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Viernes, 30 de abril. 13:30 h


POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO


Fabel, Maria y Werner esperaban en la sala de interrogatorios. Habían discutido la estrategia de las preguntas que le harían a Biedermeyer antes de entrar, y luego se quedaron sentados, en un silencio involuntario. Cada uno de ellos trató de pensar en algo que decir, aunque fuera una broma, para romper el silencio. Pero no pudieron hacerlo. En cambio, Fabel y Werner se sentaron a la mesa con la grabadora y el micrófono en el centro, mientras Maria se apoyó en la pared.

Esperaban que les trajeran al monstruo.

Oyeron unas pisadas que se acercaban. Fabel sabía que era imposible en términos médicos, pero habría jurado que sintió que su presión sanguínea aumentaba. Tenía algo duro en el pecho, formado por la excitación, el miedo y la determinación, que se habían combinado para formar algo que no tenía nombre. Las pisadas se detuvieron y entonces un agente de la SchuPo abrió la puerta de la sala. Otros dos SchuPos hicieron entrar a Biedermeyer, que estaba esposado. Parecían insignificantes al lado de su tamaño.

Biedermeyer se sentó al otro lado del escritorio, frente a Fabel. Solo. Había rechazado el derecho a un representante legal. Los dos SchuPos se quedaron de pie, detrás de él, contra la pared, vigilándolo en silencio. La cara de Biedermeyer seguía teniendo una expresión relajada, cordial, agradable. Una cara en la que uno confiaría, alguien con quien uno charlaría en el bar. Extendió las manos, doblándolas desde las muñecas para dejar al descubierto las esposas. Inclinó la cabeza hacia un lado, levemente.

– Por favor, Herr Fabel. Supongo que sabe que no represento ningún peligro para usted ni sus colegas. Ni tampoco tengo deseo alguno de escapar de su custodia.

Fabel le hizo una señal a uno de los SchuPos, quien dio un paso adelante, abrió las esposas, las quitó y volvió a ocupar su sitio contra la pared. Fabel encendió la grabadora.

– Herr Biedermeyer, ¿secuestró y asesinó a Paula Ehlers?

– Sí.

– ¿Secuestró y asesinó a Martha Schmidt?

– Sí.

– ¿Asesinó a…?

Biedermeyer levantó una mano y le dedicó a Fabel una sonrisa encantadora y bondadosa.

– Por favor; creo que, para ahorrar tiempo, será mejor que efectúe la siguiente declaración. Yo, Jakob Grimm, hermano de Wilhelm Grimm, compilador de la lengua y el alma de los pueblos alemanes, tomé la vida de Paula Ehlers, Martha Schmidt, Hanna Grünn, Markus Schiller, Bernd Ungerer, Laura von Klostertadt, la prostituta Lina… Lo siento, nunca supe su apellido… Y el tatuador Max Bartmann. Yo los maté a todos ellos. Y disfruté de cada segundo de cada una de esas muertes. Admito voluntariamente haberlos matado, pero no soy culpable de nada. Sus vidas no tenían importancia alguna. Lo único significativo de cada uno de ellos fue la forma en que murieron… Así como las verdades universales e intemporales que expresaron a través de su muerte. En vida, no valían nada. Al matarlos, les asigné un valor.

– Herr Biedermeyer, que conste que no podemos aceptar una confesión bajo otro nombre que el suyo verdadero.

– Pero le he dado mi nombre verdadero. Le he dado el nombre de mi alma, no la ficción que aparece en mi Personalausweis. -Biedermeyer suspiró, luego volvió a sonreír como si otra vez tuviera que acceder a los caprichos de un niño-. Si le pone más contento: yo, el hermano Grimm, conocido por usted bajo el nombre de Franz Biedermeyer, admito haber matado a todas esas personas.

– ¿Ha contado con alguna ayuda para llevar a cabo esos homicidios?

– ¡Desde luego! Naturalmente.

– ¿De quién?

– De mi hermano… ¿De quién más si no?

– Pero usted no tiene ningún hermano, Herr Biedermeyer -dijo Maria-. Usted es hijo único.

– Por supuesto que tengo un hermano. -Por primera vez, la cordialidad de la expresión de Biedermeyer se disolvió y fue reemplazada por algo infinitamente más amenazador. Depredador-. Sin mi hermano, yo no soy nada. Sin mí, él no es nada. Nos complementamos mutuamente.

– ¿Quién es su hermano?

