Tras pasar el puesto de seguridad de la entrada norte del campus, giramos a la derecha en Nassau Street, la avenida principal de Princeton. A esta hora no hay un alma; la calle sólo está habitada por dos palas mecánicas y un camión de sal que alguien ha sacado de su hibernación. Aquí y allá hay tiendas que resplandecen en la noche gracias a la nieve acumulada bajo las vitrinas. Talbot's y Micawber Books están cerradas a esta hora, pero en Pequod Copy y en las cafeterías hay un ligero ajetreo de estudiantes de último año que se apresuran a completar sus tesinas en poco antes del límite fijado por el departamento para la entrega.
– ¿Contento de haber terminado? -le pregunta Gil a Paul, que de nuevo se ha replegado en sí mismo.
– ¿Mi tesina?
Gil mira por el retrovisor.
– No la he terminado todavía -dice Paul.
– Oh, vamos. Si ya está lista. ¿Qué te falta?
El aliento de Paul empaña la ventanilla trasera.
– Me falta bastante -dice.
Al llegar al semáforo giramos por Washington Road y seguimos hacia Prospect Avenue, donde están los clubes. Gil sabe que no debe hacer más preguntas. Intuyo, mientras nos acercamos a Prospect, que sus pensamientos están en otra parte.
La noche del sábado será el baile anual del Ivy y le han encargado a él, como presidente del club, supervisar la organización. Como se ha retrasado a causa de la finalización de la tesina, ahora se ha acostumbrado a hacer pequeños viajes al Ivy solo para convencerse de que todo está bajo control. Según Katie, mañana por la noche, cuando lleguemos juntos al baile, apenas podré reconocer el interior del club.
Aparcamos junto a la sede del club, en una plaza que parece reservada para Gil, y cuando él saca la llave del contacto, un silencio frío resuena dentro del coche. El viernes es la calma que precede a la tormenta del fin de semana, la oportunidad de recuperar la sobriedad entre las tradicionales noches de fiesta, la del jueves y la del sábado. La fría nieve sofoca incluso el murmullo de voces que de costumbre flota en el aire cuando los estudiantes de tercero y cuarto regresan al campus para la cena.
Según los administradores, los clubes con servicio de comida de Princeton son una «opción de clase alta». Pero lo cierto es que son la única opción que tenemos. En las primeras épocas de la universidad, cuando los incendios en los refectorios y los huraños posaderos obligaban a los estudiantes a valerse por sí mismos, se comenzaron a formar pequeños grupos que comían bajo un mismo techo. En aquella época, y dada la naturaleza de Princeton, los techos bajo los cuales comían y las sedes que construyeron para soportar esos techos, no eran cualquier cosa; algunos son verdaderas casas solariegas. Y hasta el día de hoy, el club sigue siendo una de las instituciones características de Princeton: como las fraternidades, son lugares donde los estudiantes de tercero y cuarto se reúnen para comer y hacer fiestas, pero no para vivir en ellos. Casi ciento cincuenta años después del nacimiento de estas instituciones, la vida social en Princeton es muy fácil de explicar. Está en manos de los clubes. El Ivy se ve triste a esta hora. Así, cubiertas por un manto de oscuridad, las afiladas puntas y la oscura mampostería del edificio resultan poco acogedoras. El Cottage Club vecino, con sus piedras blancas y formas redondeadas, lo supera fácilmente en atractivo. Estos clubes hermanos son más viejos que los diez supervivientes de Prospect Avenue y son los más exclusivos de Princeton. Su rivalidad por llevarse lo mejor de cada clase se remonta a 1886.
Gil mira la hora en su reloj. -El comedor ya está cerrado. Subiré la comida. Nos abre la puerta delantera y nos conduce hacia arriba por la escalera principal.
