Miércoles, 14 de abril. 21:30 h
Sankt Pauli, Hamburgo
Max era un artista.
Su arte le importaba mucho, realmente mucho. Lo había estudiado como se debía, investigando sus orígenes, su historia, su evolución. Max era muy consciente del privilegio que representaba trabajar en el mejor de los medios posibles, el más noble y el más antiguo. El trabajaba en el mismo lienzo en que los artistas llevaban milenios trabajando, desde el principio de la cultura humana, incluso probablemente desde antes de que comenzaran a pintar en las cavernas. Sí, era un arte grande y noble. Y por eso a Max le irritaba tanto el hecho de que, justo cuando estaba trabajando, se le hubiera presentado una erección incontenible. Hacía todo lo que podía para apartar la mente de la tumescencia que presionaba contra el cuero de sus pantalones. Incluso intentaba concentrarse en los detalles de su trabajo pero, después de todo, era el más sencillo de los diseños, un corazón dentro de una corona de flores, y podría haberlo hecho dormido. Ni siquiera habría accedido a tatuarlo en el rasurado mons pubis de la prostituta a esa hora de la noche si no hubiera recibido una llamada telefónica de uno de sus mejores clientes de todos los tiempos, quien le había preguntado si podía pasar a verlo a las diez. Tenía que quedarse a esperarlo, de modo que cuando se presentó la prostituta él pensó que ya que estaba podría ganar algo de dinero en ese tiempo.
– ¡Ayy!… Eso duele… -La joven y hermosa prostituta se retorció y Max tuvo que apresurarse a apartar la aguja de tatuado. Cuando lo hizo, ¡as partes pudendas de la mujer se contorsionaron cerca de la cara de Max y él sintió que se endurecía un poco más.
– No tardaré mucho -dijo con impaciencia-. Pero debes quedarte quieta, o cometeré un error.
La chica lanzó una risita.
– ¡Esto me va a dar mucha clase! -dijo, y luego se sobresaltó cuando Max volvió a aplicar la aguja en su piel-. Las otras chicas se hacen cosas sin ningún gusto, pero me dijeron que tú eras realmente bueno. Como un verdadero artista, o algo así.
– Me siento honrado -dijo Max, sin mucho convencimiento-. Sólo déjame terminar con esto. -Limpió la tinta y la sangre del tatuaje, y rozó con el pulgar los labios vaginales. La chica volvió a reírse.
– ¿Sabes, cariño? Podríamos llegar a un acuerdo sobre el pago. Hago muy buenas mamadas, ¿sabes…?
Max le miró la cara. No podría tener mucho más de diecinueve años.
– No, gracias -dijo, volviendo a su trabajo-. Si no te molesta, prefiero el dinero.
– De acuerdo -dijo ella-. No sabes lo que te pierdes.
Max suspiró profunda y largamente cuando la chica se marchó, y trató de quitarse de la cabeza la imagen de aquel cono. Su cliente llegaría pronto y Max sintió una excitación anticipada; este tipo era un entendido. Max consideraba que el trabajo que había hecho para él era su obra maestra. El cliente se había negado cuando Max le pidió tomarle una fotografía. Y Max no había insistido. El tipo era enorme. Inmenso. Y no convenía discutir con él. Pero su tamaño era un atractivo añadido para Max. Significaba que había más superficie de piel. Y eso, a su vez, significaba que éste le había proporcionado el lienzo más grande en el que Max había trabajado.
Había tardado semanas, meses, para terminar la obra. El dolor que habría sentido su cliente debía de haber sido insoportable, con una superficie tan grande en carne viva e inflamada. Sin embargo siempre volvía, un día cada semana, insistiendo en que Max cerrara el taller y trabajara sólo con él, hora tras hora. Y ese cliente apreciaba verdaderamente lo que hacía Max. Sabía que había tenido que investigar. Estudiar. Prepararse. Mientras trabajaba, Max hablaba con su cliente sobre la nobleza de su arte; le contaba que él había sido un niño pálido, pequeño y enfermizo con talento artístico; que nadie le había prestado mucha atención. Le había explicado cómo, a los doce años, se había dispuesto, con una aguja y un poco de tinta india, a crear su primer tatuaje. En sí mismo. Le había hablado sobre el momento en que empezó a leer sobre el Moko, el arte del tatuaje de los maoríes de Nueva Zelanda. Los maoríes permanecían durante horas en una especie de estado de trance mientras el tatuador tribal, el tohunga, que tenía el mismo nivel que un doctor, les aplicaba la aguja golpeándola con un minúsculo mazo de madera. Para Max, los tohungas representaban el nivel máximo del arte del tatuaje: eran tanto escultores como pintores; no sólo pigmentaban la piel, sino que le cambiaban la forma, convirtiendo su arte en tridimensional, cincelando verdaderos pliegues y hondonadas en la piel. Y cada moko era único, especialmente concebido e individualmente realizado para su portador.
A las diez en punto de la noche sonó el timbre del estudio. Max corrió el cerrojo, abrió la puerta y delante de él apareció la silueta oscura e imponente de un hombre inmenso. Por un momento ocupó todo el umbral, cerniéndose sobre Max, antes de pasar junto a él y entrar silenciosamente en el estudio.
– Es una verdadera alegría volver a verlo -dijo Max-. Es un honor trabajar para usted… ¿Cómo puedo servirle esta noche?