Así pues, tal vez había tomado la decisión aun antes de recibir este paquete por correo. Tal vez el paquete sólo fue el desencadenante, como el alcohol que derramó Parker aquella noche sobre el suelo del club. No he llegado a los treinta y ya me siento como un viejo. Es la víspera de nuestra quinta reunión de promoción y parece que hayan pasado cincuenta años.
«Imagina -me dijo Paul alguna vez-, que el presente no es más que un reflejo del futuro. Imagina que pasamos nuestra vida entera mirando fijamente un espejo con el futuro detrás de nosotros, viéndolo sólo a través del reflejo de lo que tenemos aquí y ahora. Algunos empezaríamos a creer que podemos ver mejor el mañana dándonos la vuelta y mirándolo directamente. Pero aquellos que lo hicieran, aun sin darse cuenta, perderían la perspectiva que alguna vez tuvieron. Pues lo único que no podrían ver directamente sería su propia imagen. Al darle la espalda al espejo, se transformarían en el único elemento de su propio futuro que sus ojos nunca llegarían a ver.»
En ese momento pensé que Paul estaba repitiendo como un loro la sabiduría que había recibido de Taft, y que Taft habría robado de algún filósofo griego: la idea de que nos pasamos la vida entrando de espaldas en el futuro. Lo que no pude ver, por encontrarme mirando al lado equivocado, era que Paul se refería a mí. Durante años he tenido la decisión de seguir adelante con mi vida mediante la obstinada persecución del futuro. Eso es lo que todos me dijeron que debía hacer: olvidar el pasado, mirar hacia delante, y acabé por hacerlo mejor de lo que todos esperaban. Cuando hube llegado, sin embargo, me pareció que sabía exactamente cómo se había sentido mi padre, que podía identificarme con la manera en que las cosas parecían volverse en su contra sin explicación alguna.
En realidad, no tengo la menor idea al respecto. Ahora me giro hacia el presente, y me encuentro con que no he tenido ninguna de las desilusiones que experimentó mi padre. En un negocio del que no sé nada, que nunca me ha apasionado, he tenido un cierto éxito. Mis superiores se maravillan de que después de haber sido, durante cinco años, el último en dejar el despacho, no me haya tomado ni un solo día de vacaciones. Como no se les ocurre nada distinto, me toman por un devoto.
Viendo eso ahora, y comparándolo con el hecho de que mi padre no hizo nunca nada que no le apasionara, he llegado a comprenderlo. No lo conozco mejor que antes, pero sé algo acerca de la posición que he tomado durante estos años en que me he dado la vuelta para mirar hacia el futuro. Sé que ésta es una manera ciega de encarar la vida, una posición que permite que el mundo te pase por encima exactamente cuando más te crees metido en él.
Esta noche, mucho después de haber salido del despacho, he renunciado a mi empleo. He observado cómo se ponía el sol sobre Austin, me he dado cuenta de que no ha nevado una sola vez desde que vivo aquí, ni siquiera en mitad del invierno. Casi he olvidado lo que se siente al meterte en una cama tan fría que desearías que hubiera alguien más en ella. Texas es tan cálida que te convence de que es mejor dormir solo.
El paquete me esperaba en casa cuando he regresado del trabajo. Un tubo de color marrón apoyado en mi puerta, tan inesperadamente ligero que he llegado a pensar que estaba vacío. No llevaba nada escrito salvo mi dirección y código postal, y no había remitente, sólo un número de rastreo escrito a mano en la esquina izquierda de la etiqueta. Recordé un póster que Charlie me dijo que me enviaría, una pintura de Eakins sobre un remero solitario en medio el río Schuylkill. Charlie estuvo intentando convencerme de que me mudara más cerca de Filadelfia, de que Filadelfia era la ciudad adecuada para un hombre como yo. Su hijo debería ver a su padrino con más frecuencia, dijo. Charlie pensó que había comenzado a alejarme.
Así que abrí el cilindro, pero lo dejé para después del correo normal, las ofertas de tarjetas de crédito y las notificaciones de las loterías. Nada que se pareciera a una carta de Katie. En el resplandor del televisor, el cilindro parecía hueco: no había ningún póster de parte de Charlie, no había ninguna nota. Sólo al meter el dedo sentí que había algo delgado pegado a la circunferencia. Un lado me parecía satinado y el otro rugoso. Lo saqué de un tirón con menos delicadeza de la que habría debido emplear, preguntándome qué sería.
Dentro del paquete había una pintura al óleo. La desenrollé preguntándome si Charlie habría ido más allá de sus intenciones y me habría comprado un original. Pero cuando vi la imagen del lienzo, supe que no era así. El estilo era muy anterior al siglo XIX norteamericano, muy anterior a cualquier siglo norteamericano. El tema era religioso. Era europeo, de los primeros tiempos de la verdadera pintura.
Es difícil explicar la sensación de tener el pasado entre las manos. El olor de ese lienzo fue más fuerte y más complejo que cualquier cosa en Texas, donde son jóvenes incluso el vino y el dinero. En Princeton había un rastro del mismo olor, tal vez en el Ivy, con seguridad en las habitaciones más antiguas de Nassau Hall. Pero aquí, en este cilindro diminuto, el olor estaba mucho más concentrado: era el olor de la edad, denso y resistente.
