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Miércoles, 14 de abril. 21:30 h

Eppendorf, Hamburgo


Fabel no tuvo que buscar el apartamento de Heinz Schnauber. Conocía muy bien Eppendorf; el Institut für Rechtsmedizin estaba ubicado en la Universitätklinikum Hamburg-Eppendorf, y el apartamento de Schnauber se encontraba en uno de los elegantes Wohnhäuser del siglo XIX sobre la Eppendorfer Landstrasse, una calle con mucha clase.

Schnauber estaba esperándolo; aun así, Fabel exhibió su placa ovalada de la KriPo y su carnet identificatorio cuando abrió la puerta. Tendría alrededor de cincuenta y cinco años, no era demasiado alto, y era delgado sin ser escuálido. Hizo pasar a Fabel a un elegante salón. Los muebles hacían juego con el período del edificio, pero eran infinitamente más cómodos que los que había visto en la mansión de Vera Schiller en Hausbruch. Fabel nunca sabía cómo comportarse con los hombres homosexuales. Le gustaba verse a sí mismo como un tipo sofisticado, moderno y racional, y por otra parte, no tenía nada contra los gay, pero su luterana educación frisona lo volvía torpe e incómodo en su compañía. Su propio provincianismo estaba irritándolo cada vez más, especialmente cuando notó la leve sorpresa que le había causado el hecho de que Schnauber fuera perfectamente masculino en sus modales y en su manera de hablar. Algo que sí percibió Fabel fue el intenso dolor que aparecía en los ojos de Schnauber cuando hablaba de Laura von Klostertadt. Más allá de si Schnauber era gay o no, estaba claro que amaba a Laura. Con un amor casi paternal.

– Ella era mi princesa -explicó Schnauber-. Así la llamaba yo: «mi princesita rota». Puedo decir honestamente que era lo más cerca a una hija que he tenido.

– ¿Por qué «rota»?

Schnauber sonrió con amargura.

– Estoy seguro de que usted se encuentra con toda clase de familias disfuncionales, Herr Kriminalhauptkommissar. En su trabajo, quiero decir. Padres drogadictos, niños delincuentes, malos tratos, esa clase de cosas. Pero hay familias muy diestras en ocultar esa disfuncionalidad. Tienen los trapos sucios muy bien guardados en los armarios. Bueno, cuando se tiene tanto dinero e influencia como los Von Klostertadt, uno puede comprarse muchos armarios.

Schnauber se sentó en el sofá e invitó a Fabel a que se sentara en un gran sillón de respaldo alto y tapizado de cuero.

– Quería preguntarle por la fiesta -dijo Fabel-. Me refiero a la fiesta de cumpleaños de Fräulein Von Klostertadt. ¿Pasó algo fuera de lo común? ¿Se coló alguien?

Schnauber se echó a reír.

– No se cuela nadie en mis fiestas, Herr Fabel -dijo, enfatizando el «no»-. Y no; por lo que sé, no ocurrió nada desagradable ni fuera de lo común. Estaba la previsible frialdad entre Laura y su madre. Y Hubert, como siempre, se comportó como la mierdita altanera que es. Pero, salvo por esos detalles, la fiesta salió como un sueño. Vinieron un grupo de americanos, de una exclusiva compañía de ropa náutica de Nueva Inglaterra. Estaban interesados en contratar a Laura como su «rostro». A los yanquis les encanta su aspecto de aristócrata europea. -La tristeza en la expresión de Schnauber se hizo más profunda-. Pobre Laura, cada fiesta de cumpleaños que tuvo de niña estaba organizada para que concordara la agenda social de su madre. Luego, de adulta, eran excusas para promocionarla ante clientes potenciales. Yo me sentía muy mal al respecto. Pero mi trabajo, como agente, era promocionarla lo más amplia y eficazmente que pudiera. -Sus ojos se cruzaron con los de Fabel. Había firmeza en la mirada, como si para él fuera importante que Fabel le creyera-. Hacía todo lo que podía para que esas fiestas fueran más que eventos promocionales de gente bien vestida, ¿sabe? Le compraba pequeños regalos sorpresa para su cumpleaños, le mandaba hacer una tarta especial, esa clase de cosas. Realmente intentaba que ella lo pasara bien.

– Me hago cargo, Herr Schnauber. Entiendo. -Fabel sonrió. Le dejó a Schnauber un momento a solas con sus pensamientos antes de hacer la siguiente pregunta-. Usted dice que los Von Klostertadt tienen un montón de trapos sucios en el armario. ¿Qué clase de trapos? ¿Ocurre algo malo en la familia de Laura?

Schnauber se acercó al aparador de las bebidas y se sirvió un whisky de malta en una cantidad que a Fabel le pareció excesiva. Inclinó la botella en dirección de Fabel.

– No, gracias… Estoy de servicio.

