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Domingo, 18 de abril. 11:20 h


NORDDEICH, OSTFRIESLAND


En realidad no sé por qué este lugar te disgusta tanto. -Susanne levantó la cabeza hacia el sol y la brisa que se desplegaban sin sombra ni obstáculos por la inmensa planicie de las marismas de Wattenmeer, las cuales se extendían ininterrumpidamente de horizonte a horizonte. Caminaron hacia el punto en que la arena de la playa pasaba a adquirir el color negro y brillante de las marismas. La arena mojada y el barro se metían entre los dedos de los pies descalzos de Susanne-. Yo creo que esto es maravilloso.

– Y tiene tanto que ofrecer… -dijo Fabel sonriendo, con un tono de falso entusiasmo-. Tal vez esta tarde podríamos ir al museo del té, o a nadar al Wellenpark, el parque oceánico.

– Bueno, ambas cosas me suenan bien -protestó ella-. No hace falta que seas sarcástico. Yo creo que, en el fondo, no detestas tanto este sitio como dices.

Otro grupo de Wattwanderer pasó a su lado y se produjo un intercambio de saludos. Los otros habían venido a explorar las marismas más seriamente. Habían contratado a un guía local, llevaban pantalones cortos y sus piernas desnudas estaban resplandecientes y negras con el abundante barro del Watt. Susanne se cogió del brazo de Fabel y se acercó a él, apoyando la cabeza sobre su hombro mientras caminaban.

– No -respondió Fabel-. No lo detesto. Es sólo eso que nos ocurre a todos respecto del lugar en el que hemos crecido, supongo. La necesidad de escapar. En especial si es un lugar provinciano. Yo siempre sentí que Norddeich era lo más provinciano que existía.

Susanne se echó a reír.

– Toda Alemania es provinciana, Jan. Todos tienen su Norddeich. Todos tienen su Heimat.

Fabel negó con la cabeza y la fuerte brisa sopló en sus cabellos rubios. Él también iba descalzo, vestido con una vieja camisa de algodón, una descolorida cazadora azul y pantalones que había enrollado a la altura de los tobillos. Sus ojos celestes estaban ocultos tras un par de gafas de sol. Susanne jamás lo había visto con un atuendo tan informal. Así, parecía un chico joven.

– Tal vez por eso los cuentos de hadas han perdurado más en Alemania que en cualquier otra parte; porque nosotros hicimos caso a la advertencia de que no debíamos alejarnos jamás de lo conocido, lo fácil y lo cómodo… de nuestra Heimat. Pero, en cualquier caso, esto no es mi Heimat, Susanne. Hamburgo sí. Hamburgo es el lugar al que de verdad pertenezco. -Sonrió y la guió suavemente en una amplia curva hasta que dieron una vuelta completa y se enfrentaron a la orilla, donde el color de la arena cambiaba de un marrón brillante a un dorado blanquecino, y donde el horizonte se definía por la delgada cinta verde de los terraplenes-. Regresemos.

Caminaron en un silencio contemplativo por un rato. Luego Fabel señaló el terraplén que estaba más adelante.

– Cuando era niño, pasaba horas allí, mirando el mar. Es asombroso cómo cambian el mar y el cielo en esta zona. Y cuan rápido lo hacen.

– Puedo imaginármelo. Te veo como a un muchachito muy serio.

– Has estado hablando con mi madre… -dijo Fabel, riendo. Se había sentido nervioso, por razones que no podía definir, sobre la idea de llevar a Susanne allí; sobre que conociera a su madre. En especial teniendo en cuenta que había decidido hacerlo el mismo fin de semana en que estaría con su hija. Pero, como había ocurrido aquella noche con Otto y Else, la belleza, la cordialidad y el encanto de Susanne habían triunfado; incluso cuando Susanne le comentó a su madre que todavía tenía un resto de un encantador acento británico. Fabel había hecho una mueca interna; a su madre le gustaba pensar que hablaba un alemán perfecto y sin acento y, de niños, Fabel y su hermano Lex habían aprendido que no convenía corregir a su madre, que era maestra de escuela, cuando cometía un error con los artículos. Pero, por alguna razón, Susanne había hecho que la madre de Fabel se sintiera como si hubiera recibido un cumplido.

