Miércoles, 21 de abril, 9:45 h
InstItut für Rechtsmedizin, Eppendorf, Hamburgo
Fabel odiaba el depósito de cadáveres.
Detestaba estar presente en las autopsias. No era tanto la natural repulsión física por la sangre y las vísceras, aunque eso también lo afectaba, revolviéndole una zona entre el pecho y el estómago y produciéndole náuseas; era más lo inexplicable de que un ser humano, el centro de un universo propio, vasto y complejo, de pronto se convirtiera en una determinada cantidad de carne. Era lo inanimado de los muertos, la repentina, total e irrevocable destrucción de la personalidad, lo que odiaba tener que afrontar. En cada caso de homicidio, Fabel trataba de mantener algo de la víctima vivo en su cabeza, como si él o ella todavía estuvieran con vida pero en una habitación lejana. Las veía como personas que habían sido injustamente maltratadas y él intentaba repararlo, como si se tratara de una deuda con los vivos. Incluso cuando visitaba los escenarios de los crímenes, o examinaba fotografías de las heridas fatales, esa sensación de que estaba tratando con una persona no disminuía. Pero, para Fabel, ver los contenidos del estómago de alguien vertidos como una sopa en una bandeja para luego pesarlos transformaba a esa persona en un cadáver.
Möller estaba en plena forma. Cuando Fabel entró en la sala de análisis post mortem, el patólogo lo contempló con su estudiada expresión desdeñosa. Todavía llevaba puesto su mono azul para autopsias y la bata desechable de color gris claro tenía manchas de sangre. La mesa de acero inoxidable para las autopsias estaba vacía y Möller, con una actitud casi indiferente, estaba limpiándola con una manguera que tenía adosada una cabeza de aspersión. Pero había algo en el aire. Fabel había descubierto mucho tiempo antes que los muertos no acosan con su espíritu, sino con sus olores. Estaba claro que Möller apenas acababa de poner fin a su viaje a través de la masa y la materia de lo que una vez había sido un ser humano llamado Bernd Ungerer.
– Interesante -dijo el patólogo, observando cómo el agua formaba remolinos rosados empujando los restos de sangre hacia el desagüe-. Muy interesante, éste.
– ¿En qué sentido? -preguntó Fabel.
– Los ojos fueron arrancados después de la muerte. La causa del deceso fue una sola puñalada en el pecho. Un estilo muy clásico, a decir verdad: debajo del esternón, en un ángulo ascendente, y directo al corazón. El caballero en cuestión giró el cuchillo casi cuarenta y cinco grados en el sentido de las agujas del reloj. Eso destruyó el corazón y la víctima debió de morir en cuestión de segundos. Al menos no sufrió mucho y no supo que le quitaron los ojos. Lo que, por cierto, se hizo manualmente. No hay señales de que se utilizara ningún instrumento. -Möller cerró la manguera y se apoyó en el borde de la mesa-. No había heridas defensivas. Ninguna. Ni moretones, ni cortes en las manos o antebrazos, como tampoco señales de traumatismos. Nada que indique que se produjo alguna clase de lucha antes de la muerte.
– Lo que significa que la víctima fue tomada totalmente por sorpresa, o que conocía al asesino, o ambas cosas.
Möller volvió a enderezarse.
– Ése es su campo, Herr Hauptkommissar. Yo informo de los hechos, usted extrae las conclusiones. Pero hay unas cuantas cosas más en este caballero que tal vez le resulten interesantes.
– ¿ Sí? -Fabel sonrió pacientemente, resistiéndose a la tentación de decirle a
Möller que fuera al grano de una vez.
– Para empezar, Herr Ungerer había encanecido prematuramente y se teñía el pelo para oscurecerlo; a diferencia de nuestro querido ex canciller, desde luego. Pero es lo que he encontrado debajo del cuero cabelludo lo que más me interesa. El asesino no tronchó la vida de Herr Ungerer. Simplemente se adelantó unos meses a la parca.
– ¿Ungerer estaba enfermo?
– Terminal. Pero es muy posible que no lo supiera. Tenía un gran glioma en el cerebro. Un tumor. Su tamaño sugiere que venía creciendo desde hacía bastante tiempo y su ubicación me hace pensar que los síntomas podrían haber llevado a confusión.
– ¿Puede decirme si estaba sometido a algún tratamiento?
