SAMWELL

El rey estaba muy enfadado. Sam se dio cuenta al instante.

A medida que los hermanos negros iban entrando de uno en uno y se arrodillaban ante él, Stannis apartó a un lado su desayuno: pan duro, huevos cocidos y carne en salazón, y los miró con frialdad. A su lado la mujer roja, Melisandre, parecía meditabunda.

«Yo no pinto nada aquí —pensó Sam con ansiedad cuando le clavó los ojos rojos—. Alguien tenía que ayudar al maestre Aemon a subir las escaleras. No me mires, no soy más que el mayordomo del maestre.» Los demás eran aspirantes al puesto que había ocupado el Viejo Oso, todos menos Bowen Marsh, que se había retirado de la elección pero seguía siendo el castellano y el Lord Mayordomo. Sam no entendía por qué Melisandre parecía tan interesada en él.

El rey Stannis tuvo de rodillas a los hermanos negros durante un lapso de tiempo extraordinariamente largo.

—Levantaos —dijo al final.

Sam ofreció su hombro al maestre Aemon para ayudarlo a ponerse en pie.

El carraspeo de Lord Janos Slynt para aclararse la garganta quebró el silencio tenso.

—Alteza, permitid que os diga lo honrados que nos sentimos por que nos hayáis convocado aquí. Cuando vi vuestros estandartes desde el Muro, supe que el reino estaba salvado y le dije al buen Ser Alliser: «Ahí viene un hombre que no olvida su deber. Un hombre fuerte y un verdadero rey». ¿Puedo felicitaros por vuestra victoria sobre los salvajes? Los bardos la llevarán por todo el reino, estoy seguro…

—Los bardos pueden hacer lo que quieran —le espetó Stannis—. Dejaos de adulaciones, Janos, no os servirán de nada. —Se puso en pie y los miró con el ceño fruncido—. Lady Melisandre me ha dicho que aún no habéis elegido al Lord Comandante. Estoy disgustado. ¿Cuánto va a durar esta tontería?

—Señor —empezó Bowen Marsh en tono defensivo—, nadie ha conseguido por ahora dos tercios de los votos. Sólo llevamos diez días.

—Nueve más de lo necesario. Tengo que ocuparme de unos prisioneros, tengo que poner orden en un reino y tengo que ganar una guerra. Hay que tomar decisiones relativas al Muro y a la Guardia de la Noche. Por derecho, vuestro Lord Comandante debería tener voz en esas decisiones.

—Cierto, así es —dijo Janos Slynt—. Pero una cosa es cierta. Nosotros, los hermanos, sólo somos soldados. ¡Soldados, sí! Y como bien sabrá Vuestra Alteza, a los soldados se les da mejor acatar órdenes. En mi opinión, les convendría contar con vuestra regia orientación. Por el bien del reino. Para ayudarlos a elegir con sabiduría.

Algunos de los otros vieron la sugerencia como una afrenta.

—¿Quieres que el rey nos ayude también a limpiarnos el culo? —dijo Cotter Pyke, furioso.

—La elección de un Lord Comandante corresponde a los Hermanos Juramentados y a nadie más —insistió Ser Denys Mallister.

—Si eligieran con sabiduría no me estarían votando a mí —gimió Edd el Penas.

—Alteza —intervino el maestre Aemon, tan sosegado como siempre—, la Guardia de la Noche ha estado eligiendo a su líder desde que Brandon el Constructor erigió el Muro. Hasta Jeor Mormont hemos tenido novecientos noventa y siete comandantes en sucesión ininterrumpida, cada uno de ellos elegido por los hombres a los que luego dirigiría. Es una tradición de hace muchos milenios.

—No deseo sabotear vuestros derechos y tradiciones. —Stannis apretó los dientes—. En cuanto a lo de la «regia orientación», Janos, si lo que pretendéis es que diga a vuestros hermanos que os elijan a vos, al menos tened la valentía de decirlo.

