Capítulo 16

Un verano, después de sexto grado, mi padre me mandó a un campamento de dos semanas de duración para antiguos Boy Scouts díscolos, cuyo propósito, ahora me doy cuenta, era reintegrarme entre mis compañeros más meritorios. Me habían retirado el pañuelo de Scout el año anterior por tirar petardos dentro de la tienda de campaña de Willy Carlson y más concretamente, por seguir opinando que aquello tenía su gracia incluso después de que me explicaran lo de la constitución débil y la vejiga excitable de Willy. El tiempo había pasado, y mis padres esperaban que las indiscreciones hubieran quedado en el olvido. En medio del alboroto que rodeó a Jake Ferguson, el muchacho de doce años cuyo negocio de tiras cómicas pornográficas transformó la experiencia moralmente estreñida del campamento en una empresa lucrativa que nos ampliaría los horizontes, fui degradado al nivel de un mal menor. Catorce días a orillas del lago Eire -parecían pensar mis padres- me devolverían al seno del rebaño.

En menos de noventa y seis horas se demostró lo equivocados que estaban. Mediada la primera semana, un jefe de grupo me dejó en casa y se largó enojado y sin mediar palabra. Me habían despedido deshonrosamente, esta vez por enseñarles a mis compañeros de campamento una canción inmoral. Una carta de tres páginas del director, densa en adjetivos penitenciarios y judiciales, me ubicaba entre los peores Scouts reincidentes del centro de Ohio. Como no sabía a ciencia cierta qué era un reincidente, les expliqué a mis padres lo que había hecho.

Nos habíamos reunido con una tropa de Chicas Scouts para navegar en canoa. Iban cantando una canción que yo conocía de las oscuras épocas que mi hermana había pasado entre campamentos y escudos: «Haz nuevos amigos, conserva a los viejos; los unos son plata, los otros son oro». Tras heredar de ella una letra alternativa, decidí compartirla con mis compañeros:

No hagas amigos, patea a los viejos. Sólo quiero plata, sólo quiero oro.

Estas líneas difícilmente podían ser motivo de expulsión, pero Willy Carlson, en un brillante arrebato de venganza, le propinó al instructor más viejo una patada mientras éste se agachaba para encender una fogata. Luego dijo que la culpa la tenía mi mala influencia: la nueva letra había hechizado su pie, proyectándolo contra el culo del viejo instructor. En cuestión de horas, la maquinaria de la justicia Scout se había puesto en marcha, y ambos estábamos haciendo las maletas.

Esta experiencia no tuvo más que dos consecuencias (aparte de mi abandono definitivo de los Boy Scouts). Primero, una estrecha amistad con Willy Carlson, cuya vejiga excitable, según supe después, no era más que una mentira inventada para conseguir que me echaran por primera vez. ¿Cómo no iba a caerte bien un tío así? Y segundo, un serio sermón de mi madre, cuyo argumento no entendí hasta que mis años en Princeton estaban a punto de llegar a su fin. No tenía ninguna objeción al primer verso de la letra reformada, a pesar de que técnicamente fuese el pateo de ancianos lo que me condenó. Lo que más la preocupó fue la extraña obsesión del segundo verso.

– ¿Por qué plata y oro? -dijo, tras sentarme en la pequeña trastienda de la librería, donde almacenaba los libros y los viejos archivadores.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté. En la pared había un calendario viejo del Museo Columbus de Arte, en la página del mes de mayo, en la que había un cuadro de Edward Hopper: una mujer sentada sola en su cama. No podía quitarle la mirada de encima.

– ¿Por qué no cohetes? -preguntó-. ¿O fogatas?

– Porque eso no sirve. -Recuerdo haberme sentido irritado; las respuestas me parecían evidentes-. El último verso tiene que ser parecido al original.

– Escúchame bien, Tom. -Mi madre me puso una mano en el mentón y me giró la cara para que la mirara. Según con qué luz, su pelo parecía dorado, como el de la mujer del cuadro de Hopper-. Esto no es normal. A un chico de tu edad no deberían importarle la plata y el oro.

– Si a mí no me importan. ¿Qué importancia tiene eso?

– Cada deseo tiene su objeto adecuado.

Se parecía a algo que me habían dicho en catequesis.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir que la gente se pasa la vida deseando las cosas equivocadas. El mundo confunde a la gente, y la gente ama y desea lo que no debería. -Se ajustó el cuello del vestido de tirantes y se sentó a mi lado-. Lo único que se necesita para ser feliz es desear lo adecuado en la medida adecuada. No el dinero, ni los libros, sino la gente. Los adultos que no comprenden esto nunca logran sentirse satisfechos. No quiero que a ti te pase lo mismo.

Nunca entendí por qué le parecía tan importante que mis pasiones se encauzaran en la dirección apropiada. Me limité a asentir de manera solemne, prometí que jamás volvería a cantar canciones que hablaran de metales preciosos, y noté que había logrado apaciguar a mi madre.

