y Viserion eran del tamaño de perros pequeños. Drogon era apenas un poco más grande, y cualquier perro pesaba más que ellos; eran todo alas, cuello y cola, más ligeros de lo que parecían. Y por lo tanto Daenerys Targaryen debía confiar en la madera, el viento y la lona para que la llevaran a casa.

La madera y la lona le habían servido muy bien hasta el momento, pero el viento impredecible se había vuelto traidor. Durante seis días y seis noches había reinado la calma, y a la llegada del séptimo día no había ni asomo de brisa que hinchara las velas. Afortunadamente, dos de las naves que el magíster Illyrio había mandado en su busca eran galeras comerciales, con doscientos remos cada una y tripulaciones de remeros con fuertes brazos para manejarlos. Pero la gran nave Balerion era muy diferente: un poderoso casco de anchas vigas con mástiles inmensos y enormes velas, pero indefensa en la calma. La Vhagar y la Meraxes habían tirado cabos para remolcarla, pero con eso sólo conseguían avanzar con torturante lentitud. Las tres naves estaban repletas de gente y llevaban mucha carga.

—No veo a Drogon —dijo Ser Jorah Mormont cuando se reunió con ella en el castillo de proa—. ¿Se ha extraviado de nuevo?

—Nosotros somos los extraviados, ser. A Drogon le disgusta este lento avance tanto como a mí.

Más atrevido que los otros dos, su dragón negro había sido el primero en probar las alas encima del agua, el primero en volar de una nave a otra, el primero en perderse dentro de una nube pasajera… y el primero en matar. Los peces voladores, tan pronto rompían la superficie del agua, se veían envueltos en una llamarada, atrapados y engullidos.

—¿Qué tamaño tendrá cuando termine de crecer? —preguntó Dany con curiosidad—. ¿Lo sabéis?

—En los Siete Reinos se cuentan historias sobre dragones tan grandes que eran capaces de sacar un kraken gigante del mar.

—Sería un espectáculo digno de verse —dijo Dany riéndose.

—No es más que una leyenda, khaleesi —dijo su caballero exiliado—. También habla de sabios dragones ancianos que viven mil años.

—Bien, pero ¿cuántos años vive un dragón? —Dany levantó la vista en el momento en que Viserion bajó en picado, casi rozó la nave y remontó aleteando lentamente y agitando las velas inermes.

—El tiempo natural de vida de un dragón es varias veces más largo que el de un hombre —respondió Ser Jorah encogiéndose de hombros—, o al menos eso es lo que dicen las canciones… pero los dragones más conocidos en los Siete Reinos fueron los de la Casa Targaryen. Los criaban para la guerra, y en la guerra perecían. No es nada fácil matar a un dragón, pero tampoco es imposible.

Balerion el Terror Negro tenía doscientos años cuando murió durante el reinado de Jaehaerys el Conciliador —dijo volviéndose hacia ellos el escudero Barbablanca, que estaba de pie junto al mascarón de proa y se apoyaba con la mano delgada en un largo bastón de madera dura—. Era tan grande que podía tragarse un uro entero. Un dragón no deja nunca de crecer, Alteza, siempre que tenga alimento y libertad.

Su nombre era Arstan, pero Belwas el Fuerte lo había llamado Barbablanca debido a sus patillas y bigotes encanecidos, y ya casi todo el mundo lo llamaba así. Era más alto que Ser Jorah aunque no tan musculoso; tenía ojos de color azul claro y una larga barba blanca como la nieve y fina como la seda.

—¿Libertad? —preguntó Dany con curiosidad—. ¿Qué queréis decir?

—En Desembarco del Rey, vuestros antepasados construyeron un inmenso castillo con una cúpula para sus dragones. Se llama Pozo Dragón. Aún se yergue en la cima de la colina de Rhaenys, aunque en la actualidad está en ruinas. Allí vivían los dragones reales en tiempos remotos, y era un edificio cavernoso, con puertas de hierro tan anchas que treinta caballeros podían entrar por ellas a la vez, hombro con hombro. Pero, a pesar de ello, ninguno de los dragones del pozo llegó a alcanzar las dimensiones de sus ancestros. Los maestres dicen que era a causa de las paredes que los rodeaban y de la cúpula que tenían sobre sus cabezas.

—Si las paredes nos hicieran pequeños —dijo Ser Jorah—, los campesinos serían diminutos y los reyes serían grandes como gigantes. He visto hombres corpulentos nacidos en chozas, y enanos que habitaban en castillos.