Aquello tomó por sorpresa a Lord Janos, que sonrió inseguro y empezó a sudar, pero Bowen Marsh salió en su defensa.

—¿Quién mejor para dirigir a los capas negras que el hombre que antes dirigió a los capas doradas, señor?

—En mi opinión, cualquiera de vosotros. Hasta el cocinero. —Lanzó una mirada gélida a Slynt—. Janos no ha sido el primer capa dorada en aceptar un soborno, desde luego, pero tal vez sí haya sido el primer comandante que se ha llenado la bolsa vendiendo puestos y ascensos. Al final, la mitad de los oficiales de la Guardia de la Ciudad le pagaban parte de su salario. ¿No es verdad, Janos?

—¡Mentiras, mentiras y nada más! —Slynt tenía el cuello de color púrpura—. Todo hombre fuerte se granjea enemistades, Vuestra Alteza lo sabe bien, susurran mentiras a nuestras espaldas. Nada se pudo demostrar jamás, nadie declaró…

—Dos hombres que estaban dispuestos a declarar murieron de manera repentina mientras hacían sus rondas. —Stannis entrecerró los ojos—. No intentéis jugar conmigo, mi señor. Vi las pruebas que Jon Arryn presentó al Consejo Privado. Si yo hubiera sido el rey, habríais perdido algo más que el cargo, os lo aseguro, pero Robert se limitó a encogerse de hombros. Aún recuerdo lo que dijo: «Todos roban, qué más da. Más vale un ladrón conocido que otro por conocer, el próximo podría ser hasta peor». Las palabras de Petyr en la boca de mi hermano, sin duda. Meñique tenía olfato para el oro, estoy seguro de que arregló las cosas para que la corona se beneficiara de vuestra corrupción tanto como vos.

A Lord Slynt le temblaba la mandíbula de rabia, pero antes de que pudiera seguir protestando intervino el maestre Aemon.

—Alteza, por ley los crímenes y transgresiones de todo hombre se borran cuando pronuncia sus votos y se convierte en Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche.

—Soy consciente. Si resulta que Lord Janos es lo mejor que puede ofrecer la Guardia de la Noche, apretaré los dientes y tragaré con él. No me importa a qué hombre elijáis, mientras elijáis ya. Tengo una guerra por delante.

—Alteza —dijo Ser Denys Mallister con cautelosa cortesía—, si os referís a los salvajes…

—No. Y lo sabéis de sobra, ser.

—Igual que vos debéis de saber que, aunque os estamos agradecidos por la ayuda que nos prestasteis contra Mance Rayder, no podemos colaborar con vos para conquistar el trono. La Guardia de la Noche no toma parte en las guerras de los Siete Reinos. Desde hace ocho mil años…

—Conozco vuestra historia, Ser Denys —lo interrumpió el rey con brusquedad—. Os doy mi palabra de que no os pediré que alcéis las espadas contra ninguno de los rebeldes y usurpadores que se enfrentan a mí. Espero de vosotros que sigáis defendiendo el Muro como habéis hecho siempre.

—Defenderemos el Muro hasta el último hombre —dijo Cotter Pyke.

—Que probablemente seré yo —apuntó Edd el Penas con tono resignado.

—También quiero otras cosas de vosotros. —Stannis cruzó los brazos—. Cosas que quizá no me entreguéis de tan buena gana. Quiero vuestros castillos. Y quiero el Agasajo.

Las palabras, tan bruscas, prendieron en los ánimos de los hermanos negros como un frasco de fuego valyrio que cayera sobre un brasero. Marsh, Mallister y Pyke trataron de hablar todos a la vez. El rey Stannis los dejó hacer hasta que terminaron.

—Tengo tres veces más hombres que vosotros —dijo entonces—. Si quiero, puedo apoderarme de las tierras, pero prefiero hacerlo de manera legal, con vuestro consentimiento.

—El Agasajo fue entregado a la Guardia de la Noche a perpetuidad, Alteza —insistió Bowen Marsh.