Hacía bastante tiempo que no venía, y las paredes de roble oscuro, con sus retratos de aspecto severo, siempre me reconfortan. A la izquierda está el comedor del Ivy, con sus largas mesas de madera y sus sillas inglesas de hace un siglo; a la derecha, la sala de billar, donde Parker Hassett está jugando solo una partida. En el Ivy, Parker es el tonto del pueblo, un imbécil de familia acomodada que es lo bastante inteligente para darse cuenta de que los demás lo consideran un tonto, y lo bastante tonto para considerar que la culpa la tienen los demás. Juega al billar moviendo el taco con ambas manos, como un actor de vodevil bailando con un bastón. Parker nos mira al vernos pasar, pero no le hago caso y seguimos subiendo la escalera hacia la Sala de Oficiales.
Gil da dos golpes en la puerta y entra sin esperar respuesta. Lo seguimos al interior de la cálida luz de la sala, donde Brooks Franklin, el corpulento vicepresidente, está sentado frente a una larga mesa de caoba que se extiende perpendicular a la puerta. Sobre la mesa hay una lámpara Tiffany y un teléfono. Alrededor, seis sillas.
– Qué alivio que hayáis aparecido -nos dice Brooks a todos, ignorando educadamente el hecho de que Paul lleva ropa de mujer-. Parker me estaba hablando del disfraz que piensa ponerse mañana por la noche y he empezado a sentir que necesitaba refuerzos.
No conozco a Brooks demasiado bien, pero desde segundo, cuando asistimos juntos a una clase de Introducción a la Economía, me trata como a un viejo amigo. Supongo que el disfraz de Parker tiene que ver con el baile del sábado, que es por tradición un baile de disfraces relacionados con Princeton.
– Morirás, Gil -dice Parker, que llega de abajo, sin anunciarse. Ahora lleva un cigarrillo en una mano y una copa de vino en la otra-. Al menos tú tienes sentido del humor.
Le habla directamente a Gil, como si Paul y yo fuéramos invisibles. En el otro extremo de la mesa, Brooks sacude la cabeza.
– He decidido venir disfrazado de JFK -continúa-. Y mi pareja no será Jackie. Será Marilyn Monroe.
Parker ha debido notar mi expresión confundida, porque apaga el cigarrillo en un cenicero y dice:
– Sí, Tom, ya lo sé, Kennedy se graduó en Harvard. Pero estudió un año aquí.
Parker es el último producto de una familia vinícola de California, que durante generaciones ha enviado a sus hijos a Princeton y al Ivy. Si ha conseguido sortear los obstáculos y entrar en ambos lugares, es sólo gracias a lo que Gil, caritativamente, llama la inercia de la familia Hassett.
Antes de que pueda contestar, Gil se acerca.
– Mira, Parker, no tengo tiempo para estas cosas. Si quieres venir disfrazado de Kennedy, es tu problema. Sólo te digo que trates de demostrar una pizca de buen gusto.
Parker, que parecía esperar algo mejor, nos lanza una mirada amarga y se va con su vino en la mano.
– Brooks -dice ahora Gil-, ¿puedes bajar y preguntarle a Albert si queda algo de comida? No hemos cenado y tenemos prisa.
Brooks accede. Es el vicepresidente perfecto: servicial, fiel, incansable. Aun cuando los favores que Gil pide suenan como si fueran órdenes, Brooks nunca parece contrariado. Hoy es la única vez que me da la impresión de estar cansado y me pregunto si habrá terminado su tesina.
– Mejor aún -dice Gil levantando la mirada-, subiré dos cenas y yo cenaré en el comedor. Así podremos hablar del pedido de vino para mañana mientras ceno.
– Encantado de veros, chicos -dice Brooks, dirigiéndose a nosotros-. Siento lo de Parker. No sé por qué se pone así a veces.
– ¿A veces? -digo en voz baja.
Brooks ha debido oírme, porque sonríe antes de salir.
– La cena estará lista en unos minutos -dice Gil-. Si me necesitáis, estaré abajo. -Enseguida le habla a Paul-. Iremos a la conferencia en cuanto estéis listos.