La indulgente sonrisa volvió al rostro de Biedermeyer.

– Pero si usted lo conoce, claro que sí. Ya se ha visto con él.

Fabel hizo un gesto de incomprensión.

– Usted conoce a mi hermano, Wilhelm Grimm, por el nombre de Gerhard Weiss.

– ¿Weiss? -Maria habló desde detrás de Fabel-. ¿Sostiene que el autor Gerhard Weiss cometió estos crímenes junto a usted?

– Para empezar, esto no son crímenes. Son actos creativos; no hay nada destructivo en ellos. Son la encarnación de verdades que se remontan a varias generaciones. Mi hermano y yo somos los compiladores de esas verdades. El no cometió nada conmigo. Él colaboró conmigo. Como hicimos hace casi doscientos años.

Fabel se inclinó hacia atrás en la silla y observó a Biedermeyer, ese rostro cordial y atravesado por una sonrisa que contrastaba con la amenaza implícita en su corpulencia. «Por eso usabas una careta -pensó Fabel-. Por eso ocultabas la cara.» Imaginó la terrorífica figura que debía de presentar Biedermeyer enmascarado; el agudo terror que sus víctimas debieron de experimentar antes de morir.

– Pero la verdad, Herr Biedermeyer, es que Gerhard Weiss no sabe nada de esto, ¿no es así? Además de la carta que usted le envió a su editorial, jamás hubo ningún contacto real y tangible entre ustedes.

Una vez más, Biedermeyer sonrió.

– No, usted no entiende, ¿verdad, Herr Kriminalhauptkommissar?

– Es posible. Necesito que me ayude a entender. Pero primero tengo que hacerle una pregunta importante. Tal vez la más importante que le haga hoy. ¿Dónde está el cuerpo de Paula Ehlers?

Biedermeyer se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.

– Ya obtendrá la respuesta, Herr Fabel. Se lo prometo. Le diré dónde encontrar el cuerpo de Paula Ehlers. Y se lo diré hoy… Pero aún no. Primero le diré cómo la encontré y por qué la escogí. Y le ayudaré a entender la conexión especial que existe entre mi hermano Wilhelm, a quien usted conoce como Gerhard Weiss, y yo mismo. -Hizo una pausa-. ¿Puedo tomar agua?

Una vez más, Fabel hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los agentes uniformados, quien llenó una taza de papel de la máquina expendedora de agua y lo puso delante de Biedermeyer. Éste se bebió toda el agua, y el sonido que hacía al tragar quedó amplificado en la habitación silenciosa.

– Yo entregué la tarta en la residencia de los Ehlers el día antes de su cumpleaños, dos días antes de que la cogiera. Su madre tenía prisa respecto de la tarta porque quería esconderla antes de que Paula volviera de la escuela. Yo estaba alejándome en la furgoneta cuando vi a Paula dar la vuelta a la esquina y dirigirse hacia su casa. Pensé: «¡Qué suerte! He entregado la tarta justo a tiempo; la chica ha estado muy cerca de descubrir la sorpresa». Fue en ese momento cuando Wilhelm me habló. Me dijo que tenía que coger a la niña y acabar con su vida.

– ¿Wilhelm estaba con usted en el vehículo? -preguntó Werner.

– Wilhelm siempre está conmigo, vaya donde vaya. Llevaba muchísimo tiempo callado. Desde que yo era un niño. Pero siempre supe que estaba allí. Observándome. Planeando y escribiendo mi historia, mi destino. Me alegré mucho cuando volví a oír su voz.

– ¿Qué le dijo Wilhelm? -preguntó Fabel.

– Me dijo que Paula era pura. Inocente. Que aún no había sido manchada por la corrupción y la suciedad de este mundo. Me dijo que yo podía asegurarme de que permaneciera siempre de ese modo, salvarla de la corrupción y la ruina metiéndola en un sueño que durara para siempre. Me dijo que yo tenía que poner fin a su historia.

– O sea, matarla -preguntó Fabel.

Biedermeyer se encogió de hombros, dejando en claro que la semántica del homicidio no tenía importancia para él.

– ¿Cómo la mató?

