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Jueves, 22 de abril. 21:30 h

Altona, Hamburgo


Mientras luchaba por ponerse el disfraz, Lina Ritter llegó a la conclusión de que estaba volviéndose demasiado vieja para eso. Es que sí: era demasiado vieja para eso. Había sido su profesión durante casi quince años y ahora, a los treinta y cuatro, había llegado el momento de decir basta. Después de todo, era una actividad para mujeres más jóvenes. Ella se veía obligada, cada vez con más frecuencia, a «especializarse»: a atender a clientes específicos con gustos más bizarros y exóticos, y el papel de dominadora se adecuaba más a su edad. Y, de todas maneras, en la mayoría de los casos no se follaba; sólo tenía que gritar órdenes a algún ejecutivo gordo durante una media hora, atizarle en el culo si tardaba demasiado en seguir las instrucciones y luego decirle que se había portado muy mal y que estaba muy enfadada mientras lo masturbaba. La paga era bastante buena, los riesgos para la salud eran inferiores y sus clientes, como uno de sus castigos, muchas veces le hacían todas las tareas del hogar. Pero esta noche sería más difícil. El tipo que la había contratado le había dado un fajo de dinero como anticipo. Luego había fijado hora para la noche, con precisas instrucciones de que ella debía ponerse el atuendo que él le había traído. Ella se dio cuenta, al ver ese disfraz puñetero y ridículo, que no sería la parte dominante esa vez y se había resignado a tener que follarse al grandullón.

Él había llegado justo a la hora indicada, y estaba esperándola en el dormitorio, mientras ella luchaba por meterse dentro del traje que él había traído. Era evidente que estaba hecho para una o dos tallas menos que Lina. Las cosas que una chica tenía que hacer para ganarse la vida. Lina se había olvidado exactamente de lo corpulento que era su cliente. Grande, pero callado. Casi tímido. No le daría ningún problema.

Lina entró en el dormitorio y empezó a dar vueltas.

– ¿Te gusta? -Se detuvo en mitad del giro cuando lo vio-. Oh… Veo que tú también tienes un disfraz especial…

El estaba de pie junto a la cama. Había apagado todas las luces excepto la pequeña lámpara de la mesita de noche que estaba detrás contra la que su silueta aparecía recortada y difuminada. Todo lo que había en la habitación parecía empequeñecido al lado de esa mole oscura. Se había puesto una pequeña careta de goma, infantil, con la forma de la cara de un lobo. Los rasgos del lobo se habían distorsionado porque él había estirado la diminuta careta sobre esa cara demasiado grande. En ese momento Lina se dio cuenta de que en realidad no tenía un disfraz ceñido a la piel, como había pensado en un principio, sino que todo su cuerpo, desde los tobillos hasta la garganta y bajando por los brazos hasta las muñecas, estaba cubierto de tatuajes. Palabras. Todo con la antigua caligrafía de antes de la guerra. El estaba allí de pie, enorme y mudo, con esa estúpida careta y el cuerpo lleno de tatuajes, con la luz detrás. Lina empezó a sentir miedo. En ese momento, él habló.

– Te he traído un regalo, Gretel -dijo, con la voz amortiguada por la careta de goma.

– ¿ Gretel? -Lina miró su disfraz, el que él le había pedido que se pusiera-. Éste no es un traje de Gretel. ¿Me he equivocado?

La cabeza detrás de la careta de lobo de goma y demasiado pequeña se movió lentamente. Él estiró la mano, en la que sostenía una caja de color azul fuerte con una cinta amarilla.

– Te he traído un regalo, Gretel -repitió.

– Oh… oh, gracias. Me encantan los regalos. -Lina practicó lo que consideraba una coqueta reverencia y cogió la caja. Intentó lo mejor que pudo ocultar el temblor de sus dedos mientras desataba la cinta-. Veamos… ¿qué tenemos aquí? -dijo, mientras levantaba la tapa de la caja y miraba en su interior. Cuando el grito de Lina atravesó el aire, él ya había cruzado la habitación y estaba encima de ella.

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