Una vez se ha marchado, durante un breve instante, no puedo evitar la sensación de que Paul y yo estamos cometiendo una especie de fraude. Aquí estamos, sentados frente a una mesa antigua de caoba en una mansión del siglo XIX, esperando a que alguien nos suba la cena. Si me dieran una moneda por cada vez que me ha sucedido esto desde que llegué a Princeton, ahora tendría… una. Cloister Inn, el club del cual Charlie y yo somos miembros, es una construcción simple y pequeña cuyas paredes de piedra tienen cierto encanto acogedor. Cuando los suelos han sido pulidos y el césped podado, es un sitio respetable para tomarse una cerveza o jugar al billar. Pero en tamaño y gravedad, el Ivy lo deja en ridículo. La prioridad de nuestro chef no es la calidad, sino la cantidad y a diferencia de nuestros amigos del Ivy, allí comemos cuando nos place en lugar de esperar que alguien nos acomode en orden de llegada. La mitad de nuestras sillas son de plástico, toda nuestra cubertería es de usar y tirar, y a veces, cuando hacemos una fiesta demasiado cara, o cuando los grifos de los barriles se han abierto demasiado, al llegar el viernes nos encontramos con un perrito caliente por todo almuerzo. Somos como la mayoría de los clubes. Ivy siempre ha sido la excepción.
– Ven, acompáñame abajo -dice abruptamente Paul.
No sé qué querrá decirme, pero lo sigo. Bajamos junto al vitral que hay a lo largo del rellano sur, luego por otra escalera que lleva al sótano del club. Paul me conduce a través del vestíbulo hacia el Salón Presidencial. Se supone que sólo Gil tiene acceso a él, pero cuando Paul comenzó a quejarse de tener cada vez menos privacidad en la biblioteca, cosa que dificultaba la finalización de su tesina, Gil le prometió una copia de la llave, tratando de convencerlo de que regresara al club. En esa época, obsesionado como estaba con su trabajo, Paul encontraba pocas cosas de interés en el Ivy. Pero el Salón Presidencial, amplio y silencioso y accesible directamente a través de los túneles, era una bendición que Paul no podía rechazar. Otros protestaron, diciendo que Gil había transformado la habitación más exclusiva del club en un hostal, pero Paul desarmó cualquier controversia posible accediendo al salón casi siempre por los túneles. Los grupos ofendidos parecían menos molestos si no tenían que verlo entrar y salir todo el tiempo.
Llegamos frente a la puerta y Paul la abre con su llave. Entro tras él, arrastrando los pies, y me siento sorprendido. Hace semanas que no veo este lugar. Lo primero que recuerdo es el frío que hace dentro. Aquí, en la bodega del club, las temperaturas se acercan demasiado a los cero grados. Exclusiva o no, la habitación parece haber sido golpeada por un huracán. Los libros se amontonan sobre las superficies como montañas de desechos: las enmohecidas estanterías de clásicos europeos y americanos están casi cubiertas por los libros de Paul: actas históricas, mapas náuticos, libros de referencia y algún que otro plano dibujado.
Paul cierra la puerta. A un lado del escritorio hay una elegante chimenea, y el revoltijo de papeles es tan denso que algunos títulos se acercan a ella. Aun así, cuando Paul mira alrededor de la habitación, se muestra satisfecho: todo está tal y como lo dejó. Levanta del suelo La poesía de Miguel Ángel, sacude los restos de pintura que hay sobre la tapa y la deja cuidadosamente en su escritorio. Encuentra un largo fósforo de madera sobre la repisa, lo enciende y lo acerca a la chimenea, donde una llama azulosa da vida a un montón de periódicos viejos cubiertos de leños.
– Has avanzado mucho -le digo mirando uno de los planos más detallados que hay desenrollados sobre su escritorio.
– Eso no es nada -dice Paul frunciendo el ceño-. He hecho una docena como éste, y lo más probable es que estén todos mal. Cuando me entran ganas de darme por vencido, me dedico a eso.