– No, por lo que puedo ver. No hay ninguna evidencia de tratamiento anticancerígeno en el sistema, ni tampoco de cortisona, que suele prescribirse en estos casos para aliviar la inflamación del tejido cerebral. Lo más importante es que no hay señales de intervención quirúrgica, y ésa es la primera línea de defensa contra esta clase de tumores. Necesito hacer una histología completa del glioma, pero a mí me parece que es un astrocitoma: un tumor primario. Y debido a que era un tumor primario, no habría nada en ninguna otra parte del cuerpo que pudiera indicarle a su médico que había algún problema. En la mayoría de los casos los tumores cerebrales suelen presentarse como elementos secundarios de un cáncer en otra parte del cuerpo, pero no éste. Y, he aquí una idea bastante inquietante: él tenía la edad perfecta. Los hombres de mediana edad son los que tienen más probabilidades de desarrollar estos tumores primarios que son muy agresivos y de primer nivel.
– Pero seguramente tuvo algún síntoma, ¿no? ¿Dolores de cabeza?
– Es probable, pero no necesariamente. Los tumores cerebrales no tienen dónde ir. Esa es la única parte del cuerpo que está totalmente encerrada en hueso, de modo que cuando el tumor crece, también lo hace la presión dentro del cráneo y sobre el tejido cerebral sano. Puede provocar severos dolores de cabeza, que empeoran cuando uno se acuesta, pero no siempre. De todas maneras, como ya la he dicho, la posición del tumor de Herr Ungerer, a pesar de que crecía a un ritmo razonablemente rápido, era tal que el daño provocado aparecía gradualmente. Y eso significa que los síntomas pueden haber sido más sutiles.
– ¿Por ejemplo?
– Cambios de personalidad. Cambios conductales. Pudo haber perdido el sentido del olfato o, por el contrario, haber percibido repentinamente hedores punzantes que antes no estaban. Tal vez sintiera hormigueos a un lado del cuerpo, o náuseas frecuentes. O, a la inversa, otro síntoma frecuente es un vómito repentino sin náuseas previas.
Fabel reflexionó un momento sobre lo que Möller le había dicho. Recordó lo que Maria le había contado sobre su conversación con Frau Ungerer, la forma en que había descrito la alteración de la personalidad de su marido. Que su apetito sexual se había vuelto insaciable; que un marido fiel y cariñoso se había convertido en un viejo verde libidinoso y un adúltero en serie. Que le llamaban Barbazul. Cuando Fabel oyó eso último, junto con la descripción que había hecho Maria del sótano «prohibido» y el arcón que allí se ocultaba, sintió que se le formaban cristales de hielo en las venas. Otra conexión con un cuento de hadas, sólo que «Barbazul» era un relato de Perrault, francés, aunque sí tenía un equivalente alemán en un cuento de los hermanos Grimm, «El pájaro emplumado». El asesino conocía a Ungerer. O, al menos, lo conocía lo suficiente como para considerarlo un candidato perfecto que encajaba con su demente temática basada en los cuentos de los Grimm.
– ¿Esos síntomas podrían haberse manifestado en el comportamiento sexual de la víctima? -preguntó a Möller, antes de resumirle lo que conocían sobre los dramáticos cambios que había experimentado Ungerer.
– Es posible -dijo Möller-. Si hubo una alteración tan dramática como la que usted ha descrito, entonces yo diría que no es una coincidencia, sino casi seguro una consecuencia del tumor. Por lo general, creemos que el sexo es algo físico. No lo es. En el animal humano, todo está aquí arriba. -Möller se golpeó la sien con el dedo índice-. Si la estructura o la química del cerebro sufren alguna modificación, y es muy probable que este tumor modificara ambas cosas, se producen toda clase de cambios de personalidad y conductales. De modo que sí, es totalmente posible que ese tumor convirtiera a este hombre sexualmente moral, casado y orientado hacia la familia en un lobo libidinoso.
Mientras Fabel volvía al Präsidium, el sol de abril brillaba alegremente sobre Hamburgo. La ciudad se veía luminosa, renovada y dispuesta a recibir el inminente verano. Pero Fabel no veía nada de eso. De lo único que tenía conciencia era de la presencia oscura y amenazadora de un psicópata que mataba y mutilaba en busca de una especie de retorcida verdad literaria o cultural. Estaba cerca. Tan cerca que casi podía olerlo.