SANSA

La mañana en la que iba a estar listo su vestido nuevo, las criadas de Sansa le llenaron la bañera con agua humeante y la frotaron a conciencia de la cabeza a los pies. Fue la doncella de la propia Cersei la que le arregló las uñas y le cepilló y le onduló la melena color castaño rojizo de manera que le cayera por la espalda en suaves bucles. También le llevó una docena de los perfumes favoritos de la reina, de los que Sansa eligió una fragancia dulce y sutil con un toque de limón bajo el aroma floral. La doncella se puso unas gotas en el dedo y luego tocó a Sansa detrás de las orejas, bajo la barbilla y en los pezones.

Cersei llegó con la costurera y se quedó mirando mientras le ponían a Sansa la ropa nueva. La interior era de seda; el vestido en cambio era de brocado color marfil con hilo de plata y forro de seda plateada. Las puntas de las largas y amplísimas mangas casi tocaban el suelo cuando bajaba los brazos. Era sin duda un vestido de mujer, no de niñita. El escote del corpiño le llegaba casi hasta el vientre y estaba recubierto con un ornamentado encaje myriense color gris paloma. La falda era larga y amplia, con la cintura tan apretada que Sansa tuvo que contener la respiración mientras le hacían las lazadas. También le llevaron calzado nuevo, unas zapatillas de suave piel de gamo gris que le abrazaban los pies como amantes.

—Estáis muy hermosa, mi señora —dijo la costurera una vez estuvo vestida.

—Sí, ¿verdad? —Sansa dejó escapar una risita y se giró para ver cómo se movía la falda—. Estoy hermosa. —Se moría por que Willas la viera con aquel atavío. «Me querrá, tendrá que quererme… en cuanto me vea se olvidará de Invernalia, de eso me encargaré yo.»

—Le falta alguna joya —dijo la reina Cersei examinándola con gesto crítico—. Las adularias que le regaló Joffrey.

—Como ordenéis, Alteza —respondió la sirvienta.

Cuando las adularias adornaron el cuello y las orejas de Sansa, la reina asintió con aprobación.

—Muy bien. Los dioses han sido generosos contigo, Sansa. Eres una muchachita preciosa. Casi me repugna desperdiciar una inocencia tan dulce en esa gárgola.

—¿Qué gárgola? —Sansa no entendía nada. ¿Se refería a Willas? «¿Cómo es posible que lo sepa?» No lo sabía nadie excepto ella, Margaery y la Reina de Espinas… y Dontos, claro, pero él no contaba.

—La capa —ordenó Cersei Lannister sin hacer caso de la pregunta. Y las mujeres se la llevaron; era una capa larga de terciopelo blanco y abundantes adornos de perlas. Llevaba bordado en hilo de plata un fiero huargo. Sansa la miró, aterrada de pronto—. Son los colores de tu padre —dijo Cersei mientras se la abrochaban en torno al cuello con una fina cadena de plata.

«¡Una capa de doncella!» Sansa se llevó la mano a la garganta. Si hubiera tenido valor se habría arrancado la capa allí mismo.

—Estás más guapa con la boca cerrada, Sansa —le dijo Cersei—. Vamos, está esperando el septon. Y también los invitados de la boda.

—No —farfulló Sansa—. No.

—Sí. Eres pupila de la corona. Dado que tu hermano es un traidor deshonrado, el rey ocupa el lugar de tu padre, lo que significa que tiene derecho a disponer de tu mano. Te vas a casar con mi hermano Tyrion.

«Por mis derechos sobre Invernalia», pensó espantada. El bufón Dontos había estado en lo cierto, había sabido ver qué iba a pasar. Sansa dio un paso atrás.

—Me niego.

«Voy a casarme con Willas, voy a ser la señora de Altojardín, por favor…»

—Comprendo tu renuencia. Puedes llorar si quieres, si yo estuviera en tu lugar me arrancaría el pelo a mechones. Es un enano repugnante, no me cabe duda, pero te vas a casar con él.