Lo que estoy viendo es el dibujo de un edificio inventado por Paul. Lo ha reconstruido a partir de las ruinas de varias construcciones mencionadas en la Hypnerotomachia: los arcos rotos han sido restaurados, los cimientos perforados han vuelto a ser fuertes; las columnas y los capiteles, que antes estaban hechos pedazos, ahora han sido reparados. Debajo hay todo un montón de planos, cada uno armado de la misma manera, a partir de los cabos sueltos de la imaginación de Colonna, y todos son distintos. Paul ha creado un paisaje para vivir en él mientras está aquí abajo: ha creado su propia Italia. Sobre las paredes hay otros bocetos, pegados con celo; algunos de ellos están ocultos por notas que Paul les ha puesto encima. Las líneas son estudiadamente arquitectónicas en todos y las medidas se dan en unidades que no logro comprender. Las proporciones son tan perfectas, las anotaciones tan meticulosas, que podrían haber sido creadas por ordenador. Pero Paul, que dice desconfiar de los ordenadores, en realidad nunca ha podido permitirse comprar uno, y lo rechazó educadamente cuando Curry le ofreció comprárselo. Todo lo que hay aquí ha sido dibujado a mano.
– ¿Qué se supone que son? -pregunto.
– El edificio que Francesco está diseñando.
Casi había olvidado su costumbre de referirse a Colonna en presente y siempre por el nombre de pila.
– ¿Qué edificio?
– La cripta de Francesco. La primera mitad de la Hypnerotomachia dice que la está construyendo, ¿lo recuerdas?
– Por supuesto. ¿Crees que seria así? -pregunto, señalando hacia los dibujos.
– No lo sé. Pero voy a averiguarlo.
– ¿Cómo? -Digo, y recuerdo enseguida lo que Curry dijo en el museo-. ¿Para eso necesitas los topógrafos? ¿Vas a exhumarlo?
– Puede ser.
– ¿De manera que has descubierto por qué lo construyó Colonna?
Ésta fue la pregunta fundamental a la que llegamos cuando nuestro trabajo en colaboración se acercaba a su fin. El texto de la Hypnerotomachia aludía misteriosamente a una cripta que Colonna estaba construyendo, pero Paul y yo nunca logramos ponernos de acuerdo sobre su naturaleza. Paul lo veía como un sarcófago renacentista para la familia Colonna, cuya intención, probablemente, era competir con tumbas papales como las que Miguel Ángel estaba diseñando en esa misma época. Esforzándome un poco más por conectar la cripta con El documento Belladonna, llegué a imaginarla como la última morada de las víctimas de Colonna, teoría que explicaba mejor el gran secreto que rodea el diseño de la cripta en la Hypnerotomachia. El hecho de que Colonna nunca hubiera llegado a describir la construcción ni el lugar en el que se la podía encontrar era, en el momento de mi partida, el principal vacío en la obra de Paul.
Antes de que pueda responder a mi pregunta, alguien llama a la puerta.
– Os habéis cambiado de sitio -dice Gil, entrando con el camarero del club.
Se detiene y evalúa la habitación de Paul como un hombre que escudriña el lavabo de una mujer, avergonzado pero curioso. El camarero, tras encontrar espacios libres entre los libros de una mesa, pone dos servicios con servilletas de tela. Entre ambos llevan dos platos de porcelana del Ivy Club, una jarra de agua y una canasta de pan.
– Pan caliente. Del campo -dice el camarero al poner la canasta sobre la mesa.
– Bistec a la pimienta -dice Gil, siguiendo el ejemplo-. ¿Algo más?
Le decimos que no y Gil, tras echar una última mirada a la habitación, regresa arriba.
El camarero llena los vasos con agua.
– ¿Desean algo más de beber?
Cuando le decimos que no, desaparece también.