—Los hombres son los hombres —replicó Barbablanca—, y los dragones son dragones.

—Una idea muy profunda —replicó Ser Jorah con una risa despectiva. El caballero exiliado no sentía ningún aprecio por el anciano y lo había manifestado desde el primer día—. ¿Y qué sabéis vos de dragones?

—Bastante poco, es verdad. Pero serví durante un tiempo en Desembarco del Rey, en los días en que el rey Aerys ocupaba el Trono de Hierro y caminaba bajo las calaveras de dragones que colgaban de las paredes del salón del trono.

—Viserys me habló de esas calaveras —dijo Dany—. El Usurpador las retiró y las ocultó. No podía resistir que lo mirasen cuando se sentaba en su trono robado. —Se acercó a Barbablanca—. ¿Visteis alguna vez a mi real padre?

El rey Aerys II había muerto antes del nacimiento de su hija.

—Tuve ese gran honor, Alteza.

—¿Lo considerabais bueno y gentil? —Dany tomó al anciano por el brazo.

Barbablanca hizo un esfuerzo para ocultar sus sentimientos, pero estaban allí, expuestos en su rostro.

—Su Alteza era… agradable en general.

—¿En general? —Dany sonrió—. Pero ¿no siempre?

—Podía ser muy duro con los que consideraba sus enemigos.

—Un hombre sabio nunca se enemista con un rey —dijo Dany—. ¿También conocisteis a mi hermano Rhaegar?

—Se decía que ningún hombre llegó nunca a conocer a fondo al príncipe Rhaegar. Tuve el privilegio de verlo en un torneo, y con frecuencia lo oí tocar su arpa de cuerdas de plata.

—Junto a otros mil en alguna fiesta de la cosecha —intervino Ser Jorah riéndose, burlón—. Ahora diréis que fuisteis su escudero.

—No pretendo semejante cosa, ser. Myles Mooton era el escudero del príncipe Rhaegar, y lo sustituyó Richard Lonmouth. Cuando se ganaron sus espuelas, el propio príncipe los armó caballeros y ellos siguieron siendo sus compañeros más allegados. También el joven Lord Connington compartía el aprecio del príncipe, aunque su mejor amigo era Arthur Dayne.

—¡La Espada del Amanecer! —dijo Dany, encantada—. Viserys solía hablar de su maravillosa espada blanca. Decía que Ser Arthur era el único caballero del reino que podía igualarse a nuestro hermano.

—No me corresponde poner en duda las palabras del príncipe Viserys —dijo Barbablanca inclinando la cabeza.

—Del rey —lo corrigió Dany—. Fue rey, aunque no reinó. Viserys, el tercero de su nombre. Pero ¿qué queréis decir? —La respuesta del hombre no era la que ella hubiera esperado—. Ser Jorah dijo una vez que Rhaegar era el último dragón. Tenía que ser un guerrero sin par para que lo llamaran así, ¿no es verdad?

—Vuestra Alteza —dijo Barbablanca—, el príncipe de Rocadragón fue un guerrero muy poderoso, pero…

—Continúa —lo instó Dany—. Puedes hablarme con total libertad.

—Como ordenéis. —El anciano se apoyó en su bastón y levantó una ceja—. Un guerrero sin par… son unas palabras muy bellas, Vuestra Alteza, pero las palabras no ganan batallas.

—Las espadas ganan batallas —dijo Ser Jorah con brusquedad—. Y el príncipe Rhaegar sabía cómo usar una espada.

—Lo sabía, ser. Pero… he visto cien torneos y más guerras de las que hubiera deseado, y no importa cuán fuerte, rápido o hábil pueda ser un caballero, siempre hay otros que se le equiparan. Un hombre puede ganar un torneo y caer rápidamente en el siguiente. Un resbalón en la hierba puede significar la derrota, al igual que lo que se ha cenado la noche anterior. Un cambio del viento puede traer el regalo de la victoria. —Miró a Ser Jorah—. O el favor de una dama anudado en torno al brazo.

—Cuidado con lo que decís, anciano. —El rostro de Mormont se había ensombrecido.

Dany sabía que Arstan había visto combatir a Ser Jorah en Lannisport, en el torneo que Mormont había ganado con la prenda de una dama anudada en torno al brazo. También había ganado la dama: Lynesse, de la Casa Hightower, su segunda esposa, de noble cuna y muy bella… pero ella lo había abandonado en la ruina, y en ese momento su recuerdo le resultaba muy amargo.