—No me podéis obligar.

—Claro que podemos. Puedes venir tranquila y pronunciar los votos como una dama, o puedes resistirte, chillar y dar un espectáculo para que se rían los mozos de cuadras; de cualquiera de las dos maneras acabarás igual, casada y encamada. —La reina abrió la puerta. Ser Meryn Trant y Ser Osmund Kettleblack aguardaban al otro lado con las armaduras blancas de la guardia real—. Escoltad a Lady Sansa hasta el sept —les dijo—. A la fuerza si es necesario, pero intentad no romperle el vestido, es muy caro.

Sansa trató de escapar, pero la sirvienta de Cersei la atrapó antes de que se hubiera alejado un metro. Ser Meryn Trant le lanzó una mirada que la hizo estremecer, pero Kettleblack la cogió del brazo casi con afecto.

—Haced lo que os dicen, pequeña, no va a ser tan malo. Además, se supone que los lobos son valientes, ¿no?

«Valientes. —Sansa respiró hondo—. Sí, soy una Stark, tengo que ser valiente.» Todos la estaban mirando igual que la habían mirado en el patio cuando Ser Boros Blount le había arrancado la ropa. Aquel día había sido el Gnomo quien la había salvado de la paliza, el mismo hombre que la estaba esperando en aquel momento. «No es tan malo como los demás», se dijo.

—Iré.

—Sabía que atenderías a razones —dijo Cersei con una sonrisa.

Más adelante no recordaría haber salido de la habitación, ni bajar por las escaleras, ni cruzar el patio. El simple hecho de dar un paso detrás de otro parecía requerir de toda su atención. Ser Meryn y Ser Osmund caminaban a su lado con capas tan blancas como la que llevaba ella, sólo les faltaban las perlas y el lobo huargo de su padre. El propio Joffrey la esperaba en la escalera del sept del castillo. El rey estaba resplandeciente con su atavío escarlata y dorado, y llevaba la corona puesta.

—Hoy soy tu padre —le anunció.

—No es verdad —replicó ella.

—Sí que es verdad. —El rostro del muchacho se tensó—. Soy tu padre y te puedo casar con quien quiera. ¡Con quien quiera! Si me da la gana puedo hacer que te cases con el porquerizo y encamarte con él en la pocilga. —Los ojos verdes le brillaron con diversión—. O tal vez debería entregarte a Ilyn Payne, ¿lo prefieres?

—Por favor, Alteza —suplicó Sansa; tenía el corazón desbocado—. Si alguna vez me quisisteis aunque sólo fuera un poquito, no me obliguéis a casarme con vuestro…

—¿Tío? —Tyrion Lannister salió por la puerta del sept—. Alteza —le dijo a Joffrey—, ¿tendrías la bondad de dejarme un momento a solas con Lady Sansa?

El rey estuvo a punto de negarse, pero su madre le lanzó una mirada imperiosa y todos retrocedieron unos pocos pasos.

Tyrion vestía un jubón de terciopelo negro con filigranas doradas, botas altas hasta el muslo que le hacían diez centímetros más alto y una cadena de rubíes y cabezas de león. Pero la cicatriz que le cruzaba la cara era reciente y roja, y los restos de la nariz eran una costra repugnante.

—Estás muy hermosa, Sansa —le dijo.

—Sois muy amable, mi señor.

No supo qué añadir. «¿Debería decirle que él es muy apuesto? Pensará que soy idiota o una mentirosa.» Bajó la vista y se mordió la lengua.

—Ya sé que ésta no es manera de traerte a tu boda, mi señora. Lo lamento mucho, y también haberlo hecho de manera tan repentina y secreta. Mi señor padre lo ha creído necesario por razones de estado. De lo contrario habría hablado antes contigo, me habría gustado de verdad. —Se acercó a ella con sus pasos anadeantes—. Sé que no has pedido este matrimonio. Tampoco yo. Pero si me hubiera negado te habrían casado con mi primo Lancel. Puede que lo prefieras, es más o menos de tu edad y de aspecto más atractivo que yo. Si es tu deseo, dímelo y pondré fin a esta farsa.

