DAENERYS

En el centro de la Plaza del Orgullo había una fuente de ladrillo rojo cuyas aguas olían a azufre, y en el centro de la fuente, una arpía monstruosa hecha de bronce batido. Medía más de tres metros de altura. Tenía rostro de mujer, con el pelo dorado, los ojos de marfil, y también de marfil eran los puntiagudos colmillos. El agua amarillenta manaba de sus grandes pechos. Pero, en lugar de brazos, tenía alas de murciélago o dragón, sus piernas eran patas de águila y a la espalda le crecía la cola curva y venenosa de un escorpión.

«La arpía de Ghis», pensó Dany. Si no recordaba mal, el Antiguo Ghis había caído hacía ya cinco mil años, sus legiones derrotadas por el poderío de la joven Valyria, sus imponentes murallas de ladrillos derribadas, sus calles y edificios reducidos a brasas y cenizas por las llamas de los dragones, sus campos sembrados de sal, azufre y cráneos… Los dioses de Ghis estaban muertos, al igual que sus habitantes; según le dijo Ser Jorah, aquellos astaporis eran mestizos. Hasta el idioma ghiscario había quedado en el olvido hacía ya mucho tiempo; las ciudades de los esclavos hablaban el alto valyrio de sus conquistadores o el dialecto en que lo habían convertido.

Pero allí todavía perduraba el símbolo del Antiguo Imperio, aunque aquel monstruo de bronce tenía una gruesa cadena que colgaba entre las garras, con un grillete abierto en cada extremo.

«La arpía de Ghis tenía un rayo en las garras. Ésta es la arpía de Astapor.»

—Dile a la puta de Poniente que mire para abajo —se quejó el traficante de esclavos Kraznys mo Nakloz a la niña esclava que hablaba por él—. Yo trato con carne, no metal. El bronce no está en venta. Dile que mire a los soldados. Mi mercancía es magnífica, salta a la vista hasta para los ojos nublados de una salvaje del ocaso.

El alto valyrio de Kraznys tenía mucho acento, hablaba con el típico tono ronco de Ghis, y salpicaba sus frases con palabras procedentes del argot de los traficantes de esclavos. Dany comprendió lo suficiente de lo que decía, pero sonrió y miró a la niña con cara inquisitiva, como si le pidiera la traducción.

—El Bondadoso Amo Kraznys os pregunta si no os parecen magníficos. —La pequeña hablaba la lengua común muy bien para no haber estado nunca en Poniente. No tendría más de diez años, y su rostro redondo y plano, la piel oscura y los ojos dorados denotaban que procedía de Naath. «El pueblo pacífico», como los solían llamar. Todos estaban de acuerdo en que eran los mejores esclavos.

—Puede que me resulten útiles —respondió Dany. Había sido idea de Ser Jorah que, mientras estuviera en Astapor, hablara sólo dothraki o la lengua común. «Mi oso es más astuto de lo que parece», pensó—. ¿Qué entrenamiento han recibido?

—A la mujer de Poniente le gustan, pero no los alaba para que no suba el precio —dijo la traductora a su amo—. Desea saber cómo están entrenados.

Kraznys mo Nakloz inclinó la cabeza hacia un lado. El traficante de esclavos olía como si se hubiera bañado en frambuesas, y la prominente barbita negra y roja brillaba, aceitada.

«Tiene los pechos más grandes que yo», se fijó Dany. Se le veían a través de la fina seda verde mar del tokar ribeteado en oro con el que se ceñía el cuerpo y se cubría un hombro. Al caminar se sujetaba el tokar en su sitio con la mano izquierda, mientras que en la derecha llevaba un látigo corto de cuero.

—¿Serán igual de ignorantes todos los cerdos de Poniente? —se quejó—. Todo el mundo sabe que los Inmaculados dominan el arte de la lanza, el escudo y la espada corta. —Dirigió a Dany una amplia sonrisa—. Dile lo que haga falta, esclava, y date prisa. Hace mucho calor.

«Por fin dice algo que no es mentira.» Una pareja de esclavas situadas a sus espaldas sostenían sobre sus cabezas una marquesina de seda a rayas, pero incluso a la sombra, Dany se sentía mareada, y Kraznys sudaba copiosamente. La Plaza del Orgullo llevaba cociéndose al sol desde el amanecer. Pese a las gruesas sandalias, sentía en los pies la temperatura de los adoquines rojos. Las ondulaciones del calor se alzaban trémulas de ellos y hacían que las pirámides escalonadas de Astapor que rodeaban la plaza parecieran casi oníricas.

En cambio, los Inmaculados no sentían el calor, o no daban muestra de sentirlo.

«Ahí de pie, tan quietos, parece que ellos también son adoquines.» Habían hecho salir a un millar de ellos de sus barracones para que los inspeccionara. Formaban en diez filas de un centenar de hombres ante la fuente y su gran arpía de bronce, firmes, rígidos, con los ojos pétreos clavados al frente. Su única vestimenta eran taparrabos de lino blanco y unos yelmos cónicos de bronce coronados por una púa afilada de treinta centímetros de longitud. Kraznys les había ordenado dejar en el suelo ante ellos las lanzas y los escudos, y despojarse de los cinturones y las túnicas guateadas, para que la reina de Poniente pudiera inspeccionar a placer la dureza magra de sus cuerpos.

—Los han elegido por su juventud, su tamaño y su fuerza —le dijo la esclava—. Empiezan a entrenarse a las cinco. Entrenan todos los días, desde el amanecer hasta el ocaso, hasta que dominan como maestros la espada corta, el escudo y las tres lanzas. El entrenamiento es muy riguroso, Alteza. Sólo uno de cada tres chicos sobrevive. Lo sabe todo el mundo. Los Inmaculados dicen que el día que se ganan el casco con la púa es el día en que ha pasado lo peor, porque ninguna misión que les encomienden será jamás tan dura como el entrenamiento.

Se suponía que Kraznys mo Nakloz no hablaba ni una palabra de la lengua común, pero mientras escuchaba inclinaba la cabeza hacia un lado, y de cuando en cuando le daba un golpecito con la punta de la fusta a la niña esclava.

—Dile que éstos llevan de pie ahí un día y una noche, sin comida ni agua. Dile que si lo ordeno se quedarán ahí hasta que caigan, y que cuando novecientos noventa y nueve se desplomen muertos sobre los adoquines, el último seguirá en pie sin moverse hasta que la muerte lo llame. Así de valerosos son. Díselo.

