Capítulo 7

– ¿Hacia dónde? -le pregunto a Paul mientras la biblioteca desaparece a nuestra espalda.

– Hacia el museo de arte -dice, encorvándose para mantener seco el atado de trapos.

Para llegar allí pasamos frente a Murray-Dodge, un edificio semejante a un sarpullido de piedra que se erige en el norte del campus. En su interior, una compañía de teatro estudiantil representa Arcadia, de Tom Stoppard, la última obra que Charlie tuvo que leer para Literatura 151w, y la primera que veremos juntos: tenemos entradas para la función del domingo. La voz de Thomasina, la niña prodigio de trece años que aparece en la obra y que la primera vez que leí el texto me hizo pensar en Paul, nos llega por encima de las paredes del escenario, semejantes a las de una caldera.

«-Si pudieras detener cada átomo en su posición y dirección, dice, y si tu mente fuera capaz de abarcar todas las acciones que quedarían suspendidas en ese momento, y si además fueras bueno para el álgebra, bueno de verdad, podrías escribir la fórmula del futuro.»

«-Sí -tartamudea su tutor, exhausto por la forma en que funciona la mente de la niña-. Sí: que yo sepa, eres la primera persona que ha pensado en ello.»

Desde una cierta distancia, la entrada principal al museo de arte parece estar abierta, lo cual, en una noche de día festivo, es un pequeño milagro. Los conservadores del museo son gente rara: la mitad son apocados como un bibliotecario, y la otra mitad son temperamentales como un artista. Uno tiene la impresión de que la mayoría preferirían dejar que un niño manche un Monet antes que permitir la entrada de un estudiante al museo cuando no es estrictamente necesario.

El McCormick Hall, sede del departamento de Historia del Arte, está frente al museo. La pared de la entrada es un panel de vidrio; al acercarnos, los guardias de seguridad nos observan desde su pecera. Tal como ocurría en una de las exposiciones de arte vanguardista que Katie me llevó a ver, y que no entendí, aquellos hombres tienen toda la apariencia de ser reales, pero permanecen perfecta, silenciosamente inmóviles. Sobre la puerta hay un cartel que dice reunión del consejo de administración del museo de arte. En letra más pequeña se añade: «El museo está cerrado al público». Dudo un instante, pero Paul entra sin ni siquiera llamar.

– Richard -dice en la sala principal.

Un puñado de patronos se dan la vuelta y nos miran, embobados, pero ningún rostro nos es familiar. Las paredes de la planta principal están salpicadas de lienzos, ventanas de color en mitad de una casa deprimentemente blanca. En la habitación contigua, sobre pilares de un metro de altura, hay varias vasijas griegas reconstruidas.

– Richard -repite Paul, esta vez en voz más alta.

La cabeza calva de Curry se gira sobre su cuello largo y grueso. Curry es alto y enjuto; lleva un traje oscuro de raya diplomática y una corbata roja. Cuando ve a Paul caminar hacia él, sus ojos oscuros se llenan de afecto. Su mujer murió sin descendencia hace unos diez años, y ahora el hombre considera a Paul su único hijo.

– Chicos -dice con calidez extendiendo los brazos, como si fuéramos niños, y enseguida se dirige a Paul-. No esperaba verte tan pronto. Pensé que terminarías mucho más tarde. Qué agradable sorpresa. -Se toquetea los gemelos con los dedos; sus ojos se llenan de placer. Se acerca para estrechar la mano que Paul le ofrece-. ¿Cómo estáis?

Sonreímos. La voz enérgica de Curry contradice su edad, pero por lo demás es evidente que la jauría del tiempo lo acecha. Desde la última vez que lo vi, hace apenas seis meses, han aparecido señas de rigidez en sus movimientos, y tras la piel de su rostro se ha formado un vacío muy leve. Ahora, Richard Curry es dueño de una gran casa de subastas de Nueva York y forma parte del consejo de administración de museos mucho más grandes que éste; pero según Paul, desde que la Hypnerotomachia desapareció de su vida, la carrera que la reemplazó no ha sido más que un oficio lateral, un intento de olvidar el pasado. Nadie parecía más sorprendido de su éxito, y a la vez menos impresionado por él que el mismo Curry.