«No quiero a ningún Lannister —se moría por decirle—. Quiero a Willas, quiero Altojardín, los cachorros, la barcaza y unos hijos llamados Eddard, Bran y Rickon. —Pero entonces recordó lo que le había dicho Dontos en el bosque de dioses—. Tyrell o Lannister, tanto da, no me quieren a mí, sólo mis derechos sobre Invernalia.»

—Sois muy bondadoso, mi señor —dijo, derrotada—. Soy pupila del trono y mi deber es casarme con quien ordene el rey.

Tyrion la examinó con sus ojos dispares.

—Sé que no soy el marido con el que soñaría una jovencita, Sansa —dijo con voz amable—, pero tampoco soy Joffrey.

—No —dijo ella—. Fuisteis bueno conmigo. Lo recuerdo.

—En ese caso, entremos —propuso Tyrion ofreciéndole una mano gruesa de dedos cortos—. Cumplamos con nuestro deber.

De modo que Sansa le dio la mano y avanzaron juntos hacia el altar, donde el septon aguardaba entre la Madre y el Padre para unir sus vidas para siempre. Vio a Dontos con sus ropas de bufón, que la miraba con ojos como platos. Ser Balon Swann y Ser Boros Blount estaban allí con sus armaduras blancas de la Guardia Real, pero en cambio no vio a Ser Loras.

«No hay ningún Tyrell presente», advirtió de repente. En cambio sí había muchos testigos: el eunuco Varys, Ser Addam Marbrand, Lord Philip Foote, Ser Bronn, Jalabhar Xho y otra docena de personas. Lord Gyles tosía, Lady Ermesande mamaba y la hija embarazada de Lady Tanda no paraba de sollozar sin motivo aparente. «Que la dejen llorar —pensó Sansa—. Puede que yo haga lo mismo antes de que acabe el día.»

La ceremonia transcurrió como en sueños. Sansa hizo todo lo que se le pidió. Hubo oraciones, votos y cánticos, las velas ardieron con un centenar de lucecillas danzarinas que las lágrimas de sus ojos transformaron en un millar. Por suerte nadie pareció darse cuenta de que estaba llorando allí de pie, envuelta en los colores de su padre; o, si se dieron cuenta, disimularon. Le pareció que el momento del cambio de capas había llegado muy pronto.

Como padre del reino, Joffrey ocupaba el lugar de Lord Eddard Stark. Sansa se quedó rígida como una lanza mientras el muchacho le rodeaba los hombros con las manos para abrir el broche de la capa. Una de ellas le rozó un pecho y se demoró allí un instante para darle un pellizco. Por fin el broche se abrió y Joff le quitó la capa de doncella con un regio movimiento florido y una sonrisa.

La parte que le correspondía a su tío no fue tan bien. La capa de desposada que llevaba en las manos era grande y pesada, de terciopelo escarlata con un bordado de leones y un ribete de seda dorada y rubíes, pero nadie había pensado en llevar un taburete, y Tyrion era medio metro más bajo que su novia. Cuando se situó detrás de ella, Sansa sintió un tirón brusco en la falda.

«Quiere que me arrodille», comprendió con sonrojo. Aquello era humillante, nada era como debía ser. Había soñado mil veces con el día de su boda, siempre había imaginado a su prometido alto y fuerte tras ella cuando le ponía sobre los hombros la capa de su protección y luego se inclinaba y le daba un tierno beso en cada mejilla antes de cerrar el broche.

Sintió otro tirón en la falda, éste ya más insistente.

«Me niego. ¿Por qué voy a preocuparme por sus sentimientos? Los míos no le importan a nadie.»