Paul se sirve con rapidez. Viéndolo comer, pienso en la imitación de Oliver Twist que hizo cuando nos conocimos, el pequeño tazón que formó con las manos. A veces me pregunto si los primeros recuerdos que Paul tiene de su niñez son recuerdos de hambre. En la escuela parroquial donde creció, compartía la mesa con otros seis niños y la comida se servía en orden de llegada hasta que se terminaba. No estoy seguro de que haya superado esa mentalidad. Una noche, en primero, cuando todos comíamos en el comedor de la residencia, Charlie dijo en broma que Paul comía tan rápido que parecía que la comida se estuviera pasando de moda. Esa misma noche, Paul nos explicó la razón. Y ya nadie volvió a bromear al respecto.
Ahora Paul, preso de la alegría de comer, alarga el brazo para coger un pedazo de pan. El aroma de la comida lucha con el olor mohoso de los libros y del humo del fuego; es algo que hubiera disfrutado en otras circunstancias, pero aquí y ahora me hace sentirme incómodo, porque me trae recuerdos desiguales. Como si me pudiera leer la mente, Paul se da cuenta de que tiene el brazo alargado y se avergüenza.
Le acerco la canasta.
– Come -digo, haciendo un gesto sobre la comida.
El fuego chisporrotea detrás de nosotros. En la pared, cerca de la esquina, hay una apertura del tamaño de un montaplatos. Es la entrada a los túneles de vapor, la preferida de Paul.
– No puedo creer que todavía entres arrastrándote por ahí.
Paul baja el tenedor.
– Es mejor que lidiar con la gente de arriba.
– Este sitio parece una mazmorra.
– Antes no te molestaba.
Siento que se aproxima una vieja discusión. Paul se limpia la boca rápidamente con la servilleta.
– Olvídalo -dice, poniendo el diario en la mesa, entre los dos-. Ahora, esto es lo único que importa. -Con dos dedos da un golpecito sobre la tapa y después empuja el librito hacia mí-. Tenemos la oportunidad de terminar lo empezado. Richard cree que la clave puede estar aquí.
Me concentro en frotar una mancha que hay sobre el escritorio.
– Tal vez deberías mostrárselo a Taft.
Paul me mira, boquiabierto.
– Vincent cree que nada de lo que he encontrado contigo tiene el más mínimo valor -dice-. Ha estado presionándome para que le entregue informes sobre mis progresos dos veces por semana, sólo como prueba de que no me he dado por vencido. Estoy harto de conducir hasta el Instituto cada vez que necesito su ayuda, cansado de oírle opinar que mi trabajo carece de originalidad.
– ¿De originalidad?
– Y me ha amenazado con decirle a la gente del departamento que me he estancado.
– ¿Después de todo lo que hemos encontrado?
– Pero no pasa nada -dice Paul-. No me importa lo que opine Vincent. -Da otro golpecito sobre el libro-. Quiero terminar con esto.
– Pero tienes que entregar la tesina mañana.
– Tú y yo hicimos más en tres meses de lo que yo he hecho solo en tres años. ¿Qué es una noche más? -Entre dientes, añade-: Además, lo importante no es la fecha de entrega.
Me sorprende oírle decir eso, pero el golpe en la mandíbula que me ha dado el desprecio de Taft es lo que acaba contando. Paul debe haber previsto que así sería. El trabajo que hice sobre la Hypnerotomachia me enorgullece más que todo el trabajo que hice para mi tesina.
– Taft está loco -le digo-. Nadie ha encontrado tanto en este libro como nosotros. ¿Por qué no has pedido que te cambien el director?
Sus manos arrancan trozos de pan y empiezan a moverlos entre los dedos para hacer pequeñas bolitas.
– Me he preguntado lo mismo -dice, mirando hacia otra parte-. ¿Sabes cuántas veces se ha jactado conmigo de arruinar la carrera académica de «algún imbécil» con sus críticas o sus recomendaciones para determinados puestos? Nunca mencionó a tu padre, pero ha habido muchos otros. ¿Recuerdas al profesor Mclntyre, el de Clásicas? ¿Recuerdas su libro sobre la «Oda a una urna griega» de Keats?
