Sábado, 20 de marzo. 10:20 h
Krankenhaus Mariahilf, Heimfeld, Hamburgo
El resplandeciente sol de primavera, que atravesaba el gran ventanal de manera oblicua, dividía descarnadamente el pabellón del hospital en ángulos de luz y sombra. El hijo había levantado las cortinas, permitiendo que el sol brillara sin piedad sobre el rostro indefenso de su madre.
– Ya está, mutti. Así está mejor, ¿verdad?
Volvió hacia la cama y acercó la silla antes de sentarse. Se inclinó hacia delante en su postura habitual de devoción y solicitud. Con un gesto que parecía gentil y considerado pero que escondía una intención malévola, le puso la mano sobre la frente, llevándola, con una suavidad exquisita, hacia el nacimiento del cabello, y tirando de los párpados pesados e insensibles para abrirlos y dejar que todo el resplandor del sol ardiera en los pálidos ojos de la anciana.
– Anoche salí a jugar de nuevo, mutti. Dos esta vez'. Les corté la garganta. Me ocupé de él primero. Luego ella suplicó por su vida. Suplicó y suplicó. Era tan divertido, mutti. No de-jaba de decir «oh no, oh no…». Entonces le clavé el cuchillo. En la garganta, también. Se la abrí en canal y ella se calló.
El hombre lanzó una pequeña carcajada. Dejó que la mano se le deslizara por las cejas de la anciana y sus dedos trazaron los frágiles ángulos de su mejilla y recorrieron su cuello delgado y arrugado. Inclinó la cabeza hacia un lado, con una expresión nostálgica en el rostro. Luego quitó la mano de repente y se acomodó en la silla.
– ¿Recuerdas, mutti, cuando me castigabas? ¿Cuando yo era pequeño? ¿ Recuerdas que, como castigo, me obligabas a recitar esas historias una y otra vez? Y si me equivocaba aunque sólo fuera con una palabra, me pegabas con ese bastón que tenías. El que trajiste de aquella excursión de senderismo que hicimos en Baviera. ¿Recuerdas cómo te asustaste esa vez que me golpeaste con tanta fuerza que me desmayé? Me enseñaste que yo era un pecador. Un pecador indigno… Así era cómo me llamabas, ¿ lo recuerdas? -Hizo una pausa, casi como si esperara la respuesta que ella era incapaz de darle. Luego continuó-: Y siempre me obligabas a recitar esas historias. Yo me pasaba muchísimo tiempo memorizándolas. Las leía una y otra vez, las leía hasta que las letras y las palabras se confundían en mis ojos, tratando de asegurarme de que no olvidara o cambiara de lugar ninguna palabra. Pero siempre me equivocaba, ¿verdad? Siempre te daba una excusa para golpearme. -Suspiró, miró el día resplandeciente al otro lado de la ventana y luego sus ojos volvieron a fijarse en la anciana-. Pronto, muy pronto, llegará la hora en que volverás a casa conmigo, madre.
Se puso en pie, se inclinó sobre ella y la besó en la frente.
– Y todavía conservo el bastón…