ARYA

Cuando Arya divisó la forma, dorada bajo los rayos del sol del atardecer, de la gran colina que se alzaba en la distancia, supo al instante que habían vuelto a Alto Corazón.

Llegaron a la cima antes del anochecer y acamparon en un lugar seguro. Arya recorrió el círculo de tocones de arciano con Ned, el escudero de Lord Beric; se subieron a uno y contemplaron cómo los últimos rayos de luz se desvanecían por el oeste. Desde allí se veía una tormenta que estaba descargando por el norte, pero Alto Corazón estaba por encima de las nubes de lluvia. En cambio no estaba por encima del viento; las ráfagas soplaban tan fuertes que sentía como si hubiera alguien a su espalda tironeándole de la capa. Pero, cuando se daba la vuelta, no había nadie.

«Fantasmas —recordó—. Alto Corazón es un lugar encantado.»

En la cima de la colina habían encendido una gran hoguera; Thoros de Myr estaba sentado ante ella con las piernas cruzadas y escudriñaba las llamas como si no existiera nada más en el mundo.

—¿Qué hace? —preguntó Arya a Ned.

—A veces, cuando mira las llamas, ve cosas —le respondió el escudero—. El pasado, el futuro, cosas que están pasando muy lejos…

Arya entrecerró los ojos y clavó la mirada en el fuego para intentar ver lo mismo que el sacerdote rojo, pero sólo consiguió que le lagrimearan y tuvo que apartar la vista. Gendry también estaba mirando al sacerdote rojo.

—¿De verdad puedes ver el futuro ahí? —le preguntó de repente.

—Aquí no. —Thoros se apartó del fuego con un suspiro—. Al menos hoy. Pero hay días en que sí, en que el Señor de la Luz me otorga visiones.

—Mi maestro decía que eras un borracho —dijo Gendry, que no parecía muy convencido—, un farsante y el peor sacerdote que ha habido jamás.

—Qué cruel. —Thoros rió entre dientes—. Cierto, pero cruel. ¿Quién era tu maestro? ¿Te conozco de antes, muchacho?

—Yo era el aprendiz del maestro armero de Tobho Mott, en la calle del Acero. Siempre le comprabas espadas.

—Es verdad. Me cobraba el doble de lo que valían y me echaba la bronca por prenderles fuego. —Thoros se echó a reír—. Tu maestro tenía razón, no era un buen sacerdote. Fui el menor de ocho hijos, de manera que mi padre me entregó al Templo Rojo, pero no era el camino que habría elegido yo. Recité las oraciones y pronuncié los hechizos, pero también organicé incursiones a las cocinas y más de una vez me encontraron con una chica en la cama. Qué niñas tan malas, yo no tenía ni idea de cómo se habían metido entre mis sábanas.

»Aunque tenía talento para los idiomas y cuando miraba las llamas… Bueno, a veces veía algo. Pero causaba más problemas que otra cosa, así que al final me mandaron a Desembarco del Rey para llevar la luz del Señor a un Poniente que adoraba a los Siete. Al rey Aerys le gustaba tanto el fuego que se pensó que podría convertirlo. Por desgracia, sus piromantes se sabían mejores trucos que yo.

»En cambio, el rey Robert me cogió cariño. La primera vez que participé en un combate con una espada en llamas, el caballo de Kevan Lannister se encabritó y lo tiró al suelo, y Su Alteza se rió tanto que pensé que se iba a herniar. —El recuerdo hizo sonreír al sacerdote rojo—. Pero tu maestro también tenía razón en eso, no es manera de tratar una espada.

—El fuego consume. —Lord Beric estaba tras ellos y algo en su voz hizo callar a Thoros al instante—. Consume y cuando termina no queda nada. ¡Nada!

—Beric, amigo mío. —El sacerdote tocó el brazo del señor del relámpago—. ¿Qué estás diciendo?

—Nada que no haya dicho antes. ¿Seis veces, Thoros? Seis veces son demasiadas. —Se dio la vuelta bruscamente.

