JON

La última noche fue oscura y sin luna, pero el cielo estaba despejado para variar.

—Voy a subir a la colina a buscar a Fantasma —les dijo a los thenitas en la entrada de la cueva; ellos gruñeron asintiendo y lo dejaron pasar.

«Cuántas estrellas», pensó mientras ascendía por la ladera entre pinos, abetos y fresnos. Cuando era niño, en Invernalia, el maestre Luwin le había enseñado las estrellas. Se había aprendido los nombres de las doce casas celestes y los de sus respectivos regentes, y era capaz de localizar a los siete errantes que la Fe consideraba sagrados. También sabía encontrar sin problemas al Gatosombra, la Doncella Luna, la Espada del Amanecer y el Dragón de Hielo; esas constelaciones las tenía en común con Ygritte, pero otras no. «Miramos las mismas estrellas y vemos cosas tan distintas…» Para ella la Corona del Rey era la Cuna, el Corcel era el Señor Astado; el Vagabundo Rojo que según los septones era símbolo sagrado del Herrero era allí el Ladrón. Y cuando el Ladrón estaba en la Doncella Luna era un momento propicio para que los hombres secuestraran a las mujeres, según le decía Ygritte una y otra vez.

—Como la noche en que me secuestraste. El Ladrón brillaba mucho.

—Yo no tenía intención de secuestrarte —le replicó—. Ni siquiera sabía que eras una chica hasta que te puse el cuchillo en la garganta.

—Si matas a un hombre sin querer da igual, sigue estando muerto —insistió Ygritte con testarudez.

Jon no había conocido nunca a nadie tan testarudo, con la posible excepción de Arya, su hermana pequeña.

«¿Seguirá siendo mi hermana pequeña? —se preguntó—. ¿Fue mi hermana alguna vez?» No había sido nunca un verdadero Stark, sólo el bastardo sin madre de Lord Eddard, tan fuera de lugar en Invernalia como Theon Greyjoy. Y hasta eso lo había perdido. Cuando un hombre de la Guardia de la Noche pronunciaba el juramento dejaba a un lado a su antigua familia y se unía a una nueva, pero Jon Nieve también había perdido a esos hermanos.

Como se había imaginado Fantasma estaba en la cima de la colina. El lobo blanco no aullaba nunca, pero de todos modos había algo que lo atraía hacia las alturas; luego se quedaba allí sentado sobre los cuartos traseros y, mientras su aliento caliente formaba nubes blancas, él se bebía las estrellas con aquellos ojos rojos.

—¿Cómo las llamas tú? —preguntó Jon al tiempo que se arrodillaba junto al huargo y le rascaba el grueso pelaje blanco del cuello—. ¿La Liebre? ¿El Cervatillo? ¿La Loba?

Fantasma le lamió la cara, la lengua áspera y húmeda le raspó las cicatrices que las garras del águila le habían dejado en la mejilla.

«El pájaro nos dejó marcas a los dos», pensó.

Fantasma —dijo en voz baja—, mañana por la mañana vamos a saltar. Allí no hay escaleras, ni una jaula con una grúa, no tengo manera de llevarte al otro lado. Nos tenemos que separar. ¿Lo entiendes?

En la oscuridad, los ojos rojos del lobo huargo tenían un brillo negro. Silencioso como siempre pegó el hocico al cuello de Jon; su aliento era una nube blanca de vaho. Los salvajes decían que Jon Nieve era un warg, pero si estaban en lo cierto era un warg pésimo. No sabía cómo vestir la piel de un lobo tal como Orell había vestido la de su águila antes de morir. En cierta ocasión había soñado que él era Fantasma y que observaba desde las alturas el valle del Agualechosa donde Mance Rayder había reunido a los suyos, y ese sueño había resultado ser verdad. Pero en aquel momento no estaba soñando, así que sólo le quedaban las palabras.

—No puedes venir conmigo. —Jon cogió la cabeza del lobo entre las manos y le miró a los ojos con intensidad—. Tienes que ir al Castillo Negro. ¿Me entiendes? ¡Al Castillo Negro! ¿Encontrarás el camino? ¿Sabrás volver a casa? Sólo tienes que seguir el hielo hacia el este, siempre hacia el este, hacia donde sale el sol, y llegarás. En el Castillo Negro te conocen, tal vez tu llegada sirva para alertarlos. —Había pensado escribir un mensaje para que lo llevara Fantasma, pero no tenía tinta ni pergamino, ni siquiera pluma, y el riesgo de que lo descubrieran era excesivo—. Volveremos a vernos en el Castillo Negro, pero tienes que llegar allí tú solo. Durante un tiempo tendremos que cazar por separado. Por separado.