—A mí eso me parece demencia, no valor —comentó Arstan Barbablanca cuando la traductora, solemne y diminuta, hubo transmitido el mensaje.

Daba golpecitos en los adoquines con el extremo de su recio cayado, como para demostrar su desagrado. El anciano no había sido partidario de viajar a Astapor, y tampoco aprobaba la compra de aquel ejército de esclavos. Una reina tenía que escuchar a todos antes de tomar una decisión. Por eso lo había llevado Dany con ella a la Plaza del Orgullo, no para que la protegiera. Para eso se bastaban y sobraban sus jinetes de sangre. A Ser Jorah Mormont lo había dejado a bordo de la Balerion para cuidar de su gente y sus dragones. Muy a su pesar, los había tenido que encerrar bajo cubierta, era demasiado peligroso permitir que sobrevolaran libres la ciudad; en el mundo había demasiados hombres que los asaetearían de buena gana, sin más motivo que adjudicarse el nombre de «Matadragones».

—¿Qué ha dicho el viejo maloliente? —preguntó el traficante de esclavos a la traductora. Cuando la niña se lo dijo, sonrió—. Informa a los salvajes de que a esto lo llamamos obediencia. Puede que haya otros hombres más fuertes, más rápidos o más corpulentos que los Inmaculados. Incluso los hay tan hábiles como ellos en el uso de la espada, la lanza y el escudo. Pero en ningún lugar de los mares encontrarán esclavos más obedientes.

—Las ovejas son obedientes —señaló Arstan tras oír la traducción.

Al igual que Dany entendía un poco de valyrio, aunque no tanto como ella, pero él también lo disimulaba.

Cuando la traductora hubo terminado Kraznys mo Nakloz mostró los grandes dientes blancos en una sonrisa.

—Basta una orden mía para que estas ovejas desparramen sus entrañas hediondas sobre los adoquines —dijo—, pero no se lo digas. Diles que son más perros que ovejas. ¿En esos Siete Reinos comen perro o caballo?

—Prefieren la carne de cerdo o la de vaca, reverencia.

—Vacas. Puaj. Comida para salvajes sucios.

Sin hacer caso de nadie, Dany recorrió a paso lento la hilera de soldados esclavos. Las muchachas la siguieron de cerca con la marquesina de seda para mantenerla a la sombra, pero el millar de hombres que tenía ante ella no disfrutaban de la misma protección. Más de la mitad tenían la piel cobriza y los ojos almendrados de los dothrakis y los lhazareenos, pero en las filas vio también a otros de las Ciudades Libres, junto a rostros de piel clara de Qarth, rostros de ébano de las Islas del Verano, y otros muchos cuyo origen no habría sabido decir. Y algunos tenían la piel del mismo tono ambarino que Kraznys mo Nakloz, y el pelo hirsuto rojo y negro del antiguo pueblo de Ghis, cuyos habitantes se hacían llamar «hijos de la arpía».

«Se venden hasta entre ellos», pensó. No tendría que sorprenderse. Los dothrakis hacían lo mismo cuando un khalasar se encontraba con otro khalasar en el mar de hierba.

Unos soldados eran altos, y otros, bajos. Calculó que sus edades oscilaban entre los catorce y los veinte años. Tenían las mejillas afeitadas, y la misma expresión en todos los ojos, ya fueran negros, castaños, azules, grises o ambarinos.

«Son como un solo hombre», pensó Dany, pero entonces se acordó de que en realidad no eran hombres. Los Inmaculados, del primero al último, eran eunucos.

—¿Por qué los castráis? —preguntó a Kraznys a través de la niña esclava—. Siempre he oído decir que los hombres enteros son más fuertes que los eunucos.

—Cierto, un eunuco castrado de joven nunca tendrá la fuerza bruta de esos caballeros de Poniente —respondió Kraznys mo Nakloz cuando le transmitieron la pregunta—. Un toro también es fuerte, pero todos los días mueren toros en las arenas de combate. En la arena de Jothiel, una niña de nueve años mató a uno no hace ni tres días. Dile que los Inmaculados tienen algo mucho mejor que la fuerza. Tienen disciplina. Nosotros peleamos a la manera del Antiguo Imperio, sí. Son las nuevas legiones del Antiguo Ghis que vuelven a la vida, siempre obedientes, siempre leales, siempre valientes.

Dany escuchó la traducción con paciencia.

—Hasta los hombres más valientes temen la muerte y las heridas —señaló Arstan tras escuchar a la niña.

Al oírlo, Kraznys sonrió de nuevo.

—Dile al viejo que huele a meados y que necesita un palo para tenerse en pie.

—¿De verdad, reverencia?

—Claro que no —respondió el hombre, dándole un golpecito con la fusta—, ¿cómo preguntas semejante tontería? ¿Qué eres, una niña o una cabra? Dile que los Inmaculados no son hombres. Diles que para ellos la muerte no significa nada, y las heridas, menos que nada.

Se detuvo ante un hombre corpulento que por su aspecto era de Lhazar, chasqueó la fusta, y dejó una fina línea de sangre en la mejilla cobriza. El eunuco parpadeó y permaneció tal como estaba, sangrando.

—¿Quieres otra? —preguntó Kraznys.

—Si eso complace a su reverencia…

Era difícil fingir que no entendía nada. Dany puso una mano en el brazo de Kraznys antes de que tuviera tiempo de alzar de nuevo la fusta.

—Dile al Bondadoso Amo que ya veo lo fuertes que son sus Inmaculados y con cuánta valentía resisten el dolor.

Al oír sus palabras en valyrio, Kraznys soltó una risita.

—Dile a esta ignorante que la valentía no tiene nada que ver.

—El Bondadoso Amo dice que no es cuestión de valor, Alteza.

—Dile a la puta que abra bien los ojos.

—Os ruega que prestéis atención, Alteza.

Kraznys se dirigió hacia el siguiente eunuco de la fila, un joven alto con los ojos azules y el pelo rubio de Lys.

—Tu espada —dijo.

El eunuco se arrodilló, desenvainó la espada y se la tendió con la empuñadura por delante. Era una espada corta, más adecuada para estocadas que para tajos, pero el filo era impresionante.

—De pie —ordenó Kraznys.