Aquella noche el viento aulló casi como un lobo, y había lobos de verdad hacia el oeste que parecían darle lecciones. Los turnos de guardia correspondieron a Notch, a Anguy y a Merrit de Aldealuna. Ned, Gendry y la mayor parte de los otros dormían profundamente cuando Arya divisó una forma clara y menuda que se movía por detrás de los caballos, con el fino cabello blanco al viento, apoyada en un bastón nudoso. Aquella mujer no mediría ni un metro. La luz de la hoguera hacía que le brillaran unos ojos tan rojos como los del lobo de Jon.

«Que también era un fantasma.» Arya se acercó con sigilo y se arrodilló para mirar.

Thoros y Lim acompañaban a Lord Beric cuando la enana se sentó junto a la hoguera sin que la invitaran. Los miró con aquellos ojos como carbones encendidos.

—La Brasa y el Limón vuelven a honrarme con su visita, igual que Su Alteza, el Señor de los Cadáveres.

—Ese nombre es como un mal presagio. Os he pedido que no me llaméis así.

—Sí, es verdad. Pero apestáis a muerte reciente, mi señor. —No le quedaba más que un diente en la boca—. Dadme vino o me marcho. Tengo los huesos viejos y me duelen las articulaciones cuando sopla el viento, y aquí arriba siempre sopla el viento.

—Un venado de plata por vuestros sueños, mi señora —dijo Lord Beric con solemne cortesía—. Y otro más si tenéis noticias para nosotros.

—Un venado de plata no se come ni se puede montar. Un odre de vino por mis sueños, y por mis noticias un beso del idiota grandote de la capa amarilla. —La mujercita soltó una carcajada como un cacareo—. Eso, un beso en la boca, con lengua. Hace mucho tiempo del último, demasiado. Su boca debe de saber a limones, y la mía, a huesos. Soy demasiado vieja.

—Es verdad —se quejó Lim—. Demasiado vieja para vino y besos. Lo único que te voy a dar es un espaldarazo, bruja.

—El pelo se me cae a puñados, y hace mil años que nadie me da un beso. Es duro ser tan vieja. Bueno, pues entonces una canción. Una canción de Tom Siete a cambio de las noticias.

—Tom te cantará lo que quieras —le prometió Lord Beric.

Él mismo le dio el odre de vino. La enana bebió un largo trago; el vino le corría por la barbilla. Cuando bajó el odre, se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Vino agrio para noticias agrias, sin duda muy apropiado. El rey ha muerto, ¿qué os parece?

A Arya se le paró un instante el corazón.

—¡El rey, como si hubiera pocos! ¿A qué rey te refieres, bruja? —preguntó Lim sin miramientos.

—El mojado. El rey kraken, mis señores. Soñé que moría y murió, y ahora los pulpos de hierro se enfrentan unos a otros. Ah, y Lord Hoster Tully también ha muerto, pero eso ya lo sabíais, ¿verdad? En la sala de los reyes, la Cabra se sienta en solitario, febril, mientras sobre él se cierne la sombra del gran perro. —La anciana bebió otro largo trago de vino, apretando el odre al tiempo que se lo llevaba a los labios.

«El gran perro.» ¿Se referiría al Perro? ¿O tal vez a su hermano, la Montaña que Cabalga? Arya no estaba segura. Los dos lucían el mismo emblema, tres perros negros sobre campo amarillo. La mitad de los hombres por cuya muerte rezaba eran leales a Ser Gregor Clegane: Polliver, Dunsen, Raff el Dulce, el Cosquillas y, claro, el propio Ser Gregor. «A lo mejor Lord Beric los ahorca a todos.»

—Soñé con un lobo que aullaba bajo la lluvia —decía la enana—, pero nadie oía su dolor. Soñé con un clamor tal que pensé que la cabeza me estallaría, tambores, cuernos, gaitas y gritos, pero el sonido más triste era el de las campanillas. Soñé con una doncella en un banquete, con serpientes púrpura en los cabellos y veneno en los colmillos. Y más tarde volví a soñar con esa doncella, que mataba a un cruel gigante en un castillo hecho de nieve. —Giró la cabeza de repente y sonrió en la penumbra con los ojos clavados en Arya—. De mí no te puedes esconder, chiquilla. Ven, acércate.