El huargo se sacudió las manos de Jon con las orejas erguidas. De repente emprendió una carrera. Saltó a través de unos arbustos, sorteó un montón de hojarasca y corrió colina abajo, apenas una estela blanca entre los árboles.

«¿Hacia el Castillo Negro? —se preguntó Jon—. ¿O detrás de alguna liebre?» Habría dado cualquier cosa por saberlo. Tenía miedo de ser tan mal warg como hermano juramentado y como espía.

El viento que susurraba entre los árboles, con un intenso olor a pinocha, le sacudía las desvaídas ropas negras. Jon veía al sur el Muro, alto, imponente, una gigantesca sombra que ocultaba la luz de las estrellas. Suponía, por aquellas colinas escabrosas, que debían de estar entre la Torre Sombría y el Castillo Negro, probablemente más cerca de la primera que del segundo. Llevaban días avanzando hacia el sur entre lagos profundos que se extendían como dedos largos y flacos por las cuencas de valles angostos, flanqueados por riscos de pedernal y colinas pobladas de pinos. Semejante terreno los obligaba a desplazarse despacio, pero también ofrecía una buena manera de protegerse para quien quisiera aproximarse al Muro sin ser visto.

«Para los salvajes —pensó—. Como ellos. Como yo.»

Más allá del Muro estaban los Siete Reinos y todo aquello que había jurado proteger. Había pronunciado los votos, había empeñado la vida y el honor, tendría que estar allí arriba, montando guardia. Tendría que estar llevándose un cuerno a los labios para llamar a las armas a la Guardia de la Noche. Pero no tenía ningún cuerno. Tal vez no le costaría mucho robar alguno a los salvajes, aunque ¿qué conseguiría con ello? Aunque lo hiciera sonar, ¿quién lo iba a oír? El Muro medía cien leguas de largo y la Guardia estaba muy menguada. Todas las fortalezas menos tres estaban abandonadas, tal vez aparte de Jon no hubiera un hermano en cincuenta kilómetros. Si es que todavía se lo podía considerar un hermano…

«Tendría que haber intentado matar a Mance Rayder en el Puño aunque me hubiera costado la vida.» Eso es lo que habría hecho Qhorin Mediamano. Pero Jon había titubeado y al titubear perdió la oportunidad. Al día siguiente había partido a caballo con Styr el Magnar, Jarl y más de un centenar de thenitas y jinetes escogidos. Jon se decía que sólo estaba esperando el momento oportuno, entonces se escabulliría y volvería al Castillo Negro. Pero el momento no llegaba nunca. La mayor parte de las noche dormían en aldeas desiertas de salvajes, y Styr siempre hacía que una docena de sus thenitas montara guardia. Jarl lo vigilaba con desconfianza. Y ya fuera día o noche Ygritte no se apartaba de él.

«Dos corazones que laten como uno.» Las palabras burlonas de Mance Rayder le resonaban amargas en la cabeza. Jon jamás se había sentido tan confuso. «No tengo otra elección —se había dicho la primera vez cuando la muchacha se metió bajo las pieles con las que él se abrigaba por la noche—. Si la rechazo sabrá que no soy un cambiacapas. Estoy haciendo lo que me dijo el Mediamano.»

Y su cuerpo lo hizo con entusiasmo. Sus labios contra los de ella, su mano se deslizó bajo la camisa de piel de cervatillo para buscar un pecho, su miembro viril se endureció cuando Ygritte se lo apretó contra la entrepierna a través de la ropa.

«Mis votos», había pensado, no dejaba de recordar el bosquecillo de arcianos donde los había pronunciado, los nueve grandes árboles en círculo, los rostros rojos que lo miraban, que lo escuchaban… Pero Ygritte le había desatado las lazadas, le había metido la lengua en la boca, había buscado dentro de sus calzones para sacarle el miembro… y ya no pudo ver los arcianos, sólo a ella. La chica le mordió el cuello y él se lo besó, enterrando la nariz en la espesa cabellera rojiza. «Buena suerte —pensó—. Tiene buena suerte, la ha besado el fuego.»