—Reverencia. —El eunuco se levantó, y Kraznys mo Nakloz le deslizó la espada lentamente torso arriba, dejando una fina línea roja a través del vientre y entre las costillas. Luego clavó la punta de la espada bajo el pezón rosado y empezó a cortarlo, metiéndola y sacándola.

—¿Qué hace? —preguntó Dany a la niña con tono apremiante, mientras la sangre corría por el pecho del hombre.

—Dile a esa vaca que deje de mugir —dijo Kraznys sin aguardar la traducción—. Esto no le causará ningún daño grave. A los hombres no les hacen falta los pezones, y a los eunucos menos todavía.

El pezón pendía por un hilo de piel. Lo cortó de un tajo, cayó sobre los adoquines y dejó atrás un ojo rojo y redondo que sangraba copiosamente. El eunuco no se movió hasta que Kraznys le tendió la espada con la empuñadura por delante.

—Toma, ya he terminado.

—Uno se complace de haberos servido.

—No sienten dolor, ¿veis? —dijo Kraznys, volviéndose hacia Dany.

—¿Cómo es posible? —preguntó ella a través de la traductora.

—El vino del valor —fue su respuesta—. No es un vino de verdad, se hace de belladona, larvas de moscas de sangre, raíz de loto negro y otros muchos ingredientes secretos. Lo beben con todas las comidas desde el día en que los castran, y cada año que pasa sienten menos. Los hace valerosos en la batalla. Y no se los puede torturar. Dile a la salvaje que con los Inmaculados sus secretos están a salvo. Los puede utilizar como guardias en su Consejo, y hasta en su dormitorio, sin preocuparse de que oigan nada.

»En Yunkai y Meereen le cortan los testículos a un niño para convertirlo en eunuco. Esas criaturas no son fértiles, pero a menudo pueden tener erecciones. Eso sólo sirve para causar problemas. Nosotros quitamos también el pene, no dejamos nada. Los Inmaculados son las criaturas más puras que hay sobre la tierra. —Dirigió otra de sus amplias sonrisas a Dany y a Arstan—. Tengo entendido que en los Reinos de Poniente algunos hombres prestan juramento solemne de mantenerse castos y no engendrar hijos, y de vivir únicamente para su deber. ¿Es así?

—Sí —respondió Arstan al escuchar la traducción—. Hay órdenes así. Los maestres de la Ciudadela, los septones y las septas que sirven a los Siete, las hermanas silenciosas de los muertos, la Guardia Real y la Guardia de la Noche…

—Pobres —gruñó el traficante de esclavos—. Los hombres no nacieron para vivir así. Cualquier idiota se daría cuenta de que sus días deben de ser una tortura, estarán plagados de tentaciones, y sin duda muchos sucumbirán a sus instintos más primarios. No es el caso de nuestros Inmaculados. Están casados con sus espadas de una manera que vuestros Hermanos Juramentados no pueden soñar con igualar. Ninguna mujer podrá jamás tentarlos, y tampoco ningún hombre.

La niña transmitió la esencia de su discurso en tono más educado.

—La carne no es la única manera de tentar a un hombre —objetó Arstan Barbablanca cuando hubo terminado.

—A los hombres, pero los Inmaculados son diferentes. Tienen tan poco interés en el saqueo como en la violación. Lo único que poseen son sus armas. Ni siquiera les permitimos tener nombre.

—¿No tienen nombre? —Dany miró a la pequeña traductora con el ceño fruncido—. ¿Seguro que es lo que ha dicho el Bondadoso Amo? ¿Que no tienen nombre?

—Así es, Alteza.

Kraznys se detuvo ante un ghiscario que podría haber sido su hermano, sólo que más alto y con mejor forma física. Dio un golpecito con la fusta en el pequeño disco de bronce que adornaba el cinturón de la espada, a sus pies.

—Éste es su nombre. Pregunta a la puta de Poniente si sabe leer los glifos ghiscarios. —Cuando Dany reconoció que no, el traficante de esclavos se volvió hacia el Inmaculado—. ¿Cuál es tu nombre? —preguntó imperativo.

—Uno se llama Pulga Roja, reverencia.

La niña repitió la conversación en la lengua común.

—¿Cuál era ayer?

—Rata Negra, reverencia.

—¿Y anteayer?

—Pulga Marrón, reverencia.

—¿Y el día anterior?

—Uno no lo recuerda, reverencia. Puede que fuera Sapo Azul. O Gusano Azul.

—Dile que todos los nombres son por el estilo —ordenó Kraznys a la niña—. Eso les recuerda que, por sí solos, no son más que alimañas. Todos los días, al anochecer, los discos con los nombres se guardan en un barril vacío, y al amanecer cada uno recoge uno al azar.

—Otra locura —comentó Arstan cuando oyó la traducción—. ¿Cómo puede nadie recordar un nombre nuevo cada día?

—Los que no pueden, no superan el entrenamiento, igual que los que no pueden correr todo el día cargados, escalar una montaña en medio de la noche, caminar sobre brasas al rojo o matar a un bebé.

Al oír aquello Dany hizo una mueca.

«¿Me habrá visto, o además de cruel es ciego?» Se volvió a toda prisa y trató de mantener el rostro impasible como una máscara hasta oír la traducción. Sólo entonces se permitió mirarlo.

—¿A qué bebés matan?

—Para ganarse el casco con la púa, un Inmaculado tiene que ir al mercado de esclavos con un marco de plata, buscar a un recién nacido berreante y matarlo delante de su madre. Así nos aseguramos de que no les queda ni rastro de debilidad.

Dany se sintió desmayar. «Es el calor», trató de convencerse.

—¿Arrancáis a un bebé de los brazos de su madre, lo matáis delante de ella y pagáis su dolor con una moneda de plata?

Al oír la traducción, Kraznys mo Nakloz soltó una carcajada estrepitosa.

—¡Qué blanda es esta mocosa estúpida! Dile a la puta de Poniente que el marco es para el dueño del niño, no para la madre. Los Inmaculados tienen prohibido robar. —Se dio unos golpecitos con la fusta contra la pierna—. Son pocos los que no pasan la prueba. Creo que lo de los perros les cuesta más. El día de su castración, entregamos a cada niño un cachorrito. Al final del primer año se le exige que lo estrangule. A los que no pueden, los matamos y los echamos de comer a los perros que queden vivos. Hemos descubierto que es una buena lección.