—Sed amable, mi caballero. —Puso una mano sobre el brazo de Jorah—. Arstan no tenía ninguna intención de ofenderos, estoy segura.

—Como digáis, khaleesi —en la voz de Ser Jorah se palpaba el rencor.

—Sé muy poco de Rhaegar —dijo Dany volviéndose de nuevo hacia el escudero—. Sólo las historias que contaba Viserys, y él era un niño pequeño cuando murió nuestro hermano. ¿Cómo era en realidad?

—Era capaz —dijo el anciano tras meditar un instante—. Eso, por encima de todo. Decidido, deliberado, obediente y sincero. Se cuenta una historia sobre él… pero sin duda, Ser Jorah también la conoce.

—Quiero oírla de vuestros labios.

—Como deseéis —dijo Barbablanca—. Cuando era muy joven, el príncipe de Rocadragón era un gran aficionado a los libros. Comenzó a leer tan temprano que la gente decía que la reina Rhaella debió de devorar algunos libros y una vela cuando tenía a su hijo en las entrañas. A Rhaegar no le interesaban los juegos de los demás niños. Los maestres estaban sobrecogidos por su talento, pero los caballeros de su padre bromeaban con amargura, diciendo que Baelor el Santo había renacido. Hasta un día en que el príncipe Rhaegar encontró algo en sus pergaminos que lo hizo cambiar. Nadie sabe qué pudo ser, sólo que el niño apareció repentinamente una mañana en el patio cuando los caballeros vestían sus armaduras de acero. Se dirigió a Ser Willem Darry, el maestro de armas, y le dijo: «Necesitaré espada y armadura. Al parecer, tengo que ser un guerrero».

—¡Y lo fue! —dijo Dany, encantada.

—En efecto, lo fue —asintió Barbablanca—. Perdonad, Alteza. Hablando de guerreros, veo que Belwas el Fuerte se ha levantado ya; debo atenderlo.

Dany lo siguió con la vista. El eunuco atravesaba la pasarela entre las naves, ágil como un mono a pesar de su corpulencia. Belwas era bajito pero ancho, pesaba sus buenos cien kilos de grasa y músculo, y tenía la gran panza parda atravesada por viejas cicatrices blancuzcas. Vestía pantalones anchos, un cinturón de seda amarilla y un chaleco de cuero absurdamente pequeño, con remaches de hierro.

—¡Belwas el Fuerte tiene hambre! —rugió, dirigiéndose a todos y a nadie en particular—. ¡Belwas el Fuerte va a comer ahora! —Se giró y vio a Arstan en el castillo de proa—. ¡Barbablanca! —gritó—. ¡Traed comida para Belwas el Fuerte!

—Podéis ir —ordenó Dany al escudero, que hizo otra reverencia y se marchó a atender las necesidades del hombre al que servía.

Ser Jorah lo siguió con el ceño fruncido en su rostro rudo y sincero. Mormont era grande y musculoso, de quijada fuerte y ancho de hombros. No era en absoluto un hombre apuesto, pero Dany no había tenido nunca un amigo tan fiel.

—Debéis ser sabia y desconfiar de las palabras de ese anciano —le dijo cuando Barbablanca estuvo suficientemente lejos.

—Una reina debe escuchar a todos —le recordó ella—. A los de noble cuna y al pueblo llano, al fuerte y al débil, al noble y al venal. —Recordó algo que había leído en un libro—. Una voz dirá mentiras, pero en muchas otras hay verdades encerradas.

—Escuchad mi voz entonces, Alteza —dijo el exiliado—. Este Arstan Barbablanca no es lo que parece. Es demasiado viejo para ser escudero, y habla demasiado bien para ser el sirviente de ese eunuco cretino.

