DAVOS

No era normal que una celda fuera tan cálida.

Oscuridad no le faltaba, la parpadeante luz anaranjada que penetraba por los viejos barrotes de hierro procedía de una antorcha situada en una argolla de la pared, pero la mitad posterior de la celda quedaba inmersa en la oscuridad. Por supuesto era húmeda, como cabía esperar en una isla como Rocadragón, donde el mar nunca estaba lejos. Y había ratas, tantas como en cualquier mazmorra y de propina unas pocas más.

Pero Davos no podía quejarse de frío. En los pasadizos de piedra que formaban una trama bajo la mole de Rocadragón siempre hacía calor y, según había oído siempre Davos, el calor iba a más a medida que se descendía. Calculó que se encontraba muy por debajo del castillo, notaba la pared de su celda caliente cuando apretaba la palma de la mano contra ella. Tal vez las antiguas historias fueran verdad y habían edificado Rocadragón con piedras infernales.

Cuando llegó a la celda estaba muy enfermo. La tos que lo había acosado desde la batalla no había hecho más que empeorar, y la fiebre no le bajaba. Los labios se le llenaron de ampollas sanguinolentas, y ni el calor de la celda conseguía que dejara de tiritar.

«No voy a durar mucho —recordaba haber pensado—. Pronto moriré aquí, en la oscuridad.»

Davos no tardó en descubrir que en ese punto, como en tantos otros, estaba equivocado. Recordaba vagamente unas manos afables y una voz firme, y al joven maestre Pylos mirándolo desde arriba. Le dieron para beber sopa de ajo y leche de la amapola para que se le quitaran los dolores y los escalofríos. La amapola lo hizo dormir y mientras dormía lo sangraron para sacarle la sangre podrida. O eso dedujo al verse las marcas de sanguijuelas en los brazos al despertar. No pasó mucho tiempo antes de que cesara la tos, desaparecieran las ampollas y le empezaran a dar el caldo con trozos de pescado, zanahoria y cebolla. Un buen día se dio cuenta de que se sentía tan fuerte como antes de que la Betha negra se hiciera pedazos bajo sus pies y lo lanzara al río.

Dos carceleros se ocupaban de él. Uno era bajo y fornido, de hombros anchos y manos enormes y fuertes. Vestía una brigantina de cuero tachonada de hierro, y una vez al día le llevaba a Davos un cuenco de gachas de avena. A veces lo endulzaba con miel o le añadía un poco de leche. El otro carcelero era más viejo, encorvado y cetrino, con el pelo sucio grasiento y la piel llena de bultos. Llevaba un jubón de terciopelo blanco con un anillo de estrellas bordado en el pecho en hilo de oro. Le sentaba mal, era demasiado corto y a la vez demasiado ancho, por no mencionar que estaba sucio y lleno de rotos. Le llevaba a Davos platos de carne con puré o guiso de pescado, y en cierta ocasión hasta media empanada de lamprea. La lamprea estaba tan grasienta que no la pudo retener en el estómago, pero sabía que era un auténtico manjar para un prisionero encerrado en una mazmorra.

Allí no llegaba la luz del sol ni de la luna, ninguna ventana perforaba los gruesos muros de piedra. Sus carceleros eran la única manera que tenía de distinguir el día de la noche. Ninguno de los dos le hablaba, aunque sabía que no eran mudos porque a veces los había oído intercambiar unas cuantas palabras bruscas durante el cambio de guardia. Ni siquiera le habían dicho sus nombres, de manera que les puso los que mejor le parecieron. Al bajo y fuerte lo llamaba Gachas; al encorvado y cetrino, Lamprea, por la empanada. Llevaba la cuenta de los días por las comidas que le daban y por el cambio de antorchas de la pared que había fuera de su celda.

En la oscuridad la soledad pesa sobre los hombres, que anhelan oír el sonido de una voz humana. Davos hablaba a los carceleros siempre que entraban en su celda, ya fuera para llevarle comida o para cambiarle el cubo de los excrementos. Sabía que no atenderían ninguna súplica de libertad o de clemencia; así que en vez de eso les hacía preguntas con la esperanza de que algún día quizá obtendría una respuesta. «¿Qué noticias hay de la guerra?», les preguntaba, o «¿Se encuentra bien el rey?». Indagó acerca de su hijo Devan, sobre la princesa Shireen y sobre Salladhor Saan. Les preguntaba: «¿Qué tiempo hace? ¿Han empezado ya las tormentas otoñales? ¿Todavía hay barcos navegando por el mar Angosto?».