Arya sintió como si unos dedos gélidos le recorrieran el cuello. «El miedo hiere más que las espadas», se recordó. Se levantó y se aproximó al fuego con cautela, caminaba sobre la mitad delantera del pie, presta a huir.

—Te veo —susurró la enana escrutándola con los ojos rojos y nublados—. Te veo, niña lobo. Niña de sangre. Creía que era el señor el que olía a muerte… —Empezó a llorar con sollozos que estremecían su menudo cuerpo—. Es muy cruel que hayas venido a mi colina, muy cruel. Ya me ahogué con el dolor de Refugio Estival, no quiero además el tuyo. Vete de aquí, corazón oscuro. ¡Vete!

Su voz estaba tan cargada de miedo que Arya dio un paso atrás y se empezó a preguntar si aquella mujer no estaría loca.

—No asustéis a la niña —protestó Thoros—. No le hace mal a nadie.

—Yo no estaría tan seguro —dijo Lim Capa de Limón señalándose la nariz rota con un dedo.

—Se irá mañana con nosotros —tranquilizó Lord Beric a la mujercita—. Vamos a llevarla a Aguasdulces con su madre.

—No —dijo la enana—. No será así. Ahora el pez negro es dueño de los ríos. Si a la madre buscáis, id a Los Gemelos. Porque va a haber una boda. —Volvió a soltar aquella risa cacareante—. Mirad en vuestros fuegos y lo veréis, sacerdote rosa. Pero que no sea ahora ni aquí, aquí no podéis ver nada. Este lugar aún pertenece a los viejos dioses… Se aferran a él como yo, encogidos y débiles, pero todavía no han muerto. Y no les gustan las llamas. Porque el roble recuerda la bellota, la bellota sueña al roble, el tocón vive en ambos. Y recuerdan el momento en que llegaron los primeros hombres con fuego en sus puños. —Se bebió lo que quedaba del vino de cuatro largos tragos, tiró el odre a un lado y señaló a Lord Beric con el bastón—. Ahora mi pago. Quiero la canción que me prometisteis.

De modo que Lim fue a despertar a Tom Sietecuerdas que dormía entre sus pieles y lo llevó entre bostezos junto al fuego con la lira en la mano.

—¿La misma canción de siempre? —preguntó.

—Sí, claro. Mi canción de Jenny. ¿Es que existe otra?

De manera que Tom cantó, y la enana cerró los ojos y se meció adelante y atrás al tiempo que murmuraba la letra y las lágrimas le corrían por las mejillas. Thoros cogió a Arya de la mano con firmeza y se la llevó de allí.

—Deja que saboree en paz su canción —le dijo—. Es lo único que le queda.

«Pero si no le iba a hacer daño», pensó Arya.

—¿Qué ha dicho de Los Gemelos? Mi madre está en Aguasdulces, ¿no?

—Al menos allí estaba. —El sacerdote rojo se rascó debajo de la barbilla—. Ha hablado de una boda. Ya veremos. Pero, esté donde esté, Lord Beric la encontrará.

Poco después el cielo estalló. Los relámpagos lo rasgaban, los truenos retumbaban en las colinas y la lluvia caía en tal abundancia que apenas si permitía ver. La mujer enana desapareció tan repentinamente como había llegado mientras los bandidos juntaban ramas para hacer refugios rudimentarios.

Llovió toda la noche, y por la mañana Ned, Lim y Watty el Molinero se levantaron resfriados. Watty no fue capaz de retener el desayuno en el estómago, y el joven Ned estaba alternativamente ardiendo de fiebre y temblando con la piel fría y pegajosa. Notch comentó a Lord Beric que había un pueblo abandonado a medio día a caballo hacia el norte, que allí tendrían un refugio mejor y podrían aguardar a que pasara lo peor de la tormenta. De manera que montaron como pudieron y espolearon a sus caballos ladera abajo.