Pero el problema no eran los metales preciosos. Ahora me doy cuenta de que mi madre estaba librando una batalla de mayor envergadura para salvarme de algo peor: de convertirme en mi padre. La obsesión de mi padre por la Hypnerotomachia era, para ella, el mejor ejemplo de una pasión insensata, y luchó contra esa obsesión hasta el día de su muerte. Sospecho que mi madre consideraba el amor de mi padre por el libro una perversión, una desviación de su amor por su esposa y su familia. Pero ninguna fuerza, ningún intento de persuasión podían evitarlo. En ese momento, cuando mi madre se dio cuenta de que había perdido la batalla para corregir la vida de mi padre, decidió empezar a batallar por la mía.

No estoy muy seguro de haber cumplido mis promesas. La persistencia de los niños en sus comportamientos infantiles debe de ser asombrosa para las mujeres, que aprenden a comportarse bien más rápido que nosotros. A lo largo de mi niñez, hubo en casa un monopolio de los errores, y yo fui su Rockefeller. Nunca imaginé la magnitud del error del que me advertía mi madre hasta que tuve la mala fortuna de cometerlo. Pero entonces, sin embargo, fue Katie y no mi familia quien sufrió las consecuencias.

Llegó enero, y el primer acertijo de Colonna dio paso a otro, y luego a un tercero. Paul sabía dónde buscarlos, pues había detectado un patrón en la Hypnerotomachia: siguiendo un ciclo regular, la extensión de los capítulos aumentaba de cinco o diez páginas a veinte, treinta o incluso cuarenta. Los capítulos más cortos estaban agrupados en series de tres o cuatro, mientras que los largos eran más independientes. Tras hacer un gráfico con la extensión de los capítulos, advertimos que los largos periodos de poca intensidad quedaban interrumpidos por picos de larga extensión, creándose así un perfil visual que Paul y yo acabamos considerando el pulso de la Hypnerotomachia. Ese diseño continuaba hasta el final de la primera parte del libro, punto en el que comenzaba una secuencia extraña y confusa en la cual ningún capítulo superaba las once páginas.

Paul comprendió rápidamente el sistema, utilizando nuestro éxito con Moisés y sus cuernos: cada pico de capítulos largos e independientes proporcionaba un acertijo; la solución al acertijo, su clave, se aplicaba luego a la serie de capítulos cortos que lo seguían, y eso proporcionaba la siguiente parte del mensaje de Colonna. La segunda parte del libro, aventuró Paul, debía de ser mero relleno, igual que parecían serlo los primeros capítulos de la primera mitad: una distracción para mantener la apariencia narrativa de una historia que por lo demás era fragmentaria.

Nos dividimos el trabajo. Paul buscaba los acertijos de los capítulos largos y me los dejaba para que yo los resolviera. El primero al que me enfrenté fue éste: «¿Cuál es la armonía más pequeña de una gran victoria?».

– Me hace pensar en Pitágoras -me dijo Katie cuando se lo expliqué mientras comíamos pastel y bebíamos chocolate caliente en un Small World Coffee-. En Pitágoras, todo tiene armonías. La astronomía, la virtud, las matemáticas…

– Yo creo que tiene que ver con la guerra -repliqué; había pasado un buen rato revisando textos sobre ingeniería del Renacimiento en Firestone. En una carta al duque de Milán, Leonardo aseguraba ser capaz de construir carros impenetrables, como tanques renacentistas, al igual que morteros portátiles e inmensas catapultas para utilizar durante los cercos. La filosofía y la tecnología se confundían poco a poco: había una matemática de la victoria, un conjunto de proporciones que el arma perfecta debía tener.

A la mañana siguiente. Katie me despertó a las 7.30 para ir a correr antes de su clase de las 9.00.

– Lo de la guerra no tiene sentido -me dijo, empezando a analizar la sintaxis del acertijo como sólo podía hacerlo un estudiante especializado en filosofía-. La pregunta tiene dos partes: la armonía más pequeña y una gran victoria. Lo de la gran victoria puede significar cualquier cosa. Deberías concentrarte en la parte más clara. «La armonía más pequeña» tiene menos significados concretos.

Pasábamos frente a la estación de Dinky, de camino al extremo oeste del campus, y me limité a refunfuñar, envidiando a los pocos pasajeros que esperaban el tren de las 7:43. Correr y pensar antes de que el sol haya acabado de salir me parecían actividades anormales, y Katie sabía que la niebla no se disiparía de mis pensamientos hasta el mediodía. Aquello era aprovecharse, castigarme por no tomar en serio a Pitágoras.

– Y entonces ¿qué sugieres?

Ella ni siquiera parecía tener dificultades para respirar.

– Pasaremos por Firestone a la vuelta. Te mostraré dónde creo que deberías buscar.

