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Lunes, 26 de abril. 15:00 h

Sankt Pauli, Hamburgo


Como Anna había previsto, Fendrich no había podido presentar ninguna clase de coartada sólida que explicara qué había hecho la noche del asesinato. Ni siquiera había podido decir que había estado mirando la televisión y dar una descripción detallada de los programas de aquella noche. En cambio, había pasado todo ese tiempo leyendo y preparando las clases para el día siguiente. Era evidente que Anna sentía pena por Fendrich. Al parecer había quedado totalmente consternado por la profanación de la tumba de su madre. Fabel creía que tal vez Anna había ido demasiado lejos cuando, para tranquilizar a Fendrich, le comentó la teoría de Fabel de que el verdadero asesino estaba usándolo para desviar a la policía.

Por lo menos habían averiguado a quién pertenecían los ojos. Los análisis de ADN habían confirmado que uno de los pares era de Bernd Ungerer, mientras que el segundo concordaba con el cuerpo sacado del Elba. Holger Brauner también había analizado el pelo del cuerpo del río. Esos análisis confirmaron que el muerto tatuado había consumido drogas, aunque no en grandes cantidades en los últimos tiempos. Möller, el patólogo, declaró que la causa de la muerte había sido el único corte ancho de la garganta y que no había entrado agua en los pulmones. La víctima estaba muerta antes de que la arrojaran al agua.

A esa altura ya habían conseguido dos Durchsuchungsbes chluss, órdenes de registro, para dos domicilios. La primera era para el apartamento de Lina Ritter, una prostituta conocida a quien su hermana había denunciado como desaparecida. Habían accedido al expediente de Ritter y habían averiguado que se trataba de la misma mujer que había sido hallada en pose y vestida con un traje tradicional, en el Garten der Frauen del cementerio de Ohlsdorf.

La segunda orden era para ese sitio, un estudio de tatuajes en una parte sórdida de Sankt Pauli. No habían tardado mucho en encontrarlo. Se había pedido a la SchuPo de cada una de las Stadtteile, los distritos en que se dividía la ciudad de Hamburgo, que comprobaran todos los salones de tatuaje de la zona, y que enseñaran imágenes de los tatuajes para ver si alguno los reconocía. Un joven y agudo Obermeister había decidido no restarle importancia al hecho de que ese estudio en particular siempre parecía estar cerrado y había hecho algunas averiguaciones en el barrio. Nadie sabía dónde estaba Max Bartmann, pero era raro que su salón no estuviera abierto. Siempre daba la impresión de que su negocio era su vida y, en cualquier caso, su casa estaba encima de la tienda.


El salón era minúsculo. Había un solo cuarto, con una ventana que habría dado directamente a la calle si no hubiera estado totalmente cubierta con fotografías e ilustraciones que exhibían a los viandantes el talento del tatuador. Casi no pasaba ninguna luz natural por el collage de muestra y Fabel tuvo que encender la desnuda bombilla del techo para ver con claridad. Dio las gracias al SchuPo y le pidió que aguardara fuera, dejando a Fabel y Werner en el atestado estudio. Había un par de sillones de cuero, viejos y destartalados, dispuestos a ambos lados de una pequeña mesa lateral con algunas revistas. Una mesa acolchada de fisioterapia estaba ubicada contra una pared y tenía una banqueta giratoria a un lado. Había una lámpara flexible fijada al borde de la mesa. De un enchufe de pared salía una maraña de cables que pasaban por una caja de metal con un interruptor y un cuadrante y luego terminaban en una máquina de tatuaje hecha de aluminio. Había tres máquinas más sobre la mesa. Una estantería montada en la pared albergaba hileras de tintas de tatuaje en una amplia gama de colores, plantillas, agujas, una caja de guantes quirúrgicos e hisopos estériles.

Antes de tocar nada, Fabel sacó un par de guantes forenses del bolsillo de la chaqueta y se los puso. Igual que la ventana, las paredes estaban revestidas de ejemplos de dibujos de tatuajes y fotografías de clientes satisfechos. Tardarían siglos en revisar todas esas imágenes para ver si alguna de ellas coincidía con los tatuajes del muerto. Un gran poster con un panorama de montañas y mar y con un pie de foto que decía, en grandes mayúsculas, NUEVA ZELANDA, era uno de los dos únicos adornos de pared que no estaban relacionados con los tatuajes. El otro era una nota, escrita con marcador, que establecía las reglas del estudio: no fumar, no traer niños, nada de alcohol ni drogas, no faltar al respeto.

