Martes, 23 de marzo. 11:10 h
Institut für Rechtsmedizin, Eppendorf, Hamburgo
Estaba claro que el padre ya no formaba parte de la escena.
Ulrike Schmidt era una mujer pequeña que parecía tener bastante más de cuarenta años, pero Fabel sabía, por la información suministrada por la policía de Kassel, que apenas llegaba a los treinta y cinco. Probablemente había sido atractiva en otro tiempo, pero ahora tenía la fatiga y los rasgos endurecidos de los consumidores habituales de drogas. El azul de sus ojos no tenía nada de brillo y había un tinte de ictericia en las sombras debajo de ellos. Se había apartado de la cara el pelo, rubio y sin vida, y se lo había atado apresuradamente en una coleta descuidada. La chaqueta y los pantalones que llevaba hubieran pasado por elegantes tiempo atrás, pero habían quedado pasados de moda hacía por lo menos una década. Para Fabel estaba claro que la mujer había rebuscado ese traje en un armario muy desprovisto en un intento de vestirse adecuadamente para la ocasión.
Y la ocasión era identificar a su hija muerta.
– He venido en tren… -dijo ella, por decir algo, mientras esperaban que trajeran el cuerpo a la sala de identificación. Fabel sonrió tristemente. Anna no dijo nada.
Antes de dirigirse al depósito de cadáveres del Institut für Rechtsmedizin, Fabel y Anna se sentaron junto a Ulrike Schmidt en el Polizeipräsidium y le preguntaron por su hija. Fabel recordó cómo se había preparado para ahondar en cada recoveco de la vida de esta chica muerta, esta desconocida a quien llegaría a conocer íntimamente. Pero en realidad jamás había llegado a conocer a la chica de la playa. Durante unas horas ella había sido otra persona; luego había vuelto a ser nadie. Allí, sentados en la sala de entrevistas de la Mordkommission, Anna y Fabel habían tratado de añadir dimensiones al nombre «Martha Schmidt»: a devolverle la vida a esa chica muerta en sus propias mentes. La autopsia había revelado que Martha tenía actividad sexual y le habían preguntado a la madre por novios o amigos, con quién se veía, qué hacía en su tiempo libre y también en el horario en que debía haber estado en la escuela. Pero las respuestas de la señora Schmidt habían sido vagas e imprecisas, como si estuviera describiendo a una conocida, a una persona que estaba en la periferia de su conciencia, más que a alguien de su propia sangre, como su hija.
Ahora estaban sentados en la antesala del depósito estatal de cadáveres, esperando que los llamaran para identificar el cuerpo de Martha. Pero la conversación de Ulrike Schmidt giraba sólo sobre el trayecto que había hecho para llegar hasta allí.
– Luego he cogido el U-Bahn desde la Hauptbahnhof-dijo con voz débil.
Cuando los llamaron y levantaron la sábana que cubría la cara del cadáver que estaba sobre la camilla, la señora Schmidt miró hacia abajo sin expresión alguna en su rostro. Durante un momento, Fabel sintió un poco de pánico en el pecho mientras se preguntaba si aquél sería otro intento fallido de identificar el cuerpo de la «niña cambiada». Pero Ulrike Schmidt hizo un gesto de asentimiento.
– Sí… sí, es mi Martha. -Nada de lágrimas. Nada de sollozos contenidos. Contempló inexpresivamente la cara de la mesa y su mano se acercó a ella, a la mejilla, pero se contuvo y cayó floja a un costado.
– ¿Está segura de que ésta es su hija? -Había un tono tenso en la voz de Anna y Fabel le lanzó una mirada de advertencia.
– Sí. Es Martha. -La señora Schmidt no apartó la mirada de la cara de su hija-. Era una buena chica. Una chica realmente muy buena. Cuidaba de las cosas. Se cuidaba a sí misma.
– El día que desapareció -preguntó Anna- ¿ocurrió algo tuera de lo común? ¿Vio usted a algún desconocido rondando por allí?
La mujer negó con la cabeza. Se volvió hacia Anna un momento, con ojos apagados y muertos.
– La policía ya me ha preguntado lo mismo. Quiero decir la policía de mi barrio, de Kassel. -Se dio la vuelta hacia la chica muerta en la mesa. La chica que había muerto porque se parecía a otra-. Yo les hablé de aquel día… Les expliqué que había sido un mal día. Yo estaba un poco perdida. Martha salió, creo.
Anna clavó los ojos en el perfil de Ulrike Schmidt, con una expresión dura. Pero Schmidt no percibió el mudo reproche de la agente.
– Podremos entregarle el cuerpo en poco tiempo, Frau Schmidt -dijo Fabel-. Supongo que usted querrá que lo trasladen a Kassel para el funeral…
– ¿Qué sentido tiene? Si está muerta, está muerta. A ella le da igual. Para ella no tiene importancia. -Ulrike Schmidt se volvió hacia Fabel. Tenía los ojos rojos, pero no por la pena-. ¿Hay algún lugar bonito por aquí?
Fabel asintió.
– ¿No querrá visitarla? -preguntó Anna en un filoso y amargo tono de incredulidad-. ¿Visitar la tumba?