Asiento. Taft escribió un artículo sobre lo que, según él, era el declive en la calidad de los estudios de las grandes universidades y usó el libro de Mclntyre como principal ejemplo. En tres párrafos, Taft identificó más errores, atribuciones equivocadas y descuidos de los que dos docenas de académicos habían encontrado en sus reseñas. La crítica implícita de Taft parecía dirigirse a los reseñistas, pero fue Mclntyre quien quedó convertido en un hazmerreír tal que la universidad lo degradó de los principales puestos del departamento en la primera redistribución de cargos. Taft admitió después que simplemente quería vengarse del padre de Mclntyre, un historiador del Renacimiento que había reseñado uno de sus libros sin entusiasmo.
– Una vez, Vincent me contó una historia -continúa Paul con voz cada vez más suave-. Sobre un chico que conoció de niño, Rodge Lang. En la escuela, los chicos lo llamaban Epp. Un día un perro extraviado siguió a Epp desde la escuela hasta su casa. Epp le tiró parte de su almuerzo al perro, pero no logró quitárselo de encima. Finalmente trató de ahuyentar al animal con un palo, pero el perro aún lo seguía.
»Después de unos kilómetros, Epp empezó a sentir asombro. Condujo al perro a través de una parcela de brezo. El perro lo siguió. Le tiró una piedra, pero el perro se negaba a irse. Al final, Epp le pegó una patada al perro. El perro no huyó. Epp le pegó una patada tras otra, y el perro ni se movía. Epp le pegó patadas hasta matarlo. Luego lo cogió y lo enterró debajo de su árbol favorito.
Me siento tan atónito que casi no respondo.
– ¿Y cuál es la moraleja?
– Según Vincent, Epp supo en ese momento que había encontrado a un perro fiel.
Se produce un instante de silencio.
– ¿Y eso le hace gracia a Taft?
Paul niega.
– Vincent me contó muchas historias sobre Epp. Son todas iguales.
– Dios mío. ¿Por qué?
– Se supone que son una especie de parábola, creo.
– ¿Parábolas inventadas por él?
– No lo sé. -Paul duda un instante-. Pero Rodge Epp Lang es también un anagrama. Una reorganización de las letras de «doppelganger», el doble fantasmal de una persona.
Me siento enfermo.
– ¿Crees que Taft hizo todas esas cosas?
– ¿Al perro? Quién sabe. Puede que sí. Pero lo que Taft quiere decir es que él y yo mantenemos la misma relación. Yo soy el perro.
– Y entonces ¿por qué diablos sigues trabajando con él?
Paul empieza de nuevo a juguetear con el pan.
– He tomado una decisión. Quedarme con Vincent era la única manera de terminar la tesina. Escúchame bien, Tom, estoy convencido de que esto es mucho más grande de lo que pensamos. La cripta de Francesco está así de cerca. Nadie ha hecho un descubrimiento semejante en muchos años. Y después de tu padre, nadie había trabajado en la Hypnerotomachia más que Vincent. Yo lo necesitaba. -Paul deja caer la corteza sobre el plato-. Y él lo sabía.
Gil aparece en la puerta.
– He terminado con lo de arriba -dice, como si lo hubiéramos estado esperando-. Ya podemos irnos.
Paul parece alegrarse de dar por terminada la conversación. El comportamiento de Taft es un reproche. Me levanto y empiezo a recoger mis platos.
– No te preocupes por eso -dice Gil, moviendo las manos-. Ya mandarán a alguien.
Paul se limpia las manos con fuerza. Le han quedado en la palma hilachas de pan, y Paul se las quita como si fueran piel muerta.
Seguimos a Gil y salimos del club.