—Lo que significa que, por ley, no se os puede robar ni arrebatar. Pero lo que fue entregado una vez, puede ser entregado de nuevo.

—¿Qué uso daríais al Agasajo? —exigió saber Cotter Pyke.

—Uno mejor del que le habéis dado vosotros. En cuanto a los castillos, Guardiaoriente, el Castillo Negro y la Torre Sombría seguirían en vuestro poder. Dotadlos de guarniciones como habéis hecho hasta ahora, pero los demás los necesito para las mías, si es que vamos a defender el Muro.

—No tenéis hombres suficientes —objetó Bowen Marsh.

—Algunos de los castillos abandonados son poco más que ruinas —señaló Othell Yarwyck, el capitán de los Constructores.

—Las ruinas se pueden reconstruir.

—¿Pretendéis reconstruirlos? —apuntó Yarwyck—. ¿Quién se encargará?

—Eso es cosa mía. Quiero que me sea entregado un documento en el que se detalle el estado actual de cada castillo y qué haría falta para restaurarlo. Mi intención es dotarlos a todos de guarniciones este mismo año y tener hogueras nocturnas encendidas ante las entradas.

—¿Hogueras nocturnas? —Bowen Marsh miró a Melisandre, inseguro—. ¿Ahora tenemos que encender hogueras nocturnas?

—Así es. —La mujer se puso en pie con un revoloteo de seda escarlata y la larga cabellera cobriza ondeándole sobre los hombros—. Las meras espadas no pueden poner coto a esta oscuridad. Sólo es posible con la luz del Señor. No os engañéis, buenos caballeros y valientes hermanos, la guerra en la que estamos inmersos no es una disputa banal sobre tierras y honores. La nuestra es una guerra por la vida, y si cayéramos derrotados, el mundo moriría con nosotros.

Sam advirtió que los oficiales no sabían cómo tomarse la afirmación. Bowen Marsh y Othell Yarwyck intercambiaron una mirada dubitativa, Janos Slynt estaba echando humo y Hobb Tresdedos tenía cara de preferir estar cortando zanahorias en aquel momento. Pero todos, sin excepción, se sorprendieron al oír al maestre Aemon.

—Habláis de la guerra por el amanecer, mi señora —murmuró el anciano—. Pero ¿dónde está el príncipe prometido?

—Lo tenéis delante de vosotros —declaró Melisandre—, aunque vuestros ojos no lo saben ver. Stannis Baratheon es Azor Ahai revivido, el guerrero de fuego. En él se cumplen las profecías. El cometa rojo surcó los cielos para anunciar su llegada y esgrime a Dueña de Luz, la Espada Roja de los Héroes.

A Sam le resultaba evidente que aquellas palabras incomodaban sobremanera al rey. Stannis apretó los dientes.

—Me llamasteis y acudí, mis señores —dijo—. Ahora tendréis que vivir conmigo o morir conmigo. Más vale que os vayáis acostumbrando. —Hizo un brusco gesto de despedida—. Eso es todo. Maestre, quedaos un momento. Y vos, Tarly. Los demás os podéis marchar.

«¿Yo? —pensó Sam, asombrado, mientras sus hermanos hacían una reverencia y se dirigían a la salida—. ¿Qué querrá de mí?»

—Tú fuiste el que mató a aquella criatura en la nieve —dijo el rey Stannis cuando los cuatro estuvieron a solas.

—Sam el Mortífero —sonrió Melisandre.

—No, mi señora. —Sam se sintió sonrojar—. Alteza. O sea, sí, soy yo. Soy Samwell Tarly, sí.

—Tu padre es un buen soldado —dijo el rey Stannis—. En cierta ocasión derrotó a mi hermano, en Vado Ceniza. Mace Tyrell se quedó con el honor de aquella victoria, pero Lord Randyll lo tenía todo zanjado antes de que Tyrell supiera dónde estaba el campo de batalla. Mató a Lord Cafferen con ese espadón valyrio que tiene y envió su cabeza a Aerys. —El rey se rascó la mandíbula con un dedo—. No eres el tipo de hijo que le habría imaginado.

