Miércoles, 24 de marzo. 13:10 h
Buxtehude, Baja Sajonia
Fabel y Werner tardaron poco más de media hora para llegar en coche a Buxtehude. El cielo se había despejado y bañaba con una luz dura la pequeña ciudad, pero había un viento fuerte que golpeó y tironeó del impermeable de Fabel cuando se bajaron del coche y entraron en un pequeño restaurante de Westfleth, en el Altstadt de Buxtehude. La ciudad parecía un pequeño pueblo holandés que, de alguna manera, se había desplazado hacia el este hasta casi chocar con Hamburgo. El río Este se dividía en los afluentes Ostviver y el Westviver cuando atravesaba el centro de la ciudad, donde a su vez se subdividía en canales cruzados por media docena de puentes de estilo holandés. Incluso el edificio del restaurante parecía haberse encogido para caber entre sus vecinos, y Fabel supuso que llevaba dos siglos en ese lugar, con vista a los canales y puentes.
Cuando entraron en la ciudad, otra característica de Buxtehude le resultó familiar a Fabel: hasta los nombres de calles como Gebrüder-Grimm-Weg, Rotkäpchenweg y Dornröschenweg -calle de los Hermanos Grimm, calle de la Caperucita Roja y calle de la Bella Durmiente- parecían conspirar para recordarle las oscuras connotaciones que acechaban en las sombras de esta investigación. Cada vez que Fabel oía alguna mención a los hermanos Grimm imaginaba a Jakob como el carácter ficcionalizado del libro de Weiss, y la respetada e influyente figura histórica quedaba desplazada por el monstruo pedante de la ficción. Al parecer, las teorías de Weiss funcionaban.
Se sentaron junto a la ventana y contemplaron el canal Fleth Haven, bordeado de árboles y vallas blancas, y, más allá, el Ostfleth. Había un pequeño carguero fluvial del siglo XIX que había funcionado a vela y que ahora estaba anclado para su exhibición, con gallardetes multicolores que se agitaban y golpeaban en la fuerte brisa. Fabel echó un vistazo al menú y pidió una ensalada de atún y agua mineral. Werner, por el contrario, lo estudió minuciosamente antes de pedir una Schweineschnitzel y una jarra de café. Fabel pensó con una sonrisa que ese pequeño acto de meticulosidad ilustraba claramente las diferencias que había entre ambos. Como policías. Como personas. Como amigos.
– Estoy leyendo un libro -le dijo Fabel a Werner sin apartar la mirada de la ventana, observando cómo el viento agitaba al viejo velero, igual que en los tiempos en que había formado parte de la flota Ewer, transportando té, harina y madera por las vías fluviales del norte de Alemania-. De un tal Gerhard Weiss. Se llama Die Märchenstrasse. Trata de Jakob Grimm, bueno, en realidad no, sino sobre asesinatos basados en los cuentos de hadas de Grimm.
– Mierda. ¿Hay alguna conexión con nuestro caso?
Fabel se apartó de la ventana.
– No lo sé. Pero es demasiado sugestivo como para que se trate de una coincidencia, ¿verdad?
– Pienso lo mismo. -Werner dejó la taza de café sobre la mesa y frunció el ceño-. ¿Por qué no lo mencionaste antes?
– No empecé a leerlo hasta anoche. Y me enteré de la existencia del libro sólo por casualidad, como algo apenas relacionado con todo esto. Pero ahora que he empezado a leerlo…
La expresión de Werner daba a entender que Fabel había soltado una pelota fácil.
– Hay que investigarlo, si quieres mi opinión. Por lo que sabemos, nuestro asesino podría estar basándose en ese libro en lugar de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm, las Sagas alemanas y todas las otras compilaciones de los Grimm.
– ¿Un asesino en serie usando una obra de referencia? -Había un tono amargo en la risa de Fabel-. Supongo que es posible.
– Jan, ya sabes que tendremos que investigar al autor de ese libro, ese tal…
– Weiss -completó Fabel. Se dio la vuelta y volvió a mirar la embarcación. Ese tipo de buques habían recorrido los ríos y canales, transportando sus mercaderías, desde antes de que Jakob y Wilhem Grimm viajaran por toda Alemania recopilando relatos, mitos y leyendas. Y, antes que ellos, otras embarcaciones habían navegado por esas mismas vías y habían trasladado mercancías cuando aquellos relatos, mitos y leyendas se habían contado por primera vez. Una tierra antigua. Una tierra antigua y el corazón de Europa; así era como su padre había definido Alemania cuando Fabel era un niño. Un lugar donde las cosas se sentían de una manera más aguda, se experimentaban con una intensidad mayor que en cualquier otra parte-. Lo haré -dijo Fabel por fin.
El contraste con la residencia Schiller era fortísimo. La familia Grünn vivía en las afueras de Buxtehude, en un apartamento alquilado de un edificio de seis viviendas. El edificio, el terreno que lo rodeaba y el propio apartamento estaban limpios y cuidados. Pero cuando Fabel y Werner se reunieron con Herr y Frau Grünn y Lena, la hermana de dieciocho años de Hanna, en la sala, daba la impresión de que habían excedido la capacidad del lugar.