Así continuó el asunto durante dos semanas: me levantaba al amanecer para mi sesión de calistenia y rompecabezas, le explicaba a Katie mis ideas acerca de Colonna de tal modo que ella tuviera que bajar el ritmo para escucharme, y después corría más rápido para que ella tuviera menos tiempo de decirme en qué me equivocaba. Pasábamos juntos las últimas horas de la noche y las primeras horas de la mañana con tanta frecuencia que, siendo tan racional como era, acabaría por ocurrírsele que pasar la noche en Dod sería mucho más fácil que cruzar el campus desde y hacia Holder. Cada mañana, al verla en sus shorts de lycra y su camiseta, trataba de pensar en una nueva forma de extenderle la invitación, pero Katie parecía esforzarse por no entenderme. Gil me había contado que su ex novio, el jugador de lacrosse de uno de mis seminarios, había transformado su relación con ella en un juego: no forzaba sus afectos cuando estaba borracha, de manera que ella se derretía de gratitud cuando estaba sobria. A Katie le costó tanto tiempo darse cuenta de la manipulación que durante el primer mes que pasamos juntos siguió con mal sabor de boca.

– ¿Qué debo hacer? -pregunté una noche, una vez Katie se hubo ido, cuando ya la frustración se había vuelto casi insoportable. Cada mañana, después del ejercicio matutino, recibía un diminuto beso en la mejilla, lo cual, dadas las circunstancias, no alcanzaba a cubrir mis gastos; y ahora que había empezado a pasar más y más tiempo con la Hypnerotomachia y a sobrevivir con cinco o seis horas de sueño cada noche, estaba acumulando una nueva deuda. Tántalo y sus uvas no eran nada para mí: cuando quería a Katie, recibía a Colonna; cuando quería concentrarme en Colonna, sólo podía pensar en dormir; y cuando por fin trataba de dormir, venían los golpes en la puerta, y era el momento de salir a correr con Katie. La comedia de llevar siempre un retraso crónico con respecto a mi vida no me hacía la menor gracia. Me merecía algo mejor.

Por primera vez, sin embargo, Gil y Charlie hablaron con una misma voz:

– Ten paciencia -dijeron-. Katie lo merece.

Y, como de costumbre, tenían razón. Una noche, durante nuestra quinta semana juntos, Katie nos eclipsó a todos. Regresaba de un seminario de filosofía y decidió pasar por Dod y explicarnos su idea.

– Escuchad esto -dijo sacando de su mochila una copia de la Utopía de Tomás Moro y leyendo un pasaje.

Los habitantes de Utopía tienen dos juegos similares al ajedrez. El primero es una suerte de concurso aritmético en el cual ciertos números «se toman» a otros. El segundo es una batalla campal entre virtudes y vicios, que ilustra, de manera bastante ingeniosa, la forma en que los vicios viven en conflicto mutuo pero se combinan en contra de las virtudes. Demuestra lo que determina, en última instancia, la victoria de un lado o del otro.

Me cogió la mano y puso el libro en ella, esperando a que leyera el pasaje de nuevo.

Le eché un vistazo a la contraportada.

– Escrito en 1516 -dije-. Menos de veinte años después de la Hypnerotomachia.

La diferencia cronológica no era excesiva.

– Una batalla campal entre virtudes y vicios -repitió Katie- que muestra lo que determina la victoria de un lado o del otro.

Y comencé a caer en la cuenta de que tal vez tuviera razón.

Mientras salimos juntos, Lana McKnight tenía una regla. Nunca mezclar los libros con la cama. En el espectro de la emoción, el sexo y el pensamiento estaban en extremos opuestos: ambos existían para ser disfrutados, pero no al mismo tiempo. Me sorprendía que una chica tan inteligente pudiera volverse tan desaforadamente estúpida en la oscuridad: iba por la habitación agitándose en su salto de cama con estampado de leopardo como una cavernícola a la que yo hubiera golpeado con un palo, o diciéndome cosas que habrían escandalizado incluso a la jauría de lobos que la había criado. Nunca me atreví a decirle a Lana que tal vez gemir menos significara más, pero desde la primera noche imaginé lo maravilloso que sería si mi mente y mi cuerpo pudieran sentirse excitados al mismo tiempo. Probablemente intuí esa posibilidad en Katie desde el principio, después de esas mañanas que pasábamos ejercitando ambos músculos al mismo tiempo. Pero aquello no ocurrió hasta esa noche: mientras trabajábamos en las implicaciones de su descubrimiento, desapareció el último residuo de su viejo jugador de lacrosse, y tuvimos que empezar de cero.

