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Jueves, 18 de marzo. 8:30 h


POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO


Fabel se despertó temprano pero se quedó acostado, contemplando el techo atravesado por la lenta y vacilante luz de la mañana. Susanne estaba dormida cuando él regresó del Präsidium. La relación entre ambos había llegado a esa etapa incómoda en la que cada uno tenía las llaves del apartamento del otro, de modo que Fabel había podido entrar al piso que Susanne tenía en Övelgönne y meterse en silencio en la cama mientras ella dormía. El intercambio de llaves era un símbolo de la exclusividad de la relación y la autorización mutua a acceder al más personal de los territorios, pero todavía no habían tomado la decisión de vivir juntos. De hecho, ni siquiera habían hablado del tema. Ambos tenían sentimientos muy intensos sobre la privacidad y, por diferentes razones, habían cavado fosas invisibles alrededor de sus vidas. Ninguno de los dos estaba plenamente dispuesto a bajar el puente levadizo.

A la mañana siguiente, cuando Susanne se despertó, le dedicó una sonrisa semidormida y de bienvenida a Fabel e hicieron el amor. Para Fabel y Susanne había un momento dorado en las mañanas en el que no hablaban del trabajo, sino que charlaban, hacían bromas y compartían el desayuno, como si ambos tuvieran profesiones inocuas y para nada exigentes que no invadían sus vidas privadas. No lo habían planeado así. No habían fijado una regla sobre dónde y cuándo deberían hablar sobre sus trabajos en campos paralelos. Pero de alguna manera habían caído en el hábito de saludar y comenzar cada día como si fuera nuevo. Más tarde cada uno de ellos descendería, por caminos separados pero paralelos, hacia el mundo de locura, violencia y muerte que era el centro de su vida profesional cotidiana.

Fabel salió del apartamento poco antes que Susanne. Llegó al Präsidium justo después de las ocho y analizó los expedientes del caso y sus notas de los días anteriores. Durante media hora añadió detalles al boceto que ya se había formado en su mente. Trató de hacerse una idea objetiva pero, por mucho que lo intentara, el rostro aturdido y fatigado de Frau Ehlers seguía colándose en sus pensamientos. Cuando eso ocurría, la ira de Fabel se renovaba, los rescoldos de la furia de la noche anterior volvían a encenderse y ardían con una intensidad todavía mayor en el aire frío y claro de un nuevo día. ¿Qué clase de bestia obtenía satisfacción infligiendo semejante tortura psicológica a una familia? En especial una familia cuya hija, según creía Fabel, él ya había asesinado. Y Fabel sabía que debía prolongar esa agonía: no podía confiar en la identificación fallida de una víctima que llevaba tres años desaparecida. Existía la posibilidad remota de que el tiempo, y cualesquiera fueran los traumas y malos tratos que habría sufrido en ese período, hubieran generado cambios sutiles en su aspecto.

Fabel esperó hasta las nueve de la mañana antes de levantar el teléfono y apretar el botón de memoria con el número del Institut für Rechtsmedizin. Pidió que le pasaran con Herr Doktor Möller. Möller era el patólogo forense con quien Fabel había trabajado en la mayoría de los casos. Sus modales arrogantes y agresivos le habían ganado la enemistad de casi todos los investigadores de homicidios de Hamburgo, pero Fabel sentía un gran respeto por sus conocimientos.

– Aquí Möller… -La voz al otro lado del teléfono sonaba distraída, como si atender la llamada fuera una interrupción no deseada de una tarea infinitamente más importante.

– Buenos días, Herr Doktor Möller. Soy el Kriminalhauptkommissar Fabel.

– ¿Qué ocurre, Fabel?

– Está a punto de hacerle una autopsia a la chica que encontramos en la playa de Blankenese. Hay una confusión res-pecto de su identidad. -Fabel procedió a explicar el contexto, incluyendo la escena que había ocurrido durante lo que debe-11 a haber sido una identificación de rutina en el Instituí la no-i he antes-. Me preocupa que todavía quede una probabilidad de que la chica muerta sea Paula Ehlers, aunque sea muy remota. No quiero angustiar más a la familia, pero necesito establecer la identidad de la chica.