—¿Te gusta? —susurró mientras lo guiaba hacia su interior. Estaba muy húmeda y, evidentemente, no era doncella, pero a Jon no le importaba. Los votos, la virginidad… nada importaba, sólo el calor de Ygritte, sus bocas unidas, el dedo con el que le acariciaba un pezón—. ¿Te gusta? —volvió a preguntar—. No tan deprisa, ah, así, sí, despacio. Así, así, sí, despacio, suave. No sabes nada, Jon Nieve, pero yo te voy a enseñar. Ahora más deprisa. Siiiiiiiií.

«He hecho lo que me dijo —trató de convencerse después—. Estoy haciendo lo que me dijo el Mediamano. Lo he tenido que hacer una vez para demostrar que había renegado de mis votos. Para que Ygritte confiara en mí.» Pero no volvería a hacerlo jamás. Seguía siendo un hombre de la Guardia de la Noche y el hijo de Eddard Stark. Había hecho lo que debía, había demostrado lo que tenía que demostrar.

Pero la demostración había sido muy dulce, y la muchacha se había quedado dormida junto a él con la cabeza sobre su pecho, y eso también era dulce, peligrosamente dulce. Volvió a pensar en los arcianos y en los votos que había pronunciado ante ellos. «Ha sido sólo una vez, era imprescindible. Hasta mi padre se desvió del camino una vez, cuando olvidó sus votos matrimoniales y engendró un bastardo. —Jon se juró que también sería su caso—. No volverá a suceder jamás.»

Sucedió dos veces más aquella noche y otra por la mañana, cuando ella despertó y lo encontró dispuesto. Los salvajes ya se habían levantado y muchos se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo bajo el montón de pieles. Jarl les dijo que se dieran prisa si no querían que les echara encima un cubo de agua.

«Como si fuéramos un par de perros en celo», había pensado Jon más tarde. ¿En eso se había convertido? «Soy un hombre de la Guardia de la Noche», insistía una vocecita en su interior, pero cada noche le sonaba más lejana, y cuando Ygritte le besaba las orejas o le mordía el cuello no la oía en absoluto. «¿Fue esto mismo lo que le pasó a mi padre? —se preguntó—. ¿Fue tan débil como lo soy yo ahora cuando se deshonró en el lecho de mi madre?»

De repente se dio cuenta de que algo ascendía por la colina en pos de él. Por un instante pensó que era Fantasma que regresaba, pero el huargo jamás hacía tanto ruido. Jon desenvainó a Garra con un movimiento ágil, pero no era más que uno de los thenitas, un hombre corpulento con yelmo de bronce.

—Nieve —dijo el intruso—. Vienes. Magnar quiere.

Los hombres de Thenn aún hablaban en la antigua lengua, la mayor parte apenas sabían unas pocas palabras de la común. A Jon le importaba bien poco lo que quisiera el Magnar, pero no tenía sentido discutir con alguien que apenas lo entendería, de manera que lo siguió colina abajo.

La entrada de la cueva era una grieta en la roca por la que apenas si podía pasar un caballo; además, estaba medio oculta tras un pino soldado. Daba al norte, de manera que la luz de los fuegos no se veía desde el Muro. Aunque tuvieran la mala suerte de que una patrulla pasara por la cima del Muro aquella noche, no verían más que colinas, pinos y el reflejo gélido de las estrellas sobre un lago casi congelado. Mance Rayder lo había planeado muy bien.

Una vez en el interior de la roca, el pasadizo descendía seis metros antes de abrirse a un espacio tan amplio como el del salón principal de Invernalia. Entre las columnas ardían fogatas y su humo ennegrecía el techo de piedra. Los caballos estaban maneados a lo largo de una pared, junto a un estanque poco profundo. En el centro del suelo había un agujero a modo de sumidero que daba a lo que tal vez fuera una caverna aún más grande, aunque era imposible saberlo en aquella oscuridad. Jon alcanzó a oír el sonido lejano del agua corriente de un arroyo subterráneo.