– Ah -dice ahora, dándose la vuelta como si fuera a presentarnos a alguien-. ¿Habéis visto las pinturas?

A su espalda hay un lienzo que no he visto antes. Miro alrededor y me doy cuenta de que los cuadros que hay en las paredes no son los que suele haber aquí.

– Estos cuadros no son de la colección de la universidad -dice Paul.

Curry sonríe.

– No, no lo son. Todos los miembros del consejo ha traído algo esta noche. Hicimos una apuesta para ver quién podía dar en préstamo más cuadros.

Curry, el viejo jugador de fútbol americano, conserva en su manera de hablar un residuo de sus tiempos de retos y riesgos y apuestas entre caballeros.

– ¿Quién ha ganado? -pregunto.

– El museo -dice Curry, eludiendo la pregunta-. Princeton es el verdadero beneficiario de nuestros esfuerzos.

En el silencio subsiguiente, Curry otea los rostros de los patronos que no han abandonado la gran sala tras nuestra interrupción.

– Iba a mostrarte esto después de la reunión del consejo -le dice a Paul-, pero no hay razón para no hacerlo ahora mismo.

Hace un gesto para que Paul y yo lo sigamos y se dirige hacia una sala que queda a nuestra izquierda. Miro a Paul preguntándome qué querrá decir, pero Paul parece no tener la menor idea.

– George Cárter padre ha traído estos dos -dice Curry mientras nos enseña las obra que hay a lo largo del pasillo. Hay dos pequeños grabados de Durero, en marcos tan viejos que tienen la textura de un madero encontrado en la playa-. Y el Wolgemut del otro lado. -Señala el extremo opuesto de la sala-. Philip Murray y su esposa han traído esos manieris-tas tan hermosos.

Curry nos conduce a una segunda sala donde los cuadros de la segunda mitad del siglo XX han sido reemplazados por telas impresionistas.

– La familia Wilson ha traído cuatro: un Bonnat, un Manet pequeño, dos de Toulouse-Lautrec. -Nos da un rato para estudiarlas-. Los Marquand han añadido este Gauguin.

Cruzamos el vestíbulo, y en la sala de antigüedades, Curry dice:

– Mary Knight ha traído sólo una obra, pero es un busto romano muy grande y, según dice, podría convertirse en donación permanente. Muy generosa.

– ¿Y tú?


Curry nos ha llevado de vuelta a la sala del principio tras trazar un amplio círculo por toda la primera planta.

– Esto es lo mío -dice él, moviendo la mano en el aire.

– ¿Cuál?

– Todos.

Paul y Curry intercambian miradas. La sala principal contiene más de una docena de obras.

– Venid por aquí -nos dice Curry, y regresamos a una pared con lienzos próxima al lugar donde lo encontramos-. Éstos eran los que os quería mostrar.

Nos conduce ante todos los lienzos que hay en la pared, de uno en uno, pero no dice nada.

– ¿Qué tienen en común? -nos pregunta, después de darnos unos segundos para digerirlo todo.

Yo niego con la cabeza, pero Paul lo comprende enseguida.

– El tema. Todos hablan del relato bíblico de José.

Curry asiente.

– José vendiendo trigo al pueblo -comienza, señalando el primero-. De Bartholomeus Breenbergh, alrededor de 1655. Convencí al instituto Barber de que lo prestara.

Nos da un momento antes de pasar a la segunda pintura.

– José y sus hermanos, de Franz Maulbertsch, 1750. Mirad el obelisco del fondo.

– Me recuerda un grabado de la Hypnerotomachia -digo.

Curry sonríe.

– Al principio yo pensé lo mismo. Desafortunadamente, no parece que haya conexión alguna.

Nos conduce al tercero.

– Pontormo -dice Paul, antes de que Curry tenga tiempo de decir nada.

– Sí. José en Egipto.

– ¿Cómo lo has conseguido?

– Londres no permitía que el cuadro viniese directamente a Princeton. Tuve que hacerlo a través del Met.