La lluvia no cesaba. Cabalgaron por bosques y prados, y vadearon arroyos crecidos cuyas aguas turbulentas llegaban hasta las barrigas de los caballos. Arya se cubrió la cabeza con la capucha de la capa y encogió los hombros, empapada y tiritando, pero decidida a no flaquear. Merrit y Mudge no tardaron en empezar a toser tanto como Watty, y el pobre Ned estaba peor con cada legua que recorrían.

—Si me pongo el yelmo, la lluvia repiquetea contra el acero y me da dolor de cabeza —se quejó—. Pero si me lo quito, se me empapa el pelo y se me pega a la cara y a la boca.

—¿No tienes un cuchillo? —le sugirió Gendry—. Si tanto te molesta el pelo aféitate la cabeza, idiota.

«No le gusta Ned.» A Arya le caía bien el escudero; era un poco tímido, pero parecía buen muchacho. Siempre había oído decir que los dornienses eran menudos y atezados, de pelo negro y ojos pequeños y oscuros, pero Ned tenía los ojos muy grandes y de un azul tan intenso que era casi violeta. Además, su cabello era rubio claro, más semejante a la ceniza que a la miel.

—¿Cuánto hace que eres escudero de Lord Beric? —preguntó para dejar de pensar en sus penas.

—Me tomó a su servicio como paje cuando se desposó con mi tía. —Se interrumpió con un ataque de tos—. Entonces tenía siete años, pero cuando cumplí los diez me ascendió a escudero. Una vez gané un premio ensartando aros.

—Yo no sé manejar la lanza —dijo Arya—, pero con la espada te podría ganar. ¿Has matado a alguien?

—Si sólo tengo doce —respondió el muchachito, sobresaltado.

«Yo maté a un chico cuando tenía ocho», estuvo a punto de decir Arya. Pero se lo pensó mejor.

—Como has tomado parte en batallas…

—Sí. —No parecía muy orgulloso de ello—. Estuve en el Vado del Titiritero. Cuando Lord Beric cayó al río, lo arrastré hasta la orilla para que no se ahogara y lo defendí con mi espada. Pero no tuve que pelear. Tenía una lanza rota clavada en el pecho, así que nadie nos fue a molestar. Cuando nos reagrupamos, Gergen el Verde cargó a su señoría a lomos de un caballo.

Arya se estaba acordando del mozo de cuadras en Desembarco del Rey. Después de él, hubo el guardia al que le cortó la garganta en Harrenhal, y los hombres de Ser Amory junto a aquel lago. No sabía si Weese y Chiswyck contaban, ni los que habían muerto por la sopa de comadreja… De repente sintió una tristeza infinita.

—Mi padre también se llamaba Ned —le dijo.

—Ya lo sé. Lo vi en el torneo de la Mano. Me habría gustado subir a hablar con él, pero no se me ocurría qué decirle. —Ned se estremeció bajo la capa, un trapo empapado color púrpura claro—. ¿Tú estuviste en el torneo? A la que vi fue a tu hermana. Ser Loras Tyrell le regaló una rosa.

—Ya me lo dijo. —Tenía la sensación de que todo había sucedido hacía muchísimo tiempo—. Su amiga Jeyne Poole se enamoró de vuestro Lord Beric.

—Estaba prometido a mi tía —tartamudeó Ned, incómodo—. Pero claro, eso era antes. Antes de que…

«¿Antes de que muriera?», pensó al ver que Ned no terminaba la frase y caía en un silencio incómodo. Los cascos de sus caballos sonaban como ventosas cada vez que se despegaban del barro.

—Mi señora… —dijo Ned por fin—. ¿Y tu hermano ilegítimo… Jon Nieve?

—Está en el Muro, con la Guardia de la Noche. —«A lo mejor eso es lo que tendría que hacer, ir al Muro y no a Aguasdulces. A Jon no le importaría si he matado a alguien ni si me cepillo el pelo o no»—. Jon se parece mucho a mí, aunque sea bastardo. Siempre me revolvía el pelo y me llamaba «hermanita». —Jon era a quien más echaba de menos. Sólo con decir su nombre se ponía triste—. ¿De qué conoces a Jon?

—Es mi hermano de leche.