Jarl estaba con el Magnar; Mance los había dejado a los dos al mando. A Styr no le había hecho la menor gracia, Jon se dio cuenta enseguida. Mance Rayder decía que el joven moreno era la «mascota» de Val, quien a su vez era hermana de Dalla, su reina, lo que convertía a Jarl en una especie de cuñado segundo del Rey-más-allá-del-Muro. Era evidente que al Magnar no le gustaba compartir su autoridad. Aportaba un centenar de thenitas, cinco veces más hombres que Jarl, y a menudo se comportaba como si estuviera al mando en solitario. Pero Jon sabía que el que los guiaría para saltar el hielo sería el más joven. Jarl no tendría más allá de veinte años y llevaba ocho haciendo expediciones, había saltado el Muro una docena de veces con gente como Alfyn Matacuervos o el Llorón, y más recientemente con su propia banda.

El Magnar fue directo al grano.

—Jarl me ha alertado de que hay cuervos patrullando. Dime todo lo que sepas de esas patrullas.

«Dime, no dinos», advirtió Jon, y eso pese a que Jarl estaba a su lado. Nada le habría gustado más que negarse a tan brusca petición, pero sabía que Styr lo mataría ante el menor síntoma de deslealtad, y también a Ygritte por el crimen de estar con él.

—En cada patrulla hay cuatro hombres, dos exploradores y dos constructores —dijo—. La misión de los constructores es fijarse en si hay grietas, hielo fundido u otros problemas estructurales, mientras que los exploradores intentan detectar la presencia de enemigos. Todos van a lomos de mulas.

—¿Mulas? —El hombre sin orejas frunció el ceño—. Las mulas son lentas.

—Sí, pero tienen menos tendencia a resbalar en el hielo. Las patrullas van la mayor parte de las veces por la parte superior del Muro, y aparte de la zona que corresponde al Castillo Negro hace muchos años que el camino no se cubre de gravilla. Las mulas las crían en Guardiaoriente y están entrenadas para este cometido.

—¿Van por la parte superior del Muro la mayor parte de las veces? ¿No siempre?

—No. Una de cada cuatro patrulla por la base por si hay grietas en los cimientos o algún indicio de excavación de túneles.

El Magnar asintió.

—Hasta en el lejano Thenn conocemos la historia de Arson Hacha de Hielo y su túnel.

Jon también conocía la historia. Arson Hacha de Hielo había cavado un túnel que llegaba ya a la mitad del Muro cuando lo descubrieron los exploradores del Fuerte de la Noche. No se molestaron en interrumpirlo, sino que sellaron la salida tras él con hielo, piedras y nieve. Edd el Penas decía siempre que si se apoyaba la oreja contra el Muro aún se oía a Arson cavar con el hacha.

—¿De dónde salen esas patrullas? ¿Cada cuánto tiempo?

—Eso depende. —Jon se encogió de hombros—. Tengo entendido que el Lord Comandante Qorgyle las mandaba cada tres días del Castillo Negro a Guardiaoriente del Mar, y cada dos días, del Castillo Negro a la Torre Sombría. Pero en sus tiempos había más hombres en la guardia. El Lord Comandante Mormont prefiere variar el número de patrullas y los días en que salen para ponérselo difícil a quien quiera saber de sus idas y venidas. A veces el Viejo Oso hasta enviaba un contingente más grande a alguno de los castillos abandonados durante quince días o una luna entera. —Jon sabía que la idea de aquella táctica había sido de su tío. Cualquier cosa con tal de confundir al enemigo.

—¿Hay guardias en Puertapiedra en el presente? —preguntó Jarl—. ¿Y en Guardiagrís?

«Así que estamos entre esos dos castillos, ¿eh?» Jon consiguió que su rostro permaneciera imperturbable.

—Cuando salí del Muro las únicas fortalezas habitadas eran Guardiaoriente, el Castillo Negro y la Torre Sombría. No sé qué habrán hecho Bowen Marsh o Ser Denys desde entonces.

—¿Cuántos cuervos hay en los castillos? —preguntó Styr.

—En el Castillo Negro unos quinientos. En la Torre Sombría serán doscientos, y en Guardiaoriente, alrededor de trescientos.

Jon estaba exagerando al menos en trescientos el número de hermanos.

«Ojalá todo fuera tan sencillo…»

—Está mintiendo —dijo Jarl, que no se había dejado engañar, a Styr—. O eso o mete en la cuenta los que murieron en el Puño.

—Cuervo, no te confundas —le advirtió el Magnar—, yo no soy Mance Rayder. Si me mientes, haré que te corten la lengua.