—N-no soy el tipo de hijo que él habría querido, señor.

—Si no hubieras vestido el negro, serías un rehén muy útil —caviló Stannis.

—Ha vestido el negro, señor —señaló el maestre Aemon.

—Soy consciente —dijo el rey—. Soy consciente de más cosas de las que imagináis, Aemon Targaryen.

—Sólo soy Aemon, señor —dijo el anciano inclinando la cabeza—. Al forjar nuestras cadenas de maestres olvidamos los nombres de las casas que nos vieron nacer.

El rey le dedicó un breve asentimiento, dando a entender que no le importaba.

—Me han contado que mataste a aquella criatura con una daga de obsidiana —le dijo a Sam.

—S-sí, Alteza. Me la dio Jon Nieve.

—Vidriagón. —La risa de la mujer roja sonaba a música—. «Fuego helado», en la lengua de la antigua Valyria. No es de extrañar que sea anatema para esos fríos hijos de los Otros.

—En Rocadragón, donde tenía mi asentamiento, hay mucha obsidiana de ésta en los antiguos túneles bajo la montaña —dijo el rey a Sam—. Grandes rocas, inmensas. La mayor parte era negra, pero creo recordar que también la había verde, roja y hasta púrpura. He enviado un mensaje a Ser Rolland, mi castellano, para que empiece a extraerla. Me temo que no podré seguir defendiendo Rocadragón por mucho más tiempo, pero tal vez el Señor de la Luz nos conceda suficiente fuego helado para armarnos contra estas criaturas antes de que caiga el castillo.

—S-s-señor, la daga… —Sam carraspeó para aclararse la garganta—. Cuando traté de apuñalar a un espectro, el vidriagón se hizo pedazos.

—La necromancia anima a esos espectros —explicó Melisandre con una sonrisa—, pero siguen siendo carne muerta. Para ellos bastará con acero y fuego. En cambio, ésos a los que llamas «los Otros» son diferentes.

—Demonios hechos de nieve, hielo y frío —dijo Stannis Baratheon—. El antiguo enemigo. El único enemigo que importa de verdad. —Volvió a concentrarse en Sam—. Me han dicho que esa chica salvaje y tú pasasteis bajo el Muro a través de una especie de puerta mágica.

—La P-puerta Negra —tartamudeó Sam—. Está debajo de Fuerte de la Noche.

—El Fuerte de la Noche es el más grande y más antiguo de los castillos del Muro. Ahí es donde pienso asentarme mientras dure esta guerra. Me mostrarás esa puerta.

—S-sí —dijo Sam—. A-aunque… no s-sé si…

«No sé si seguirá allí, no sé si se abrirá para alguien que no vista el negro, no sé si…»

—Me la mostrarás —zanjó el rey—. Ya te diré cuándo.

—Alteza —intervino el maestre Aemon con una sonrisa—, antes de retirarnos, ¿nos haríais el gran honor de mostrarnos esa espada maravillosa de la que tanto hemos oído hablar?

—¿Queréis ver a Dueña de Luz? ¿No estáis ciego?

—Sam será mis ojos.

—La ha visto todo el mundo —dijo el rey frunciendo el ceño—, ¿por qué no la va a ver también un ciego?

El cinturón del arma y la vaina colgaban de un clavo cerca de la chimenea. Lo bajó y desenfundó la espada larga. El acero rozó la madera y el cuero al salir, y su brillo bañó la estancia: trémulo, cambiante, una danza de luz naranja, roja y dorada, todos los colores del fuego.

—Cuéntame, Samwell —pidió el maestre Aemon tocándole el brazo.

—Brilla mucho —dijo Sam con voz queda—. Como si estuviera en llamas. No hay fuego, pero el acero es amarillo, rojo y naranja, relampaguea y centellea como un rayo del sol sobre el agua, aunque más bonito. Ojalá la pudierais ver, maestre.