Lo que recuerdo más claramente de esa noche es que Paul tuvo la delicadeza de dormir en el Ivy, y que las luces permanecieron encendidas durante todo el tiempo que Katie pasó conmigo. Estaban encendidas mientras leíamos a Tomás Moro, tratando de entender qué juego era ése en el cual las grandes victorias eran posibles cuando había armonía entre las virtudes. Estaban encendidas cuando descubrimos que uno de los juegos que Moro mencionaba, llamado el Juego de los Filósofos, o Rithmomachía, era precisamente del estilo preferido de Colonna, y tal vez el más difícil de todos los juegos jugados por los hombres medievales o renacentistas. Estaban encendidas cuando Katie me besó por decir que tal vez ella tuviera razón después de todo, porque Rithmomachía resultó ser un juego que sólo puede ganarse creando una armonía entre números, la más perfecta de las cuales produce el inusual resultado conocido como gran victoria. Y estaban encendidas cuando me besó de nuevo por admitir que mis otras ideas debían estar equivocadas y que habría debido hacerle caso desde el principio. Me di cuenta, finalmente, del malentendido que había persistido entre nosotros desde la mañana en que salimos a correr por primera vez: mientras yo me esforzaba por tratarla de igual a igual, ella intentaba ir un paso por delante. Había intentado demostrar que los estudiantes de cuarto la intimidaban, que merecía que la tomaran en serio… y no se había dado cuenta, hasta esa noche, que lo había logrado.

Cuando llegó el momento de ir a la cama, tras dejar de fingir que seguíamos leyendo, mi colchón estaba cubierto de una escarpada montaña de libros. Tal vez era cierto que en la habitación hacía demasiado calor para el suéter de Katie. Y tal vez es cierto que habría hecho demasiado calor en la habitación para su suéter aunque el aire acondicionado hubiera estado encendido y estuviera nevando como en Semana Santa. Katie llevaba una camiseta debajo del suéter, y debajo de la camiseta, un sujetador negro, pero al verla quitarse el suéter, y ver el desorden en que quedó su pelo, los mechones flotando en un halo de electricidad estática, sentí lo que Tántalo nunca logró que sintiera: que un futuro sensacional había desplazado finalmente un presente difícil y esperanzado, dando el viraje que completa el círculo del tiempo.

Cuando me llegó el turno de quitarme la ropa, de compartir con Katie los escombros de mi pierna izquierda, con cicatrices y todo, no lo dudé ni un instante; y cuando ella las vio, tampoco lo hizo. Si hubiéramos pasado esas horas en la oscuridad, creo que no le hubiera dado importancia al asunto. Pero aquella noche no estuvimos a oscuras en ningún momento. Rodamos, el uno sobre el otro, sobre san Tomás Moro y las páginas de su Utopía, adoptamos las nuevas posturas de nuestra relación, y las luces siempre estuvieron encendidas.

La primera señal de que había entendido mal las fuerzas que obraban sobre mi vida me llegó a la semana siguiente. Paul y yo pasamos buena parte del lunes y el martes debatiendo el significado del nuevo acertijo: «¿Cuántos brazos hay de tus pies al horizonte?».

– Creo que tiene que ver con la geometría -dijo Paul.

– ¿Euclides?

– No. Medidas terrestres. Eratóstenes calculó aproximadamente la circunferencia de la tierra averiguando los distintos ángulos de las sombras que se proyectan en Syene y Alejandría al mediodía del solsticio de verano. Luego usó los ángulos…

Sólo a mediada su explicación me di cuenta de que Paul utilizaba una acepción etimológica de la palabra geometría: literalmente, como dijo, «medición de la tierra».

– Así que al conocer la distancia entre dos ciudades, podía encontrar, triangulando, la curvatura de la tierra.

– ¿Y esto qué tiene que ver con el acertijo?

– Francesco te pregunta la distancia que hay entre tú y el horizonte. Calcula cuánto hay entre un punto dado de la tierra y la línea en que la tierra se curva, y tendrás la respuesta. O simplemente búscala en un libro de texto de física. Lo más probable es que sea una constante.

Lo decía como si la respuesta fuera una conclusión cantada de antemano, pero yo sospechaba algo distinto.

– ¿Por qué pide Colonna esa distancia en brazos? -pregunté.

Paul se inclinó, tachó la palabra brazos en mi copia y la reemplazó por algo en italiano.

– Probablemente eran braccia -dijo-. Es la misma palabra, pero el braccio era una unidad de medición florentina. Un braccio tiene más o menos la misma longitud que un brazo.

Por primera vez estaba durmiendo menos que él: este repentino colofón vital me aguijoneaba para que siguiera subiendo las apuestas, mezclando las bebidas, porque este cóctel de Katie y Francesco Colonna parecía ser exactamente lo que el doctor había ordenado. Me pareció toda una revelación el hecho de que mi regreso a la Hypnerotomachia le hubiera dado una nueva estructura al mundo en que vivía. Comencé rápidamente a caer en la trampa de mi padre, aquella de la que mi madre tanto había intentado advertirme.

El miércoles por la mañana, cuando le conté a Katie que había soñado con mi padre, hizo algo que no había hecho antes: se detuvo.

– Tom, no quiero seguir hablando de esto -dijo.

– ¿De qué?

– De la tesina de Paul. Hablemos de otra cosa.

– Te estaba hablando de mi padre.

Pero ya estaba muy acostumbrado a las conversaciones con Paul, en las que invocaba el nombre de mi padre en cualquier situación con la esperanza de que fuera suficiente para desmontar cualquier crítica.

– Tu padre trabajó en el libro que Paul está estudiando -dijo ella-. Es lo mismo.