«Eso sí que parece extraño», tuvo que admitir Dany. Belwas el Fuerte era un ex esclavo, criado y entrenado en las arenas de combate de Meereen. El magíster Illyrio lo había mandado para protegerla, o eso decía Belwas, y era verdad que necesitaba protección. Dejaba la muerte tras ella, y la muerte la esperaba en su camino. El Usurpador, en su Trono de Hierro, había ofrecido tierras y un título de Lord al hombre que la matara. Ya se había llevado a cabo un intento, con una copa de vino envenenado. Mientras más se aproximaba a Poniente, más aumentaba la probabilidad de otro ataque. En Qarth, el hechicero Pyat Pree había mandado en pos de ella a un Hombre Pesaroso para vengar a los Eternos que ella había quemado en su Palacio de Polvo. Los hechiceros no olvidaban nunca una ofensa, decían, y los Hombres Pesarosos nunca fallaban al matar. También la mayoría de los dothrakis estarían en su contra. Los kos de Khal Drogo dirigían entonces sus khalasares, y ninguno de ellos vacilaría en atacar a su pequeño grupo cuando lo divisaran, para matar y esclavizar a los suyos y para arrastrar a Dany de vuelta a Vaes Dothrak a fin de hacerla ocupar el puesto que le correspondía entre las ancianas arrugadas y marchitas del dosh khaleen. Había tenido la esperanza de que Xaro Xhoan Daxos no fuera su enemigo, pero el mercader de Qarth anhelaba sus dragones. Y también estaba Quaithe de la Sombra, la extraña mujer de la máscara de laca roja, con sus crípticos consejos. ¿Era también una enemiga, o sólo una amiga peligrosa? Dany no lo sabía.

«Ser Jorah me salvó del envenenador y Arstan Barbablanca, de la manticora. Quizá Belwas el Fuerte me salvará del próximo. —Era bastante corpulento, con brazos como árboles pequeños, y tenía un enorme arakh curvo, tan afilado que podría afeitarse con él, en el caso improbable de que brotara pelo en aquellas lisas mejillas oscuras. Pero también era como un niño—. Como protector, deja mucho que desear. Menos mal que tengo a Ser Jorah y a mis jinetes de sangre. Y a mis dragones, no me puedo olvidar de ellos.»

Con el tiempo, sus dragones serían sus guardianes más formidables, de la misma forma que lo habían sido para Aegon el Conquistador y sus hermanas trescientos años atrás. Sin embargo, en aquel momento le suponían más peligro que seguridad. En todo el mundo sólo había tres dragones vivos y le pertenecían; eran una maravilla aterradora, y no tenían precio.

Estaba meditando sus palabras cuando percibió un viento frío en la nuca, y un mechón de su cabello color oro plateado le cayó sobre la ceja. Arriba, la lona crujió y se movió, y de repente un grito brotó de todos los rincones de la Balerion.

—¡El viento! —gritaron los marineros—. ¡El viento ha vuelto, el viento!

Dany levantó la vista hacia donde las grandes velas de la enorme coca se ondulaban y se hinchaban, haciendo que los cordajes vibraran y se tensaran, cantando la dulce canción que se había callado durante seis largos días. El capitán Groleo corrió a popa, gritando órdenes. Los pentoshis que no estaban gritando «hurras» treparon por los mástiles. Hasta Belwas el Fuerte dejó escapar un alarido y dio unos pasos de baile.

—¡Alabados sean los dioses! —dijo Dany—. ¿Lo veis, Jorah? Estamos de nuevo en camino.

—Sí —respondió él—. Pero ¿hacia dónde, mi reina?

El viento sopló del este todo el día, primero de manera constante y después en ráfagas violentas. El sol se puso con un resplandor rojo.

«Aún estoy a medio mundo de distancia de Poniente —se dijo Dany aquella tarde mientras chamuscaba carne para sus dragones—, pero cada hora me acerca más.» Intentó imaginar qué sentiría cuando contemplara por primera vez la tierra que había nacido para gobernar. «Será la orilla más bella que haya visto, lo sé. ¿Cómo podría ser de otra manera?»

Pero más tarde aquella noche, mientras la Balerion continuaba avanzando en la oscuridad y Dany permanecía sentada con las piernas cruzadas en su litera del camarote del capitán, dando de comer a los dragones («Hasta en el mar —había dicho gentilmente Groleo—, las reinas tienen precedencia sobre los capitanes»), llamaron con fuerza a la puerta.

Irri había estado durmiendo al pie de su litera (era demasiado estrecha para tres, y esa noche le tocaba a Jhiqui compartir el suave lecho de plumas con su khaleesi), pero la doncella se levantó al oír que tocaban y fue a la puerta. Dany cogió la colcha y se cubrió hasta las axilas. Dormía desnuda y no había esperado visitas a aquella hora.

—Entrad —dijo cuando vio a Ser Jorah fuera, bajo un farol que se mecía.

—Lamento haber interrumpido vuestro sueño, Alteza —se disculpó el caballero exiliado, inclinando la cabeza al entrar.

—No dormía, ser. Venid y observad.

Tomó un pedazo de tocino del cuenco que tenía en el regazo y lo levantó para que los dragones pudieran verlo. Los tres lo observaron con expresión hambrienta. Rhaegal abrió sus alas verdes y agitó el aire, mientras el cuello de Viserion se movía adelante y atrás como una larga serpiente pálida, siguiendo el movimiento de la mano.