– La mayoría de los días empiezo a trabajar muy temprano por la mañana. Eso es parte de ser panadero, Herr Fabel. Durante la mitad de mi vida he visto el mundo despertarse lentamente a mi alrededor mientras yo preparaba pan, el alimento más antiguo y fundamental para la vida, para el día que asomaba. Incluso después de todo este tiempo, todavía me encanta la combinación de la primera luz del alba y el olor del pan recién horneado. -Biedermeyer hizo una pausa, momentáneamente perdido en la magia de un instante recordado-. En cualquier caso, y dependiendo del turno que me toque, por lo general termino temprano y tengo gran parte de la tarde para mí. El día siguiente aproveché ese tiempo libre y estudié los movimientos de Paula, que eran atípicos, porque aquel día era su cumpleaños; entonces no tuve ninguna posibilidad de cogerla. Pero al día siguiente Paula fue a la escuela y mientras la vigilaba me di cuenta de pronto de que podía tener una oportunidad en el momento en que ella cruzara la calle principal en el camino de regreso a su casa. Debía tomar una decisión. Tenía mucho miedo de que me atraparan, pero Wilhelm me habló. Me dijo: «Cógela ahora. No habrá problemas, no te pasará nada. Cógela y pon fin a su historia». Yo tenía miedo. Le dije a Wilhelm que temía que lo que estaba a punto de hacer estuviera mal y que me castigaran por ello. Pero él dijo que me haría una señal. Algo que probaría que era correcto hacerlo y que todo saldría bien. Y lo hizo, Herr Fabel. Me dio una señal verdadera de que él controlaba mi destino, el destino de ella, el de todos nosotros. Estaba en la mano de la chica, ¿sabe? Ella llevaba la señal en la mano mientras caminaba: un ejemplar de nuestro primer libro de cuentos de hadas. De modo que lo hice. Fue muy rápido. Y muy fácil. La saqué de la calle, después la saqué del mundo y su historia llegó a su fin. -Una expresión nostálgica cruzó sus inmensos rasgos faciales. Luego volvió al presente-. Voy a ahorrarle los detalles desagradables, pero Paula supo muy poco de lo que ocurrió. Espero que usted se dé cuenta, Herr Fabel, de que no soy ningún pervertido. Puse fin a su historia porque Wilhelm me lo indicó. Me dijo que la protegiera del mal del mundo arrancándola de él. Y lo hice con la mayor rapidez y con el menor dolor posible. Supongo que, incluso después de tanto tiempo, usted conocerá los detalles cuando recuperen el cuerpo. Y mantengo la promesa de que le diré exactamente dónde encontrarla. Pero aún no.

– La voz de Wilhelm. Ha dicho que llevaba mucho tiempo sin oírla. ¿Cuándo la había oído antes? ¿Había matado antes? ¿ O había hecho daño a alguien antes?

La sonrisa volvió a desvanecerse. Esta vez, una tristeza llena de dolor cubrió la expresión de Biedermeyer.

– Yo amaba a mi madre, Herr Fabel. Era hermosa e inteligente y tenía un abundante cabello pelirrojo. Eso es todo lo que recuerdo de ella. Eso y su voz, cuando me cantaba mientras yo estaba en la cama. No la recuerdo hablando, no recuerdo cómo era su voz cuando hablaba, pero sí cantando. Y ese pelo largo y maravilloso, que olía a manzana. Hasta que un día dejó de cantar. Yo era muy pequeño para entenderlo, pero ella cayó enferma y empecé a verla cada vez menos. Ella me cantaba cada vez menos. Luego se marchó. Murió de cáncer cuando tenía treinta años, y yo cuatro.

Hizo una pausa, como si esperara algún comentario, conmiseración, comprensión.

– Continúe -dijo Fabel.

– Usted conoce la historia, Herr Fabel. Seguramente habrá leído los cuentos mientras me perseguía. Mi padre volvió a casarse. Con una mujer dura. Una falsa Madre. Una mujer cruel y malvada que me hacía llamarla mutti. Mi padre no se casó por amor sino por razones prácticas. Era un hombre muy pragmático. Era primer oficial en un buque mercante y pasaba me ses fuera de casa, y sabía que no podía cuidarme él solo. De modo que yo perdí a una madre hermosa y gané una madrastra malvada. ¿Se da cuenta? ¿Lo entiende? Mi madrastra fue quien me educó, y a medida que yo crecía, también iba creciendo su crueldad. Entonces, cuando papi sufrió un infarto, me quedé solo con ella.

Fabel hizo un gesto de asentimiento, invitando a Biedermeyer a que continuara. Ya era consciente de la escala de la demencia de Biedermeyer. Era monumental. Un edificio vasto pero intrincado basado en una psicosis elaboradamente construida. Allí sentado, a la sombra de un hombre enorme con una locura enorme, Fabel sintió algo no muy lejano al espanto.