Malinterpreté el sentimiento que había tras sus palabras. Creí que era miedo: miedo a ser incapaz de resolver un nuevo acertijo como había resuelto el primero, y de que mi interés en ella se esfumara entonces.

– Bien -dije, convencido de que así la salvaba de eso-. Hablemos de otra cosa.

Y así empezó un periodo agradable, pero construido sobre un malentendido absoluto. Durante el primer mes, hasta la noche que durmió en Dod, Katie me mostró una fachada en la que trataba de exhibir lo que -pensó- yo deseaba; y durante el segundo mes le devolví el favor, evitando en su presencia toda mención a la Hypnerotomachia, no porque la importancia del libro en mi vida hubiera disminuido, sino porque creía que los acertijos de Colonna la incomodaban.

Si hubiera sabido la verdad, Katie habría tenido motivos para preocuparse. La Hypnerotomachia empezaba a desplazar el resto de mis pensamientos e intereses. El equilibrio que creí lograr entre la tesina de Paul y la mía -el vals entre Mary Shelley y Francesco Colonna, que, cuanto más tiempo pasaba con Katie, más vividamente imaginaba- degeneró en un tira y afloja que Colonna fue ganando poco a poco.

De todas formas, antes de que Katie y yo nos diéramos cuenta, ya habíamos establecido vínculos en todos los ámbitos de nuestra experiencia compartida. Recorríamos los mismos senderos cada mañana; parábamos en los mismos cafés antes de clase; y yo la metía a hurtadillas en mi club cuando se me acababan las invitaciones. Los jueves por la noche bailábamos con Charlie en el Cloister Inn; los sábados por la noche jugábamos a billar con Gil en el Ivy; y los viernes por la noche, cuando los clubes de Prospect quedaban en silencio, íbamos a ver a nuestros amigos actuar en comedias de Shakespeare o en conciertos orquestales o en coros a capella que se hacían por todo el campus. La aventura de nuestros primeros días juntos floreció poco a poco hasta convertirse en algo muy distinto: una sensación que yo nunca había tenido con Lana ni con ninguna de sus predecesoras, y que sólo podía comparar con la de regresar a casa y unirme a un equilibrio que no necesita ningún ajuste, como si la balanza de mi vida hubiera estado esperando a Katie desde siempre.

Cuando Katie se dio cuenta por primera vez de mi insomnio, me recitó una obra de su autor favorito, y yo seguí a George el Curioso hasta los confines de la tierra, donde el peso de los párpados pudo conmigo. Después pasé muchas noches dando vueltas en la cama hasta que Katie encontraba una solución que era distinta cada vez. Episodios de medianoche de M*A*S*H; largas lecturas de Camus; programas de radio que ella escuchaba en casa y que ahora recibía en una débil emisión realizada desde la costa. A veces dejábamos las ventanas abiertas para escuchar la lluvia de finales de febrero, o las conversaciones de los novatos ebrios. Teníamos incluso un juego de rimas que inventamos especialmente para las noches de insomnio, algo que Francesco Colonna no habría encontrado tan edificante como la Rithmomachía , tal vez, pero que nosotros disfrutábamos igual.

– Había un hombre que escribió El extranjero -decía yo, para empezar.

Cuando Katie sonreía de noche, era como un gato Cheshire en la oscuridad.

– Que se fue de Argelia en enero -contestaba ella.

– Tenía un gran potencial.

– Pero no existencial.

– Y para Sartre era un pobre altanero.

Pero a pesar de todas las formas para hacerme dormir que descubrió Katie, la Hypnerotomachia me seguía robando el sueño casi todas las noches. Ya había descubierto en qué consistía la armonía más pequeña de una gran victoria: en Rithmomachía, donde el objetivo es establecer patrones numéricos que contengan armonías aritméticas, geométricas o musicales. Sólo tres secuencias producen las tres armonías al mismo tiempo: el requisito para una gran victoria. La más pequeña de ellas, es decir, la que Colonna quería, era la secuencia 3-4-6-9.

Rápidamente, Paul cogió los números y los convirtió en una clave. En los capítulos apropiados, leyó la tercera letra, luego la cuarta, seguidas de la sexta y la novena; y en cuestión de una hora recibimos un nuevo mensaje de Colonna:

Comienzo mi relato con una confesión. Muchos hombres han muerto para conservar este secreto. Algunos han perecido en la construcción de mi cripta, la cual, imaginada por Bramante y ejecutada por Terragni, mi hermano romano, es, en cuanto a sus propósitos, un artilugio inigualable, impermeable a todas las cosas, sí, pero sobre todo al agua. Muchas víctimas se han cobrado, aun entre los más experimentados de los hombres. Tres han muerto mientras movían gruesas piedras, dos en la tala de árboles, cinco en el proceso mismo de la construcción. Otros de los muertos no los menciono, pues han perecido en la vergüenza, y serán olvidados.