—Ahora la veo, Sam. Una espada llena de luz solar. Qué hermosa visión. —El anciano hizo una reverencia rígida—. Alteza, mi señora, habéis sido muy bondadosos.

Cuando el rey Stannis envainó la espada deslumbrante, la habitación pareció quedarse a oscuras, aunque el sol entraba a raudales por la ventana.

—Bien, ya la habéis visto. Ya podéis regresar a vuestras tareas. Y no olvidéis lo que os he dicho. Más vale que vuestros hermanos elijan a un Lord Comandante esta noche o haré que se arrepientan.

Mientras Sam lo ayudaba a bajar por la estrecha escalera, el maestre Aemon parecía perdido en sus pensamientos. Pero, cuando cruzaban el patio, se volvió hacia él.

—No sentí ningún calor. ¿Y tú, Sam?

—¿Calor? ¿De la espada? —Trató de hacer memoria—. Alrededor de la hoja el aire tremolaba, como si debajo hubiera un brasero caliente.

—Pero el caso es que no sentiste calor, ¿verdad? Y la vaina donde estaba la espada era de madera y cuero, ¿no? Oí el sonido cuando Su Alteza la desenfundó. ¿Estaba chamuscado el cuero, Sam? ¿La madera parecía quemada en algún punto?

—No —reconoció Sam—. Que yo viera, no.

El maestre Aemon asintió. Una vez de vuelta en sus habitaciones, pidió a Sam que encendiera el fuego y lo ayudara a ocupar su asiento junto a la chimenea.

—Es duro ser tan viejo —suspiró al tiempo que se acomodaba en el cojín—. Y más duro todavía estar ciego. Echo de menos el sol. Y los libros. Sobre todo echo de menos los libros. —Aemon hizo un gesto de despedida con la mano—. Puedes retirarte, no te necesitaré hasta la votación.

—La votación… maestre, ¿no podéis hacer algo? Lo que ha dicho el rey sobre Lord Janos…

—Lo he oído —asintió el maestre Aemon—, pero soy un maestre, Sam; llevo la cadena, presté juramento. Mi deber es aconsejar al Lord Comandante, sea quien sea. No sería correcto que se me viera preferir a uno u a otro.

—Yo no soy maestre —dijo Sam—. ¿Puedo hacer algo?

—Vaya, Samwell, pues no lo sé. —Aemon volvió hacia Sam los ojos ciegos y esbozó una tenue sonrisa—. ¿Tú qué crees?

«Que sí —pensó Sam—. Tengo que hacer algo. —Y lo tenía que hacer cuanto antes. Si se paraba a pensar, sin duda perdería todo rastro de valor—. Soy un hombre de la Guardia de la Noche —se recordó mientras cruzaba el patio a toda prisa—. Pertenezco a la Guardia de la Noche. Puedo hacerlo.» Hubo un tiempo en el que temblaba y tartamudeaba si Lord Mormont lo miraba, pero aquello habían sido cosas del antiguo Sam, antes del Puño de los Primeros Hombres y del Torreón de Craster, antes de los espectros y de Manosfrías y del Otro a lomos de su caballo muerto. El nuevo Sam era más valiente. «Elí me hizo más valiente», le había dicho a Jon. Y era verdad. Tenía que ser verdad.

Cotter Pyke era el que más miedo le daba de los dos comandantes, de manera que Sam fue a hablar primero con él, mientras aún sentía vivas las llamas del valor. Lo encontró en el antiguo Torreón del Escudo, jugando a los dados con tres hombres de Guardiaoriente y un sargento pelirrojo que había llegado con Stannis de Rocadragón.

Cuando Sam le pidió permiso para hablar con él un momento, Pyke rugió una orden y los demás cogieron los dados y las monedas y los dejaron a solas.