– Era una mujer temible, terrorífica, Herr Fabel. -También el rostro de Biedermeyer reveló algo parecido al espanto-. Dios y Alemania eran las únicas cosas que le interesaban. Nuestra religión y nuestra nación. Los únicos dos libros que permitía en la casa eran la Biblia y Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Todo lo demás era sucio. Pornografía. También me quitó todos mis juguetes. Me hacían holgazán, decía. Pero hubo uno que pude esconder, un regalo que mi padre me había comprado antes de morir… Una careta. Una careta de lobo. Esa pequeña careta se convirtió en mi única rebelión secreta. Hasta que un día, cuando tenía unos diez años, un amigo me prestó un cómic para que yo lo leyera. Lo metí a escondidas en la casa y lo oculté, pero ella lo encontró. Por suerte no lo había escondido en el mismo sitio que mi careta de lobo. Pero aquello fue el comienzo. Fue en ese momento cuando ella empezó. Dijo que si quería leer, iba a leer. Leería algo puro y noble y verdadero. Me dio un volumen de Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm que ella tenía desde que era una niña. Me dijo que empezara memorizando «Hänsel y Gretel». Después me hacía recitárselo. Debía ponerme en pie, con ella a mi lado, recitar todo el relato, palabra por palabra. -Biedermeyer miró a Fabel con expresión de súplica y algo infantil apareció en su enorme cara-. Yo era un crío, Herr Fabel. Apenas un crío. Me equivocaba. Por supuesto que me equivocaba. Era un cuento muy largo. Entonces ella me golpeó. Me golpeó con un bastón hasta que me hizo sangrar. Luego, cada semana, me daba un nuevo cuento para que me lo aprendiera. Y cada semana me daba una paliza. A veces tan fuerte que yo me desmayaba. Y, además de las palizas, me hablaba. Nunca gritaba, siempre lo hacía en voz baja. Me decía que yo no servía para nada. Que era un monstruo, que estaba volviéndome tan grande y feo porque había una gran maldad dentro de mí. Aprendí el odio. Aprendí a odiarla. Pero mucho, mucho más que eso, me odiaba a mí mismo.

Biedermeyer hizo una pausa. Había tristeza en su rostro. Levantó la taza de agua en un gesto de interrogación. Volvieron a llenársela y él bebió un sorbo antes de continuar.

– Pero comencé a aprender de los cuentos. A entenderlos a medida que los recitaba. Aprendí un truco valioso que me hacía memorizarlos con mayor facilidad… Miré más allá de las palabras. Traté de comprender el mensaje que se ocultaba detrás de ellas y me di cuenta de que los personajes no eran personas en realidad, sino símbolos, signos. Fuerzas del bien y del mal. Supe que Blancanieves y Hänsel y Gretel eran igual que yo, seres desesperadamente atrapados por el mismo mal que mi propia madrastra representaba. Ello me ayudó a recordar los cuentos y empecé a cometer cada vez menos errores. Lo que significaba que mi madre tenía menos excusas para pegarme. Pero cuando se vio obligada a reducir la frecuencia, lo compensó con una severidad mayor…

»Hasta que, un día, cometí otra equivocación. Una sola palabra. Una frase fuera de orden. Todavía hoy no sé cuál era, pero ella me golpeó varias veces. En ese momento, el mundo entero pareció sacudirse. Fue como un terremoto dentro de mi cabeza y todo se estremeció de un lado a otro. Recuerdo haber pensado que iba a morir. Y me puse contento. ¿Puede imaginarlo, Herr Fabel? Once años de edad y feliz de morirme. Caí al suelo y ella dejó de pegarme. Me dijo que me levantara, y yo me di cuenta de que ella temía que se le hubiera ido la mano esa vez. Pero yo traté de obedecer. En serio. Quise hacer lo que ella decía y traté de levantarme, pero no pude. Simplemente, no pude. Sentí un sabor a sangre. Estaba en mi boca y en mi nariz, y sentí que me ardían las orejas. Es ahora, pensé. Voy a morir. -Biedermeyer se inclinó hacia delante. Su mirada era firme e intensa-. Fue en ese momento cuando lo oí. Fue allí cuando oí su voz por primera vez. Al principio me asusté. Estoy seguro de que puede imaginárselo. Pero su voz era fuerte y amable y suave. Me dijo que era Wilhelm Grimm y que él había escrito esos cuentos con su hermano. Ya no estás solo, me dijo. Yo estoy aquí. Soy el cuentista y te ayudaré. Y lo hizo, Herr Fabel. Me ayudó con los cuentos que tenía que recitarle a mi mutti como castigo. Después de aquello, después de la primera vez que lo oí, jamás volví a equivocarme ni en una sola palabra, porque él me indicaba lo que debía decir.