—¿Tu hermano? —Arya no entendía nada—. Pero si tú eres de Dorne, ¿cómo puedes ser de la misma sangre que Jon?

—Somos hermanos de leche, no de sangre. Cuando era pequeño mi señora madre no tenía leche, así que Wylla tuvo que amamantarme.

—¿Quién es Wylla? —Arya seguía sin entender.

—La madre de Jon Nieve. ¿No te lo contó nunca? Fue criada nuestra durante muchísimos años. Desde antes de que naciera yo.

—Jon no conoció a su madre; tampoco sabía cómo se llamaba. —Arya miró a Ned con desconfianza—. ¿La conoces de verdad? —«¿Se está burlando de mí?»—. Como sea mentira te arrearé un puñetazo en la nariz.

—Wylla fue mi ama de cría —insistió el muchacho con tono solemne—. Lo juro por el honor de mi Casa.

—¿Tienes una Casa? —Era una pregunta idiota; era escudero, claro que tenía una Casa—. ¿Quién eres?

—Mi señora… —Ned titubeó, avergonzado—. Soy Edric Dayne… Señor de Campoestrella.

Gendry, que iba tras ellos, soltó un gruñido.

—Señores y damas —bufó con tono asqueado. Arya agarró una manzana silvestre de una rama y se la tiró; le acertó en aquella cabezota de toro—. ¡Ay! Me has hecho daño —se quejó, frotándose la piel sobre el ojo—. ¿Las damas tiran manzanas a la gente?

—Sólo las malas —respondió Arya, que de repente se arrepentía de haberlo hecho. Se volvió hacia Ned—. Lo siento, no sabía quién eras. Mi señor.

—La culpa es mía, mi señora —respondió él, todo educación.

«Jon tiene madre. Wylla, se llama Wylla.» Tenía que acordarse para contárselo cuando lo volviera a ver. Se preguntaba si la seguiría llamando «hermanita». «No, porque ya no soy pequeña. Me tendrá que llamar otra cosa.» Tal vez cuando estuviera en Aguasdulces le podría escribir una carta para decirle lo que le había contado Ned Dayne.

—Había también un tal Arthur Dayne —recordó—. Lo llamaban Espada del Amanecer.

—Mi padre era el hermano mayor de Ser Arthur. Lady Ashara era mi tía, pero no la llegué a conocer. Se tiró al mar desde lo más alto de la torre Espada de Piedrablanca antes de que yo naciera.

—¿Y por qué hizo semejante cosa? —se sobresaltó Arya.

Ned la miraba con cautela. A lo mejor tenía miedo de que le tirase una manzana.

—¿Tu señor padre nunca te habló de ella? —preguntó—. ¿De Lady Ashara Dayne, de Campoestrella?

—No. ¿La conocía?

—De antes de que Robert fuera rey. Mi tía conoció a tu padre y a sus hermanos en Harrenhal el año de la falsa primavera.

—Ah. —A Arya no se le ocurría qué decir—. Pero ¿por qué se tiró al mar?

—Tenía el corazón roto.

Sansa habría dejado escapar un suspiro y sin duda habría derramado una lágrima ante aquella muestra de amor, pero a Arya le parecía una idiotez. Pero claro, no se lo podía decir a Ned, era su tía.

—¿Quién se lo rompió?

—No sé si me corresponde a mí… —El muchacho titubeó.

—¡Dímelo!

—Mi tía Allyria dice que Lady Ashara y tu padre se enamoraron en Harrenhal… —Cuando la miró su incomodidad era evidente.

—No es verdad. Él quería a mi señora madre.

—Estoy seguro de que sí, mi señora, pero…

—La quería a ella y a nadie más.

—Entonces al bastardo se lo debió de traer la cigüeña —comentó Gendry detrás de ellos.

—Mi padre era un hombre de honor —le dijo Arya, furiosa; le habría gustado tener otra manzana para tirársela—. Además, no estamos hablando contigo. ¿Por qué no te vuelves a Sept de Piedra para tocarle las campanas a aquella idiota?