El enano le tiró de la falda por tercera vez. Ella apretó los labios con obstinación y fingió que no se daba cuenta. A sus espaldas alguien reía entre dientes. «La reina», pensó, pero no tenía importancia. Para entonces todos se estaban riendo ya; las carcajadas de Joffrey eran las más sonoras.

—Dontos, ponte a cuatro patas —ordenó el rey—. Mi tío necesita una ayudita para trepar hasta su esposa.

Así fue cómo su señor esposo le puso la capa con los colores de la Casa Lannister, de pie sobre la espalda de un bufón.

Cuando Sansa se volvió, el hombrecillo la miraba desde abajo, con los labios tensos y el rostro tan rojo como la capa. De pronto se avergonzó por su testarudez. Se alisó las faldas y se arrodilló delante de él para que sus cabezas quedaran al mismo nivel.

—Con este beso te entrego en prenda mi amor y te acepto como señor y como esposo.

—Con este beso te entrego en prenda mi amor —replicó el enano con voz ronca— y te acepto como mi señora y esposa.

Se inclinó hacia delante y sus labios se rozaron.

«¡Es tan feo…! —pensó Sansa cuando acercó el rostro al suyo—. Es aún más feo que el Perro.»

El septon levantó en alto su cristal, de modo que la luz con todos los colores del arco iris los bañó a ambos.

—Aquí, ante los ojos de los dioses y los hombres —dijo—, proclamo solemnemente a Tyrion de la Casa Lannister y a Sansa de la Casa Stark marido y mujer, una sola carne, un solo corazón, una sola alma, ahora y por siempre, y maldito sea quien se interponga entre ellos.

Sansa tuvo que morderse un labio para ahogar un sollozo.

El banquete nupcial se celebró en la sala menor. Habría unos cincuenta invitados, en su mayor parte vasallos y aliados de los Lannister, a los que se unieron los que habían asistido a la ceremonia. Allí vio Sansa a los Tyrell. Margaery la miró con ojos llenos de tristeza y la Reina de Espinas, que llegó escoltada entre Izquierdo y Derecho, ni siquiera alzó la vista hacia ella. Elinor, Alla y Megga hacían como si no existiera.

«Mis amigas», pensó Sansa con amargura.

Su esposo bebía mucho y apenas comía. Escuchaba a todos los que se levantaban para hacer brindis y de cuando en cuando los agradecía con un asentimiento seco, pero por lo demás su rostro podría haber estado esculpido en piedra. El banquete pareció durar siglos, aunque Sansa no probó la comida. Quería que todo terminara cuanto antes y, pese a eso, temía el final. Porque después del banquete llegaría el encamamiento. Los hombres la llevarían al lecho nupcial y la desnudarían por el camino entre chistes groseros sobre el destino que la aguardaba bajo las sábanas, mientras que las mujeres hacían lo mismo con Tyrion. Sólo cuando los hubieran metido desnudos en el lecho los dejarían a solas, aunque los invitados se quedarían ante la puerta del dormitorio matrimonial y les gritarían sugerencias obscenas desde allí. Cuando Sansa era niña, la perspectiva del encamamiento le parecía algo maravilloso, emocionante y un poco perverso, pero entonces, cuando se acercaba el momento sólo sentía terror. No soportaría que le arrancaran la ropa, y sin duda a la primera broma soez se echaría a llorar.

Cuando los músicos empezaron a tocar puso una mano sobre la de Tyrion con gesto tímido.

—¿No deberíamos abrir el baile, mi señor?

—Creo que ya les hemos proporcionado bastantes motivos para reírse por hoy, ¿no te parece? —le preguntó su esposo con una mueca.

—Como diga mi señor. —Sansa retiró la mano.

Joffrey y Margaery abrieron el baile en su lugar.

«¿Cómo es posible que un monstruo baile tan bien?», se preguntó Sansa. A menudo había soñado despierta acerca de cómo sería el baile de su boda, con todos los ojos clavados en ella y en su apuesto señor. En sus fantasías todos los presentes sonreían. «Ni siquiera mi esposo está sonriendo.»