Möller se quedó callado un momento. Cuando habló, su voz carecía de su habitual tono autoritario.

– Como usted sabe, podría hacerlo a partir de los registros dentales. Pero me temo que la forma más rápida y segura sea lomar muestras de la saliva de la madre de la chica desapareada. Podré hacer una comparación urgente de ADN aquí, en el laboratorio del Instituí.

Fabel le agradeció y colgó. Hizo otra llamada a Holger Brauner y, sabiendo que podía confiar en el tacto de Brauner, le pidió que se encargara personalmente de tomar las muestras de saliva de la madre.

Cuando colgó pudo ver, a través de la mampara de cristal que separaba su despacho de la oficina principal de la Mordkommission, que Anna Wolff y Maria Klee ya estaban en sus escritorios. Llamó a Arma por el intercomunicador y le pidió que viniera. Cuando ella entró en su despacho él le pasó por encima del escritorio la fotografía de la chica muerta tomada en el depósito de cadáveres.

– Quiero saber quién es ella en realidad, Anna. Me gustaría tener la respuesta antes del final del día. ¿Cómo vas hasta ahora?

– Estoy haciendo una verificación en la base de datos de personas desaparecidas de la BKA. Es probable que esté allí. He puesto un parámetro en la búsqueda con mujeres entre diez y veinticinco años y con prioridad para los casos ocurridos en un radio de doscientos kilómetros de Hamburgo. No pueden ser tantos.

– Ésta es tu tarea para hoy, Anna. Deja cualquier otra cosa y concéntrate en establecer la identidad de esta chica.

Anna asintió.

Chef… -Hizo una pausa. Había algo incómodo en su postura, como si no estuviera segura de lo que iba a decir.

¿ Qué ocurre, Anna?

– Fue muy duro. Me refiero a lo de anoche. No pude dormir después.

Fabel sonrió sin alegría y le indicó que se sentara.

– No eres la única. -Hizo una pausa-. ¿Quieres que te asigne algo distinto?

– No -respondió Anna enfáticamente. Se sentó al otro lado de Fabel-. No… Quiero seguir en este caso. Quiero averiguar quién es esta chica y quiero ayudar a encontrar a la verdadera Paula Ehlers. Es sólo que fue muy duro ver a una familia destrozada por segunda vez. La otra cosa fue que, y sé que esto suena loco, pero casi pude sentir la presencia de Paula… Bueno, no su presencia, en realidad su falta de presencia en la casa.

Fabel se quedó en silencio. Anna estaba tratando de dar forma a una idea y él quería que llegara hasta el final.

– Cuando yo era una niña, había una chica en mi escuela que se llamaba Helga Kirsch. Era más o menos un año menor que yo y muy pequeñita, como un ratoncito. Tenía esa clase de cara que jamás notas pero que te darías cuenta de que la conoces si la ves fuera de contexto. Ya sabes, si la vieras en la ciudad el fin de semana o algo así.

Fabel asintió.

– En cualquier caso -continuó Anna-, un día nos reunieron a todos en la sala principal de la escuela y nos dijeron que Helga había desaparecido… Que había salido con su bicicleta y que sencillamente se había esfumado. Recuerdo que después de aquello empecé, bueno, a darme cuenta de que ya no estaba. Alguien con quien jamás había hablado pero que había ocupado alguna clase de espacio en mi mundo. Pasó una semana hasta que encontraron la bicicleta, y luego el cuerpo.

– Lo recuerdo -dijo Fabel. El había sido un joven Kommissar en la época y sólo había estado implicado en aspectos laterales del caso. Pero se acordaba del nombre. Helga Kirsch, trece años de edad, violada y estrangulada en un pequeño prado de pasto tupido junto al sendero para bicicletas. Habían tardado un año en encontrar al asesino y sólo después de que este hubiera truncado otra joven vida.