Preguntara lo que preguntara, no importaba, porque no le respondían, aunque de vez en cuando Gachas lo miraba y, durante un instante, a Davos le parecía que estaba a punto de hablar. Lamprea ni siquiera llegaba a tanto.

«Para él no soy una persona —pensó Davos—, sólo una piedra que come, caga y habla.» Tras un tiempo decidió que Gachas le gustaba mucho más. Al menos parecía darse cuenta de que estaba vivo, y a su manera era bondadoso. Davos tenía la sospecha de que echaba de comer a las ratas y por eso había tantas. En cierta ocasión le pareció oír al carcelero hablando con ellas como si fueran niños, pero tal vez no había sido más que un sueño.

«No tienen intención de dejarme morir —comprendió—. Me mantienen vivo con algún propósito que desconozco. —No quería ni imaginar cuál podría ser. Lord Sunglass había estado confinado en aquellas mismas mazmorras, debajo de Rocadragón, durante un tiempo, al igual que los hijos de Ser Hubard Rambton. Todos habían acabado en la pira—. Me debería haber tirado al mar —pensó Davos mientras contemplaba la antorcha al otro lado de los barrotes—. O dejar que la vela pasara de largo y morir en mi roca. Habría preferido ser pasto de los cangrejos que de las llamas.»

Una noche, justo cuando terminaba de cenar, Davos sintió que una extraña calidez lo bañaba de repente. Alzó la vista para mirar al otro lado de los barrotes y allí estaba ella, con sus deslumbrantes ropajes escarlata, el gran rubí al cuello y los ojos tan brillantes como la luz de la antorcha que la iluminaba.

—Melisandre —dijo con una calma que estaba lejos de sentir.

—Caballero de la Cebolla —respondió ella con idéntica tranquilidad, como si se hubieran encontrado en una escalera o en el patio y se estuvieran saludando con toda educación—. ¿Os encontráis bien?

—Mejor de lo que estaba.

—¿Necesitáis algo?

—A mi rey. A mi hijo. Los necesito a ellos. —Apartó el cuenco a un lado y se levantó—. ¿Habéis venido a quemarme?

—Este lugar es espantoso, ¿verdad? —Sus extraños ojos rojos lo estudiaron entre los barrotes—. Tan oscuro, tan hediondo… Aquí no luce el sol bondadoso ni llega el brillo de la luna. —Alzó la mano para señalar la antorcha de la pared—. Eso es todo lo que se interpone entre la oscuridad y vos, Caballero de la Cebolla. Ese poquito de fuego, ese regalo de R'hllor. ¿Lo apago?

—No. —Se acercó a los barrotes—. No, por favor. —No lo soportaría, no resistiría quedarse a solas en la oscuridad absoluta, sin más compañía que la de las ratas. Los labios de la mujer roja se curvaron en una sonrisa.

—Vaya, parece que al final habéis llegado a amar el fuego.

—Necesito la antorcha. —Abrió y cerró las manos. «No voy a suplicar. Eso, nunca.»

—Yo soy como esta antorcha, Ser Davos. Ella y yo somos instrumentos de R'hllor. Existimos con un único objetivo: mantener a raya la oscuridad. ¿Creéis lo que os digo?

—No. —Quizá debería haber mentido y responder lo que ella quería oír, pero Davos estaba demasiado acostumbrado a decir la verdad—. Sois la madre de la oscuridad. Lo vi bajo Bastión de Tormentas, paristeis ante mis ojos.

—¿Acaso el valiente Ser Cebolla tiene miedo de una sombra pasajera? No temáis. Las sombras sólo se pueden crear con la luz, y el fuego del rey apenas es una llama vacilante. No me atrevería a quitarle más luz para hacerle otro hijo. Eso lo podría matar. —Melisandre se acercó más—. En cambio, con otro hombre… un hombre cuyas llamas todavía ardieran vivas, calientes… Si de verdad queréis servir a la causa del rey, acudid a mis habitaciones una noche. Os proporcionaría un placer como no habéis conocido jamás y con vuestro fuego haría…

—Algo espantoso. —Davos se apartó de ella—. No quiero tener nada que ver con vos, mi señora, ni tampoco con vuestro dios. Que los Siete me protejan.