—No soy ningún cuervo y no consiento que me llamen mentiroso.

Jon flexionó los dedos de la mano de la espada. El Magnar de Thenn lo escudriñó con aquellos ojos grises, gélidos.

—No tardaremos en averiguar cuántos son —dijo tras unos instantes—. Vete. Si quiero hacerte más preguntas te mandaré a buscar.

Jon inclinó la cabeza con gesto rígido y se marchó.

«Si todos los salvajes fueran como Styr, sería más fácil traicionarlos.» Pero los thenitas no se parecían en nada al resto del pueblo libre. El Magnar decía ser el último de los primeros hombres y gobernaba con mano de hierro. Su reducida tierra de Thenn se encontraba en un alto valle de la montaña, oculto entre los picos más lejanos de los Colmillos Helados, rodeado de cavernícolas, hombres Pies de Cuerno, gigantes y los clanes caníbales de los ríos de hielo. Ygritte le había contado que los thenitas luchaban con valor y que para ellos su Magnar era una especie de dios. Jon se lo creía. A diferencia de Jarl, Harma y Casaca de Matraca, Styr exigía de sus hombres obediencia ciega, y sin duda su disciplina era el motivo por el que Mance lo había elegido para saltar el Muro.

Se alejó del campamento de los thenitas, que estaban cocinando sentados en sus redondos yelmos de bronce.

«¿Dónde se ha metido Ygritte?» Encontró sus cosas y las de ella donde las había dejado, pero ni rastro de la chica.

—Ha cogido una antorcha y se ha ido por allí —le dijo Grigg el Cabra señalando en dirección al fondo de la cueva.

Jon fue hacia donde le indicaba y se encontró en una sala en penumbra, en medio de un laberinto de columnas y estalactitas.

«No puede estar aquí», empezaba a pensar cuando oyó su risa. Se volvió en dirección al sonido, pero no había caminado ni diez metros cuando se dio de bruces contra una pared de calcita rosa y blanca. Volvió sobre sus pasos, desconcertado, y sólo entonces lo vio: un agujero oscuro bajo un saliente de piedra húmeda. Se arrodilló, prestó atención y oyó el sonido tenue del agua.

—¿Ygritte?

—Estoy aquí. —Su voz como un débil eco.

Jon tuvo que arrastrarse una docena de pasos antes de que la cueva se abriera a su alrededor. Cuando volvió a ponerse de pie se tomó un momento para que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Ygritte había llevado una antorcha, pero no había ninguna otra luz. Estaba de pie junto a una pequeña cascada que caía de una grieta en la roca para formar un amplio estanque. Las llamas amarillas y anaranjadas se reflejaban en las aguas verde claro.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Oí el sonido del agua. Quería ver hasta dónde llegaba la cueva. —Hizo una señal con la antorcha—. Hay un pasadizo que sigue hacia abajo. Lo seguí como cien pasos antes de dar la vuelta.

—¿Era un túnel sin salida?

—No sabes nada, Jon Nieve. Parecía que no tenía fin. En estas colinas hay cientos de cuevas y todas están conectadas por túneles. Hasta hay uno que pasa bajo vuestro Muro. El Camino de Gorne.

—Gorne —dijo Jon—. Gorne fue Rey-más-allá-del-Muro.

—Sí —asintió Ygritte—. Junto con su hermano Gendel, hace ya tres mil años. Encabezaron un ejército del pueblo libre que pasó por las cuevas, y la Guardia ni se enteró. Pero cuando salieron los lobos de Invernalia cayeron sobre ellos.

—Hubo una batalla —recordó Jon—. Gorne mató al Rey en el Norte, pero su hijo recogió su estandarte, le quitó la corona de la cabeza y mató al asesino de su padre.

—El sonido de las espadas despertó a los cuervos en sus castillos, y cabalgaron con sus capas negras para atacar la retaguardia del pueblo libre.

—Sí. Gendel se encontró con que tenía al rey al sur, a los Umber al este y a la Guardia al norte. También él murió.