Nadie habría calificado a Cotter Pyke de atractivo, aunque el cuerpo que se cubría con la cota de mallas y los calzones de lana gruesa era esbelto, duro, nervudo y fuerte. Tenía los ojos pequeños y muy juntos, la nariz rota y un pico de pelo sobre la frente, entre las entradas, tan afilado como una punta de lanza. La viruela le había destrozado la cara, y la barba que se había dejado crecer para ocultar las cicatrices era rala y estaba desaseada.

—¡Sam el Mortífero! —fue su saludo—. ¿Seguro que apuñalaste a uno de los Otros y no al muñeco de nieve de cualquier chiquillo?

«Mal empezamos.»

—Lo que lo mató fue el vidriagón, mi señor —explicó Sam sin energía.

—Claro, no me cabe duda. Bueno, dime qué quieres, Mortífero. ¿Te ha enviado el maestre a verme?

—Eh… —Sam tragó saliva—. Acabo de estar con él, mi señor.

No era ninguna mentira, pero si Pyke la interpretaba mal se sentiría más inclinado a escucharlo. Respiró hondo y empezó a formular la súplica. Pyke lo interrumpió antes de que dijera veinte palabras.

—Quieres que me arrodille y bese el dobladillo de esa capa tan bonita que tiene Mallister, ¿no? Debería habérmelo imaginado. Los nobles de pacotilla formáis rebaños, como las ovejas. Bueno, pues haz el favor de decirle a Aemon que te ha hecho malgastar saliva, y a mí, tiempo. Si alguien debe retirarse es Mallister. Es demasiado viejo para el cargo, ¿por qué no se lo dices? Si lo elegimos a él, antes de un año estaremos reunidos aquí de nuevo, eligiendo a otro.

—Es anciano —accedió Sam—, pero tiene mucha experiencia.

—Sí, experiencia en sentarse en su torre y mirar mapas. ¿Qué planes tiene, escribir cartas a los espectros? Es un caballero, no hay duda, pero no es un luchador, y me la pela a quién derribase de un caballo en cualquier torneo de hace cincuenta años. El que peleaba en su lugar era el Mediamano, eso lo puede ver hasta un viejo ciego. Y con esta mierda de rey pegado a nosotros, necesitamos un luchador más que nunca. Hoy Su Alteza no quiere más que ruinas y campos yermos, no hay duda, pero ¿qué querrá mañana? ¿Crees que Mallister tiene agallas para enfrentarse a Stannis Baratheon y a esa puta roja? —Soltó una carcajada—. A mí me parece que no.

—Entonces, ¿no le daréis vuestro apoyo? —preguntó Sam, decepcionado.

—¿Quién eres, Sam el Mortífero o Dick el Sordo? No, no le voy a dar mi apoyo. —Pyke lo señaló con el dedo—. A ver si te enteras bien, chico. No quiero ese puesto de mierda, no lo he querido nunca. Cuando mejor lucho es cuando tengo una cubierta de barco bajo los pies, no un caballo entre las piernas, y el Castillo Negro está demasiado lejos del mar. Pero que me metan por el culo una espada al rojo si permito que la Guardia de la Noche quede a las órdenes de ese presuntuoso de la Torre Sombría. Anda, corre a contarle al viejo lo que te he dicho. —Se levantó—. Fuera de mi vista.

Sam tuvo que hacer acopio de todo el valor que le quedaba para formular otra pregunta.

—¿Q-qué pasaría si fuera otro? ¿Daríais vuestro apoyo a un tercero?

—¿A quién, a Bowen Marsh? Sólo vale para contar cucharas. Othell sigue órdenes, hace lo que le dicen y lo hace bien, pero nada más. Slynt… Bueno, sus hombres lo aprecian, eso sí, y casi valdría la pena apoyarlo para ver si Stannis vomita, pero no. Tiene demasiado de Desembarco del Rey. A un sapo le salen alas y ya cree que es un dragón. —Pyke se echó a reír—. Así pues, ¿quién nos queda? ¿Hobb? Bueno, sí, lo podríamos elegir, pero entonces, ¿quién nos haría el guiso de carnero, Mortífero? Tienes pinta de gustarte el guiso de carnero.