Otros invitados se unieron enseguida al rey y a su prometida. Elinor danzaba con su joven escudero y Megga con el príncipe Tommen. Lady Merryweather, la belleza myriense de pelo negro y grandes ojos oscuros, giraba de una manera tan provocadora que no hubo hombre en la sala que no la mirase. Lord y Lady Tyrell se movían de manera más tranquila. Ser Kevan Lannister rogó a Lady Janna Fossoway, la hermana de Lord Tyrell, que le concediera el honor de bailar con ella. Meredyth Crane, a quien todos llamaban Sonrisas, danzaba con el príncipe exiliado Jalabhar Xho, que estaba muy atractivo con sus galas emplumadas. Cersei Lannister bailó primero con Lord Redwyne, luego con Lord Rowan y por último con su padre, que se movía con seria elegancia.

Sansa, con las manos cruzadas sobre el regazo, observó cómo se movía la reina, cómo se reía y agitaba los bucles dorados.

«Los hechiza a todos —pensó, derrotada—. Cuánto la odio.» Apartó la vista para mirar al Chico Luna que bailaba con Dontos.

—Lady Sansa. —Ser Garlan Tyrell estaba de pie junto al estrado—. ¿Me concedéis el honor de este baile, si vuestro señor esposo da su permiso?

—Mi señora puede danzar con quien le plazca —dijo el Gnomo entrecerrando los ojos dispares.

Tal vez habría debido quedarse al lado de su esposo, pero tenía tantas ganas de bailar… Además, Ser Garlan era hermano de Margaery, de Willas, de su Caballero de las Flores.

—Ahora entiendo por qué os llaman Garlan el Galante, ser —dijo al tiempo que le tomaba de la mano.

—Mi señora es muy gentil. Resulta que ese apodo me lo puso mi hermano Willas para protegerme.

—¿Para protegeros? —Sansa lo miró asombrada.

Ser Garlan se echó a reír.

—Me temo que era yo un muchachito bajo y regordete, y tenemos un tío al que todos llaman Garth el Grosero. De manera que Willas se adelantó a los acontecimientos, aunque no antes de amenazarme con Garlan el Gallina, Garlan el Guarro y Garlan el Gárgola.

Era una tontería tan encantadora que, pese a las circunstancias, Sansa no pudo contener la risa. La invadió una absurda sensación de gratitud. Sin saber por qué, la risa hacía que volviera a albergar esperanzas aunque fuera sólo por un momento. Sonrió y se dejó llevar por la música, se perdió en los pasos, en el sonido de las flautas, los caramillos y el arpa, en el ritmo del tambor… y en ocasiones, cuando el baile los juntaba, en los brazos de Ser Garlan.

—Mi señora esposa está muy preocupada por vos —le dijo en voz baja en una de esas ocasiones.

—Lady Leonette es muy amable. Por favor, decidle que estoy bien.

—Una novia no debería estar simplemente bien el día de su boda. —La voz con la que se dirigía a ella era afectuosa—. Parecíais al borde de las lágrimas.

—Lágrimas de alegría, ser.

—Vuestros ojos dicen que vuestra lengua miente. —Ser Garlan la hizo girar y la atrajo hacia su costado—. Mi señora, he visto cómo miráis a mi hermano. Loras es valiente y atractivo, todos lo queremos de corazón… Pero vuestro Gnomo será mejor esposo. Creo que es un hombre mucho más grande de lo que aparenta.

La música los separó antes de que Sansa supiera qué responderle. Se encontró enfrente de Mace Tyrell, congestionado y sudoroso; luego, enfrente de Lord Merryweather, y luego, enfrente del príncipe Tommen.

—Yo también me quiero casar —dijo el principito regordete, que acababa de cumplir nueve años—. ¡Soy más alto que mi tío!