Fabel examinó las fotografías más detalladamente. Si bien muchas eran primeros planos con flash de nítidos tatuajes recién hechos, también había otras con dos o más personas sonriendo a la cámara, girando un hombro o una cadera hacia la lente para enseñar las obras de arte que llevaban en el cuerpo. Había una persona en todas esas imágenes: un hombre delgado de pelo oscuro casi gris y atado hacia atrás en una coleta. Tenía mala cara, las mejillas hundidas y, en general, el aspecto de un bebedor. Fabel se concentró en una fotografía en particular. Era verano y el hombre de la coleta tenía un chaleco negro y aparecía junto a una mujer gorda que evidentemente acababa de hacerse tatuar un motivo floral en el carnoso pecho que exhibía en la foto. Fabel vio que el hombre de la foto también estaba cubierto de tatuajes. Pero no eran tan coloridos como los de sus clientes. Y consistían en diseños y dibujos.

– Werner… -llamó Fabel, sin apartar los ojos de la imagen-. Creo que hemos encontrado a nuestro hombre. No es un cliente; es el propio tatuador.

Había una entrada en el estudio, sin puerta, al parecer para aprovechar al máximo el limitado espacio, y con una cortina de cintas de plástico multicolores. Werner continuó examinando el estudio mientras Fabel exploraba el resto del local. Apartó las cintas de plástico y pasó a un diminuto vestíbulo cuadrado. A la derecha había un cuarto del tamaño de un armario que contenía un inodoro y un lavabo. Delante de Fabel una escalera empinada giraba abruptamente a la derecha, luego otra vez a la derecha, y terminaba en la planta superior. Había tres cuartos minúsculos. En uno estaba la cocina y la sala y estaba amueblado con un sofá y un sillón de cuero. El sillón era como los del estudio, pero estaba en condiciones mucho mejores. También había un televisor que parecía antiquísimo y una cadena de música. La segunda habitación era el dormitorio. Además era tan pequeño que los únicos muebles eran la cama, una estantería a lo largo de una pared y una lámpara en el suelo.

Fabel se sintió deprimido al ver un apartamento tan diminuto. Era sombrío pero limpio, y era obvio que Bartmann lo mantenía ordenado. Pero era la clase de espacio funcional y sin alma de los hombres que viven solos. Fabel pensó en su propio apartamento, con sus elegantes muebles, el suelo de madera de haya y la impresionante vista sobre el Alster. Estaba en un nivel diferente. Pero había algo en ese espacio que había encapsulado la vida de Bartmann que era deprimentemente similar al suyo. Allí, de pie en el apartamento de un muerto, Jan Fabel tomó una decisión sobre su propia vida.

Miró debajo de la cama y encontró un gran portafolios plano. Lo sacó y lo puso sobre la cama antes de abrirlo. Contenía dibujos a pluma, bocetos hechos con carbonilla y un par de pinturas. Los temas eran poco inspirados -árboles, edificios, naturalezas muertas- y eran claramente estudios para evaluar y mejorar la habilidad técnica, no la imaginación del artista. Fabel reconoció que tenía una destreza excelente. Cada estudio estaba firmado con las iniciales «M. B.».

Dejó el portafolios sobre la cama y se acercó a examinar la estantería. Estaba claro que ésa era la biblioteca de Bartmann, donde guardaba todo lo relacionado con el arte del tatuaje. Había textos académicos sobre la historia del arte corporal, libros sobre arte «fantástico» semipornográfico, y manuales de equipos de tatuaje. Pero había tres libros que no encajaban. Y uno de ellos hizo que Fabel sintiera una pequeña corriente de excitación que le recorrió el cuero cabelludo. Gebrüder Grimm: Gesammelte Märchen. Los cuentos completos de los hermanos Grimm. Junto a los cuentos de hadas, Fabel encontró dos libros sobre los antiguos tipos de letra gótica de Alemania: el Fraktur, el Kupferstich y el Sütterlin.

Letras y caligrafías del antiguo alemán; un ejemplar de los cuentos de hadas de los Grimm. No era algo que uno esperaría encontrar en el apartamento de un tatuador. Otro asesinato relacionado con los Grimm y otro cuerpo, pero que no se suponía que encontrarían.

Fabel sacó los tres libros de la estantería y los puso a un lado para guardarlos más tarde en bolsas de evidencias. Se quedó de pie un momento en el deprimente dormitorio y miró los libros. Sabía que todavía tenía que desentrañar el significado exacto de ese material; también sabía que acababa de dar un paso que lo acercaba mucho al asesino. Abrió el teléfono móvil y apretó un botón de la memoria de números.

– Anna… Soy Fabel. Tengo un encargo extraño. Quiero que telefonees a Fendrich y le preguntes si lleva algún tatuaje…

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