Mientras escuchaba, Arstan Barbablanca golpeteaba con la punta del cayado los adoquines. Toc, toc, toc. Lento, rítmico. Toc, toc, toc. Dany lo vio apartar los ojos, como si no soportara mirar a Kraznys ni un momento más.

—El Bondadoso Amo ha dicho que a estos eunucos no se los puede tentar con carne ni con monedas —dijo Dany a la niña—, pero si algún enemigo les ofreciera la libertad a cambio de traicionarme…

—Lo matarían de inmediato y llevarían su cabeza ante ella, díselo —fue la respuesta del mercader de esclavos—. Otros esclavos roban y acumulan plata con la esperanza de comprar su libertad, pero un Inmaculado no la aceptaría ni aunque esta puta se la ofreciera como regalo. Aparte de su deber, no tienen vida. Son soldados, nada más.

—Lo que necesito son soldados —reconoció Dany.

—Dile que entonces hizo bien en acudir a Astapor. Pregúntale de qué tamaño quiere su ejército.

—¿Cuántos Inmaculados hay en venta?

—En este momento, entrenados al máximo y disponibles, ocho mil. Dile que sólo los vendemos por cientos o por miles. Antes los vendíamos también por decenas, como guardias privados, pero fue un error. Diez son demasiado pocos. Se mezclan con otros esclavos, o hasta con hombres libres, y olvidan qué son y quiénes son. —Kraznys esperó a que terminara la traducción a la lengua común antes de continuar—. La reina mendiga tiene que comprender que estas maravillas no son baratas. En Yunkai y en Meereen se pueden comprar soldados esclavos por menos de lo que valen sus espadas, pero los Inmaculados son los mejores del mundo, cada uno representa muchos años de entrenamiento. Dile que son como el acero valyrio, plegados una y otra vez, martilleados durante años, hasta que son más fuertes y resistentes que ningún otro metal de la tierra.

—Sé qué es el acero valyrio —dijo Dany—. Pregunta al Bondadoso Amo si los Inmaculados tienen sus oficiales.

—Los oficiales los tendrá que poner ella. Los entrenamos para que obedezcan, no para que piensen. Si lo que quiere son sesos, que compre escribas.

—¿Y el equipamiento?

—La espada, el escudo, la lanza, las sandalias y la túnica guateada se incluyen en el precio —dijo Kraznys—. Y los cascos de púas, claro. Pueden usar la armadura que quiera, pero se la tendrá que proporcionar ella.

A Dany no se le ocurrían más preguntas. Miró a Arstan.

—Habéis vivido mucho, Barbablanca. Ahora que los habéis visto, ¿qué me decís?

—Os digo que no, Alteza —respondió el anciano al instante.

—¿Por qué? —quiso saber ella—. Hablad con toda libertad. —Dany creía saber lo que le iba a decir, pero quería que la niña esclava lo oyera, de modo que Kraznys mo Nakloz se enterase más tarde.

—Mi reina —empezó Arstan—, hace miles de años que no hay esclavos en los Siete Reinos. Los antiguos dioses y los nuevos consideran que la esclavitud es una abominación. Está mal. Si llegáis a Poniente al frente de un ejército de esclavos, muchos hombres buenos se opondrán a vos por ese único motivo. Causaréis un gran daño a vuestra causa y también al honor de vuestra Casa.

—Pero necesito un ejército —señaló Dany—. Ese chico, Joffrey, no me entregará el Trono de Hierro si me limito a pedírselo por favor.

—Cuando llegue el día en que ondeen vuestros estandartes, la mitad de Poniente estará con vos —le prometió Barbablanca—. Todavía se recuerda a vuestro hermano Rhaegar con gran afecto.

—¿Y a mi padre? —preguntó Dany.

El anciano titubeó un instante.

—También se recuerda al rey Aerys —dijo al final—. Proporcionó al reino muchos años de paz. No necesitáis esclavos, Alteza. El magíster Illyrio os puede proteger mientras vuestros dragones crecen, y enviar emisarios secretos al otro lado del mar Angosto en vuestro nombre para atraer hacia vuestra causa a los grandes señores.

—¿Los mismos grandes señores que abandonaron a mi padre a manos del Matarreyes y se arrodillaron ante Robert el Usurpador?

—Quizá hasta los que se arrodillaron anhelen en su corazón el regreso de los dragones.

—Quizá —remarcó Dany. «Quizá» era una palabra muy arriesgada. En cualquier idioma. Se volvió hacia Kraznys mo Nakloz y su esclava—. Tengo que pensarlo con detenimiento.

—Dile que se dé prisa en pensar —dijo el mercader de esclavos encogiéndose de hombros—. Hay otros muchos compradores. Hace menos de tres días enseñé estos mismos Inmaculados a un rey corsario que tenía intención de comprarlos todos.

—El corsario sólo quería un centenar, reverencia —oyó Dany decir a la niña esclava.

El hombre le dio un golpecito con la punta de la fusta.

—Los corsarios son unos mentirosos. Los comprará todos. Díselo, niña.

Dany sabía que, si compraba alguno, compraría bastantes más de cien.

—Recuerda a tu Bondadoso Amo quién soy yo. Recuérdale que soy Daenerys de la Tormenta, Madre de Dragones, la que no arde, reina legítima de los Siete Reinos de Poniente. Mi sangre es la sangre de Aegon el Conquistador, la sangre de la antigua Valyria.

Pero las palabras no impresionaron al orondo y perfumado traficante de esclavos, ni siquiera traducidas a su desagradable idioma.

—El Antiguo Ghis dominaba un imperio cuando en Valyria todavía estaban follando ovejas —gruñó a la pobre traductora—, y nosotros somos los hijos de la arpía. —Se encogió de hombros—. Malgasto la lengua regateando con mujeres. Son todas iguales, las del este y las del oeste, no son capaces de tomar una decisión mientras no las adules, las malcríes y las atiborres de criadillas. En fin, si es mi destino, tendré que aceptarlo. Dile a la puta que si quiere visitar nuestra hermosa ciudad, Kraznys mo Nakloz estará encantado de atenderla… y de satisfacerla, si es más mujer de lo que parece.

—El Bondadoso Amo estará encantado de mostraros Astapor mientras lo meditáis, Alteza —dijo la traductora.