Aquí transmitiré la naturaleza del enemigo al que me enfrento, cuyo poder creciente yace en el corazón de mis acciones. Te preguntarás, lector, por qué he fechado este libro en 1467, poco más de treinta años antes de escribir estas palabras. La razón es ésta: fue en ese año cuando empezó la guerra que aún libramos, y que ahora hemos empezado a perder. Tres años antes, su Santidad Pablo Segundo había expulsado a los abreviadores de la corte, poniendo en claro, al hacerlo, sus intenciones con respecto a mi hermandad. Sin embargo, los miembros de la generación de mi tío eran hombres con poder, con amplias influencias, y los hermanos expulsados se congregaron en la Accademia Romana, liderada por el buen Pomponio Leto. Pablo vio que nuestros números persistían, y su furia aumentó. En ese año, 1467, aplastó por la fuerza la Academia. Y para que todos conociesen la solidez de su determinación, encarceló a Pomponio Leto, e hizo que lo acusaran de sodomía. Otros de nuestro grupo fueron torturados. Uno, al menos, habría de morir.

Ahora nos enfrentamos a un viejo enemigo, repentinamente vuelto a la vida. Este nuevo espíritu crece, se hace fuerte, encuentra una voz más potente, de manera que no he tenido más opción que construir, con la ayuda de amigos más sabios que yo, este artefacto cuyo secreto he guardado aquí. Aun el sacerdote, por más filósofo que sea, no está a su altura.

Continúa, lector, y te contaré más.

– Los abreviadores de la corte eran humanistas -explicó Paul-. El Papa creía que el humanismo engendraba corrupción moral. No quería ni siquiera que los niños escucharan las obras de los poetas de la antigüedad. El papa Pablo dio ejemplo con Leto. Por alguna razón, Francesco tomó aquello como una declaración de guerra.

Las palabras de Colonna se quedaron conmigo esa noche, y todas las noches siguientes. Por primera vez falté a una carrera matutina con Katie: estaba demasiado cansado para salir de la cama. Algo me decía que Paul se equivocaba con respecto al nuevo acertijo -«¿Cuántos brazos hay de tus pies al horizonte?»- y que Eratóstenes y la geometría no eran la solución. Charlie confirmó que la distancia hasta el horizonte dependía de la estatura del observador; y aunque pudiéramos encontrar una única respuesta y calcularla en braccia, esa respuesta sería enorme, demasiado grande para ser usada como clave.

– ¿Cuándo hizo este cálculo Eratóstenes? -pregunté.

– Alrededor del 200 a. C.

Eso lo confirmó.

– Creo que te equivocas -dije-. Hasta ahora, todos los acertijos han estado relacionados con el conocimiento renacentista, con descubrimientos renacentistas. Colonna nos está examinando sobre lo que los humanistas sabían en el siglo quince.

– Moisés y cornuta tenían que ver con la lingüística -dijo Paul, ensayando la idea-. Con la corrección de traducciones defectuosas, como lo que hizo Valla con la Donación de Constantino.

– Y el acertijo de la Rithmotnachia tenía que ver con las matemáticas -continué-. Así que Colonna no utilizará las matemáticas de nuevo. Creo que cada vez escoge una disciplina distinta.

En ese instante, a Paul pareció sorprenderlo tanto la claridad de mis razonamientos que me di cuenta de que mi papel había cambiado. Ahora éramos iguales, socios de una misma empresa.

Empezamos a encontrarnos por las noches en el Ivy. En esa época, Paul todavía mantenía ordenado el Salón Presidencial, temiendo que en cualquier momento Gil fuera a ver cómo iban las cosas. Yo cenaba en la planta de arriba con Gil y Katie, que estaba a pocas semanas de iniciar las pruebas de acceso al club, y luego bajaba para unirme a Paul y a Colonna. Me parecía incluso conveniente dejarla sola, pues por esa época Katie intentaba ganar méritos para ser admitida en el club. Ocupada como estaba con los rituales, no parecía dar demasiada importancia a mis ausencias.

Pero la noche tras la que falté por tercera vez a nuestra carrera matutina, todo eso cambió. Estaba a punto de solucionar el acertijo, o eso creía yo, cuando Katie supo, por puro accidente, en qué estaba yo invirtiendo las horas que no pasaba con ella.

– Esto es para ti -dijo, entrando sin llamar en nuestra habitación del Dod.

Gil había dejado nuevamente la puerta cerrada sin llave, y Katie ya no llamaba cuando creía que yo estaba solo.

Era una taza de sopa que me había traído de una charcutería. Durante todo este tiempo había creído que yo estaba enfrascado en mi tesina.

– ¿Qué haces? -preguntó-. ¿Más Frankenstein?

Enseguida vio los libros desparramados a mi alrededor: todos ellos tenían en el título alguna referencia al Renacimiento.

Nunca pensé que fuera posible mentir sin saberlo. Durante semanas le había tomado el pelo con una sarta de pretextos -Mary Shelley; insomnio; las presiones a las que ambos estábamos sometidos y que nos impedían pasar tiempo juntos-, y los pretextos acabaron por arrastrarme, alejándome de la verdad tan lentamente que cada día la distancia no parecía mayor que la víspera. Creía que ella sabía de mi trabajo en la tesina de Paul; era sólo que prefería no oír hablar del tema. A ese acuerdo habíamos llegado sin tener que ponerlo en palabras.