Curry está a punto de decir algo más cuando Paul ve los dos últimos cuadros de la serie. Son un par de tablas de varios palmos de altura, llenas de colorido. Su voz se llena de emoción.

– Andrea del Sarto. Historias de José. Los vi en Florencia.

Richard Curry guarda silencio. Fue él quien puso el dinero para que Paul pasara el verano de nuestro primer curso en Italia, investigando sobre la Hypnerotomachia. Ha sido la única vez que Paul ha salido del país.

– Tengo un amigo en el Palazzo Pitti -dice Curry, cruzándose las manos sobre el pecho-. Se ha portado muy bien conmigo. Los tengo en préstamo durante un mes.

Por un instante, Paul se queda allí, paralizado, mudo. Tiene el pelo pegado a la cabeza y aún húmedo por la nieve, pero una sonrisa se forma en sus labios cuando vuelve a fijarse en la pintura. Al final, tras observar su reacción, se me ocurre que debe haber una razón para que los lienzos se hayan montado en este orden. Forman un crescendo de significado que sólo Paul puede entender. Curry debe haber insistido en esta disposición, y los conservadores del museo deben haberla consentido para satisfacer al patrono que ha traído más obras que todos los demás juntos. La pared que tenemos en frente es un regalo: de Curry para Paul. Una felicitación silenciosa por la finalización de la tesina.


– ¿Has leído el poema de Browning sobre Andrea del Sarto? -pregunta Curry, intentando expresarlo en palabras.

Yo lo he leído (en un seminario de literatura), pero Paul dice que no lo ha hecho.

– «Tú haces lo que tantos sueñan durante toda su vida» -dice Curry-. «¿Lo que sueñan? No: lo que intentan, por lo que sufren, en lo que fracasan.»

Finalmente, Paul se da la vuelta y le pone a Curry una mano en el hombro. Da un paso atrás y se saca el atado de trapos de debajo de la camisa.

– ¿Qué es esto?

– Algo que Bill acaba de traerme. -Paul está indeciso, y noto que no está seguro de cómo reaccionará Curry. Desenvuelve cuidadosamente el libro-. He pensado que debías verlo.

– Mi diario -dice Curry, dándole vueltas entre las manos-. No puedo creerlo…

– Lo usaré -dice Paul-. Para terminar.

Pero Curry lo ignora; al mirar el libro, su sonrisa desaparece.

– ¿De dónde ha salido?

– De Bill.

– Eso ya lo has dicho. ¿Dónde lo ha encontrado él?

Paul titubea. En la voz de Curry ha aparecido un tono extraño.

– En una librería de Nueva York -digo-. Una tienda de antigüedades.

– Imposible -farfulla el hombre-. Lo busqué por todas partes. En cada librería, cada biblioteca, cada tienda de empeño de Nueva York. En las casas de subastas más importantes. Durante treinta años, Paul. Y nada. Desaparecido. -Pasa las páginas, las escruta cuidadosamente con los ojos y las manos-. Sí, mira. Ésta es la sección de la que te hablé. Colonna aparece mencionado aquí. -Pasa a otra entrada del diario, luego a otra-. Y aquí también. -Levanta abruptamente la mirada-. Es imposible que Bill haya tropezado así como así con esto. Es imposible que esto haya ocurrido precisamente esta noche, la víspera de la fecha de entrega de tu tesina.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué me dices del dibujo? ¿También te lo ha dado Bill?

– ¿Qué dibujo?

– El pedazo de cuero. -Curry forma un rectángulo de unos treinta centímetros cuadrados con los pulgares y los índices-• Estaba metido en el pliegue central del diario. El pedazo de cuero llevaba un dibujo. Un plano.

– Eso no estaba -dice Paul.

Curry vuelve a girar el libro entre las manos. Sus ojos se han vuelto fríos y distantes.

– Richard, debo devolverle el libro a Bill mañana mismo -dice Paul-. Lo leeré esta noche. Tal vez me ayude a comprender la última sección de la Hypnerotomachia.

Curry vuelve a la realidad.

– ¿No has terminado el trabajo?

La voz de Paul se llena de ansiedad.