—Ya lo veo —dijo Sansa antes de que volvieran a cambiar las parejas.

Ser Kevan le dijo que estaba muy hermosa, Jalabhar Xho le dijo algo que no comprendió en el idioma de las Islas del Verano y Lord Redwyne le deseó muchos hijos gorditos e incontables años de felicidad. Y entonces el baile la situó cara a cara con Joffrey.

Sansa se puso rígida cuando la tocó con la mano, pero el rey la agarró con más fuerza y la atrajo hacia él.

—No estés tan triste. Mi tío es un enano repulsivo, pero todavía me tienes a mí.

—¡Te vas a casar con Margaery!

—Un rey puede tener otras mujeres, y muchas putas. Mi padre las tenía, y también uno de los Aegons. El tercero o el cuarto, no sé. Tuvo montones de putas y bastardos. —Mientras giraban al ritmo de la música, Joff le dio un beso húmedo—. Mi tío te traerá a mi cama cuando yo se lo ordene.

—Se negará —dijo Sansa sacudiendo la cabeza.

—Hará lo que le diga o le cortaré la cabeza. Ese rey Aegon tenía todas las mujeres que quería, estuvieran casadas o no.

Por suerte llegó de nuevo el momento del cambio de parejas, pero Sansa sentía las piernas como si fueran de madera, y Lord Rowan, Ser Tallad y el escudero de Elinor debieron de pensar que era una bailarina de lo más torpe. Luego se volvió a encontrar frente a Ser Garlan y, afortunadamente, el baile terminó.

Pero su alivio no duró mucho. En cuanto la música cesó oyó el grito de Joffrey.

—¡Es hora de encamarlos! ¡Vamos a quitarle la ropa, a ver qué le puede ofrecer la loba a mi tío!

Otros hombres se unieron al grito. Su señor esposo alzó la vista de la copa de vino con un movimiento lento, deliberado.

—No va a haber encamamiento.

—Si yo lo ordeno, lo habrá. —Joffrey agarró a Sansa por el brazo.

—Entonces complacerás a tu prometida con una polla de madera. —El Gnomo clavó la daga en la mesa—. Porque te juro que te capo.

Se hizo un silencio tenso. Sansa se apartó de Joffrey, pero la tenía sujeta con fuerza y se le desgarró la manga del vestido. Nadie pareció darse cuenta. La reina Cersei se volvió hacia su padre.

—¿Has oído lo que ha dicho?

—Podemos prescindir del encamamiento —dijo Lord Tywin poniéndose en pie—. Estoy seguro de que no pretendías proferir amenazas contra la regia persona del rey, Tyrion.

Sansa vio una nube de cólera pasar por el rostro de su esposo.

—Me he expresado mal —dijo—. Sólo ha sido una broma pesada.

—¡Me has amenazado con caparme! —chilló Joffrey.

—Es verdad, Alteza —dijo Tyrion—, pero sólo porque envidio tu regio miembro viril. El mío es tan pequeño y retorcido… —Le dedicó una mueca burlona—. Y si me cortáis la lengua, no me quedará ninguna manera de complacer a la bella esposa que me habéis dado.

A Ser Osmund Kettleblack se le escapó una carcajada, y otros rieron entre dientes. Pero Joff no sonrió, y Lord Tywin, tampoco.

—Alteza, es evidente que mi hijo está enfermo —dijo.

—Cierto —confesó el Gnomo—, pero no tanto que no me pueda encargar de encamarme yo solito. —Saltó del estrado y agarró a Sansa sin miramientos—. Vamos, esposa, es hora de abrirte la poterna. Quiero jugar a «entra en el castillo».

Sansa se puso roja y lo siguió hacia la puerta de la sala menor. «¿Qué otra cosa puedo hacer?» Tyrion anadeaba al caminar, sobre todo cuando iba tan deprisa como en aquel momento. Los dioses se apiadaron de ellos y ni Joffrey ni nadie hicieron ademán de seguirlos.