La nieve cae con más fuerza que antes, tan gruesa que me parece estar viendo el mundo a través de manchas de estática. Mientras Gil conduce el Saab hacia el oeste, en dirección al auditorio, miro a Paul por el retrovisor lateral y me pregunto durante cuánto tiempo se ha guardado todo esto. Cruzamos la oscuridad bajo el alumbrado público, y hay momentos breves en que no puedo verlo, en que su cara no es más que una sombra.
De hecho, Paul siempre nos ha ocultado cosas. Durante años nos ocultó la verdad acerca de su niñez, los detalles de su pesadilla en la escuela parroquial. Ahora ha estado escondiendo la verdad sobre la naturaleza de su relación con Taft. A pesar de que seamos íntimos amigos, ahora hay entre nosotros una cierta distancia, una sensación de que, si bien es cierto que tenemos mucho en común, no lo es menos que los buenos vecinos necesitan también buenas vallas. Leonardo escribió que los pintores deberían comenzar todos los cuadros con una capa de negro, porque todas las cosas de la naturaleza son oscuras salvo cuando son expuestas a la luz. La mayoría de los pintores hacen lo opuesto: empiezan blanqueando el lienzo y añaden las sombras en último lugar. Pero Paul, que conoce a Leonardo tan bien que uno podría creer que el viejo duerme en la cama de abajo de nuestra litera, entiende perfectamente el valor de comenzar con las sombras. Lo único que la gente puede saber de ti es lo que decides dejarles ver.
El significado de esta idea se me hubiera podido escapar, pero hace unos años, antes de que nosotros llegáramos, sucedió en el campus algo interesante que nos llamó la atención. Un ladrón de bicicletas de veintinueve años de edad llamado James Hogue entró en Princeton haciéndose pasar por otra persona: un peón de rancho de dieciocho años procedente de Utah. Hogue dijo que había aprendido a leer a Platón bajo las estrellas y que había conseguido correr un kilómetro y medio en poco más de cuatro minutos. Cuando el equipo de atletismo lo trajo al campus para ficharlo, dijo que era la primera vez en una década que dormía bajo techo. El funcionario de admisiones se sintió tan cautivado con él que lo aceptó enseguida. Cuando dijo que se ausentaría durante un año, nadie pensó nada raro. Hogue dijo que estaba en Suiza, atendiendo a su madre enferma; en realidad, estaba cumpliendo condena en la cárcel.
Lo que hacía que el engaño fuera tan intrigante era que, si bien la mitad de lo que Hogue decía era una vulgar mentira, la otra mitad era más o menos cierta. Hogue era tan buen corredor como decía ser, y durante sus dos años en Princeton fue la estrella del equipo. También fue la estrella de su clase, pues tomó una carga lectiva que yo no aceptaría ni aunque me pagaran, y para colmo sacaba Sobresaliente en todo. Era una persona tan encantadora, que el Ivy intentó hacerlo miembro en la primavera de su segundo año. Es casi una lástima que su carrera terminara como terminó. En un campeonato de atletismo, un espectador lo reconoció por accidente y lo identificó como alguien de otro mundo. Cuando corrió el rumor, Princeton realizó una investigación e hizo que lo arrestaran en mitad de una clase en el laboratorio. Hogue fue acusado y se declaró culpable de fraude. En cuestión de meses había regresado a prisión, donde se sumió lentamente en el olvido.
Para mí, la historia de Hogue fue la gran noticia de ese verano; lo único que podía hacerle competencia fue mi descubrimiento de que la primavera anterior Playboy había sacado una edición llamada Mujeres de la Ivy League. Para Paul, sin embargo, fue mucho más que eso. Paul, que insistió siempre en recubrir su propia vida con un barniz ficticio, fingiendo que había comido suficiente cuando no era cierto, fingiendo que no tenía ordenador porque los ordenadores no le gustaban, se identificó con un hombre que se sentía acosado por la verdad. Una de las pocas ventajas de venir de la nada, como en el caso de Paul y James Hogue, es gozar de la libertad de reinventarse a uno mismo. De hecho, cuanto más conocí a Paul, mejor entendí que no se trataba de una libertad, sino de una obligación.