—Le daré de comer sesos de perro en gelatina y un delicioso guiso de pulpo rojo y cachorrito nonato. —Se relamió.

—Dice que aquí podéis probar platos deliciosos.

—Dile lo hermosas que son las pirámides por la noche —gruñó el mercader de esclavos—. Dile que lameré miel de sus pechos, o si lo prefiere, dejaré que ella lama miel de los míos.

—Astapor es una ciudad muy bella cuando anochece, Alteza —dijo la niña esclava—. Los Bondadosos Amos encienden farolillos de seda en cada terraza, de manera que las pirámides brillan con luces de colores. Las barcazas de placer surcan el Gusano, en ellas suena música dulce, y visitan las pequeñas islas para probar vinos, comidas y otras delicias.

—Pregúntale si quiere ver nuestras arenas de combate —añadió Kraznys—. En la arena de Douquor hay programado un buen espectáculo para esta noche. Un oso y tres niños. Uno de los niños estará untado con miel, otro con sangre y otro con pescado podrido; si quiere, podrá apostar por cuál devorará el oso primero.

Toc, toc, toc, oyó Dany. El rostro de Arstan Barbablanca seguía impasible, pero el cayado marcaba el ritmo de su rabia. Toc, toc, toc. Se esforzó por sonreír.

—Tengo un oso esperándome en la Balerion —le dijo a la traductora—, y me devorará a mí si no vuelvo pronto con él.

—¿Lo ves? —dijo Kraznys al oír la traducción—, la mujer no decide, tiene que acudir al hombre. ¡Como siempre!

—Da las gracias al Bondadoso Amo por su amabilidad y su paciencia —siguió Dany—, y dile que pensaré sobre lo que me ha dicho.

Ofreció el brazo a Arstan Barbablanca para cruzar la plaza en dirección a la litera. Aggo y Jhogo se situaron uno a cada lado de ellos y echaron a andar con la torpeza de todos los señores de los caballos cuando se veían obligados a desmontar y a caminar como el resto de los mortales.

Con el ceño fruncido, Dany se subió a su litera e hizo una señal a Arstan para que subiera junto a ella. Un hombre tan anciano no debía caminar con aquel calor. Cuando se pusieron en marcha no cerró las cortinas. El sol que caía abrasador sobre aquella ciudad de adoquines rojos hacía que hasta la menor brisa fuera un regalo, aunque llegara con un remolino de fino polvillo rojo.

«Además, tengo que ver esto.»

Astapor era una ciudad extraña incluso para los ojos de quien había entrado en el Palacio de Polvo y se había bañado en el Vientre del Mundo, al pie de la Madre de Montañas. Todas las calles estaban pavimentadas con adoquines rojos, igual que la plaza. Del mismo material eran las pirámides escalonadas, los fosos donde estaban las arenas de combate con sus hileras de gradas descendentes, las fuentes sulfurosas y las penumbrosas cavas, así como los muros que lo rodeaban todo.

«Cuántos ladrillos —pensó—. Qué viejos y decrépitos.» El fino polvo rojo estaba por todas partes, se arremolinaba en las cunetas con cada ráfaga de viento. No era de extrañar que tantas mujeres astaporis llevaran velos sobre el rostro; el polvo de adoquín picaba en los ojos más que la arena.

—¡Abrid paso! —gritó Jhogo, que cabalgaba delante de su litera—. ¡Abrid paso a la Madre de Dragones!

Pero cuando desenrolló el gran látigo con mango de plata que Dany le había regalado y lo hizo chasquear en el aire, ella asomó la cabeza y le hizo una señal negativa.

—Aquí no, sangre de mi sangre —dijo en el idioma del jinete—. Estos adoquines ya han oído demasiadas veces el sonido de los látigos.

Aquella mañana, cuando llegaron procedentes del puerto, habían encontrado las calles casi desiertas, y la situación no había cambiado mucho. Pasó junto a ellos un elefante con una litera de celosía sobre el lomo. Un niño desnudo despellejado por el sol estaba sentado en un canal de ladrillo por el que no corría agua; se metía el dedo en la nariz y contemplaba las hormigas de la calle con semblante hosco. Al oír el sonido de los cascos de los caballos alzó la vista y contempló boquiabierto el paso de una columna de guardias montados, que iba al trote en medio de una nube de polvo rojo y risas tensas. Los discos de cobre cosidos a las capas de seda amarilla brillaban como otros tantos soles, las túnicas eran de lino recamado, vestían faldas plisadas también de lino y calzaban sandalias en los pies. No llevaban ningún tipo de casco, y todos se habían aceitado y trenzado las cabelleras rojas y negras para darles formas fantásticas, cuernos, alas, espadas y hasta manos entrelazadas, de modo que más bien parecían una comitiva de demonios escapados del séptimo infierno. El niño desnudo los contempló un rato, igual que Dany, pero en cuanto se perdieron a lo lejos volvió a concentrarse en las hormigas y en el dedo metido en la nariz.

«Es una ciudad antigua —reflexionó ella—, pero menos poblada que en su momento de gloria; no está tan llena de gente como Qarth, Pentos o Lys, ni mucho menos.»

La litera se detuvo de repente en el cruce de calles mientras pasaba una reata de esclavos, espoleados por el restallido del látigo de un capataz. Dany advirtió que no eran Inmaculados, sino hombres comunes con la piel color marrón claro y el pelo negro. También había mujeres entre ellos, pero no niños. Todos iban desnudos. Tras ellos caminaban dos astaporis a lomos de asnos blancos, un hombre con un tokar de seda roja y una mujer con velo, vestida de lino azul decorado con hojuelas de lapislázuli y una peineta de marfil en el cabello rojo y negro. El hombre reía mientras le susurraba algo al oído, y no prestó a Dany más atención que a sus esclavos, igual que el capataz del látigo de cinco colas, un dothraki achaparrado y fuerte que lucía orgulloso un tatuaje de la arpía y las cadenas en el pecho musculoso.

—Con adoquines y sangre se construyó Astapor —murmuró Barbablanca, junto a ella—; y con adoquines y sangre, su gente.

—¿Qué es eso? —le preguntó Dany con curiosidad.

—Un antiguo dicho que me enseñó un maestre cuando era niño. No sabía hasta qué punto era cierto. Los adoquines de Astapor están teñidos de rojo por la sangre de los esclavos que los hacen.