Para la noche de bodas les habían cedido un dormitorio lleno de ventanales en lo más alto de la Torre de la Mano. Cuando entraron, Tyrion cerró la puerta de una patada.

—En el aparador hay una jarra de vino del Rejo, Sansa. ¿Tendrías la bondad de servirme una copa?

—¿Creéis que es buena idea, mi señor?

—La mejor que he tenido nunca. No estoy borracho del todo, ¿sabes? Pero lo pienso estar.

Sansa llenó una copa para su esposo y otra para ella.

«Si yo también estoy borracha será más fácil.» Se sentó al borde de la cama con cortinajes y se bebió la mitad del contenido de tres largos tragos. Sin lugar a dudas el vino era exquisito, pero estaba demasiado nerviosa para paladearlo. Enseguida la cabeza le empezó a dar vueltas.

—¿Queréis que me desvista, mi señor?

—Tyrion. —Inclinó la cabeza a un lado—. Me llamo Tyrion, Sansa.

—Tyrion. Mi señor. ¿Queréis que me quite el vestido o preferís desnudarme vos? —Bebió otro trago de vino.

—La primera vez que me casé —dijo el Gnomo, apartándose de ella— únicamente estábamos nosotros, un septon borracho y unos cuantos cerdos como testigos. En el banquete de bodas nos comimos a uno de los testigos. Tysha me daba trocitos crujientes de piel y yo le lamía la grasa de los dedos, y cuando caímos en la cama no parábamos de reír.

—¿Habíais estado casado? Lo había… Lo había olvidado.

—No lo habías olvidado, es que no lo sabías.

—¿Quién era ella, mi señor? —preguntó Sansa, que muy a su pesar sentía curiosidad.

—Lady Tysha. —Apretó los labios—. De la Casa Puñadoplata. Su escudo de armas muestra una moneda de oro y cien de plata sobre una sábana ensangrentada. Fue un matrimonio muy breve… como corresponde a un hombre tan breve como yo, claro. —Sansa se miró las manos y no dijo nada—. ¿Cuántos años tienes, Sansa? —preguntó Tyrion tras un momento.

—Trece —respondió—. Los cumpliré la próxima luna.

—Dioses misericordiosos. —El enano bebió otro trago de vino—. En fin, aunque hablemos toda la noche no vas a ser mayor. Sigamos, mi señora, si te parece bien.

—Me parecerá bien lo que diga mi señor.

Aquello lo enfureció.

—Te escondes detrás de la cortesía como si fuera la muralla de un castillo.

—La cortesía es la armadura de una dama —dijo Sansa, como le había enseñado siempre su septa.

—Ahora estás con tu esposo, te puedes quitar la armadura.

—¿Y la ropa?

—También. —Le hizo un gesto con la mano en la que tenía la copa—. Mi señor padre me ha ordenado que consume este matrimonio.

A Sansa le temblaban las manos cuando empezó a desanudarse las lazadas, le parecía que tenía los dedos de madera reseca, pero aun así consiguió desatarse los cordones y desabrocharse los botones; la capa, el vestido, el corsé y la enagua cayeron al suelo, y por fin se quitó la ropa interior. Se le erizó el vello de los brazos y las piernas. Mantuvo los ojos clavados en el suelo, demasiado tímida para mirarlo, pero cuando terminó alzó la vista y vio cómo la contemplaba él. Le pareció que en el ojo verde había hambre y en el negro furia. Sansa no habría sabido decir cuál la atemorizaba más.

—Eres una niña.

—Ya he florecido —dijo ella, tapándose los pechos con las manos.

—Eres una niña —repitió—, pero te deseo. ¿Eso te da miedo, Sansa?

—Sí.