Biedermeyer lanzó una risita, como si estuviera recordando un chiste que ninguna otra persona de la sala podía entender.

– Me volví demasiado grande para que mutti me pegara. Creo que hasta es posible que ella empezara a tenerme miedo. Pero su crueldad continuó, salvo que a partir de ese momento usaba palabras en lugar del bastón. Todos los días me decía lo inútil que yo era. Que ninguna mujer me aceptaría jamás, ninguna me desearía, porque yo era un monstruo grande y feo y porque era muy malo. Pero todo el tiempo la voz de Wilhelm me calmaba y me ayudaba. Por cada insulto que ella me arrojaba, él me tranquilizaba. Entonces, un día, paró. Yo sabía que él seguía allí, pero sencillamente dejó de hablarme y yo me quedé a solas con el veneno despiadado y malvado de mi madrastra.

– ¿Y luego él regresó para decirle que matara a Paula Ehlers?

– Sí… Sí, exacto. Y yo sabía que él seguiría hablando conmigo si lo obedecía. Pero ella era demasiado fuerte. Mi madrastra. Se enteró de lo de Paula. Me dijo que me encerrarían. Que ella tendría que soportar la vergüenza. De modo que me hizo deshacerme de Paula y no pude usarla… No pude recrear un cuento con ella.

– Mierda… -Werner hizo un gesto de incredulidad con la cabeza-. ¿Su madrastra sabía que usted había secuestrado y asesinado a una colegiala?

– Y hasta me ayudó a esconder el cuerpo… Pero, como he dicho, ya volveremos a ello. Por el momento, quiero que entiendan que yo tenía una vocación, y ella la frustró. Impidió que yo cumpliera las instrucciones de Wilhelm. Entonces él volvió a dejar de hablarme. Durante casi tres años. Hasta que mi madrastra calló para siempre, hace unos tres meses.

– ¿ Murió? -preguntó Fabel.

Biedermeyer negó con la cabeza.

– Un ataque de apoplejía hizo callar a esa vieja hija de puta. La hizo callar y la paralizó y la mandó al hospital. Allí terminó todo. Ella ya no podía lastimarme, ni insultarme ni impedirme que hiciera lo que se suponía que debía hacer. Lo que tenía que hacer.

– Permítame adivinarlo -dijo Fabel-. La voz de su cabeza volvió a aparecer y le dijo que matara nuevamente, ¿no?

– No. En ese momento no. Wilhelm se mantuvo en silencio. Hasta que vi el libro de Gerhard Weiss. Tan pronto empecé a leerlo supe que él era Wilhelm. Que ya no era necesario que me hablara en mi cabeza. Estaba todo allí, en el libro. En el Märchenstrasse. Era el camino que habíamos recorrido juntos un siglo y medio antes. El camino que volveríamos a recorrer. Y la misma noche que empecé a leer, la voz suave y dulce de Wilhelm volvió a mí, pero a través de esas hermosas páginas. Supe lo que tenía que hacer. Pero también supe que debía desempeñar el papel que había desempeñado antes: la voz de la verdad, de la precisión. Wilhelm, o Gerhard Weiss, si lo prefiere, estaba obligado a alterar cosas para adaptarse a su público. Pero yo no.

– Entonces mató a Martha. Puso fin a su historia -dijo Fabel.

– Ya me había librado de mi madrastra y pude reunirme con mi Märchenbruder, con Wilhelm. Sabía que había llegado el momento. Tenía planeada mi obra maestra: una secuencia de cuentos a través de la cual podría cumplir con mi destino. Llegar al final feliz de mi historia. Pero había otras historias que tenían que terminar antes. Y la chica de Kassel, Martha, fue la primera. Yo tenía que llevar un pedido allí y la vi. Creí que era Paula, que ella había despertado de un sueño encantado. Pero en ese momento me di cuenta de lo que era en realidad. Era una señal de Wilhelm. Igual que el ejemplar de los cuentos que Paula tenía en la mano. Era una señal para mí, que me indicaba que había que poner fin a su historia para hacerla participar en la siguiente.