—No sabes nada, Jon Nieve. Gendel no murió. Se abrió camino entre los cuervos y guió a su pueblo de vuelta al norte mientras los lobos aullaban y le pisaban los talones. Pero Gendel no conocía las cuevas tan bien como su hermano Gorne y se equivocó en una encrucijada. —Movió la antorcha adelante y atrás de manera que las sombras saltaron y se agitaron—. Se adentraba en las colinas cada vez más, cada vez más, y cuando intentó retroceder los caminos que le parecían familiares terminaban en piedra en vez de en cielo. Pronto las antorchas se empezaron a apagar una tras otra, hasta que al final sólo les quedó la oscuridad. Nadie volvió a ver al pueblo de Gendel, pero en las noches silenciosas se oyen a los hijos de los hijos de sus hijos que sollozan bajo las colinas, todavía buscando la salida. Escucha. ¿No los oyes?

Lo único que oía Jon era el sonido del agua al caer y el tenue crepitar de las llamas.

—¿También se perdió ese camino bajo el Muro?

—Muchos lo han buscado. Los que se adentran demasiado en los túneles se encuentran con los hijos de Gendel, y los hijos de Gendel siempre están hambrientos. —Sonrió, depositó la antorcha con cuidado en una hendidura de la roca y se acercó a él—. En la oscuridad no hay nada para comer, sólo carne —susurró al tiempo que le mordisqueaba el cuello.

Jon le apoyó la nariz en el pelo y se llenó de su olor.

—Hablas como la Vieja Tata cuando le contaba a Bran un cuento de monstruos.

—¿Me estás llamando vieja? —preguntó Ygritte, dándole un puñetazo en el hombro.

—Eres más vieja que yo.

—Sí, y también más lista. No sabes nada, Jon Nieve. —Se apartó de él y se quitó el chaleco de piel de conejo.

—¿Qué haces?

—Te voy a enseñar lo vieja que soy. —Se desató las lazadas de la camisa de cervatillo, la tiró a un lado y se quitó de una vez las tres camisetas de lana—. Quiero que me veas.

—No deberíamos…

—Deberíamos. —Se le agitaron los pechos cuando saltó sobre una pierna para quitarse una bota y luego sobre la otra para repetir la operación. Sus pezones eran amplios círculos rosados—. Tú también —dijo mientras se bajaba los calzones de piel de oveja—. A ver qué tenemos. No sabes nada, Jon Nieve.

—Sé que te quiero —se oyó decir, olvidados ya los votos, olvidado ya el honor. Se erguía ante él desnuda como en el día de su nombre, y él estaba tan duro como la roca que los rodeaba. Para entonces ya había estado dentro de ella medio centenar de veces, pero siempre bajo las pieles, rodeados de gente. No había visto nunca lo hermosa que era. Tenía las piernas delgadas pero musculosas y, allí donde se juntaban los muslos, el pelo era de un rojo aún más vivo que el de su cabeza. «¿Eso significa más suerte todavía?» La atrajo hacia él—. Adoro tu olor —dijo—. Adoro tu pelo rojo. Adoro tu boca y tu manera de besarme. Adoro tu sonrisa. Adoro tus tetas. —Le besó primero una y luego la otra—. Adoro tus piernas delgadas y lo que hay entre ellas. —Se arrodilló para besarla también allí, primero con suavidad en el pubis, pero Ygritte separó las piernas y vio el interior rosado, y también la besó allí, y la saboreó. Ella dejó escapar un gemido.

—Si tanto me adoras, ¿qué haces todavía vestido? —jadeó—. No sabes nada, Jon Nieve. Na… ah… Ah. Aaah.

Después, mientras yacían juntos sobre el montón que eran sus ropas, se mostró casi tímida, o tan tímida como podía ser Ygritte.

—Eso que me has hecho… —dijo —. Lo de… la boca… —Titubeó—. ¿Eso es… es lo que los señores hacen a sus damas en el sur?

—No sé, no creo. —Nadie le había contado jamás lo que hacían los señores a sus damas—. Sólo quería… quería besarte, nada más. Me ha parecido que te gustaba.

—Sí. No… No estaba mal. ¿No te lo ha enseñado nadie?

—No ha habido nadie antes —confesó—. Sólo tú.

—Eras virgen —le tomó el pelo—. Virgen, virgen, virgen.

Jon le dio un pellizquito en un pezón.

—Era un hombre de la Guardia de la Noche. —«Era», se oyó decir. ¿Qué era ahora? No quería pensarlo—. ¿Y tú eras virgen?

—Tengo diecinueve —dijo Ygritte, incorporándose sobre un codo—, soy una mujer del acero, besada por el fuego. ¿Cómo voy a ser virgen?