—No me lo puedo creer —dijo Dany.

—Entonces, marchaos de este lugar antes de que vuestro corazón se endurezca como esos adoquines. Haceos a la mar esta misma noche, en cuanto suba la marea.

«Ojalá pudiera», pensó Dany.

—Ser Jorah dice que, cuando salga de Astapor, deberá ser con un ejército a mis órdenes.

—Ser Jorah fue traficante de esclavos, Alteza —le recordó el anciano—. En Pentos, en Myr y en Tyrosh hay mercenarios a los que podréis contratar. Los hombres que matan por dinero no tienen honor, pero al menos no son esclavos. Comprad vuestro ejército allí, os lo suplico.

—Mi hermano visitó Pentos, Myr, Braavos y casi todas las Ciudades Libres. Allí los magísteres y los arcontes lo alimentaron con vino y promesas, pero dejaron que su alma muriera de hambre. Un hombre no puede comer toda la vida del cuenco del mendigo y seguir siendo un hombre. Ya lo probé en Qarth y tuve suficiente. No seré una mendiga.

—Mejor mendiga que esclavista —dijo Arstan.

—Sólo habla así quien no ha sido ni una cosa ni otra. —Dany estaba roja de cólera—. ¿Sabéis qué se siente cuando lo venden a uno, escudero? Yo sí. Mi hermano me vendió a Khal Drogo a cambio de la promesa de una corona de oro. Sí, Drogo lo coronó con oro, aunque no tal como él habría querido, y yo… Mi sol y estrellas me convirtió en una reina, pero si no hubiera sido él como era, todo habría resultado muy diferente. ¿Creéis que he olvidado qué es sentir miedo?

—No era mi intención ofenderos, Alteza —se disculpó Barbablanca inclinando la cabeza.

—Lo único que me ofenden son las mentiras, no los consejos sinceros. —Dany dio unas palmaditas tranquilizadoras a Arstan en la mano—. Lo que pasa es que tengo temperamento de dragón. No permitáis que eso os asuste.

—Lo tendré en cuenta —sonrió Barbablanca.

«Su rostro es amable, y tiene mucha fuerza —pensó Dany. No entendía por qué Ser Jorah desconfiaba tanto del anciano—. ¿Tendrá celos porque ahora hay otro hombre con el que puedo hablar? —Sin quererlo, recordó la noche en la Balerion, cuando el caballero exiliado la había besado—. No debió hacerlo. Tiene tres veces mi edad y es de origen mucho más humilde que yo; además, no le di permiso. Ningún caballero de verdad besaría a una reina sin su permiso.» Después de aquello se había cuidado bien de no volver a quedarse a solas con Ser Jorah, cuando estaba a bordo siempre la acompañaban sus doncellas Irri y Jhiqui, y a veces también sus jinetes de sangre. «Quiere besarme otra vez, se lo veo en los ojos.»

Dany no habría sabido decir qué quería ella, pero el beso de Jorah había despertado algo en su interior, una sensación que llevaba dormida desde el día en que murió Drogo, que había sido su sol y estrellas. Tumbada en el estrecho catre, se descubrió pensando cómo sería yacer junto a un hombre en vez de al lado de su doncella, y la sola idea le resultó más excitante de lo que debería. A veces cerraba los ojos y soñaba con él, pero no se trataba nunca de Jorah Mormont. Su amante era siempre más joven y más apuesto, aunque el rostro era una sombra cambiante.

En cierta ocasión, tan atormentada que no conseguía conciliar el sueño, Dany se deslizó una mano entre las piernas y se sorprendió de lo húmeda que estaba. Casi sin atreverse a respirar, movió los dedos adelante y atrás entre los labios menores, despacio para no despertar a Irri, que dormía junto a ella, hasta que encontró un punto sensible y allí se demoró, se tocó con suavidad, al principio tímidamente, luego más deprisa, pero el alivio que buscaba parecía esquivarla. En aquel momento sus dragones se agitaron, uno de ellos chilló en el camarote, Irri se despertó y vio qué estaba haciendo.

Dany sabía que se había sonrojado, pero en la oscuridad Irri no podía darse cuenta. Sin decir nada, la doncella le puso una mano en el seno, se inclinó y le lamió un pezón. La otra mano descendió por la suave curva del vientre, acarició el monte de fino vello plateado, y empezó a trabajar entre los muslos de Dany. Apenas unos momentos más tarde se le tensaron las piernas, curvó la espalda y todo su cuerpo se estremeció. Entonces fue ella la que gritó. O tal vez fuera Drogon. Irri no dijo nada en ningún momento, se limitó a acurrucarse y se durmió nada más terminar.

Al día siguiente todo parecía un sueño. ¿Y qué tenía que ver Ser Jorah con aquello?

«A quien quiero tener es a Drogo, mi sol y estrellas —se recordó Dany—. No a Irri, ni a Ser Jorah, sólo a Drogo. —Pero Drogo estaba muerto. Creía que aquellos sentimientos habían muerto con él en el desierto rojo, pero un beso traicionero, sin saber por qué, los había resucitado—. No debería haberme besado. Fue presuntuoso por su parte, y yo se lo permití. Esto no puede repetirse.» Apretó los labios y sacudió la cabeza, y la campanilla de su trenza tintineó con suavidad.

En las cercanías de la bahía la ciudad presentaba un aspecto más hermoso. Las grandes pirámides de adoquines se alineaban a lo largo de la orilla; la más alta debía de medir más de ciento veinte metros de altura. En las amplias terrazas crecían todo tipo de árboles, enredaderas y flores, y el viento que soplaba en torno a ellas tenía un aroma fresco e intenso. Otra arpía gigante se alzaba sobre la puerta de la verja; era de arcilla cocida y se estaba desintegrando a ojos vistas; de su cola de escorpión apenas si quedaba un muñón. La cadena que tenía entre las garras de arcilla era de hierro viejo, casi podrida de óxido. Pero cerca del agua la temperatura era más fresca. Las olas lamían los viejos pilones, y el sonido resultaba extrañamente sosegador.

Aggo ayudó a Dany a bajarse de la litera. Belwas el Fuerte estaba sentado en un enorme pilón, devorando un pernil de carne asada.

—Perro —dijo con tono alegre al ver a Dany—. Buen perro en Astapor, pequeña reina. ¿Comer? —preguntó ofreciéndole la carne con una sonrisa grasienta.