Schnauber volvió a sentarse y bebió una considerable porción de la exagerada medida de escocés que se había servido.

– ¿Ha conocido usted a los padres? ¿Ya Hubert?

– Sí -dijo Fabel-. Los he visto.

– El padre es un capullo. Es tan pobre en cerebro como rico en dinero. Y es indiscreto. Lleva quince años follándose a la mayor parte de las secretarias de Hamburgo. De todas formas le aseguro que puedo entenderlo cuando miro a Margarethe, su esposa.

Fabel parecía confundido.

– Yo habría dicho que es una mujer muy atractiva. Que sin duda fue una belleza en su época, así como Laura lo fue en la suya.

Schnauber le dedicó una sonrisa de complicidad.

– Hay veces, la mayor parte del tiempo, en realidad, en que me alegro mucho de ser gay. Para empezar, me hace inmune a la hechicería de Margarethe. Pero puedo ver que a usted ya lo ha hechizado, Herr Fabel. No crea ni durante un minuto que la química sexual que exuda Margarethe hace que sea satisfactorio follar con ella. Uno no puede follársela si no tiene cojones y durante toda su vida Margarethe se ha especializado en capar a hombres. Yo creo que es por eso que el padre de Laura mete la polla en cualquier lado apenas se le presenta la oportunidad. Sólo para comprobar que aún sigue allí. -Dio otro trago y vació el vaso-. Pero no es ésa la razón por la que odio a Margarethe von Klostertadt. La razón por la que la desprecio es por la forma en que trató a Laura. Al parecer la encerraba y le negaba todo: amor, afecto, las mil cosas pequeñas que unen a una madre con su hija.

Fabel asintió mientras reflexionaba. Nada de esto le servía directamente para la investigación, pero el whisky y la pena habían dejado al descubierto la furia de Schnauber por una muerte injusta que evidentemente había puesto fin a una vida injusta e infeliz. La habitación vacía y la vista vacía desde la sala de la piscina comenzaban a cobrar sentido. Schnauber se levantó, volvió al aparador y se sirvió otro whisky. Hizo una pausa durante un momento, con la botella suspendida en una mano, el vaso en la otra, y miró por la ventana, a lo largo de la Eppendorfer Landstrasse.

– A veces detesto esta ciudad. A veces detesto ser un maldito alemán del norte, con todos estos traumas reprimidos y estos complejos de culpa. La culpa es una cosa terrible, realmente terrible, ¿no cree?

– Supongo que sí-dijo Fabel. Schnauber tenía una expresión que Fabel había visto muchas veces en su carrera; esa vacilante indecisión de alguien que no sabe si revelar una confidencia. Fabel dejó que el silencio se extendiera, permitiendo que Schnauber se tomara el tiempo de decidirse.

Schnauber se apartó de la ventana y se enfrentó a Fabel.

– Usted debe de verlo todo el tiempo, supongo. Como policía, quiero decir. Apuesto que hay personas que cometen los crímenes más terribles, asesinatos, violaciones, abusos a menores, y que aun así no tienen ningún sentido de culpa.

– Por desgracia, sí, hay personas así.

– Eso es lo que me enfurece: que sin el sentido de culpa no haya castigo. Como algunos de esos viejos bastardos nazis que se niegan a ver nada malo en lo que hicieron, mientras que la siguiente generación está traumatizada por la culpa de algo que ocurrió antes de que ellos nacieran. Pero también está el otro lado de la moneda. -Schnauber volvió a sentarse en el sofá-. Esos que hacen cosas que la mayoría de nosotros consideraríamos pecados veniales, triviales inclusive, pero a quienes la culpa los persigue por el resto de sus vidas.

Fabel se inclinó hacia delante en la silla.

– ¿Laura se sentía perseguida?

– Por uno de los muchos trapos sucios de los armarios de los Von Klostertadt, sí. Un aborto. Hace muchos años. Ella misma era poco más que una niña. Nadie lo sabe. El secreto está más protegido que la Cancillería Federal. Margarethe se encargó de todo y se aseguró de que fuera así. Pero Laura me lo contó. Esperó muchos años para hacerlo, y cuando lo hizo se rompió su pequeño corazón.

– ¿Quién era el padre del niño?

– Nadie. Ése fue su pecado, ser un don nadie. De modo que Margarethe se aseguró de que desapareciera del cuadro. Eso, más que nada, es la razón por la que la llamo «mi princesa rota». Un procedimiento quirúrgico de una hora y culpa para toda la vida. -Schnauber bebió otro trago. Sus ojos enrojecieron como si hubiera recibido un golpe, pero no a causa del whisky-. ¿Sabe que es lo que más me entristece, Herr Kriminalhauptkommissar? Que, cuando este monstruo asesinó a Laura, lo más probable es que ella creyera que se lo tenía merecido.

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