Ulrike Schmidt negó con la cabeza.
– Yo no tendría que haber sido madre. Fui una mala madre cuando ella estaba viva, no veo cómo podré ser una madre mejor ahora que está muerta. Ella se merecía algo mejor.
– Sí -dijo Anna-. Creo que sí.
– ¡Anna! -exclamó Fabel, pero la señora Schmidt o bien no prestó atención al comentario de Anna o pensó que era justo. Contempló en silencio el cuerpo de Martha, luego se volvió hacia Fabel.
– ¿Tengo que firmar algo? -preguntó.
Cuando Ulrike Schmidt se marchó para coger el tren rumbo a su casa, Fabel y Anna salieron del Institut für Rechtsmedizin. Una lámina lechosa de nubes difuminaba la luz del sol convirtiéndola en un resplandor suave, y Fabel se puso las gafas de sol. Apoyó las manos sobre las caderas y levantó la mirada, escudriñando el cielo; luego se volvió hacia Anna.
– No vuelvas a hacer eso, Kommissarin Wolff. Más allá de lo que pienses sobre la gente como Frau Schmidt, no puedes expresar tus opiniones de esa manera. La gente sufre la pérdida de muchas formas distintas.
Anna resopló.
– No estaba sufriendo. No es más que una heroinómana esperando la próxima dosis. Ni siquiera le importa lo que pase con el cuerpo de su hija.
– No estamos en posición de juzgar, Anna. Por desgracia, todo eso es parte de nuestro trabajo como agentes de la Mordkommission. No sólo tratamos con la muerte sino también con lo que ocurre después. Con sus consecuencias. Y a veces eso nos obliga a ser diplomáticos. A mordernos la lengua. Si no puedes soportar eso, entonces éste no es tu sitio. ¿He sido claro?
– Sí, chef. -Expresó su frustración frotándose el cráneo a través del pelo corto y negro-. Es sólo que… es sólo que se supone que esta mujer tiene que ser una madre, por el amor de Dios. Se supone que tiene que haber alguna clase de… no sé… de instinto maternal o algo así. El instinto de proteger a tus hijos. De interesarte por ellos.
– No siempre funciona de ese modo.
– Ella permitió que le ocurriera esto -replicó Anna en un tono de desafío-. Es obvio que la golpeaba cuando era una niña… Martha tenía una fractura en la muñeca que indicaba que se la habían retorcido cuando tenía cinco años, y Dios sabe qué otras cosas le hicieron en todo este tiempo. Pero lo peor es el hecho de que dejara que esa pobre chica se las arreglara sola en un mundo peligroso y sanguinario. El resultado es que un maníaco la secuestró, la tuvo aterrorizada durante sólo Dios sabe cuánto tiempo y luego la mató. Y luego esa arpía ni siquiera tiene el corazón de darle un entierro decente, mucho menos de visitar su tumba. -Negó con la cabeza, como si no pudiera creerlo-. Cuando pienso en los Ehlers, una familia destrozada durante tres largos años porque no tienen ningún cuerpo que enterrar, ninguna tumba donde ir a llorar… entonces aparece esa perra insensible a la que no le importa un comino qué vamos a hacer con el cuerpo de su hija.
– Más allá de lo que pensemos de ella, Anna, es la madre de una chica asesinada. Ella no mató a Martha y ni siquiera podemos probar que el abandono al que la sometió fuera un factor que contribuyera a esa muerte. Y eso significa que tenemos que tratarla como a cualquier otro padre o madre que haya perdido a un hijo. ¿Está claro?
– Sí, Herr Hauptkommissar. -Anna hizo una pausa-. En el informe de Kassel decía que la madre era prostituta ocasional. ¿No crees posible que luego fuera proxeneta de su hija? Quiero decir, sabemos que Martha tuvo compañeros sexuales.
– Lo dudo. Por lo que he visto en el informe sólo era, como dijiste, una actividad ocasional para pagarse el vicio cuando lo necesitaba. Dudo que Frau Schmidt sea lo bastante organizada como para otra cosa. De todas maneras, ya has oído cómo habló de Martha. Está claro que no había una relación muy íntima entre ellas y tengo la sensación de que la madre y la hija iban cada una por su lado. Cada una se ocupaba de sus propias cosas, por decirlo de alguna manera.
– Tal vez Martha fuera la organizada -dijo Anna-. Tal vez ella misma estaba en ese negocio.
– No lo creo. No hay nada que sugiera algo así en el informe de la policía ni en el de la asistente social. Ella no tenía un vicio que mantener. No, yo creo que trataba de ser una adolescente normal en la medida en que su entorno familiar se lo permitía. -Fabel se quedó en silencio durante un momento, pensando en su propia hija, Gabi, y en lo mucho que Martha Schmidt le recordaba a ella. Tres chicas de más o menos la misma edad que se parecían entre sí: Martha Schmidt, Paula Ehlers, y Gabi. Algo en lo profundo de su ser se estremeció ante esa idea. Un universo de posibilidades ilimitadas-. Volvamos al Präsidium… Tengo que hacer una visita a una panadería.