—Sois muy amable, Belwas, pero no, gracias.

Dany había comido perro en otros lugares y en otras ocasiones, pero en aquel momento sólo podía pensar en los Inmaculados y en sus cachorritos. Pasó junto al corpulento eunuco y subió por la plancha que llevaba a la cubierta de la Balerion.

Ser Jorah Mormont la estaba esperando.

—Alteza —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza—. Los traficantes de esclavos han venido y se han marchado. Eran tres, acompañados por una docena de escribas y otros tantos esclavos. Recorrieron nuestras bodegas palmo a palmo y tomaron nota de todo lo que teníamos. —Caminó con ella hacia popa—. ¿Cuántos hombres tienen en venta?

—Ninguno. —¿Estaba furiosa con Mormont, o con aquella ciudad, con su calor tétrico, su hedor, su sudor y sus adoquines erosionados?—. Venden eunucos, no hombres. Eunucos hechos de adoquines, igual que el resto de Astapor. ¿He de comprar ocho mil eunucos de ojos muertos que no se mueven nunca, que matan bebés de pecho para conseguir un casco con púa y estrangulan a sus perros? Ni siquiera tienen nombres. Así que no los llaméis «hombres», ser.

Khaleesi —empezó, desconcertado ante tanta ira—, a los Inmaculados los eligen de niños, los entrenan…

—Ya he oído todo lo que quería oír sobre su entrenamiento. —Dany sintió que las lágrimas le desbordaban los ojos, repentinas, involuntarias. Alzó la mano y abofeteó a Ser Jorah en la mejilla. O hacía eso o empezaba a sollozar.

—Si he disgustado a mi reina… —Mormont se tocaba la mejilla abofeteada.

—Pues sí. Me habéis disgustado mucho, ser. Si fuerais mi leal caballero jamás me habríais traído a esta pocilga vil.

«Si fuerais mi leal caballero jamás me habríais besado, ni me habríais mirado de esa manera los pechos, ni…»

—Como Su Alteza ordene. Diré al capitán Groleo que se disponga a hacerse a la mar con la marea de esta noche, rumbo a una pocilga menos vil.

—No —replicó Dany. Groleo los miraba desde el castillo de proa, al igual que su tripulación. Barbablanca, sus jinetes de sangre, Jhiqui… todos se habían detenido al oír el restallido de la bofetada—. Quiero que nos hagamos a la mar ahora mismo, no con la marea, quiero que nos vayamos a toda prisa y no volver la vista atrás. Pero no es posible, ¿verdad? Hay ocho mil eunucos de adoquín en venta, y tengo que encontrar la manera de comprarlos.

Sin añadir una palabra, se alejó de él y bajó a su camarote.

Tras la madera tallada de la puerta de las estancias del capitán, los dragones estaban inquietos. Drogon alzó la cabeza y chilló; un humo blancuzco le salió de las fosas nasales. Viserion aleteó hacia ella y trató de posarse sobre su hombro, como hacía cuando era más pequeño.

—No —dijo Dany al tiempo que trataba de sacudírselo con suavidad—. Ya eres demasiado grande para eso, cariño.

Pero el dragón le enroscó en torno al brazo la cola blanca y dorada, y le clavó las garras en la tela de la manga para afianzarse. Dany, impotente, se dejó caer en el sillón de cuero de Groleo entre risas.

—Han estado como locos desde que os marchasteis, khaleesi —le dijo Irri—. Viserion ha arrancado astillas de la puerta, ¿veis? Y Drogon trató de escapar cuando los traficantes de esclavos vinieron a verlos. Lo agarré por la cola para retenerlo y me mordió. —Mostró a Dany las marcas de los dientes que tenía en la mano.

—¿Alguno de los tres trató de lanzar fuego para escapar? —Aquello era lo que más temía.

—No, khaleesi. Drogon lanzó fuego, pero al aire. A los traficantes de esclavos les dio miedo acercarse a él.

Dany besó la mano de Irri allí donde el dragón la había mordido.

—Siento que te haya hecho daño. Los dragones no nacieron para que los encerraran en un camarote tan pequeño.

—En eso los dragones son como los caballos —dijo Irri—. Y también los jinetes. Los caballos relinchan en la bodega, khaleesi, y dan coces en los mamparos de madera. Los oigo todo el tiempo. Además, Jhiqui dice que, cuando estáis ausente, las ancianas y los niños lloran. No les gusta este carro de las aguas. No les gusta el mar de sal negra.

—Ya lo sé —dijo Dany—. De verdad, lo sé.

—¿Mi khaleesi está triste?

—Sí.

«Triste y desorientada.»

—¿Quiere la khaleesi que le dé placer?

—No. —Dany retrocedió un paso—. No tienes por qué hacer eso, Irri. Aquella noche, cuando te despertaste, lo que pasó… No eres una esclava de cama, te di la libertad, ¿recuerdas? Eres…

—Soy la doncella de la Madre de Dragones —dijo la chica—. Es un gran honor dar placer a mi khaleesi.

—Eso no es lo que quiero —insistió—. De verdad. —Se dio la vuelta con gesto brusco—. Déjame. Quiero estar a solas. Para pensar.

El sol había empezado a ponerse sobre las aguas de la Bahía de los Esclavos cuando Dany regresó a la cubierta. Se apoyó en la baranda y contempló Astapor.

«Visto desde aquí casi parece hermoso —pensó. Las estrellas empezaban a brillar sobre la ciudad, igual que los farolillos de seda, tal como le había dicho la traductora de Kraznys—. Pero abajo sólo hay oscuridad, en las calles, en las plazas y en las arenas de combate. Y más oscuridad aún hay en los barracones, donde algún niño estará dando de comer al cachorrito que le entregaron cuando le arrebataron la virilidad.»

Oyó unas pisadas suaves tras ella.

Khaleesi. —Era su voz—. ¿Puedo hablaros con sinceridad?

Dany no se volvió. En aquel momento no habría soportado mirarlo a la cara. Si lo hacía tal vez lo abofeteara de nuevo. O se echara a llorar. O lo besara. Ya no sabía qué estaba bien, qué estaba mal y qué era una locura.

—Decid lo que queráis, ser.