—No pudieron proteger a Guncer Sunglass —dijo Melisandre, dejando escapar un suspiro—. Rezaba tres veces al día y en su escudo llevaba siete estrellas de siete puntas, pero cuando R'hllor extendió la mano, sus plegarias se transformaron en gritos y ardió. ¿Por qué os aferráis a esos falsos dioses?

—Los he adorado toda mi vida.

—¿Toda vuestra vida, Davos Seaworth? Podríais haber dicho que ya son algo del pasado. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Nunca habéis tenido miedo de decirle la verdad a un rey, ¿por qué a vos mismo os mentís? Abrid los ojos, ser caballero.

—¿Qué queréis que vea?

—Cómo está hecho el mundo. La verdad está a vuestro alrededor, es evidente para cualquiera. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras; y el día es luminoso, bello y esperanzador. La una es negra; el otro, blanco. Hay hielo y también hay fuego. Odio y amor. Amargura y dulzura. Masculino y femenino. Dolor y placer. Invierno y verano. Mal y bien. —Dio un paso hacia él—. Muerte y vida. Miréis hacia donde miréis, opuestos. Miréis hacia donde miréis, la guerra.

—¿La guerra? —preguntó Davos.

—La guerra —afirmó ella—. Hay dos, Caballero de la Cebolla. Ni siete, ni uno, ni cien ni un millar. ¡Dos! ¿O creéis que he cruzado medio mundo para poner a otro rey soberbio en otro trono vacío? La guerra se lleva disputando desde el principio de los tiempos y antes de que acabe cada hombre tendrá que elegir en qué bando está. Uno es el de R'hllor, el Señor de la Luz, el Corazón de Fuego, el Dios de la Llama y de la Sombra. Contra él se alza el Otro Grande cuyo nombre no debe pronunciarse, el Señor de la Oscuridad, el Alma de Hielo, el Dios de la Noche y del Terror. No se trata de decidir entre Baratheon y Lannister, entre Greyjoy y Stark… Elegimos la muerte o la vida. La oscuridad o la luz. —Agarró los barrotes de la celda con las largas manos blancas. El enorme rubí de su garganta parecía palpitar e irradiar una luz propia—. Así que decidme, Ser Davos Seaworth, y sed sincero conmigo… ¿Arde vuestro corazón con la luz brillante de R'hllor? ¿O es negro y frío y está lleno de gusanos? —Metió la mano entre los barrotes y le puso tres dedos en el pecho como si pudiera palpar la verdad a través del cuero, la lana y la carne.

—Mi corazón —respondió Davos con lentitud— está lleno de dudas.

—Ay, Davos. —Melisandre suspiró—. El buen caballero es sincero hasta el final incluso en su día más aciago. Habéis hecho bien en no mentirme. Lo habría sabido. Los siervos del Otro a menudo envuelven sus corazones negros en una luz alegre, de manera que R'hllor da a sus sacerdotes el poder de ver a través de las mentiras. —Se alejó un paso de la celda—. ¿Por qué queríais matarme?

—Os lo diré si vos me decís quién me traicionó —replicó Davos. Sólo podía haber sido Salladhor Saan, pero seguía rezando para que no fuera así.

—Nadie os traicionó, Caballero de la Cebolla. —La mujer roja se echó a reír—. Vi vuestra intención en mis llamas.

«Las llamas.»

—Si de verdad podéis ver el futuro en esas llamas, ¿cómo es que ardimos en el Aguasnegras? Entregasteis a mis hijos al fuego… Mis hijos, mi barco, mis hombres, todos ardieron…

—Me juzgáis mal, Caballero de la Cebolla —dijo Melisandre sacudiendo la cabeza—. Aquellas llamas no eran mías. Si hubiera estado con vosotros, la batalla habría terminado de una manera muy diferente. Pero Su Alteza estaba rodeado de incrédulos, y su orgullo pudo más que su fe. Recibió un castigo terrible, pero ha aprendido de su error.

«¿Eso fueron mis hijos, una lección para un rey, nada más?» A Davos se le tensaron los labios.