– La última sección no es como las demás.

– ¿Y la fecha de entrega? ¿Qué pasa con la fecha de entrega?

Cuando Paul no responde, Curry pasa una mano por la cubierta del diario y luego renuncia a él.

– Termínalo. No arriesgues todo lo que has ganado. Hay mucho en juego.

– No lo haré. Creo que ya casi lo tengo. Estoy cerca.

– Si necesitas algo, sólo dímelo. Un permiso de excavación. Topógrafos. Si está allí, lo encontraremos.

Miro a Paul. Me pregunto a qué se refiere Curry. Paul sonríe con nerviosismo.

– No necesito nada más. Ahora que tengo el diario, podré encontrarlo por mi cuenta.

– No lo pierdas de vista. Nadie ha hecho nunca algo semejante. Recuerda a Browning: «lo que tantos sueñan toda su vida».

– Señor -dice una voz detrás de nosotros.

Nos damos la vuelta y vemos a un conservador del museo que camina en dirección a nosotros.

– Señor Curry, la reunión del consejo comenzará en breve. ¿Sería tan amable de dirigirse a la segunda planta?

– Seguiremos hablando más tarde -dice Curry, dándose la vuelta-. No sé cuánto durará la reunión.

Le da a Paul una palmada en el hombro y se dirige a la escalera. Cuando sube, Paul y yo nos encontramos a solas con los guardias.

– No he debido enseñárselo -dice Paul, casi hablando para sí mismo cuando comenzamos a caminar hacia la puerta.

Se detiene para mirar de nuevo la serie de cuadros, tratando de formarse una imagen a la que pueda volver cuando cierre el museo. Luego salimos.

– ¿Por qué habría de mentir Bill sobre el lugar donde encontró el diario? -pregunto, una vez hemos regresado a la nieve.

– No creo que lo haya hecho.

– Entonces, ¿a qué se refería Curry?

– Si supiera algo más, nos lo habría dicho.

– Tal vez no haya querido decírtelo en mi presencia.

Paul me ignora. Le gusta fingir que somos iguales a los ojos de Curry.

– ¿A qué se refería cuando dijo que podía conseguirte permisos de excavación? -le pregunto.

Paul mira por encima del hombro al estudiante que se nos ha acercado por detrás.

– Aquí no, Tom.

Sé muy bien cuándo no debo presionarlo. Tras un largo silencio, digo:

– ¿Puedes decirme por qué todas las pinturas tenían el tema de José?

Su expresión se ilumina.

– Génesis, treinta y siete. -Hace una pausa para recordar el texto-. «Y Jacob amaba a José más que a sus otros hijos, por ser el hijo de su vejez. Y le hizo una túnica de varios colores.»

Tardo un instante en entenderlo. El regalo de los colores. El amor de un padre maduro por su hijo predilecto.

– Está orgulloso de ti -digo.

Paul asiente.

– Pero no he terminado. Mi trabajo no ha terminado.

– No se trata de eso -le digo.

Paul sonríe con frialdad.

– Claro que sí.


Regresamos a los dormitorios, y noto en el cielo algo inquietante: está oscuro, pero no totalmente negro. Todo el firmamento, desde un horizonte al otro, está salpicado de nubes llenas de nieve de un gris pesado y luminoso. No se ve una sola estrella.


Al llegar a la puerta trasera de Dod, me doy cuenta de que no tenemos cómo entrar. Paul le hace señas a un estudiante de último curso, que nos lanza una mirada curiosa antes de prestarnos su tarjeta de acceso. Un pequeño tablero registra su proximidad con un pitido y enseguida la puerta se abre con el sonido de un rifle al cargarse. En el sótano, dos chicas de tercero están doblando ropa sobre una mesa abierta, vestidas con camisetas y shorts diminutos en el calor sofocante de la lavandería. Nunca falla: pasar por la lavandería en invierno es como entrar en un espejismo en el desierto: aire tembloroso de calor, cuerpos fantásticos. Cuando nieva fuera, la imagen de unos hombros y de unas piernas desnudas calienta la sangre como un trago de whisky. Estamos muy lejos de Holder, pero parece que hubiéramos entrado por accidente a la sala de espera de las Olimpiadas al Desnudo.