—Tu padre al menos crió a su bastardo —dijo Gendry como si no la hubiera oído—, no como el mío. Ni siquiera sé cómo se llamaba. Seguro que era cualquier borracho asqueroso, igual que los otros que mi madre conocía en la taberna y se llevaba a casa. Siempre que se enfadaba conmigo me decía, «si estuviera aquí tu padre menuda paliza te iba a dar». Es lo único que sé de él. —Escupió al suelo—. Si me lo pusieran delante a lo mejor la paliza se la daba yo. Pero supongo que estará muerto, y tu padre también está muerto, así que, ¿qué importa con quién se acostara?

A Arya le importaba, aunque no habría sabido decir por qué. Ned estaba intentando disculparse por haberla hecho enfadar, pero en aquel momento no quería escucharlo. Picó espuelas y los dejó atrás. Anguy el Arquero cabalgaba unos metros más adelante.

—Los dornienses son unos mentirosos, ¿verdad? —le preguntó cuando se puso a su altura.

—Esa fama tienen. —Sonrió—. Aunque claro, ellos dicen lo mismo de nosotros, los marqueños, así que a saber… ¿Qué ha pasado? Ned es un buen chico…

—Es un idiota y un mentiroso.

Arya se salió del camino, saltó un tronco caído medio podrido y cruzó un arroyo sin hacer caso de los gritos de los bandidos a su espalda.

«Lo único que quieren es contarme más mentiras.» Se le pasó por la cabeza la idea de intentar escapar, pero eran demasiados y conocían bien aquellas tierras. ¿Para qué huir si luego la atrapaban?

Al final fue Harwin quien salió en pos de ella.

—¿Qué crees que haces, mi señora? No se te ocurra escapar. En estos bosques hay lobos y cosas aún peores.

—No tengo miedo —replicó—. Ese chico, Ned, me ha dicho…

—Sí, ya me lo ha contado. Lo de Lady Ashara. Es una historia muy vieja. Una vez la oí en Invernalia cuando tendría la misma edad que tienes tú ahora. —Agarró con firmeza las riendas de su caballo y lo obligó a dar la vuelta—. Dudo mucho que sea verdad, pero aunque lo fuera, ¿qué más da? Cuando Ned conoció a aquella dama dorniense, su hermano Brandon aún vivía y era él quien estaba prometido a Lady Catelyn, de manera que no habría sido ninguna deshonra para tu padre. No hay nada como un torneo para encender la sangre, así que es posible que por la noche se intercambiaran unas palabritas en una tienda, ¿quién sabe? Y donde digo palabras pudieron ser besos o algo más, ¿qué tiene de malo? Había llegado la primavera, o eso creían, y ninguno de los dos estaba comprometido.

—Pero luego ella se mató —dijo Arya, insegura—. Ned dice que saltó de una torre al mar.

—Es verdad —reconoció Harwin mientras la acompañaba de vuelta con el grupo—, pero yo diría que fue por la pena. Había perdido a su hermano, la Espada del Amanecer. —Sacudió la cabeza—. No le des más vueltas, mi señora. Todas esas personas ya han muerto. No le des más vueltas… y por favor, no le digas nada de esto a tu madre cuando lleguemos a Aguasdulces.

Encontraron la aldea donde Notch les había dicho que estaría, y se refugiaron en un gran establo de piedra gris. Sólo conservaba la mitad del tejado… pero eso era medio tejado más que el resto de los edificios del pueblo.

«No es un pueblo, sólo es un montón de piedras negras y huesos viejos.»

—¿Fueron los Lannister quienes mataron a los que vivían aquí? —preguntó Arya mientras ayudaba a Anguy a secar los caballos.

—No. —Hizo un gesto en dirección a las piedras—. Mira la capa de musgo, es muy gruesa. Hace mucho que nadie la toca. Y en aquella pared de allí crece un árbol, ¿no lo has visto? Este lugar lo incendiaron hace años.

—Pero ¿quién fue? —quiso saber Gendry.