Drogon —dijo Dany en voz baja—, dracarys. —Y tiró el trozo de carne al aire.

Drogon se movió con más celeridad que una cobra al ataque. De su boca brotó una llama naranja, escarlata y negra, que chamuscó la carne antes de que comenzara a caer. Cuando sus afilados dientes negros se cerraron en torno a ella, la cabeza de Rhaegal se aproximó, como intentando robar la presa de las fauces de su hermano, pero Drogon se la tragó y gritó, y el dragón verde, más pequeño, se limitó a sisear de frustración.

—Para ya, Rhaegal —dijo Dany, molesta, al tiempo que le daba un golpecito en la cabeza—. Tú te has comido el anterior. No quiero dragones codiciosos. —Se volvió hacia Ser Jorah y sonrió—. Ya no tengo que asarles la carne en un brasero.

—Eso veo. ¿Dracarys?

Los tres dragones volvieron las cabezas al oír la palabra y Viserion soltó una llama oro pálido que obligó a Ser Jorah a retroceder con rapidez. Dany soltó una risita.

—Tened cuidado con esa palabra, ser, o podrían chamuscaros la barba. Significa «fuego de dragón» en alto valyrio. Quise buscar una orden que nadie fuera a pronunciar de modo casual.

Mormont hizo un gesto de asentimiento.

—Quisiera hablar con vos en privado, Alteza.

—Por supuesto. Irri, déjanos a solas un momento. —Puso una mano sobre el hombro desnudo de Jhiqui y sacudió a la doncella hasta despertarla—. Tú también, amiga mía. Ser Jorah tiene que decirme algo.

—Sí, khaleesi.

Jhiqui bajó desnuda de la litera, bostezando, con la cabellera negra despeinada. Se vistió rápidamente y se fue junto con Irri, cerrando la puerta a sus espaldas.

Dany lanzó a los dragones los restos de tocino para que se lo disputaran y dio una palmada en el lecho, a su lado.

—Sentaos, buen caballero, y decidme qué os preocupa.

—Tres cosas. —Ser Jorah se sentó—. Belwas el Fuerte. El tal Arstan Barbablanca. E Illyrio Mopatis, que los mandó.

«¿Otra vez?» Dany estiró la manta y se cubrió el hombro con uno de sus extremos.

—¿Y por qué?

—Los hechiceros os dijeron en Qarth que seríais traicionada en tres ocasiones —le recordó el caballero exiliado, mientras Viserion y Rhaegal comenzaron a arañarse y a tirarse dentelladas por el último trozo de tocino.

—Una vez por sangre, una vez por oro y una vez por amor. —Dany no lo había olvidado—. Mirri Maz Duur fue la primera.

—Lo que significa que aún quedan dos traidores… y ahora aparecen estos dos. Eso me preocupa, sí. No olvido nunca que Robert ofreció el título de Lord al hombre que os mate.

Dany se inclinó hacia delante y dio un tirón a la cola de Viserion para apartarlo de su hermano verde. Al moverse, la manta le dejó el pecho al descubierto. La agarró deprisa y volvió a cubrirse.

—El Usurpador está muerto —dijo.

—Pero su hijo reina en su lugar. —Ser Jorah levantó la vista y clavó los ojos oscuros en los de ella—. Un hijo obediente paga las deudas de su padre. Hasta las deudas de sangre.

—Ese niño, Joffrey, seguramente me quiere muerta… si se acuerda de que estoy viva. ¿Qué tiene eso que ver con Belwas y con Arstan Barbablanca? El anciano ni siquiera lleva espada. Ya lo habéis visto.

—Sí, sí. Y he visto con qué destreza maneja su bastón. ¿Recordáis cómo mató a aquella manticora en Qarth? Le hubiera resultado igual de fácil aplastaros la garganta.

—Por supuesto, pero no lo hizo —señaló ella—. El aguijón de aquella manticora estaba destinado a matarme. Me salvó la vida.

Khaleesi, ¿no habéis pensado en la posibilidad de que Barbablanca y Belwas pudieran haber estado de acuerdo con el asesino? Tal vez fue un ardid para ganarse vuestra confianza.

La risa súbita de Dany hizo sisear a Drogon y Viserion se posó, agitando las alas, en su percha encima de la escotilla.

—El ardid ha funcionado bien.

