Lunes, 19 de abril. 11:00 h
Altes Land, sudoeste de Hamburgo
Fabel esperó.
Estaba empezando a tener esa sensación, casi como de borrachera, que experimentaba cuando dormía muy poco. Le habría venido bien no tener que conducir tan temprano desde Norddeich hasta Hamburgo. Susanne había decidido quedarse con Gabi y su madre, aprovechando al máximo los dos días que le quedaban hasta el miércoles, cuando regresaría por tren.
El asesino estaba ocupando todos sus recursos. Ya tenían tantos homicidios paralelos, tantas evidencias forenses para procesar y entrevistas que realizar que Fabel había delegado en Maria el control total de la investigación del caso de Ungerer. No era una decisión con la que se sintiera cómodo. Valoraba a Maria por encima de todos los otros miembros de su equipo, tal vez incluso por encima de Werner. Era una mujer de una inteligencia sorprendente que tenía, por un lado, un enfoque metódico, con un buen ojo para los detalles, y por el otro podía actuar con gran velocidad. Pero aún no estaba convencido de que estuviera lista. Físicamente, lo estaba. Incluso le habían dado un certificado de alta psicológica. Oficialmente. Pero Fabel veía algo en los ojos de Maria que antes no había visto. No podía especificar qué era, pero le preocupaba.
Por el momento, sin embargo, por desgracia no tenía alternativa que asignar el caso de Ungerer a Maria. Sentía que estaba haciendo muchas concesiones: había hecho que Anna se reincorporase a la actividad, incluso a pesar de que ella ya no podía ocultar las muecas de dolor si algo le rozaba el muslo lastimado; había puesto a Hermann a trabajar a tiempo completo en la Mordkommission, a pesar de que él no había hecho un adiestramiento completo como KriPo; y había tenido que incorporar a dos miembros del SoKo, el departamento de delitos sexuales, para apuntalar su equipo.
Fabel siguió esperando. Había dos cosas que podía haber previsto en su trayecto hasta la Altes Land: la primera era que los Von Klostertadt no eran de la clase de gente que abría su propia puerta; la segunda era que lo harían esperar. La última vez que había estado en esa casa, la crudeza de la muerte de Laura le había asegurado una audiencia inmediata. Esta vez, el mayordomo con un traje azul de ejecutivo que abrió la puerta lo hizo pasar a un vestíbulo en el que ya llevaba veinte minutos sentado. Su límite era media hora. Luego iría a buscarlos.
Margarethe von Klostertadt salió de la sala en la que Fabel había estado durante su última visita. Cerró la puerta al entrar; estaba claro que la entrevista tendría lugar en el vestíbulo. El se puso de pie y le estrechó la mano. Ella le dedicó una sonrisa de cortesía y le pidió disculpas por haberlo hecho esperar; tanto la sonrisa como la disculpa carecían de sinceridad. Frau Von Klostertadt llevaba un traje azul oscuro que enfatizaba su estrecha cintura. Los caros zapatos de tacón, color crema, le tensaban las pantorrillas, y una vez más Fabel tuvo que apartar de su mente la idea de que la encontraba muy atractiva sexualmente. Ella indicó con un gesto que se volviera a sentar y luego se sentó a su lado.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Kriminalhauptkommissar?
– Frau Von Klostertadt, he de ser franco con usted. Hay elementos de esta investigación que nos hacen creer que la muerte de su hija puede haber sido obra de un asesino en serie. Un psicópata. Alguien que ve las cosas desde una perspectiva distorsionada y perversa. Parte de esa perspectiva consiste en que algunos detalles de la vida de sus víctimas, cuestiones que a nosotros pueden parecemos remotas o insignificantes, adquieren un sentido especial.
Margarethe von Klostertadt enarcó una de sus perfectas cejas en un gesto de interrogación, pero Fabel no pudo detectar más que una cortesía paciente en sus ojos helados. Hizo una pausa mínima antes de continuar.
– Tengo que preguntarle sobre el embarazo y el posterior aborto de su hija, Frau Von Klostertadt.
La cortesía paciente desapareció de los ojos celestes, reemplazada por una tormenta ártica que empezó a formarse en lo profundo de ellos pero que, por el momento, no estalló.
– ¿Podría saber, Herr Kriminalhauptkomrnissar, que lo ha llevado a formular una pregunta tan ofensiva?
– ¿No niega usted que Laura abortara? -preguntó Fabel. Ella no respondió, sino que mantuvo su mirada fija en los ojos de él-. Escuche, Frau Von Klostertadt, estoy haciendo todos los esfuerzos para tratar estos asuntos con la mayor discreción posible, y sería mucho más fácil si usted fuera franca conmigo. Si me obliga, conseguiré toda clase de órdenes para entrometerme en todos los asuntos de su familia hasta que averigüe la verdad. Eso sería, en fin, desagradable, Y podría volverse más público.