—Hoster Tully. —Notch era un hombre delgado y encorvado, con el pelo canoso, que había nacido en aquella zona—. Este pueblo era de Lord Goodbrook. Cuando Aguasdulces se alió con Robert, Goodbrook permaneció leal al rey, así que Lord Tully vino, arrasó la aldea y pasó a los habitantes por la espada. Después del Tridente, el hijo de Goodbrook firmó la paz con Robert y con Lord Hoster. De mucho les sirvió a los muertos…

Se hizo el silencio. Gendry miró a Arya con una expresión extraña en los ojos y se fue a cepillar a su caballo. En el exterior seguía lloviendo sin cesar.

—Nos hace falta una hoguera —declaró Thoros—. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras. Y húmeda, ¿eh? De lo más húmeda.

Jack-con-Suerte cogió madera seca de uno de los pesebres mientras Notch y Merrit reunieron paja para la incendaja. El propio Thoros se encargó de hacer saltar la chispa, y Lim abanicó las llamas con la gran capa amarilla hasta que crepitaron y rugieron. La temperatura subió y pronto incluso se estaba caliente en el interior del establo. Thoros se sentó ante la hoguera con las piernas cruzadas y escudriñó las llamas igual que había hecho en la cima de Alto Corazón. Arya lo observó con atención, en un momento dado le vio mover los labios y le pareció que susurraba «Aguasdulces». Lim paseaba de un lado a otro entre toses, la larga sombra que proyectaba imitaba cada una de sus zancadas, mientras que Tom Siete se quitaba las botas y se frotaba los pies.

—Es una locura que vuelva a Aguasdulces —se quejó el bardo—. Los Tully no le han dado nunca buena suerte al pobre Tom. Fue la tal Lysa la que me envió por el camino alto, donde los hombres de la luna me quitaron el oro, el caballo y por si fuera poco la ropa. Hay caballeros del valle que todavía cuentan cómo llegué a la Puerta de la Sangre con sólo la lira para que no se me vieran las vergüenzas. Me obligaron a cantar «El niño del día del nombre» y «El rey cobarde» antes de dejarme pasar. Mi único consuelo es que tres de ellos murieron de la risa. Desde entonces no he vuelto a poner el pie en el Nido de Águilas, y no cantaría «El rey cobarde» ni por todo el oro de Roca Casterly…

—Los Lannister —dijo Thoros—. Un rugido rojo y dorado.

Se puso en pie y fue hacia donde estaba Lord Beric. Lim y Tom se reunieron con ellos enseguida. Arya no alcanzaba a oír qué decían, pero el bardo no dejaba de echar miradas en su dirección, y en un momento dado Lim se enfadó tanto que dio un puñetazo contra la pared. Fue entonces cuando Lord Beric le hizo una señal para que se acercara. Era lo que menos quería en el mundo, pero Harwin le puso la mano en la espalda y le dio un empujoncito hacia delante. Avanzó dos pasos y se detuvo titubeante, temerosa.

—Mi señor. —Aguardó a la espera de lo que le quisiera decir Lord Beric.

—Cuéntaselo —ordenó el señor del relámpago a Thoros.

—Mi señora —empezó el sacerdote rojo acuclillándose junto a ella—, el Señor me ha concedido una visión de Aguasdulces. Parecía una isla en un mar de fuego. Las llamas eran leones que saltaban, con largas garras color escarlata. ¡Y cómo rugían! Un mar de hombres de los Lannister, mi señora. No tardarán en atacar Aguasdulces.

—¡No! —Arya se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

—Las llamas no mienten, pequeña —dijo Thoros—. A veces las entiendo mal porque soy un imbécil y estoy ciego. Pero no es el caso. Los Lannister van a empezar un asedio contra Aguasdulces.

—Robb los derrotará —dijo Arya, testaruda—. Les ganará la batalla, siempre gana.

—Puede que tu hermano ya no esté —dijo Thoros—. Y tu madre tampoco. No los he visto en las llamas. Esa boda que la anciana mencionó, una boda en Los Gemelos… Esa mujer sabe muchas cosas. Los arcianos le susurran al oído mientras duerme. Si dice que tu madre se ha ido a Los Gemelos…

—Si no me hubierais cogido ya estaría allí —les reprochó Arya volviéndose hacia Tom y Lim—. Ya estaría en casa.