Subo al primer piso y me dirijo al flanco norte del edificio; nuestra habitación es la última del pasillo. Paul me sigue en silencio. Cuanto más nos acercamos, más pienso en las dos cartas que hay sobre mi mesa. Ni siquiera el descubrimiento de Bill es suficiente para distraerme. Durante semanas enteras me he dormido pensando en lo que una persona puede hacer con cuarenta y tres mil dólares al año. Fitzgerald escribió un relato sobre un diamante del tamaño del Ritz y antes de dormirme, en esos momentos en que las proporciones de las cosas empiezan a fundirse, me imagino comprando un anillo con ese diamante para dárselo a una mujer que está justo al otro lado del sueño. Algunas noches pienso en comprar objetos mágicos, como hacen los niños en sus juegos: coches que nunca se estrellan o una pierna que siempre sana. Cuando me entusiasmo, Charlie es quien me mantiene con los pies sobre la tierra. Dice que debería comprarme una colección de zapatos de plataforma, o dar la entrada de una casa con techos bajos.

– ¿Qué hacen? -dice Paul, señalando el fondo del pasillo.

Allí están Charlie y Gil, de pie en mitad del corredor, mirando por la puerta abierta el interior de nuestra habitación, por la que alguien camina. Una segunda mirada me lo dice todo: la policía del campus está aquí. Alguien ha debido vernos saliendo de los túneles.

– ¿Qué sucede? -dice Paul, acelerando el paso.

Me apresuro a seguirlo.

La vigilante está observando algo que hay en el suelo de nuestra habitación. Charlie y Gil discuten, pero no alcanzo a entender sus palabras. En el momento preciso en que comienzo a inventar excusas por lo que hemos hecho, Gil nos ve venir y dice:

– Todo está bien. No se han llevado nada.

– ¿Qué?

Señala el umbral de la puerta. La habitación, ahora lo veo, está totalmente en desorden. Los cojines del sofá están en el suelo; los libros han sido arrojados fuera de sus estanterías. En el dormitorio que comparto con Paul, los cajones de las cómodas están abiertos.

– Dios mío -susurra Paul, abriéndose paso entre Charlie y yo.

– Alguien ha entrado -explica Gil.

– Y por la puerta -añade Charlie-. No estaba cerrada con llave.

Me doy la vuelta para mirar a Gil, que fue el último en salir. Durante el último mes, Paul nos ha pedido que cerremos la puerta con llave hasta que termine su tesina. Gil es el único que se olvida.

– Mirad -dice en tono defensivo, señalando la ventana del extremo opuesto de la habitación-. Han entrado por ahí. No por la puerta.

Debajo de una ventana, junto a la pared norte del salón, se ha formado un pequeño charco. La ventana de guillotina está abierta de par en par, y la nieve, que llega nadando en el viento, se acumula en el alféizar. En el mosquitero hay tres inmensos cortes.

Entro en mi habitación con Paul. Su mirada recorre el borde de los cajones de su escritorio y se levanta hacia los libros de la biblioteca, que normalmente están en la estantería que Charlie le ha montado. Los libros han desaparecido. Paul mueve la cabeza de aquí para allá, buscándolos. Su respiración se hace sonora. Durante un instante estamos de regreso en los túneles; sólo las voces nos resultan familiares.

– No importa, Charlie. No han entrado por ahí -escuchamos.

– No te importa a ti, claro, porque no se han llevado nada tuyo.

La vigilante sigue caminando por el salón. -Alguien debía saber… -se dice Paul entre murmullos. -Mira esto -digo, señalando el colchón inferior de la litera.

Paul se gira. Los libros están a salvo. Con manos temblorosas, empieza a revisar los títulos.

Yo repaso mis pertenencias y lo encuentro casi todo intacto. Apenas si han tocado nada. Alguien ha revuelto mis cajones, pero sólo han llegado a descolgar de la pared una reproducción enmarcada de la primera página de la Hypnerotomachia que me regaló mi padre. La han abierto; una esquina está doblada, pero el resto está intacto. La sostengo entre las manos. Echo una mirada alrededor y veo el único de mis libros que está fuera de lugar: las galeradas de La carta Belladonna, anteriores a la decisión de mi padre de que El documento Belladonna sonaba mucho mejor.