—Son las naves de Illyrio —insistió el caballero exiliado sin devolverle la sonrisa—, los capitanes de Illyrio, los marineros de Illyrio… y tanto Belwas el Fuerte como Arstan son hombres suyos, no vuestros.

—El magíster Illyrio me ha protegido en ocasiones anteriores. Belwas el Fuerte dice que lloró al conocer la muerte de mi hermano.

—Sí —dijo Mormont—, pero ¿lloró por Viserys, o por los planes que había hecho conjuntamente con él?

—Sus planes no tienen por qué cambiar. El magíster Illyrio es amigo de la Casa Targaryen y es rico…

—No nació rico. En el mundo, como he podido comprobar, ningún hombre se hace rico mediante la bondad. Los hechiceros dicen que la segunda traición será por oro. ¿Hay algo que Illyrio Mopatis ame más que el oro?

—Su pellejo. —Al otro lado del camarote, Drogon se movió, le salía vapor por la nariz—. Mirri Maz Duur me traicionó. La quemé por ello.

—Mirri Maz Duur estaba en vuestro poder. En Pentos, estaréis en poder de Illyrio. No es lo mismo. Conozco a Illyrio tan bien como vos. Es un hombre listo y taimado…

—Si pretendo conquistar el Trono de Hierro, necesito a hombres listos a mi alrededor.

—Aquel vendedor de vino que intentó envenenaros también era un hombre listo. —Ser Jorah sonrió, burlón—. Los hombres listos alimentan planes ambiciosos.

—Vos me protegeréis. Vos y los jinetes de sangre. —Dany recogió las piernas bajo la manta.

—¿Cuatro hombres? Khaleesi, creéis conocer muy bien a Illyrio Mopatis. Pero habéis insistido en rodearos de hombres a los que no conocéis, como ese eunuco hinchado y el escudero más anciano del mundo. Tomad ejemplo de lo ocurrido con Pyat Pree y Xaro Xhoan Daxos.

«Sólo quiere mi bien —se repitió Dany para sus adentros—. Todo lo que hace, lo hace por amor.»

—Me parece que una reina que no confía en nadie es tan tonta como una reina que confía en todo el mundo. Cada hombre que tomo a mi servicio significa un riesgo, eso lo entiendo, pero ¿cómo voy a conquistar los Siete Reinos sin correr riesgos así? ¿Conquistaré Poniente con un caballero exiliado y tres jinetes de sangre dothraki?

—Vuestro camino está lleno de peligros, no voy a negarlo. —La mandíbula de Ser Jorah se había tensado en gesto terco—. Pero si confiáis ciegamente en cada mentiroso y farsante que aparece, acabaréis como vuestros hermanos.

«Me trata como si fuera una niña.» La obstinación del caballero la irritaba.

—Belwas el Fuerte no podría tramar un complot ni para ir a desayunar. ¿Y qué mentiras me ha contado Arstan Barbablanca?

—No es lo que pretende ser. Os habla con un descaro impropio de un escudero.

—Habló con franqueza porque se lo ordené. Conoció a mi hermano.

—Muchísimos hombres conocieron a vuestro hermano. Alteza, en Poniente el Lord Comandante de la Guardia Real es miembro del Consejo Privado y sirve al rey con su talento, lo mismo que con su acero. Si yo soy el primero de vuestra Guardia, os ruego que me escuchéis. Tengo un plan que presentaros.

—¿Un plan? Contádmelo.

—Illyrio Mopatis os quiere de regreso en Pentos, bajo su techo. Muy bien, id con él… pero en el momento que os convenga, y nunca sola. Veamos cuán leales y obedientes son en verdad esos nuevos súbditos vuestros. Ordenad a Groleo que cambie el curso y se dirija a la Bahía de los Esclavos.

Dany no estaba segura de que aquello le hiciera gracia. Todo lo que había oído sobre los mercados de carne en las grandes ciudades esclavistas de Yunkai, Meereen y Astapor era brutal y daba miedo.

—¿Y qué iré a buscar en la Bahía de los Esclavos?

—Un ejército —dijo Ser Jorah—. Si Belwas el Fuerte os cae tan bien, podréis comprar centenares como él en los reñideros de Meereen… aunque yo pondría proa a Astapor. En Astapor podréis comprar Inmaculados.

—¿Los soldados de los cascos de bronce con una púa? —Dany había visto guardias Inmaculados en las Ciudades Libres, apostados ante las puertas de magísteres, arcontes y dinastas—. ¿Para qué necesito Inmaculados? Ni siquiera montan a caballo, y la mayoría son obesos.