La tormenta ártica rugió y golpeó contra los cristales de los ojos de Margarethe von Klostertadt, pero no consiguió traspasarlos. Luego desapareció. Su expresión, su pose perfecta, su voz, permanecieron inmutables, pero ella se había rendido. Algo a lo que, claramente, no estaba acostumbrada.
– Fue justo antes del vigesimoprimer cumpleaños de Laura. La mandamos a la clínica Hammond. Una clínica privada de Londres.
– ¿ Cuánto tiempo antes de su cumpleaños?
– Alrededor de una semana.
– Entonces ¿ocurrió hace casi diez años exactamente? -La pregunta de Fabel era más para sí mismo. Un aniversario-. ¿Quién era el padre?
Hubo una tensión casi imperceptible en la postura de la mujer. Luego una sonrisa se dibujó en sus labios.
– ¿Esto es verdaderamente necesario, Herr Fabel? ¿En verdad tenemos que meternos en todo esto?
– Me temo que sí, Frau Von Klostertadt. Tiene mi palabra de que seré discreto.
– Muy bien. Se llamaba Kranz. Era fotógrafo. O, más bien, era asistente de Pietro Moldari, el fotógrafo de moda que lanzó la carrera de Laura. En aquel entonces era un don nadie, pero creo que luego le ha ido bastante bien.
– ¿ Leo Kranz? -Fabel reconoció el nombre de inmediato. Pero no lo relacionaba con fotografías de modelos. Kranz era un fotoperiodista muy reconocido que había pasado los últimos cinco años cubriendo algunas de las zonas de guerra más peligrosas. Margarethe von Klostertadt leyó la confusión en el rostro de Fabel.
– Dejó la fotografía de moda y se metió en el periodismo.
– ¿Laura ha tenido alguna relación con él? Después de aquello, quiero decir.
– No. No creo que hayan estado relacionados. Aquello fue un episodio… desafortunado… y ambos lo dejaron atrás.
«¿En serio?», se preguntó Fabel. Recordó la mansión austera y solitaria de Laura en Blankenese. Dudaba mucho que Laura von Klostertadt hubiera podido dejar atrás parte de su tristeza.
– ¿Quién sabía lo del aborto? -preguntó.
Margarethe von Klostertadt no contestó enseguida. Contempló a Fabel en silencio. De alguna manera consiguió teñir esa mirada con un desdén suficiente para que Fabel se sintiera incómodo, pero no tanto como para que él se enfrentara a ella. Sus pensamientos vagaron hacia Möller, el patólogo, que siempre trataba de alcanzar este nivel de altanería arrogante; en comparación, era un torpe aficionado. Frau Von Klostertadt era una maestra. Fabel se preguntó si lo practicaba con sus sirvientes.
– No tenemos la costumbre de compartir detalles de los asuntos de familia con el mundo exterior, Herr Fabel. Y estoy absolutamente segura de que Herr Kranz no tenía ningún interés de que se conociera su participación en el asunto. Como he dicho, era un asunto de familia y se mantuvo dentro de la familia.
– ¿De modo que Hubert lo sabía?
Otro silencio helado. Luego:
– No lo creí necesario. No sé si Laura se lo contó o no. Pero me temo que nunca fueron muy íntimos como hermanos. Laura siempre era distante. Difícil.
Fabel no modificó su expresión. Estaba claro quién había sido el hijo favorito en la familia. Recordó el desprecio con que Heinz Schnauber había hablado de Hubert. Dos cosas habían quedado claras: primero, era cierto que Heinz Schnauber era lo más cerca a un familiar que Laura había conocido y, segundo, esa entrevista no le serviría de nada. Y no le serviría de nada porque, nuevamente, estaba interrogando a una conocida, no a una madre. Miró a Margarethe von Klostertadt: era elegante, tenía una belleza clásica y era una de esas mujeres en las que la edad parecía intensificar su atractivo sexual. En su mente, le superpuso la imagen de Ulrike Schmidt, aquella prostituta ocasional y drogadicta que había envejecido prematuramente, y cuya piel y pelo habían perdido el brillo. Dos mujeres tan diferentes que podían haber pertenecido a especies distintas. Pero una cosa las unía: una profunda falta de conocimiento sobre sus propias hijas.
Fabel sintió que una carga obtusa y pesada lo arrastraba de camino al coche: una tristeza plomiza y oscura. Volvió a mirar la amplia, inmaculada residencia y pensó en una niñita que hubiera crecido allí. Aislada. Separada de cualquier sentido verdadero de una familia. Pensó en cómo ella había escapado de esta jaula dorada sólo para construirse una propia, en lo alto de los bancales de Blankenese, junto al Elba.
Tuvo que admitir que el asesino no podría haber elegido a nadie mejor para su princesa de cuento de hadas. Y supo con seguridad que el asesino, en algún momento, debió haber tenido alguna clase de contacto con ella.