Gil entra en el vestíbulo que hay entre los dormitorios y dice en voz alta:

– No han tocado nada mío ni de Charlie. ¿Ya vosotros?

Hay una sombra de culpa en su voz, una esperanza de que, a pesar del desorden, nada haya desaparecido.

Cuando miro hacia donde está, veo a qué se refiere: la otra habitación está intacta.

– Nada mío -le digo.

– No han encontrado nada -me dice Paul.

Antes de que pueda preguntarle qué quiere decir con eso, una voz llega desde el vestíbulo y nos interrumpe.

– ¿Puedo haceros un par de preguntas?

La vigilante, una mujer de piel curtida y pelo rizado, nos mira detenidamente mientras nos acercamos, empapados de nieve, desde las esquinas de la habitación. La imagen de Paul vestido con el chándal de Katie, de mí mismo vestido con su camiseta de natación sincronizada, le llama la atención. La mujer, identificada como teniente Williams en la chapa que lleva sobre el bolsillo del pecho, saca del abrigo un cuaderno de estenografía.

– ¿Sus nombres?

– Tom Sullivan -digo-. Él es Paul Harris.

– ¿Se han llevado algo vuestro?

Los ojos de Paul siguen buscando en la habitación, haciendo caso omiso de la vigilante.

– No lo sé -digo.

Levanta la mirada.

– ¿Habéis echado un vistazo?

– No hemos notado que falte nada.

– ¿Quién ha sido la última persona en salir esta noche?

– ¿Por qué?

Williams se aclara la voz.

– Porque sabemos quién ha dejado la puerta sin llave, pero no quién ha dejado la ventana abierta.

Se regodea con las palabras «puerta» y «ventana», recordándonos que todo esto es culpa nuestra.

Paul se fija en la ventana por primera vez. Palidece.

– Creo que he sido yo. En el dormitorio hacía calor y Tom no quería que abriera la ventana. Así que he venido a trabajar al salón y debo haberme olvidado de cerrarla.

– Mire -le dice Gil a la vigilante al ver que la mujer no está haciendo mucho por ayudarnos-, ¿podemos terminar con este asunto? No creo que haya nada más que ver aquí.

Sin esperar respuesta, cierra la ventana de un golpe y lleva a Paul al sofá. Se sienta a su lado.

La vigilante hace un garabato final sobre el cuaderno.

– Ventana abierta, puerta cerrada. Nada robado. ¿Algo más?

Nadie dice nada.

Williams niega con la cabeza.

– Los robos son difíciles de resolver -dice como si nosotros tuviéramos muchas expectativas-. Informaremos a la policía local. La próxima vez, cerrad con llave antes de salir. Así os ahorraréis problemas. Si descubrimos algo más, nos pondremos en contacto con vosotros.

Camina penosamente hacia la salida y sus botas chirrían a cada paso. La puerta se cierra sola.

Me acerco a la ventana para echar otro vistazo. La nieve derretida en el suelo es absolutamente transparente.

– No moverán un dedo -dice Charlie.

– No importa -dice Gil-. No han robado nada.

Paul está callado, pero sus ojos siguen recorriendo la habitación.

Levanto la guillotina de la ventana y dejo que el viento invada el salón de nuevo. Gil se gira hacia mí, molesto, pero yo sólo me fijo en los cortes del mosquitero, que siguen el borde del marco por tres de los cuatro lados, de tal manera que la red se sacude al viento como una puerta para perros. Vuelvo la mirada al suelo. El único barro que hay es el de mis zapatos.

– Tom -me grita Gil-, cierra la maldita ventana.

Ahora Paul se ha dado la vuelta para mirar también. El postigo está abierto hacia fuera, como si alguien hubiera salido por la ventana. Pero algo falla. La vigilante no se ha molestado en comprobarlo.