Pero el apartamento no era lo único que contrastaba con las circunstancias de la última entrevista de Fabel; a diferencia de Vera Schiller, allí la sensación de pérdida era directa e inmediata. Fabel no pudo evitar efectuar otra comparación, en este caso con los Ehlers, que creyeron que su hija desaparecida había sido hallada, muerta, sólo para descubrir que habían sido víctimas de una broma de una crueldad intolerable. A diferencia de los Ehlers, la familia Grünn por lo menos podía experimentar la liberación que trae una pena intensa. Tendrían un cuerpo para enterrar.
Erik Grünn era un hombre corpulento y fornido con una mata de pelo rubio ceniza que no había raleado en sus cincuenta y dos años. Había insinuaciones de la belleza de Hanna Grünn tanto en su esposa, Anja, como en su otra hija, pero en menor proporción. Los tres respondieron a las preguntas de los detectives con una cortesía tensa. Estaba claro que los Grünn estaban dispuestos a colaborar, pero también estaba claro que la entrevista no daría muchos frutos. Hanna no les había hablado mucho de su vida en Hamburgo, más allá de sus esperanzas de conseguir un contrato como modelo en poco tiempo. Les había dicho que, hasta entonces, le iba bien en la Backstube Albertus y esperaba obtener un ascenso pronto. Fabel, por supuesto, sabía que eso era falso, por lo que le había comentado Biedermeyer, el superior inmediato de Hanna en la panifica-dora. Era evidente que Hanna había mantenido el contacto con su familia, pero que ese contacto había sido limitado y que ella se había reservado muchos detalles sobre lo que ocurría en su vida. Fabel se sintió culpable, casi incómodo, cuando explicó las circunstancias de la muerte de Hanna: que tenía un romance con su jefe y que éste había sido la otra víctima. Midió sus reacciones. La impresión de Frau Grünn era genuina, así como la oscura vergüenza que nubló el rostro de Herr Grünn. Lena se limitó a mirar el suelo.
– ¿Saben algo de otros novios? ¿Había alguien especial? -Apenas Fabel hizo la pregunta percibió una tensión entre los tres.
– Nadie especial. -La respuesta de Herr Grünn llegó demasiado rápido-. Hanna tenía de dónde escoger. No le interesaba tener una relación seria con nadie.
– ¿Y Herr Schiller? ¿Alguna vez Hanna les mencionó su relación con él?
Fue Frau Grünn quien contestó.
– Herr Fabel, quiero que sepa que no educamos a nuestra hija para… para implicarse con hombres casados.
– De modo que Hanna no lo había comentado con ustedes.
– No se había atrevido -dijo Herr Grünn. Fabel se dio cuenta de que, incluso en su muerte, Hanna había provocado la oscura ira de su padre. Se preguntó cuan oscura habría sido esa ira cuando Hanna era una niña, y cuánto había tenido que ver con el hecho de que ella redujera tanto el contacto con su familia.
Cuando estaban marchándose, Fabel y Werner volvieron a expresar sus condolencias. Lena les dijo a sus padres que acompañaría a los policías hasta la salida. En vez de despedirse de ellos en la puerta, Lena los guió en silencio por la escalera comunitaria del edificio de apartamentos. Se detuvo en el vestíbulo y habló con una voz baja, casi de complicidad.
– Mutti y papi no lo saben, pero Hanna había estado con alguien. No el jefe… otra persona antes.
– ¿Esa persona tenía una motocicleta? -preguntó Fabel. Lena pareció ligeramente desconcertada.
– Sí… sí, la verdad. ¿Saben algo de él?
– ¿Cómo se llama, Lena?
– Olsen. Peter Olsen. Vive en Wilhelmsburg. Es mecánico de motos. Creo que tiene su propio taller. -Los ojos azules de Lena se oscurecieron-. A Hanna le gustaba que sus hombres tuvieran dinero para gastarlo en ella. Pero tengo la impresión de que lo de Peter era temporal. A Hanna le interesaba el dinero. No las manos llenas de grasa.
– ¿Llegaste a conocerlo?
Lena negó con la cabeza.
– Pero ella me hablaba de él por teléfono. Los viernes por la noche mutti y papi salen. Ella me llamaba en ese momento y me contaba toda clase de cosas.
– ¿Mencionó a Markus Schiller alguna vez? -preguntó Werner-. ¿O a su esposa, Vera Schiller?
Hubo un sonido en lo alto de la escalera, como el de una puerta al abrirse, y Lena lanzó una mirada nerviosa hacia arriba.
– No, no podría decirlo. No directamente. Hanna me contó que había encontrado a alguien nuevo… pero no quiso decirme nada más. Nunca se me ocurrió que pudiera ser su jefe. Pero sí sé que le preocupaba que Peter se enterase. Lo siento, les he dicho todo lo que sé. Me pareció que ustedes deberían saber lo de Peter.
– Gracias Lena. -Fabel le sonrió. Era una chica bonita y brillante de dieciocho años que cargaría con las cicatrices de esta experiencia durante toda su vida. Profundas, ocultas, pero siempre presentes-. Realmente nos has sido de gran ayuda.
Lena estaba a punto de volver hacia la escalera cuando se detuvo.
– Otra cosa, Herr Hauptkommissar. Me parece que Peter era violento. Creo que por eso a ella le preocupaba que él pudiera enterarse.