—Mi señora —dijo con cansada cortesía Lord Beric sin hacer caso del exabrupto—, ¿conocerías de vista al hermano de tu abuelo? ¿A Ser Brynden Tully, apodado Pez Negro? ¿O te conocería él a ti?

Arya sacudió la cabeza con gesto triste. A menudo había oído hablar a su madre de Ser Brynden Pez Negro, pero si lo había llegado a conocer en persona era demasiado pequeña para recordarlo.

—Dudo mucho que el Pez Negro pague bien por una niña que no sabe quién es —dijo Tom—. Esos Tully son gente desconfiada, pensarán que les intentamos vender mercancía falsa.

—Los convenceremos —se empecinó Lim Capa de Limón—. Los puede convencer ella o Harwin. Aguasdulces está más cerca. Yo voto por que la llevemos allí, cojamos el oro y acabemos con este asunto de una puñetera vez.

—¿Y si los leones nos atrapan dentro del castillo? —preguntó Tom—. Nada les gustaría más que colgar a su señoría de una jaula en lo más alto de Roca Casterly.

—No tengo la menor intención de dejarme atrapar —dijo Lord Beric. La última palabra no la pronunció, pero todos la entendieron. «Vivo». Todos la oyeron, incluso Arya, aunque no llegó a salir de sus labios—. Pero preferiría no meterme allí a ciegas. Quiero saber dónde están los ejércitos, tanto los lobos como los leones. Shama tendrá alguna noticia, y el maestre de Lord Vance aún más. El Torreón Bellota no está lejos. Lady Smallwood nos dará cobijo mientras enviamos exploradores y esperamos su regreso…

Aquellas palabras le resonaron en los oídos como golpes en un tambor. De repente, ya no podía soportarlo más. Quería ir a Aguasdulces, no al Torreón Bellota; quería ir con su madre y con su hermano Robb, no con Lady Smallwood ni con un tío al que no conocía de nada. Se dio media vuelta y salió corriendo hacia la puerta y, cuando Harwin trató de agarrarla por el brazo, lo esquivó rápida como una serpiente.

Fuera de los establos la lluvia seguía cayendo, y un relámpago lejano iluminó el cielo hacia el oeste. Arya corrió tan deprisa como pudo. No sabía adónde iba, sólo sabía que quería estar sola, lejos de todas las voces, lejos de sus palabras vanas y sus promesas rotas.

«Yo sólo quería ir a Aguasdulces. —Era culpa suya por haberse llevado a Gendry y a Pastel Caliente cuando huyó de Harrenhal. De estar sola le habría ido mejor. Si hubiera estado sola los bandidos no la habrían atrapado, y a aquellas alturas ya estaría con Robb y con su madre—. No eran mi manada, nunca fueron mi manada. Si lo hubieran sido no me habrían abandonado. —Los pies le chapotearon en un charco de agua embarrada. Alguien la llamaba a gritos, seguramente Harwin o Gendry, pero el trueno acallaba sus voces al retumbar contra las colinas, un instante por detrás del relámpago—. El señor del relámpago —pensó, furiosa—. Tal vez no pueda morir, pero mentir se le da de maravilla.»

A su izquierda, un caballo relinchó. Arya no se habría alejado más de cincuenta metros de los establos, pero ya estaba empapada hasta los huesos. Dobló la esquina de una de las casas derruidas con la esperanza de que las paredes cubiertas de musgo la refugiaran de la lluvia, y casi chocó de bruces contra uno de los centinelas. Una mano enfundada en un guantelete se le cerró en torno al brazo.

—¡Me estás haciendo daño! —gritó al tiempo que se retorcía—. Suéltame, iba a volver, iba a…

—¿A volver? —La risa de Sandor Clegane era como el arañazo del hierro contra la piedra—. Y una mierda, niña lobo. Eres mía.

No le costó nada izarla por los aires y llevarla hasta su caballo. La lluvia fría los azotó y ahogó sus gritos, y Arya sólo podía pensar en la pregunta que le había hecho aquel hombre.

«¿No sabes qué le hacen los perros a los lobos?»

Загрузка...