– Desde el momento en que se anunció su desaparición hasta el día en que encontraron el cuerpo hubo una sensación muy extraña en la escuela. Como si alguien se hubiese llevado una pequeña parte del edificio que no podíamos identificar pero que sabíamos que ya no estaba. Después de que la hallaran sentimos algo parecido a la pena, supongo. Y culpa. Yo me quedaba en la cama de noche tratando de recordar si alguna vez había hablado con Helga, o le había sonreído, o había tenido alguna clase de interacción con ella. Y, desde luego, no lo había hecho. Pero la pena y la culpa fueron un alivio después de aquel sentimiento de ausencia. -Anna se volvió y miró por la ventana de Fabel el cielo amoratado de nubes-. Recuerdo haber hablado con mi abuela sobre ello. Ella me explicó cosas de cuando era una niña, en los tiempos de Hitler, antes de que ella y sus padres comenzaran a esconderse. Dijo que era lo mismo que ellos sentían: que los nazis se llevaban de noche a personas a las que conocían, a veces familias enteras, y quedaba un espacio inexplicable en el mundo. Ni siquiera había una confirmación de la muerte para ocuparlo.

– Puedo imaginármelo -dijo Fabel, aunque no era cierto. El hecho de que Anna fuera judía nunca había tenido ninguna relevancia en su incorporación al equipo, ya fuera positiva o negativa. Esa cuestión, simplemente, no se había registrado en el radar de Fabel. Pero cada tanto, como en ese momento, él estaba sentado a una mesa con ella y se le hacía patente el hecho de que él era un policía alemán y ella judía, y en momentos así se sentía abrumado por el peso de una historia insoportable.

Anna apartó la mirada de la ventana.

– Lo siento. No puedo expresarlo con más claridad, sólo que estoy afectada. -Se puso de pie y fijó en Fabel la desconcertante franqueza de su mirada-. Te conseguiré la identificación, chef.

Después de que Anna saliera del despacho, Fabel sacó el bloc de dibujo de un cajón, lo puso sobre el escritorio y lo abrió. Pasó un momento mirando la amplia extensión de papel que se presentaba ante él. Vacía. Limpia. Otro símbolo del principio de un nuevo caso. Fabel llevaba más de una década de investigaciones de homicidios usando esos blocs. En esas hojas gruesas y satinadas, diseñadas para una tarea mucho más creativa, Fabel resumía el transcurso de los incidentes, apuntaba nombres abreviados de personas, lugares y hechos, y trazaba líneas entre ellos. Eran sus bocetos, sus esquemas de una investigación de homicidio, en los que aplicaba primero luces y sombras, luego detalles. En primer término trazó las ubicaciones: la playa de Blankenese y la casa de Paula en Norderstedt. Luego escribió los nombres que había encontrado en las últimas veinticuatro horas. Enumeró a ¡os cuatro miembros de la familia Ehlers y al hacerlo dio forma a la ausencia que Anna acababa de describir: tres miembros de una familia -padre, madre y hermano- localizados; tres personas que uno podía buscar y encontrar, con las que se podía hablar y de quienes uno podía formarse una imagen viva en la mente. Luego estaba el cuarto miembro. La hija. Para Fabel ella seguía siendo un concepto; una colección insustancial de las impresiones y los recuerdos de otras personas; una imagen, captada en una película fotográfica, de ella soplando las velas en una tarta de cumpleaños.

Si Paula era un concepto sin forma, también estaba la chica que encontraron en la playa: una forma sin concepto; un cuerpo sin identidad. Fabel escribió las palabras «ojos azules» en el centro de la hoja. Había, por supuesto, un número de caso que podría haber utilizado, pero ante la falta de un nombre «ojos azules» era lo más cerca que podía estar. Sonaba más como una persona y menos como una cosa muerta, que era en lo que la convertiría el número de caso. Trazó una línea desde «ojos azules» hasta Paula, con una interrupción en el medio. En ese espacio dibujó un doble signo de interrogación. Fabel estaba convencido de que en esa brecha se encontraba el asesino de la chica de la playa y el secuestrador y posible homicida de Paula Ehlers. Podrían haber sido dos personas distintas, desde luego. Pero no dos personas, ni más, que actuaran de manera independiente. Ya fuera que se tratase de un individuo, un par o un grupo más grande, quienquiera que hubiera matado a «ojos azules» también se había llevado a Paula Ehlers.

Fue entonces cuando sonó el teléfono.

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