—Ahora es de noche en vuestros Siete Reinos —siguió la mujer roja—, pero el sol no tardará en salir de nuevo. La guerra continúa, Davos Seaworth, y algunos no tardarán en aprender que una brasa entre las cenizas aún puede prender un gran incendio. El viejo maestre miraba a Stannis y veía a un hombre. Vos veis a un rey. Ambos estáis en un error. Es el elegido del Señor, el guerrero de fuego. Lo he visto encabezando la lucha contra la oscuridad, lo he visto en las llamas. Las llamas no mienten, de lo contrario vos no estaríais donde estáis. También está escrito en la profecía. Cuando la estrella roja sangre y reine la oscuridad, Azor Ahai volverá a nacer entre el humo y la sal para despertar a los dragones de la piedra. La estrella sangrante llegó y se marchó, y Rocadragón es el lugar del humo y la sal. ¡Stannis Baratheon es la reencarnación de Azor Ahai! —Los ojos rojos le brillaban como dos hogueras y parecían escudriñar lo más profundo de su alma—. No me creéis. Incluso ahora dudáis de la verdad de R'hllor… Aun así, le habéis servido y le volveréis a servir. Os dejo para que meditéis sobre lo que os he dicho. Y dado que R'hllor es la fuente de todo bien, os dejo también la antorcha.

Con una sonrisa y un remolino de tela escarlata se dio la vuelta y se alejó. Su perfume permaneció en el aire. La luz de la antorcha también. Davos se sentó en el suelo de la celda y se rodeó las rodillas con los brazos. Lo bañaba la cambiante luz de la antorcha. Una vez se dejaron de oír las pisadas de Melisandre no quedó otro sonido que el de las ratas al corretear.

«Hielo y fuego. Negro y blanco. Oscuridad y luz —pensó. Davos no podía negar el poder del dios de la mujer. Había visto la sombra que salió reptando del vientre de Melisandre, y la sacerdotisa sabía cosas que no tenía manera de saber—. Vio mis intenciones en las llamas. —Se alegraba de estar seguro de que Salla no lo había vendido, pero la mera idea de la mujer roja escudriñando sus secretos en el fuego lo intranquilizaba muchísimo—. ¿Y qué dijo de que ya había servido a su dios y volvería a servirle?» Eso tampoco le gustaba en absoluto.

Alzó los ojos para contemplar la antorcha. La miró bastante rato sin parpadear y observó cómo cambiaban y tremolaban las llamas. Trató de ver más allá de ellas, de traspasar la cortina de fuego y vislumbrar lo que se ocultaba detrás… pero allí no había nada, sólo fuego, y al cabo de un rato los ojos le empezaron a llorar.

Cansado y sin ver a ningún dios, Davos se acurrucó en la paja y se dejó llevar por el sueño.

Tres días más tarde, o más bien cuando Gachas había estado allí tres veces y Lamprea dos, Davos oyó voces fuera de su celda. Se incorporó al instante con la espalda contra la pared de piedra y escuchó ruido de pelea. Aquello era nuevo, una novedad en su mundo sin cambios. El sonido procedía de la izquierda, donde las escaleras llevaban hacia la luz del día. Oyó una voz de hombre que suplicaba y gritaba.

—¡Es una locura! —decía cuando lo vio; lo arrastraban entre dos guardias con el emblema del corazón llameante en el pecho. Gachas iba delante de ellos con un aro de llaves, y Ser Axell Florent caminaba detrás—. Axell —decía el prisionero desesperado—, por el amor que me profesas, ¡suéltame! No me puedes hacer esto, no soy ningún traidor. —Era un hombre mayor, alto y esbelto, con el pelo gris plateado, barba puntiaguda y un rostro alargado y elegante retorcido en una expresión de miedo—. ¿Dónde está Selyse, dónde está la reina? ¡Exijo verla! ¡Los Otros os lleven a todos! ¡Soltadme!

Los guardias no prestaron atención a sus gritos.

—¿Aquí? —preguntó Gachas delante de la celda.

Davos se puso en pie. Durante un momento se le pasó por la cabeza la posibilidad de salir corriendo cuando abrieran la puerta, pero era una locura. Eran demasiados, los guardias llevaban espadas y Gachas era fuerte como un toro.

Ser Axell hizo un gesto de asentimiento.

—Que los traidores disfruten de su mutua compañía.

—¡No soy ningún traidor! —chilló el prisionero mientras Gachas abría la puerta.

Aunque su ropa era sencilla, un jubón de lana gris y calzones negros, su manera de hablar denotaba que era de noble cuna.