– Pero usted la mantuvo viva. La ocultó durante un par de días antes de «poner fin a su historia». ¿Por qué?

Biedermeyer miró a Fabel con una expresión de decepción, como si se le hubiera formulado una pregunta obvia.

– Porque ella tenía que ser una «persona subterránea». Tenía que estar un tiempo bajo tierra. Estaba muy asustada, pero yo le dije que no le haría daño. Que no debía tener miedo. Ella me contó todo lo de sus padres. Me hizo sentir pena por ella. Era como yo. Estaba atrapada en un cuento de padres que la habían abandonado en la oscuridad. En el bosque. Ella no sabía lo que era el amor, así que puse fin a su historia convirtiéndola en La niña cambiada y dándosela a unos padres que la querrían y la cuidarían.

Werner movió la cabeza, que seguía llena de moretones.

– Usted está loco. Es un demente. Lo sabe, ¿no? Todas esas personas inocentes que ha asesinado. Todo ese dolor y ese miedo que ha causado.

La expresión de Biedermeyer se oscureció de pronto y su cara se retorció con una mueca de desprecio. Fue como si estuviera generándose una tormenta repentina e imprevista. Fabel lanzó una mirada significativa a los dos SchuPos que estaban contra la pared. Estos se enderezaron y se pusieron alerta.

– Es que no lo entiende, ¿verdad? Usted es demasiado estúpido como para comprenderlo. -La voz de Biedermeyer se elevó muy ligeramente, pero con una resonancia profunda y amenazadora-. ¿Por qué no puede entenderlo? -Agitó las manos a su alrededor y recorrió la sala con la mirada, abarcando todo el entorno-. Todo esto… Todo esto… No creerá usted que es real, ¿verdad? No es más que un cuento, por el amor de Dios. ¿Es que no se da cuenta? Es tan sólo un mito… Un cuento de hadas… Una fábula. -Lanzó una mirada enloquecida a Fabel, Werner y Maria, mientras sus ojos, frustrados, buscaban una chispa de comprensión en los de los policías-. Sólo creemos en todo esto porque estamos dentro. Porque estamos en el cuento… En realidad yo no maté a nadie. Me di cuenta de que todo era un cuento cuando era un crío. En realidad no era posible que alguien fuera tan infeliz como yo. Nadie podía ser tan triste y solitario. Es ridículo. Aquel día, el día en que mi madrastra estaba golpeándome y todo el mundo empezó a sacudirse, Wilhelm no sólo me ayudó a recordar los cuentos que tenía que recitar… Me explicó que en realidad aquello no estaba pasándome. Nada de eso. Que era todo un cuento que él estaba inventando. ¿Lo recuerda? ¿Recuerda que él me dijo que era el cuentista? Mire: yo soy su hermano porque él me incorporó a su relato como su hermano. Todo esto es, sencillamente, un Marchen.

Biedermeyer hizo un gesto de asentimiento y de sabiduría, como si todos los que estaban sentados a esa mesa se hubieran dado cuenta de una verdad monumental. Fabel recordó lo que Otto le había comentado sobre la teoría de Gerhard Weiss, toda esa palabrería seudocientífica de que la ficción se convertía en realidad al atravesar las dimensiones del universo. Pura mierda, pero este monstruo triste y patético se lo había creído al pie de la letra. Lo había vivido.

– ¿ Y qué hay de los otros? -preguntó Fabel-. Háblenos de los otros asesinatos. Empecemos con Hanna Grünn y Markus Schiller.

– Así como Paula representaba todo lo bueno e íntegro del mundo, como el pan recién hecho, todavía caliente porque acaba de salir del horno, Hanna representaba todo lo podrido y lo malo… Era una mujer impúdica, promiscua, vana y venal. -Había orgullo en la sonrisa de Biedermeyer; el orgullo de un artesano exhibiendo su mejor obra-. Me di cuenta de que ella siempre ansiaba algo más. Siempre más. Una mujer impulsada por la lujuria y la avaricia. Usaba su cuerpo como un instrumento para obtener lo que quería, y al mismo tiempo me venía con quejas de que Ungerer, el vendedor, le lanzaba miradas lascivas y le hacía comentarios indecentes. Yo sabía que había que poner fin a su historia, de modo que empecé a observarla. La seguí, como había hecho con Paula, pero durante más tiempo, manteniendo un registro exacto de sus movimientos diarios.

– ¿Y así fue cómo averiguó su relación con Markus Schiller?