—Los Inmaculados que debéis de haber visto en Pentos y Myr eran guardias domésticos. Es un servicio sin muchos peligros, y de todos modos los eunucos tienden a la obesidad. El único vicio que se les permite es comer. Juzgar a todos los Inmaculados a partir de unos pocos esclavos domésticos viejos es como juzgar a todos los escuderos a partir de Arstan Barbablanca, Alteza. ¿Conocéis la historia de los Tres Mil de Qohor?

—No. —La manta se resbaló del hombro de Dany y ella volvió a colocarla en su lugar.

—Fue hace cuatrocientos años o más, cuando los dothrakis cabalgaron por primera vez hacia el este, saqueando y quemando toda aldea o ciudad que hallaron en su camino. El khal que los guiaba se llamaba Temmo. Su khalasar no era tan grande como el de Drogo, pero sí bastante considerable. Por lo menos cincuenta mil hombres. La mitad de ellos, guerreros con trenzas llenas de campanillas.

»Los qohorienses sabían que Temmo se aproximaba. Reforzaron sus murallas, duplicaron el número de sus guardias y contrataron además a dos compañías libres, los Banderas Luminosas y los Segundos Hijos. Y casi como si se les hubiera ocurrido a última hora, mandaron a un hombre a Astapor a comprar tres mil Inmaculados. Sin embargo, la marcha de regreso a Qohor fue muy larga, y cuando se aproximaron vieron el polvo y el humo, y oyeron el retumbar lejano de la batalla.

»Cuando los Inmaculados llegaron a la ciudad, el sol se había puesto. Lobos y cuervos se daban un festín bajo las murallas con los restos de los pesados caballos de los qohorienses. Los Banderas Luminosas y los Segundos Hijos habían huido, como hacen habitualmente los mercenarios cuando se enfrentan a situaciones desesperadas. Al caer la noche, los dothrakis se retiraron a su campamento, para beber, comer y festejar, pues ninguno albergaba dudas de que por la mañana retornarían para destrozar las puertas de la ciudad, asaltar las murallas y violar, saquear y esclavizar a quien quisieran.

»Pero cuando llegó la aurora y Temmo y sus jinetes de sangre sacaron a su khalasar del campamento, encontraron a los tres mil Inmaculados desplegados ante las puertas, con el estandarte de la Cabra Negra tremolando sobre sus cabezas. Podrían haber atacado fácilmente a una fuerza tan pequeña por los flancos, pero ya conocéis a los dothrakis. Aquéllos eran hombres de a pie, y los hombres de a pie sólo sirven para aniquilarlos.

»Los dothrakis se lanzaron a la carga. Los Inmaculados unieron los escudos, bajaron las lanzas y se mantuvieron firmes. Contra veinte mil guerreros vociferantes con campanillas en el cabello, se mantuvieron firmes.

»Dieciocho veces se lanzaron los dothrakis a la carga para estrellarse contra aquellos escudos y lanzas, como si se tratara de una orilla rocosa. Tres veces ordenó Temmo disparar a los arqueros, y las flechas cayeron como lluvia sobre los Tres Mil, pero los Inmaculados se limitaron a levantar los escudos sobre las cabezas hasta que el chaparrón pasó. Al final, sólo quedaron seiscientos… pero en aquel campo yacían muertos doce mil dothrakis, incluyendo al Khal Temmo, a sus jinetes de sangre, sus kos y todos sus hijos. En la mañana del cuarto día, el nuevo khal llevó a los supervivientes ante las puertas de la ciudad en procesión solemne. Uno por uno, todos los hombres se cortaron las trenzas y las tiraron a los pies de los Tres Mil.

»Desde aquel día, la guardia urbana de Qohor está formada únicamente por Inmaculados, cada uno de los cuales porta una lanza de la que cuelga una trenza de cabello humano.

»Eso es lo que encontraréis en Astapor, Alteza. Desembarcad allí y seguid por tierra hasta Pentos. Os tomará más tiempo, sí… pero cuando compartáis el pan con el magíster Illyrio, tendréis mil espadas detrás de vos, no sólo cuatro.

«Es un consejo sabio, sí —pensó Dany—, pero…»

—¿Cómo voy a comprar mil soldados esclavos? Lo único que tengo de valor es la corona que me dio la Hermandad de la Turmalina.