«Aquí eso no le va a servir de nada», pensó Davos.

Gachas empujó la puerta de barrotes, Ser Axell hizo un gesto con la cabeza y los guardias empujaron adentro al prisionero. El hombre se tambaleó y habría caído de bruces de no ser por Davos. Se desprendió de él al instante y corrió hacia la puerta sólo para que se la cerraran de golpe ante el rostro de piel clara y bien cuidado.

—¡No! —gritó—. ¡Noooo! —De pronto perdió toda la fuerza en las piernas y se deslizó hacia el suelo sin soltar los barrotes de hierro. Ser Axell, Gachas y los guardias ya se habían dado la vuelta para marcharse—. ¡No podéis hacerme esto! —gritó el prisionero a las espaldas que se alejaban—. ¡Soy la Mano del Rey!

Sólo entonces lo reconoció Davos.

—Sois Alester Florent.

—¿Y vos sois…? —preguntó el hombre volviendo la cabeza.

—Ser Davos Seaworth.

—Seaworth… —Lord Alester parpadeó—. El Caballero de la Cebolla. Intentasteis matar a Melisandre.

Davos no lo negó.

—En Bastión de Tormentas llevabais una armadura color oro rojo con incrustaciones de flores de lapislázuli en la coraza. —Le tendió una mano para ayudarle a ponerse en pie.

—Por favor, disculpad el aspecto que tengo, ser. —Lord Alester se sacudió las briznas de paja de las ropas—. Mis baúles se perdieron cuando los Lannister tomaron por asalto nuestro campamento. Escapé sin más equipaje que la cota que llevaba sobre el cuerpo y los anillos de los dedos.

«Todavía lleva los anillos», advirtió Davos, que ni siquiera tenía los dedos completos.

—Sin duda el hijo de cualquier cocinero o un mozo de cuadras se estará pavoneando por Desembarco del Rey con mi jubón de terciopelo o mi capa enjoyada —siguió Lord Alester, abstraído—. Son los horrores de la guerra, todo el mundo lo sabe. Seguro que vos también habréis tenido pérdidas.

—Mi barco —dijo Davos—. Todos mis hombres. Cuatro de mis hijos.

—Que el Pa… Que el Señor de la Luz los guíe en la oscuridad hacia un mundo mejor —respondió su compañero.

«Que el Padre los juzgue con justicia y la Madre se apiade de ellos», pensó Davos, pero no formuló la plegaria en voz alta. Ya no había sitio para los Siete en Rocadragón.

—Mi hijo se encuentra a salvo en Aguasclaras —prosiguió el señor—, pero perdí a un sobrino en la Furia. Ser Imry, el hijo de mi hermano Ryam.

Había sido Ser Imry Florent quien ordenó el ascenso a ciegas por el Aguasnegras con todos los hombres a los remos, sin prestar atención a las pequeñas torres de piedra que se alzaban en la boca del río. Davos no lo olvidaría jamás.

—Mi hijo Maric era el jefe de remeros de vuestro sobrino. —Recordó la última vez que había visto la Furia, envuelta en fuego valyrio—. ¿Sabéis si hubo algún superviviente?

—La Furia ardió y se hundió con todos sus hombres —dijo su señoría—. Vuestro hijo y mi sobrino desaparecieron, al igual que muchos otros buenos guerreros. Aquel día perdimos la guerra, ser.

«Este hombre está derrotado.» Davos recordó lo que había dicho Melisandre acerca de las brasas en las cenizas que podían prender incendios. «No me extraña que haya terminado aquí.»

—Su Alteza no se rendirá jamás, mi señor.

—Es una locura, una locura. —Lord Alester se volvió a sentar en el suelo, como si el esfuerzo de permanecer un momento de pie hubiera sido demasiado para él—. Stannis Baratheon no ocupará nunca el Trono de Hierro, ¿es traición decir la verdad? Una verdad amarga, sí, pero no por ello menos cierta. Ha perdido toda la flota excepto los barcos del lyseno, y Salladhor Saan huirá en cuanto vea una vela Lannister. La mayoría de los señores que apoyaban a Stannis se han unido a Joffrey o están muertos…

—¿También los señores del mar Angosto? ¿Los señores vasallos de Rocadragón?