Habían venido juntos en coche desde Hamburgo. Susanne y Gabi habían pasado la mayor parte del viaje haciendo bromas amables a costa de Fabel. El viaje, y el fin de semana en Norddeich, habían dejado a Fabel contento y perturbado en igual medida: por primera vez desde su divorcio de Renate había experimentado la sensación de algo parecido a una familia.

Aquella mañana, Fabel se levantó primero y dejó que Susanne siguiera durmiendo. Gabi se había marchado poco antes a Norden, la ciudad «prima» de Norddeich. Fabel preparó el desayuno con su madre, observando cómo ella llevaba a cabo las mismas tareas rutinarias en la cocina que había hecho cuando él era pequeño; pero ahora, a pesar de una recuperación rápida y casi total, ella se movía con más lentitud, pausadamente. Y parecía más frágil. Hablaron sobre el padre muerto de Fabel, sobre Lex, su hermano y su familia, y luego sobre Susanne. Apoyando la mano en el antebrazo de Fabel, su madre dijo: «Sólo quiero que vuelvas a ser feliz, hijo». Le había hablado en inglés, que, desde su infancia, había sido el lenguaje de la intimidad entre él y su madre. Casi como si fuera su idioma secreto.

Fabel se volvió hacia Susanne y confirmó la observación que ella había hecho.

– Tienes razón. Yo era un niñito serio, supongo… Demasiado serio. Demasiado formal, como niño y como adulto. La última vez que estuve aquí, mi hermano Lex dijo exactamente lo mismo: «Siempre un chico tan serio». Yo acostumbraba a sentarme allí, en el terraplén, detrás de la casa, a mirar el mar, imaginando los dragones anglos y sajones que navegaban hacia la costa celta de Gran Bretaña. Para mí, eso definía este lugar, esta costa. Me enfrentaba al mar y era consciente de la inmensidad de Europa detrás de mí y del mar abierto delante. Supongo que tener una madre británica tenía algo que ver con todo aquello. Tantas cosas se iniciaron aquí… Inglaterra nació aquí. Y América. Todo el mundo anglosajón desde Canadá hasta Nueva Zelanda. Se reunieron aquí: los anglos, los jutos, los sajones… todos los ingvaeones… -Se detuvo, como si lo que acababa de decir lo hubiese tomado por sorpresa.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Susanne.

Fabel lanzó una risita irónica.

– Es este caso. Esto de los «Grimm». Parece que no consigo sacármelo de la cabeza. O, más exactamente, nunca consigo apartarme de uno o los dos hermanos Grimm.

– Espero que no empecemos a hablar de trabajo… -dijo Susanne, exagerando el tono de advertencia en su voz.

– Es sólo lo que estaba diciendo sobre los ingvaeones, «el pueblo del mar», los hijos de Ing. De pronto he recordado dónde fue la primera vez que leí sobre ellos… en la Mitología teutónica de Jakob Grimm. Rascas cualquier parte de la superficie de la lingüística o la historia de Alemania y encuentras una conexión con los Grimm. -Fabel hizo un gesto de disculpa-. Lo siento. Aunque en realidad no estaba hablando del trabajo. Es sólo que he estado conversando con ese escritor, Gerhard Weiss. Él dice que todos creemos que somos únicos, pero en realidad no somos más que variaciones sobre un mismo tema, y por eso las fábulas y los cuentos de hadas tienen una resonancia y una relevancia constantes. Pero no puedo evitar sentir que los cuentos de los Grimm son tan… tan alemanes, incluso aunque tengan orígenes y paralelismos fuera de Alemania. Tal vez ocurre como con el instinto por la comida de los franceses y los italianos. Quizá nosotros tengamos un instinto por los mitos y leyendas. Los Nibelungenlied, los hermanos Grimm, Wagner y todo eso.

Susanne se encogió de hombros y los dos se quedaron en silencio. Una vez llegaron a la amplia franja blanca y dorada de arena y dunas, se acercaron al Strandkorb, el sillón doble de cestería y cerrado donde habían dejado sus toallas y zapatos. Se sentaron refugiándose de la brisa y se besaron.

– Bueno -dijo Susanne-. Si no vas a llevarme al maravilloso mundo acuático del Wellenpark, o a apreciar las riquezas culturales del Teemuseum, entonces tal vez deberíamos volver e invitar a tu madre y a Gabi a comer a un lugar bonito.

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