—¿Con quién fue la primera vez?

—Con un chico, durante un banquete, hace cinco años. Había venido con sus hermanos para comerciar, y tenía el pelo como yo, besado por el fuego, así que pensé que nos traería suerte. Pero era débil. Cuando regresó e intentó secuestrarme, Lanzalarga le rompió un brazo y lo puso en fuga, y no lo volvió a intentar ni una vez.

—Entonces, ¿no fue con Lanzalarga? —Jon sentía cierto alivio. Le caía bien Lanzalarga, con su rostro feúcho y sus modales amistosos.

—No seas asqueroso. —Ella le dio un puñetazo—. ¿Tú te acostarías con tu hermana?

—Lanzalarga no es tu hermano.

—Es de mi aldea. No sabes nada, Jon Nieve. Un hombre de verdad secuestra a una mujer de lejos para fortalecer el clan. Las mujeres que se acuestan con sus hermanos, sus padres o los miembros de su clan ofenden a los dioses y ellos las maldicen con hijos débiles y enfermizos, a veces hasta con monstruos.

—Craster se casa con sus hijas —señaló Jon.

—Craster —dijo Ygritte, recalcando el nombre con otro puñetazo— se parece más a los tuyos que a nosotros. Su padre era un cuervo que secuestró a una mujer del pueblo de Arbolblanco, pero después de tomarla huyó a su Muro. Volvió una vez al Castillo Negro para mostrar a su hijo a los cuervos, pero los hermanos hicieron sonar los cuernos y lo pusieron en fuga. Craster tiene la sangre negra y sobre él pesa una maldición. —Le acarició el estómago con los dedos—. Antes tenía miedo de que hicieras lo mismo. De que volvieras al Muro. Después de secuestrarme no sabías qué hacer.

—Yo no te secuestré, Ygritte. —Jon se sentó.

—Claro que sí. Te echaste encima de mí en la montaña, mataste a Orell y antes de que me diera tiempo a coger el hacha ya me habías puesto un cuchillo en el cuello. Pensé que me ibas a tomar entonces, o que me ibas a matar, o las dos cosas, pero no. Y cuanto te conté la historia de Bael el Bardo y la rosa de Invernalia pensé que te echarías encima de mí, pero tampoco. No sabes nada, Jon Nieve. —Le dirigió una sonrisa tímida—. Aunque parece que vas aprendiendo.

De repente, Jon se dio cuenta de que la luz oscilaba en torno a ellos. Miró a su alrededor.

—Más vale que volvamos arriba. La antorcha casi se ha consumido.

—¿Qué pasa, el cuervo tiene miedo de los hijos de Gendel? —rió—. Es una subida de nada, y todavía no he acabado contigo, Jon Nieve. —Lo empujó contra las ropas y montó sobre él a horcajadas—. ¿Querrías…? —titubeó.

—¿El qué? —preguntó mientras la antorcha empezaba a extinguirse.

—¿Querrías hacerlo otra vez? —Soltó de sopetón Ygritte—. Lo de la boca, el beso de los señores. Y yo… veré si te gusta a ti…

Jon Nieve ni siquiera se dio cuenta de cuándo se consumió la antorcha.

Más tarde volvió a sentirse culpable, pero no tanto como al principio.

«Si esto está tan mal, ¿por qué los dioses hicieron que nos sintiéramos tan bien?», se preguntó.

Cuando terminaron, la oscuridad en la gruta era absoluta. La única luz era la penumbra del pasadizo que llevaba arriba, a la caverna grande, donde ardían una veintena de hogueras. No tardaron en tambalearse y tropezar el uno contra el otro mientras intentaban vestirse en la oscuridad. Ygritte se cayó al estanque y chilló ante el contacto con el agua fría. Cuando Jon se echó a reír tiró de él y también cayó al agua. Lucharon y chapotearon en la oscuridad, y cuando la volvió a tener entre sus brazos resultó que aún no habían terminado.

—Jon Nieve —le dijo después de que derramara su semilla dentro de ella—, no te muevas, mi amor. Me gusta sentirte dentro, me gusta mucho. No volvamos con Styr ni con Jarl. Sigamos por los túneles, vayamos con los hijos de Gendel. No quiero salir de esta cueva nunca, Jon Nieve. Nunca.

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