La conversación que siguió estuvo llena de silencios: la discusión tuvo lugar en la forma en que Katie me miraba y yo trataba de sostener su mirada. Finalmente, Katie puso la taza de sopa sobre mi tocador y se abrochó el abrigo. Echó una mirada alrededor de la habitación, como para recordar los detalles de la ubicación de las cosas, y luego volvió a la puerta, salió y la cerró.

Iba a llamarla esa noche -sabía que ella esperaba mi llamada, que volvería sola a su habitación y se sentaría junto al teléfono, tal como me contarían después sus compañeras-, pero algo se interpuso en mi camino. Qué maravillosa amante era aquel libro: sabía exactamente cuándo tenía que levantarse la falda. En cuanto se fue Katie, me llegó la solución al acertijo de Colonna; y, como el olor de un perfume y la visión de un escote, me hizo perder de vista todo lo demás.

La solución estaba en el horizonte de un cuadro: el punto de convergencia en un sistema de perspectivas. El acertijo no era sobre matemáticas, sino sobre arte. Aquello encajaba en el perfil de los demás acertijos, que se basaban en una disciplina propia del Renacimiento y desarrollada por los mismos humanistas que Colonna defendía. La medida que necesitábamos era la distancia, en braccia, entre el primer plano de la pintura, donde estaban los personajes, y la línea teórica del horizonte, donde el cielo se encontraba con la tierra. Y al acordarme de la predilección que sentía Colonna por la arquitectura de Alberti y recordar que Paul había utilizado De re aedificatoria para descifrar el primer acertijo, acudí a Alberti en primer lugar. «Acerca de la superficie que me propongo pintar», escribió Alberti en el tratado que encontré entre los libros de Paul.

Decido cuál será el tamaño de las figuras que aparecerán en el primer plano de la pintura. Divido la estatura de ese hombre en tres partes, que serán proporcionales a la medida comúnmente llamada «braccio»; pues, como puede verse por la relación entre sus extremidades, tres «braccia» son más o menos la estatura media del cuerpo de un hombre. La ubicación adecuada del punto céntrico no debe ser más alta con respecto a la línea de base que la estatura del hombre que será representado en el cuadro. Enseguida dibujo una línea a través del punto céntrico, y esta línea constituye para mí un límite o frontera, que ninguna cantidad excede. Por eso un hombre dibujado a más distancia es bastante más pequeño que los más cercanos.

La línea céntrica de Alberti, tal como lo prueban las ilustraciones que acompañan el texto, era el horizonte. Según este sistema, el horizonte se ubicaba a la misma altura que un hombre dibujado en primer plano, el cual, a su vez, debía ser de tres braccia de alto. La solución al acertijo -el número de braccia que había de los pies del hombre al horizonte- era simplemente ésta: tres.

Paul tardó sólo media hora en descubrir cómo aplicarla. Al poner en fila la primera letra de cada tercera palabra de los siguientes capítulos, aparecía el siguiente pasaje de Colonna:

Ahora, lector, te explicaré la naturaleza de la composición de esta obra. Con ayuda de mis hermanos, he estudiado los libros de códigos de los árabes, los judíos y los antiguos. He aprendido de los cabalistas la práctica denominada gematria, según la cual, cuando en el Génesis se escribe que Abraham trajo 318 sirvientes para ayudar a Lot, vemos que el número 318 representa tan sólo a Eliezer, pues ésta es la suma de las letras hebreas de su nombre. He aprendido las prácticas de los griegos, cuyos dioses hablaban en acertijos, y cuyos generales, tal como explica en su Historia el Hacedor de Mitos, ocultaban astutamente sus significados, como cuando Histiaeo hizo tatuar un mensaje sobre el cuero cabelludo de su esclavo, de manera que Aristágoras pudiera afeitarle la cabeza y leerlo.

Te revelaré los nombres de esos sabios cuya sabiduría forjó mis acertijos. Pomponio Leto, maestro de la Academia Romana, pupilo de Valla y viejo amigo de mi familia, me instruyó en cuestiones de lenguaje y traducción, donde mis propios ojos y oídos me fallaban. En el arte y la armonía de los números, mi guía fue el francés Jacques Lefèvre d'Etaples, admirador de Roger Bacon y Boecio, que conocía bien todas las formas de la enumeración que mi propio intelecto no podía iluminar. El gran Alberti, que a su vez aprendió su arte de los maestros Masaccio y Brunelleschi (que su genio nunca se olvide), me instruyó hace tiempo en la ciencia de los horizontes y las pinturas; lo alabo ahora y siempre. El conocimiento de las escrituras sagradas de los descendientes de Hermes, el Tres Veces Grande, primer profeta de Egipto, se lo debo al sabio Ficino, maestro de los lenguajes y la filosofía, que no tiene igual entre los seguidores de Platón. Finalmente, tengo con Andrea Alpago, discípulo del venerable Ibn al-Nafis, una deuda por asuntos que serán revelados más tarde; que su aportación sea observada aún con más favor que el resto, pues es en el estudio que hace el hombre de sí mismo, en el cual los demás estudios tienen su origen, en el que más se acerca el hombre a contemplar la perfección.