—Lord Celtigar fue capturado y dobló la rodilla. Monford Velaryon murió en su barco, la mujer roja hizo quemar a Sunglass, y Lord Bar Emmon tiene quince años, está gordo y es un pusilánime. —Lord Alester hizo un gesto débil con la mano—. Ésos son los señores del mar Angosto. A Stannis sólo le queda la fuerza de la Casa Florent para enfrentarse al poder de Altojardín, Lanza de Sol y Roca Casterly, y ahora también al de muchos señores de la tormenta. Lo único que se puede hacer es buscar la paz y tratar de salvar algo. Eso era lo único que pretendía. Por los dioses, ¿cómo pueden decir que es traición?

—¿Qué hicisteis exactamente, mi señor? —Davos frunció el ceño.

—No cometí ninguna traición. Eso jamás. Quiero a Su Alteza tanto como cualquiera, mi propia sobrina es su reina, y permanecí leal a él cuando hombres más sabios que yo lo abandonaron. Soy su Mano, la Mano del rey, ¿cómo voy a ser un traidor? Lo único que quería era salvar nuestras vidas y… y nuestro honor… Sí. —Se humedeció los labios con la lengua—. Escribí una carta. Salladhor Saan juró que tenía a un hombre que la podía llevar a Desembarco del Rey y hacerla llegar a manos de Lord Tywin. Su señoría es… es un hombre razonable y mis condiciones… las condiciones eran justas, más que justas.

—¿Qué condiciones eran, mi señor?

—Esto está muy sucio —dijo Lord Alester de repente—. Y ese olor… ¿a qué huele?

—Es el cubo —señaló Davos—. Aquí no hay excusado. ¿Cuáles eran las condiciones?

Su señoría contempló el cubo con espanto.

—Que Lord Stannis dejaría de aspirar al Trono de Hierro y se retractaría de todo lo dicho acerca de la ilegitimidad de Joffrey, con la condición de que lo aceptaran de nuevo en la paz del rey y lo confirmaran como Señor de Rocadragón y de Bastión de Tormentas. Yo juraba hacer lo mismo a cambio de que se me devolviera la fortaleza de Aguasclaras y todas nuestras tierras. Pensé… que Lord Tywin encontraría muy razonable mi propuesta. Todavía tiene que enfrentarse a los Stark y también a los hombres del hierro. Yo ofrecía sellar el trato casando a Shireen con Tommen, el hermano de Joffrey. —Sacudió la cabeza—. Las condiciones eran las mejores a las que podíamos aspirar. Seguro que hasta vos os dais cuenta.

—Sí —dijo Davos—, hasta yo. —A menos que Stannis tuviera un hijo varón ese matrimonio implicaba que Tommen heredaría algún día Rocadragón y Bastión de Tormentas, cosa que sin duda sería del agrado de Lord Tywin. Entretanto los Lannister tendrían a Shireen como rehén para garantizar que Stannis no volvía a rebelarse—. ¿Y qué dijo Su Alteza cuando le propusisteis estas condiciones?

—Es que siempre está con la mujer roja y… mucho me temo que no es dueño de sus actos. Tanto hablar de un dragón de piedra… Es una locura, os lo digo yo, una locura. ¿Acaso no aprendimos nada de Aerion Fuegobrillante, de los nueve magos, de los alquimistas…? ¿Acaso no aprendimos nada de Refugio Estival? Esos sueños de dragones nunca han traído nada bueno, así se lo dije a Axell. Mi idea era mejor. Más segura. Además, Stannis me había dado su sello, me había dado su venia para gobernar. La Mano habla con la voz del rey.

—En esto, no. —Davos no era ningún cortesano obsequioso y ni siquiera se molestó en suavizar sus palabras—. No está en la naturaleza de Stannis rendirse sabiendo que su causa es justa. Igual que no podría retractarse en lo que dijo sobre Joffrey cuando cree que es la verdad. En cuanto al matrimonio, Tommen nació del mismo incesto que Joffrey, y Su Alteza antes vería a Shireen muerta que casada de esa manera.

—No tiene elección. —Una vena palpitaba en la frente de Florent.

—Os equivocáis, mi señor. Puede elegir morir como un rey.

—¿Y nosotros con él? ¿Es eso lo que deseáis, Caballero de la Cebolla?

—No. Pero soy leal al rey y no pactaré la paz sin su permiso.

Durante un largo instante Lord Alester lo miró con impotencia, luego se echó a llorar.

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