—Cuando Aegon el Dragón desembarcó en Poniente, los reyes del Valle, la Roca y el Dominio no corrieron a él para entregarle sus coronas. Si pretendéis ocupar el Trono de Hierro tendréis que ganarlo como hizo él, con acero y fuego de dragones. Eso quiere decir que, antes de que acabéis, tendréis las manos manchadas de sangre.

«Sangre y Fuego», pensó Dany. El lema de la Casa Targaryen. Lo había oído repetir toda su vida.

—De buena gana derramaré la sangre de mis enemigos. Pero jamás la sangre de inocentes. Me ofrecen ocho mil Inmaculados. Ocho mil bebés muertos. Ocho mil perros estrangulados.

—Alteza —insistió Jorah Mormont—, yo vi Desembarco del Rey después del Saqueo. Aquel día también murieron bebés, y ancianos, y niños. No podríais contar el número de mujeres que fueron violadas. En todo hombre habita una bestia salvaje, y cuando ponéis en la mano de ese hombre una espada o una lanza y lo mandáis a la guerra, la bestia revive. Para despertarla sólo hace falta el olor de la sangre. Pero jamás he oído decir que estos Inmaculados violen a ninguna mujer, ni que pasen por la espada a toda una ciudad, ni siquiera que cometan saqueos a no ser que sus líderes se lo ordenen. Tal vez sean adoquines, como decís, pero si los compráis los únicos perros que matarán en adelante son aquellos que vos queráis ver muertos. Creo recordar que queríais ver muertos a unos cuantos perros.

«Los perros del Usurpador.»

—Sí. —Dany apartó la vista de las suaves luces de colores, y se dejó acariciar por la fresca brisa marina—. Habéis hablado de saquear ciudades. Decidme una cosa, ser, ¿por qué los dothrakis nunca han saqueado ésta? —Señaló hacia las edificaciones—. Mirad esas murallas. Se están derrumbando por muchos sitios. ¿Veis algún guardia en aquellas torres? Yo no. ¿Acaso se esconden, ser? Hoy he visto a los hijos de la arpía, a todos sus orgullosos guerreros nobles. Vestían faldas de lino y lo único que tenían de fiero era el pelo. Hasta el khalasar más modesto podría cascar esta Astapor como una nuez y derramar por el suelo su contenido de carne podrida. Decidme pues, ¿cómo es que esa arpía horrorosa no está en el camino de dioses de Vaes Dothrak, junto con el resto de los dioses robados?

—Tenéis el ojo perspicaz de un dragón, khaleesi, salta a la vista.

—Quiero una respuesta, no un cumplido.

—Hay dos motivos. Los valientes defensores de Astapor son pura paja, es verdad. Nombres antiguos y monederos rebosantes que se disfrazan con látigos ghiscarios para hacer como si todavía dominaran un vasto imperio. Todos y cada uno de ellos son oficiales de alto rango. En los días festivos desarrollan batallas fingidas en la arena para demostrar que son grandes comandantes, pero los que mueren son los eunucos. Da lo mismo, cualquier enemigo que quisiera saquear Astapor sabe que tendría que enfrentarse a los Inmaculados. Los traficantes de esclavos pondrían a toda la guarnición a defender la ciudad. Los dothrakis no han cabalgado contra los Inmaculados desde el día en que se dejaron las trenzas en las puertas de Qohor.

—¿Cuál es el segundo motivo? —preguntó Dany.

—¿Quién querría atacar Astapor? —señaló Ser Jorah—. Meereen y Yunkai son ciudades rivales, pero no enemigas, la Maldición acabó con Valyria, todos los habitantes de las zonas remotas del este son ghiscarios, y más allá de las colinas se extiende Lhazar. Los Hombres Cordero, como los llaman los dothrakis, no son nada propensos a la guerra.

—Sí —accedió ella—, pero al norte de las ciudades de los esclavos está el mar dothraki, y hay dos docenas de khals poderosos que disfrutan saqueando ciudades y llevándose a sus habitantes como esclavos.

—¿Adónde los iban a llevar? ¿De qué sirven los esclavos si uno mata a los traficantes? Valyria ya no existe, Qarth está más allá del desierto rojo, y las Nueve Ciudades Libres están a muchos miles de leguas hacia el oeste. Y podéis estar segura de que los hijos de la arpía son generosos con todos los khals que pasan por aquí, igual que los magísteres de Pentos, de Norvos y de Myr. Saben muy bien que si organizan festines para los señores de los caballos y les hacen regalos, seguirán su camino. Es más barato que luchar, y el resultado es mucho más seguro.

«Más barato que luchar», pensó Dany. Ojalá para ella las cosas pudieran ser así de sencillas. Qué maravilloso sería llegar a Desembarco del Rey con sus dragones y pagar un cofre de oro al niño rey, a Joffrey, para que se marchara.

Khaleesi —insistió Ser Jorah cuando su silencio se prolongó demasiado.

Le posó la mano en un codo. Dany se la sacudió.

—Viserys habría comprado tantos Inmaculados como hubiera podido pagar. Pero en cierta ocasión dijisteis que yo era como Rhaegar…

—Lo recuerdo, Daenerys.

—Alteza —lo corrigió—. El príncipe Rhaegar iba a la batalla al frente de hombres libres, no de esclavos. Barbablanca dice que armaba a sus escuderos en persona, y obligaba a muchos otros caballeros a hacer lo mismo.

—No había mayor honor que recibir el rango de caballero del príncipe de Rocadragón.

—Decidme, pues… cuando tocaba el hombro de un hombre con su espada, ¿qué le decía: «Ve y mata al débil» o «Ve y defiéndelo»? Todos aquellos valientes de los que hablaba Viserys, los del Tridente, los que murieron bajo nuestros estandartes de dragones… ¿dieron la vida porque creían en la causa de Rhaegar o porque los habían comprado con monedas?

Dany se volvió hacia Mormont, cruzó los brazos y esperó la respuesta.

—Mi reina —respondió el hombretón con voz pausada—, todo lo que decís es verdad. Pero, en el Tridente, Rhaegar perdió. Perdió la batalla, perdió la guerra, perdió el reino y perdió la vida. Las aguas del río se llevaron su sangre, junto con los rubíes de su coraza. Robert el Usurpador cabalgó sobre su cadáver y robó el Trono de Hierro. Rhaegar luchó con valentía, Rhaegar luchó con nobleza. Y Rhaegar murió.

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