No había más que decir. Sam, derrotado, apenas si pudo tartamudear una despedida cortés antes de retirarse.

«Me saldrá mejor con Ser Denys —trató de convencerse mientras recorría el castillo. Denys era un caballero, de noble cuna y conversación culta, y había tratado a Sam con suma cortesía cuando se lo encontró con Elí en el camino—. Ser Denys me escuchará, me tiene que escuchar.»

El comandante de la Torre Sombría había nacido bajo la Torre Retumbante de Varamar, y parecía un Mallister de los pies a la cabeza. El cuello de su jubón de terciopelo negro era de marta cibelina, al igual que los puños de las mangas. Un águila de plata clavaba las garras en los pliegues de su capa. Tenía la barba blanca como la nieve, estaba casi calvo y sí, unas arrugas profundas le surcaban el rostro. Pero al moverse aún conservaba la elegancia, también tenía todos los dientes y los años no habían nublado sus ojos azul grisáceo ni sus modales corteses.

—Mi señor de Tarly —dijo cuando su mayordomo guió a Sam hasta la Lanza, donde se alojaban los hombres de la Torre Sombría—. Me alegra ver que os habéis recuperado de vuestra dura experiencia. ¿Me permitís que os ofrezca una copa de vino? Si mal no recuerdo, vuestra señora madre es una Florent. Alguna ocasión tendremos para que os hable del día en que descabalgué a vuestros dos abuelos en el mismo duelo. Pero no será hoy. Sé que tenemos problemas más acuciantes. Sin duda venís de parte del maestre Aemon. ¿Quiere ofrecerme algún consejo?

Sam bebió un sorbo de vino y trató de elegir las palabras con cuidado.

—La cadena y el juramento de un maestre… En fin, no sería correcto que se dijera que ha influido en la elección del Lord Comandante…

—Y por eso no ha venido a verme en persona. —El anciano caballero sonrió—. Sí, Samwell, lo entiendo. Tanto Aemon como yo tenemos muchos años y mucha experiencia en estos asuntos. Decidme lo que me tengáis que decir.

El vino era dulce, y a diferencia de Cotter Pyke, Ser Denys escuchó la súplica de Sam con toda cortesía. Pero, cuando terminó, el anciano caballero sacudió la cabeza.

—Estoy de acuerdo, sería un día triste para la historia de la Guardia si un rey llegara a nombrar al Lord Comandante. Y más este rey. Dudo que conserve la corona mucho tiempo. Pero lo cierto, Samwell, es que debería ser Pyke quien se retirase. Tengo más apoyos que él y estoy más preparado para el cargo.

—Así es —asintió Sam—, pero Cotter Pyke también puede ocupar el cargo. Se dice que ha demostrado a menudo su valor en la batalla. —No quería ofender a Ser Denys ensalzando a su rival, pero si no, ¿cómo lo iba a convencer para que se retirase?

—Muchos de mis hermanos han demostrado su valor en la batalla. Con eso no basta. Hay asuntos que no se pueden resolver con un hacha en la mano. Seguro que el maestre Aemon lo comprenderá, aunque ya sé que Cotter Pyke no. El Lord Comandante de la Guardia de la Noche es, ante todo, un señor. Tiene que estar en condiciones de tratar con otros señores… y con reyes. Tiene que ser un hombre digno de respeto. —Ser Denys se inclinó hacia delante—. Vos y yo somos hijos de grandes señores. Conocemos la importancia de la cuna, de la sangre, sabemos que no hay nada que sustituya al entrenamiento desde la infancia. Yo era escudero a los doce años, caballero a los dieciocho y campeón a los veintidós. He sido comandante de la Torre Sombría desde hace treinta y tres años. La sangre, la cuna y el entrenamiento me han capacitado para tratar con reyes. En cambio, Pyke… Bueno, ya lo visteis, preguntó si Su Alteza le tenía que limpiar el culo. Mirad, Samwell, no tengo por costumbre hablar mal de mis hermanos, pero seamos sinceros. Los hijos del hierro son una raza de piratas y ladrones, Cotter Pyke se dedicaba a violar y asesinar desde que era un niño. El maestre Harmune le tiene que leer y escribir las cartas, lleva años haciéndolo. No, por mucho que me disguste decepcionar al maestre Aemon, mi honor me impide hacerme a un lado para dejar paso a Pyke de Guardiaoriente.