—A mí también. Sé que soy feo…

—No, mi se…

—No mientas, Sansa. —Tyrion se puso de pie—. Soy deforme y estoy lleno de cicatrices, soy pequeño, pero… —Sansa vio que no daba con las palabras—. Pero en la cama, una vez apagadas las velas, no soy peor que los demás hombres. En la oscuridad soy el Caballero de las Flores. —Bebió un trago de vino—. Soy generoso, soy leal con quienes me son leales. He demostrado que no soy ningún cobarde. Y soy más inteligente que la mayoría de los hombres, el cerebro tiene que contar. También puedo ser bueno. Mucho me temo que la bondad no es muy común entre los Lannister, pero sé que yo tengo mi ración. Podría… podría ser bueno contigo.

«Está tan asustado como yo», se dio cuenta Sansa. Tal vez eso la debería hacer sentir más predispuesta hacia él, pero fue todo lo contrario. Lo único que sintió fue pena, y la pena supone la muerte del deseo. Él la estaba mirando, esperaba que dijera algo, pero las palabras no le llegaban a los labios. No pudo hacer más que apartar la mirada temblorosa.

Cuando por fin comprendió que no le iba a responder, Tyrion Lannister apuró el resto del vino.

—Entiendo —dijo con amargura—. Métete en la cama, Sansa. Tenemos que cumplir con nuestro deber.

Ella se subió al colchón de plumas, consciente de su mirada. Una vela de cera perfumada ardía en la mesita de noche y había pétalos de rosa entre las sábanas. Empezó a subir la manta para taparse.

—No —le oyó decir.

El frío la hizo estremecer, pero obedeció. Cerró los ojos y aguardó. Al cabo de unos instantes oyó a su marido quitándose las botas y el crujido de la ropa mientras se desvestía. Cuando se subió a la cama y le puso una mano sobre un pecho Sansa no pudo reprimir un escalofrío. Se quedó tendida, con los ojos cerrados y los músculos tensos, aterrada ante la idea de lo que iba a suceder. ¿Volvería a tocarla? ¿La besaría? ¿Debía abrir las piernas ya? No sabía qué se esperaba de ella.

—Sansa. —Había apartado la mano—. Abre los ojos.

Había prometido obedecer, de modo que abrió los ojos. Tyrion estaba sentado a sus pies, desnudo. Allí donde se le unían las piernas sobresalía su cayado viril, rígido y duro en un lecho de gruesos vellos rubios. Era lo único recto que tenía.

—Mi señora —dijo Tyrion—, eres muy hermosa, no me interpretes mal, pero… No puedo seguir adelante con esto. Que se vaya a la mierda mi padre. Esperaremos. A que cambie la luna, un año, una estación… lo que haga falta. Hasta que me conozcas mejor y tal vez incluso confíes un poco en mí.

Su sonrisa tal vez pretendía tranquilizarla, pero al no tener nariz sólo conseguía parecer más grotesco y siniestro.

«Míralo —se ordenó Sansa—, mira a tu esposo, míralo bien, la septa Mordane decía que todos los hombres son hermosos, busca su hermosura, búscala. —Contempló las piernas torcidas, la frente abultada y brutal, el ojo verde y el ojo negro, los restos de la nariz, la retorcida cicatriz rosa, la maraña de pelo negro y dorado que era su barba… Hasta su miembro viril era feo, grueso, venoso, con la cabeza bulbosa y purpúrea—. Esto no es justo, no es justo, ¿en qué he ofendido a los dioses para que me traten así?»

—Te juro por mi honor de Lannister que no te tocaré hasta que tú quieras —dijo el Gnomo.

Tuvo que reunir todo el valor que le quedaba para mirar aquellos ojos dispares.

—¿Y si no quiero nunca, mi señor?

—¿Nunca? —Tyrion hizo una mueca como si lo acabara de abofetear. Sansa tenía el cuello tan rígido que apenas pudo asentir—. Bueno —añadió él—, para eso hicieron los dioses a las putas, para los gnomos como yo.

Cerró los dedos cortos y gruesos en un puño y se bajó de la cama.

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