– Mirad esto -digo, pasando los dedos sobre las fibras del mosquitero, por el lugar del corte. Al igual que el postigo, todas las incisiones apuntan hacia fuera. Si alguien hubiera cortado el mosquitero para entrar, los bordes apuntarían hacia nosotros.

Charlie ya ha comenzado a revisar la habitación.

– Tampoco hay barro -dice señalando el charco sobre el suelo.

Gil y él intercambian una mirada que Gil parece tomar como acusación. Si el mosquitero se cortó desde dentro, estamos de vuelta al asunto de la puerta cerrada sin llave.

– No tiene lógica -dice Gil-. Si sabían que la puerta estaba abierta, no se habrían ido por la ventana.,

– Pero es que no tiene lógica de ninguna manera -le digo-. Si ya estás dentro, puedes salir por la puerta.

– Deberíamos contarles esto a los vigilantes -dice Charlie, dispuesto a plantar cara-. No puedo creer que la mujer ni siquiera se haya fijado en eso.

Paul no dice nada, pero pasa una mano por el diario.

– ¿Todavía piensas ir a la conferencia de Taft? -le pregunto.

– Supongo que sí. Falta casi una hora para que empiece.

Charlie está colocando los libros que van en los estantes más altos, a los que sólo llega él.

– Me pasaré por Stanhope -dice-. Para contarles a los vigilantes lo que se han pasado por alto.

– Tal vez sólo haya sido una broma -dice Gil, sin dirigirse a nadie en particular-. Nudistas olímpicos tratando de divertirse un poco.

Después de ordenar las cosas durante un rato, decidimos, todos a la vez, que ya basta. Gil se pone un par de pantalones de lana y mete la camisa de Katie en la bolsa de la lavandería.

– Podríamos comer algo de camino al Ivy.

Paul asiente mientras hojea su ejemplar de El mundo mediterráneo en la época de Felipe II de Braudel, como si le hubieran podido robar alguna página.

– Quiero echarle un vistazo a las cosas que tengo en el club.

– Y tal vez os queráis cambiar de ropa -nos dice Gil, mirándonos de arriba abajo.

Paul está demasiado preocupado para escucharlo, pero yo sé a qué se refiere, así que regreso a la habitación. Nadie iría al Ivy ataviado así ni por todo el oro del mundo. Sólo Paul, que es una sombra en su propio club, se rige por reglas distintas.

Mientras reviso mis cajones, me doy cuenta de que casi toda mi ropa está sucia. Hurgando en el fondo del armario, encuentro un par de pantalones caqui enrollados y una camisa que lleva doblada tanto tiempo que los dobleces se han vuelto arrugas, y las arrugas, pliegues. Busco mi chaqueta de invierno, y entonces recuerdo que se ha quedado en el túnel, colgada de la mochila de Charlie. Me conformo con el abrigo que mi madre me ha regalado por Navidad y me dirijo al salón, donde Paul sigue sentado junto a la ventana, los ojos fijos en las estanterías, tratando de resolver algún interrogante.

– ¿Vas a traer el diario? -le pregunto.

Da una palmada sobre el atado de trapos que tiene sobre el regazo y asiente.

– ¿Dónde está Charlie? -digo mirando alrededor.

– Ya se ha ido -me dice Gil mientras nos conduce al vestíbulo-. Para hablar con los vigilantes.

Coge las llaves de su Saab y se las mete en el abrigo. Antes de cerrar la puerta, se revisa los bolsillos.

– Llaves de la habitación… llaves del coche… tarjeta de identificación…

Se muestra tan cuidadoso que me irrita. No acostumbra a preocuparse por los detalles. Cuando vuelvo a mirar hacia el salón, veo mis dos cartas, que siguen sobre la mesa. Entonces, Gil cierra la puerta con una precisión infrecuente y hace girar el pomo dos veces para asegurarse de que no cederá. Caminamos hacia su coche en un silencio que se ha vuelto pesado. Mientras se calienta el motor vemos a los vigilantes que van y vienen a lo lejos, sombras entre las sombras. Los observamos durante un instante; enseguida Gil mete la marcha y nos deslizamos hacia la oscuridad.

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