—¿Os haríais a un lado si se tratara de otro? —En esta ocasión Sam estaba preparado—. ¿De un candidato más adecuado?

—No he deseado nunca este honor en sí —dijo Ser Denys tras meditar un instante—. En la última elección, me hice a un lado de buena gana cuando se presentó Lord Mormont, igual que hice con Lord Qorgyle en la elección anterior. Mientras la Guardia de la Noche quede en buenas manos, me doy por satisfecho. Pero Bowen Marsh no está a la altura de esta misión, igual que Othell Yarwyck. En cuanto al que se hace llamar señor de Harrenhal, no es más que el hijo de un carnicero ensalzado por los Lannister. No es de extrañar que sea tan sobornable y corrupto.

—Hay alguien más —barboteó Sam—. El Lord Comandante Mormont confiaba en él, igual que Donal Noye y Qhorin Mediamano. Aunque su cuna no es tan noble como la vuestra, su sangre es antigua. Nació y fue educado en un castillo, aprendió a manejar la espada y la lanza con un caballero, y las letras con un maestre de la Ciudadela. Su padre fue señor y su hermano es rey.

—Puede ser —dijo Ser Denys tras largo rato acariciándose la larga barba blanca—. Es muy joven, pero… puede ser. Mejor sería elegirme a mí, no te quepa duda. Sería lo más inteligente.

«Jon dijo que podía haber honor en una mentira si se contaba por una buena causa.»

—Si no elegimos a un Lord Comandante esta noche, el rey Stannis nos impondrá a Cotter Pyke —susurró Sam—. Se lo dijo esta mañana al maestre Aemon después de haceros salir a los demás.

—Ya veo. —Ser Denys se levantó—. Tengo que meditar sobre lo que me habéis contado, Samwell. Transmitid mi gratitud también al maestre Aemon.

Cuando salió de la Lanza, Sam estaba temblando.

«¿Qué he hecho —pensó—. ¿Qué he dicho? —Si descubrían que había mentido, le harían…—. ¿Qué? ¿Enviarme al Muro? ¿Arrancarme las entrañas? ¿Transformarme en un espectro?» De repente, todo le pareció absurdo. ¿Cómo era posible que hubiera tenido tanto miedo de Cotter Pyke y de Ser Denys Mallister, cuando había visto cómo un cuervo devoraba la cara de Paul el Pequeño?

A Pyke no le hizo gracia verlo de vuelta.

—¿Otra vez tú? Date prisa, empiezas a molestarme.

—Sólo será un momento —le prometió Sam—. Dijisteis que no os retiraríais ante Ser Denys, pero sí ante otro.

—¿De quién se trata esta vez, Mortífero? ¿De ti?

—No. De un luchador. Donal Noye lo puso al mando del Muro cuando llegaron los salvajes y fue el escudero del Viejo Oso. Su único inconveniente es que nació bastardo.

—¡Por todos los infiernos! —Cotter Pyke se echó a reír—. Eso le metería una lanza por el culo a Mallister, ¿eh? Casi valdría la pena sólo por eso. Y el chico no lo haría mal. —Bufó, despectivo—. Por supuesto, yo lo haría mucho mejor, eso lo sabe cualquier idiota.

—Cualquier idiota —asintió Sam—. Hasta yo. Pero… Bueno, no sé, no debería decíroslo… pero el rey Stannis tiene intención de imponernos a Ser Denys si no elegimos a un lord comandante esta noche. Se lo dijo esta mañana al maestre Aemon, después de haceros salir a los demás.

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