Éstos, lector, son mis amigos más sabios; entre ellos he aprendido todo lo que ignoro, conocimientos que en otros tiempos eran extraños a los hombres. Uno a uno han accedido a mi sola petición: cada hombre, sin que lo sepan los demás, ha diseñado un acertijo cuya respuesta sólo él y yo conocemos, que sólo otro amante del conocimiento podrá resolver. Estos acertijos, a su vez, los he dispuesto en fragmentos dentro de mi texto, siguiendo un diseño que a ningún hombre he revelado; y sólo la respuesta puede producir mis verdaderas palabras.

Todo esto he llevado a cabo, lector, para proteger mi secreto, pero también para transmitírtelo, en el caso de que llegases a encontrar lo que he escrito. Resuelve dos acertijos más, sólo dos, y empezaré a revelarte la naturaleza de mi cripta.

A la mañana siguiente, Katie no me despertó para salir a correr. De hecho, el resto de esa semana lo pasé hablando con sus compañeras de habitación y con su contestador automático, pero nunca con ella en persona. Enceguecido por los progresos que estaba logrando con Paul, no vi cómo el paisaje de mi vida se estaba erosionando. A medida que la distancia entre nosotros crecía, se desvanecían los senderos en los que corríamos y los cafés matutinos. Katie ya no comía conmigo en el Cloister, pero apenas si me percaté de ello, porque yo mismo pasé varias semanas sin ir a comer allí: Paul y yo nos movíamos como ratas por los túneles que había entre Dod y el Ivy, evitando la luz del día, ignorando los sonidos de las pruebas a aspirantes que se llevaban a cabo sobre nuestras cabezas, comprando café y sandwiches envasados en las tiendas veinticuatro horas que había fuera del campus de manera que pudiéramos trabajar y comer según nuestros propios horarios.

Durante todo este tiempo, Katie estaba a tan sólo una planta de distancia, tratando de no morderse las uñas mientras se movía entre camarilla y camarilla, buscando el equilibrio adecuado entre firmeza y aquiescencia, de manera que los de último año la miraran con buenos ojos. Que en ese momento ella prefería que yo no interfiriera en su vida era una conclusión a la que había llegado desde casi el principio, otra excusa para pasar en compañía de Paul largos días hasta altas horas de la noche. Tan preocupado estuve con mis cosas, que no consideré la posibilidad de que Katie hubiera agradecido algo de compañía -una cara amiga a la cual acudir por las noches, un compañero para sus mañanas, que se volvían más oscuras y frías-, que tal vez hubiera esperado mi apoyo ahora que se enfrentaba a su primera encrucijada importante en Princeton. Nunca imaginé que las pruebas de entrada al club pudieran representar un reto para ella, una experiencia que ponía a prueba su tenacidad mucho más que su encanto. Me porté con ella como un extraño; nunca llegué a saber por qué cosas le tocó pasar durante esas noches en el Ivy.

La semana siguiente, Gil me dijo que el club la había aceptado. Se estaba preparando para una larga noche en la que tendría que dar las noticias, las buenas y las malas, a todos los candidatos. Parker Hassett le había puesto a Katie algunos obstáculos en el camino, la había convertido en objeto especial de su ira, tal vez por el hecho de que fuera una de las favoritas de Gil; pero incluso Parker acabó convencido al final. La ceremonia de presentación de los nuevos miembros tendría lugar la semana siguiente, después de las iniciaciones, y el baile anual del Ivy estaba programado para el fin de semana de Pascua. Gil hizo una lista tan cuidadosa de los acontecimientos, que me di cuenta de que me estaba tratando de decir algo. Ésta era mi oportunidad de arreglar las cosas con Katie. Ése era el calendario de mi rehabilitación.

Si así era, no fui mejor novio que Boy Scout. El amor, desviado de su objeto adecuado, había encontrado uno nuevo. En las semanas que siguieron, vi a Gil cada vez con menos frecuencia, y a Katie no la vi nunca. Me llegó el rumor de que había empezado a interesarse por un estudiante de cuarto, miembro del Ivy -una nueva versión de su viejo jugador de lacrosse-, que hacía el papel del hombre con el sombrero amarillo mientras yo hacía de George el Curioso. Pero para entonces Paul había descubierto otro acertijo, y ambos empezamos a preguntarnos qué secretos yacían en la cripta de Colonna. Un antiguo mantra, que había pasado tanto tiempo dormido, despertó de su sueño y se preparó para una nueva época de mi vida.

No hagas amigos, patea a los viejos. Sólo quiero plata, sólo quiero oro.

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