Biedermeyer asintió.

– Los seguí hasta el bosque en numerosas ocasiones. Entonces todo se aclaró. Volví a leer Die Märchenstrasse, como también los textos originales. Wilhelm me había hecho otra señal, ¿se da cuenta? El bosque. Ellos tenían que pasar a ser Hänsel y Gretel…

Fabel se quedó allí sentado, escuchando mientras Biedermeyer le resumía el resto de sus crímenes. Les explicó que había tenido la intención de encargarse de Ungerer, el vendedor, inmediatamente después, pero hubo una confusión con la tarta de la fiesta organizada por Schnauber y Biedermeyer la entregó en persona. En ese momento descubrió a Laura von Klostertadt. Vio su arrogante belleza y su pelo largo y rubio. Supo que estaba mirando a una princesa. No cualquier princesa, sino Dornröschen, la Bella Durmiente. De modo que la hizo dormir para siempre y cogió parte de su pelo.

– Luego acabé con Ungerer. Era un cerdo lascivo y repugnante. Siempre estaba mirando a Hanna, e incluso a Vera Schiller. Lo seguí durante un par de días. Vi la suciedad en la que él nadaba, con todas esas putas. Lo planeé todo como para toparme con él en Sankt Pauli. Me reí de sus chistes sucios y asquerosos y sus comentarios procaces. El quería ir a tomar un trago, pero yo no deseaba que me vieran en público con él, de modo que fingí que conocía a un par de mujeres a las que podríamos visitar. Los cuentos nos enseñan, entre otras cosas, lo fácil que es tentar a los otros para que se aparten del camino y entren en la oscuridad del bosque. Con él fue fácil. Lo llevé a… Bueno, lo llevé a una casa que pronto visitará usted mismo, y le dije que las mujeres se encontraban allí. Entonces saqué un cuchillo y lo clavé en su negro y corrupto corazón. Él no lo esperaba; fue fácil y todo terminó en un segundo.

– ¿Y le sacó los ojos?

– Sí. Asigné a Ungerer el papel del hijo del rey en «Rapunzel» y le arranqué esos ojos lascivos e impúdicos.

– ¿Y qué hay de Max Bartmann, el tatuador? -preguntó Fabel-. Usted lo mató antes que a Ungerer y él no cumplía ningún papel en ninguno de sus cuentos. Y trató de ocultar el cadáver para siempre. ¿Por qué lo mató? ¿Sólo por los ojos?

– En cierta manera, sí. Por lo que sus ojos habían visto. El sabía quién era yo. Me di cuenta de que, ahora que ya podía comenzar mi trabajo, él se enteraría por la televisión o los periódicos. Tarde o temprano habría hecho una conexión. De modo que tuve que poner fin a su historia, también.

– ¿De qué está hablando? -dijo Werner en un tono de impaciencia-. ¿Cómo sabía él quién era usted?

Biedermeyer se movió tan rápido que ninguno de los agentes de la sala tuvo tiempo para reaccionar. Se puso de pie de un salto, la silla en la que estaba sentado salió volando hacia atrás contra la pared y los dos SchuPos que estaban a sus espaldas saltaron a los costados. Sus enormes manos volaron hacia el inmenso pecho. Los botones de su camisa salieron despedidos y la tela se rasgó cuando él trató de quitársela. Luego se quedó de pie, como un coloso, con un cuerpo descomunal y pesado en la sala de interrogatorios. Fabel levantó la mano y los SchuPos que estaban abalanzándose sobre Biedermeyer se contuvieron. Tanto Warner como Fabel se habían incorporado y Maria había corrido hacia delante. Los tres parecían empequeñecidos a la sombra de la corpulenta contextura de Biedermeyer. Todos contemplaron el cuerpo de aquel hombre.

– Mierda… -dijo Werner en voz baja.

El torso de Biedermeyer estaba totalmente cubierto de palabras. Miles de palabras. El cuerpo estaba ennegrecido con ellas. Había cuentos tatuados en su piel, con tinta negra y tipografía Fraktur, en una letra que era lo más pequeña que el medio de la piel humana y el talento del tatuador habían permitido. Los títulos se veían claramente: Dornröschen, Schneewittchen, Die Bremer Stadtmusíkanten…

– Dios mío… -Fabel no podía apartar los ojos de los tatuajes. Las palabras parecían moverse, las frases se retorcían, a cada mínimo movimiento, a cada respiración de Biedermeyer. Fabel recordó los volúmenes que había visto en el minúsculo apartamento del tatuador, aquellos libros sobre las antiguas tipografías góticas alemanas, sobre la Fraktur y la Kupferstich. Biedermeyer quedó en silencio durante un momento. Luego, cuando habló, su voz tenía la misma resonancia profunda y amenazadora de antes.