—En Astapor, los dragones serán una maravilla tan grande como lo fueron en Qarth. Quizá los traficantes de esclavos os abrumen con regalos, como hicieron los de Qarth. Si no… estas naves llevan algo más que a vuestros dothrakis y sus caballos. Cargaron mercancías en Qarth. He revisado las bodegas y las he visto. Rollos de seda y balas de pieles de tigre, tallas de ámbar y de jade, azafrán, mirra… Los esclavos son baratos, Alteza. Las pieles de tigre son caras.

—Son las pieles de tigre de Illyrio —objetó ella.

—E Illyrio es amigo de la Casa Targaryen.

—Razón de más para no robar sus bienes.

—¿Para qué sirven los amigos acaudalados si no pueden poner sus riquezas a vuestra disposición, reina mía? Si el magíster Illyrio os las negara, no sería más que un Xaro Xhoan Daxos con cuatro papadas. Y si es sincero en su devoción a vuestra causa, no os echará en cara tres naves de mercancías. ¿Qué mejor uso para sus pieles de tigre que compraros la semilla de un ejército?

«Es verdad.» Dany sintió una excitación creciente.

—En una marcha como ésa habrá peligros…

—También hay peligros en el mar. Por la ruta del sur hay corsarios y piratas, y al norte de Valyria, los demonios han encantado el mar Humeante. La próxima tormenta podría hacer que nos fuéramos a pique o dispersarnos, un kraken podría arrastrarnos al fondo… o podríamos encontrarnos con otra calma chicha y morir de sed mientras esperamos a que se levante el viento. Una marcha tendrá peligros diferentes, mi reina, pero ninguno mayor.

—¿Y qué pasa si el capitán Groleo se niega a cambiar el rumbo? ¿Y qué harán Arstan y Belwas?

—Quizá sea el momento de que lo averigüéis. —Ser Jorah se puso de pie.

—Sí —decidió ella—. ¡Lo haré! —Dany se quitó la manta y saltó de la litera—. Veré enseguida al capitán, le ordenaré que tome rumbo a Astapor. —Se inclinó sobre su baúl, levantó la tapa y agarró la primera prenda que encontró, unos anchos pantalones de seda basta—. Dadme el cinturón con el medallón —ordenó a Jorah mientras se subía la seda por las caderas—. Y mi chaleco… —comenzó a decir mientras se volvía.

Ser Jorah la envolvió entre sus brazos.

—Oh —fue lo único que logró decir Dany cuando la atrajo hacia sí y pegó sus labios a los de ella. Olía a sudor, a sal y a cuero, y los remaches de hierro de su jubón se le clavaban en los pechos desnudos mientras él la estrechaba contra su cuerpo. Una mano la sostenía por el hombro y la otra había descendido por su espalda casi hasta el final, y la boca de Dany se abrió para recibir la lengua de Ser Jorah, aunque ella no se lo había ordenado.

«Me pincha con la barba —pensó—, pero su boca es dulce. —Los dothrakis no llevaban barba, sólo largos mostachos, y el único que la había besado antes era Khal Drogo—. No debería hacer eso. Soy su reina, no su hembra.»

Fue un beso largo, aunque Dany no habría podido decir cuánto. Al terminar, Ser Jorah la soltó y ella dio un rápido paso atrás.

—Vos… No habéis debido…

—No he debido esperar tanto tiempo —terminó la frase por ella—. Debí haberos besado en Qarth, en Vaes Tolorro. Debí haberos besado en el desierto rojo, cada día y cada noche. Habéis nacido para que os besen, cada instante.

Tenía los ojos clavados en los pechos de Dany, que se los cubrió con las manos antes de que los pezones pudieran traicionarla.

—Esto… no ha sido adecuado. Soy vuestra reina.

—Mi reina y la mujer más valiente, más dulce y más bella que he visto en mi vida. Daenerys…

—¡Alteza!

—Alteza —aceptó él—. «El dragón tiene tres cabezas», ¿os acordáis? Desde que lo oísteis de labios de los hechiceros en el Palacio de Polvo, os habéis preguntado qué significa. Pues aquí tenéis lo que quiere decir: Balerion, Meraxes y Vhagar, montados por Aegon, Rhaenys y Visenya. El dragón de tres cabezas de la Casa Targaryen: tres dragones y tres jinetes.

—Sí —dijo Dany—, pero mis hermanos están muertos.

—Rhaenys y Visenya fueron esposas de Aegon, además de sus hermanas. Vos no tenéis hermanos, pero podéis tomar maridos. Y en verdad os digo, Daenerys, no hay un hombre en el mundo entero que os pueda ser ni la mitad de fiel que yo.

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