– ¿Se dan cuenta ahora? ¿Lo entienden? Yo soy el hermano Grimm. Yo soy la suma de los cuentos y el Marchen de nuestro idioma, de nuestra tierra, de nuestro pueblo. El tenía que morir. Había visto esto. Max Bartmann ayudó a crear esto y lo había visto. No podía permitir que se lo contara a nadie. De modo que acabé con él y le quité los ojos para que pudiera cumplir un papel en el cuento siguiente.

Todos se quedaron de pie, tensos, esperando.

– Ahora es el momento -dijo Fabel-. Ahora debe decirnos dónde está el cuerpo de Paula Ehlers. No encaja. El único otro cuerpo que usted escondió era el de Max Bartmann, y eso era porque en realidad no formaba parte de su pequeño retablo. ¿Por qué aún no hemos encontrado el cuerpo de Paula?

– Porque hemos trazado un círculo completo. Paula es mi Gretel. Yo soy su Hänsel. A ella todavía le queda un papel que desempeñar. -Su cara se abrió en una sonrisa. Pero no se parecía a ninguna de las sonrisas que Fabel había visto antes en el rostro por lo general bondadoso y amable de Biedermeyer. Era una sonrisa de una frialdad terrible y luminosa, que clavó a Fabel en su helada luz-. «Hänsel y Gretel» era el cuento que más me hacía recitar mi madrastra. Era largo y difícil y yo siempre cometía algún error. Y entonces ella me pegaba. Me lastimó el cuerpo y la mente hasta que yo creí que estaban rotos para siempre. Pero Wilhelm me salvó. Wilhelm me devolvió la luz con su voz, con sus señales y luego con sus nuevos escritos. Él me dijo, la primerísima vez que lo oí, que un día yo podría vengarme de la malvada bruja que tenía como madrastra, que podría liberarme de su encierro, de la misma manera en que Hänsel y Gretel se vengaron de la vieja bruja y pudieron escapar. -Biedermeyer inclinó su inmenso cuerpo hacia delante y las palabras se estiraron y retorcieron en su piel. Fabel luchó contra el instinto de retroceder-. Yo mismo preparé la tarta de Paula -continuó Biedermeyer con una voz oscura, fría y profunda-. Cociné y preparé yo mismo la tarta de Paula. A veces hago algunos encargos por mi cuenta para pequeñas celebraciones y fiestas, y tengo una panadería totalmente equipada en el sótano de mi casa, incluyendo un horno profesional. El horno es muy pero que muy grande y es necesario tener un suelo de hormigón para soportarlo.

La confusión de Fabel quedó expresada en su rostro. Ya habían mandado a un equipo de SchuPo a la casa de Biedermeyer. Era un apartamento en la planta baja de un edificio de Heimfeld-Nord y los agentes uniformados habían confirmado que estaba vacío y que no había nada raro en él, salvo que uno de los dos dormitorios parecía haber sido acondicionado para recibir a una persona muy anciana o incapacitada.

– No lo entiendo -dijo Fabel-. No hay ningún sótano en su apartamento.

La fría sonrisa de Biedermeyer se ensanchó.

– Esa no es mi casa, estúpido. Ese no es más que el apartamento que alquilé para convencer a las autoridades del hospital de que me dejaran ocuparme de mutti. Mi verdadera casa es donde crecí. La casa que compartí con esa vieja hija de puta. Rilke Strasse, Heimfeld. Está junto a la Autobahn. Allí la encontrarán… Allí encontrarán a Paula Ehlers, en el suelo, donde mutti y yo la enterramos. Sáquela de allí, Herr Fabel. Saque a mi Gretel de la oscuridad y los dos seremos libres.

Fabel hizo un gesto a los SchuPos, quienes agarraron los brazos de Biedermeyer, que no ofreció resistencia, se los pusieron detrás de la espalda y volvieron a esposarlo.

– La encontrarán allí… -exclamó Biedermeyer mientras Fabel y su equipo salían de la sala. Luego se echó a reír-. Y cuando estén en la casa, ¿podrían apagar el horno? Lo dejé encendido esta mañana.

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