El lienzo estaba oscuro de mugre, pero poco a poco pude distinguir el tema. Al fondo se veía el estatuario del antiguo Egipto, obeliscos y jeroglíficos y monumentos desconocidos. En primer plano había un hombre al cual los demás habían venido a someterse. Al notar un pequeño rastro de pigmento, miré el lienzo más de cerca. La túnica del hombre había sido pintada con una paleta mucho más clara que el resto de la escena. En medio del desierto polvoriento, la túnica estaba radiante. No había pensado en aquel hombre en muchos años. Era José, convertido en gran oficial de Egipto, recompensado por el faraón por su capacidad para interpretar los sueños. José, revelándose a sus hermanos que iban a comprar grano, los mismos hermanos que lo habían abandonado, dándolo por muerto, tantos años atrás. José, restituido con su túnica multicolor.
Sobre las bases del estatuario había tres inscripciones. En la primera se leía: crescebat autem cotidie fames in omni térra aperuitque ioseph universa horrea. Había hambre en todo el mundo. Y José abrió los graneros. Enseguida: FESTINAVITQUE QUIA COMMOTA FUERANT VISCERA EIUS SUPER FRA-TRE SUO ET ERUMPEBANT LACRIMAE ET INTROIENS CUBICULUM FLEVIT. José salió de prisa; tan fuerte era el cariño que sentía por su hermano, que sintió deseos de llorar. Sobre la base de la tercera estatua había sólo una firma en letra de imprenta. Sandro di Mariano, mejor conocido por el apodo que le puso su hermano mayor: «barrilito», o Botticelli. Según la fecha que aparecía bajo el nombre, el lienzo tenía más de quinientos años.
Me quedé observando esta reliquia que sólo otro par de manos había tocado desde el día en que fue encerrada bajo tierra. Era bella de una forma que ningún humanista habría podido resistir, con ese estatuario pagano que Savonarola nunca habría permitido. Aquí estaba, casi destruida por el tiempo, pero de alguna manera intacta todavía y vibrante bajo el hollín. Viva, después de tanto tiempo.
La puse sobre la mesa cuando las manos comenzaron a temblarme tanto que no pude seguir sosteniéndola, y busqué en el tubo algo que hubiera pasado por alto, una carta, una nota, cuando menos un símbolo. Pero el tubo estaba vacío. Allí estaba la escritura que había puesto mi dirección con tanto cuidado, pero nada más. Sólo los sellos del correo y el código de rastreo.
En ese momento el código me llamó la atención: 39-055-210185-GEN4519. Había en él un cierto diseño, como la lógica de un acertijo. Formaba un número telefónico extranjero.
Al fondo de una estantería encontré un volumen que alguien me había regalado por Navidad hacía años, un almanaque con sus catálogos de temperaturas y fechas y códigos postales.
De repente me resultaba útil. Hacia el final del libro había una lista de prefijos extranjeros
39, indicativo de Italia.
055, código de área de Florencia.
Observé los demás números mientras volvía a sentir el pulso acelerado, el viejo tamborileo en los oídos. 21 01 85, un número de teléfono local. GEN4519, probablemente un número de habitación o una extensión. Estaba en un hotel, en un piso.
«Había hambre en todo el mundo. Y José abrió los graneros.»
Volví a mirar la pintura, luego el tubo.
GEN4519.
«José salió de prisa; tan fuerte era el cariño que sentía por su hermano, que sintió deseos de llorar.»
GEN4519. GEN45:19.
En mi casa era más fácil encontrar un almanaque que una Biblia. Tuve que escarbar entre las viejas cajas del ático antes de encontrar la que Charlie decía haber olvidado por accidente después de su última visita. Pensó que tal vez podría compartir su fe conmigo, las certidumbres que venían con ella. Charlie, el incansable; Charlie, lleno de esperanza hasta el fin.
Ahora la tengo frente a mí. Génesis 45:19 viene al final de la historia pintada por Botticelli. Después de revelarse a sus hermanos, José se transforma en un dador de dones, como antes lo fue su padre. Después de todo lo que ha sufrido, dice que se llevará consigo a sus hermanos, que ahora se mueren de hambre en Canán, y les permitirá compartir el botín de su Egipto. Y yo, que durante la mayor parte de mi vida he cometido el error de intentar dejar a mi padre atrás, de pensar que podría avanzar manteniéndolo en el pasado, lo comprendo perfectamente.
«Tomad a vuestro padre y venid a mí, dice el verso; que no les pese tener que dejar sus cosas, pues suyo será lo mejor de la tierra de Egipto.»
Levanto el teléfono.
«Tomad a vuestro padre y venid a mí», pienso, preguntándome cómo lo entendió todo cuando yo no lograba hacerlo.
Vuelvo a colgar el teléfono y busco mi agenda para copiar el número antes de que nada pueda ocurrirle. En estas páginas nuevas, la nueva H de Paul Harris y la vieja M de Katie Marchand son las únicas entradas de la cuadrícula. Parece poco natural tener que añadir un nombre, pero debo combatir la sensación de que todo lo que tengo en el mundo es este grupo de dígitos impreso sobre un cilindro de correos, una sola oportunidad que podría quedar eliminada por un solo error, que podría desangrarse hasta desaparecer bajo una sola gota de agua.
Las manos me sudan cuando levanto de nuevo el auricular, apenas consciente del tiempo que he pasado sentado aquí, tratando de pensar en las palabras que puedo usar. Afuera, por el saliente de mi ventana, en la noche reluciente de Texas, no se ve más que el cielo.
«Que no les pese tener que dejar sus cosas, pues suyo será lo mejor de la tierra de Egipto.»
Cuando vuelvo a tener tono, empiezo a pulsar los botones del teclado. Un teléfono que nunca pensé que mis dedos llegaran a marcar, una voz que nunca pensé en volver a oír. Hay un zumbido distante, el timbre de un teléfono en una zona horaria distinta. Luego, tras el cuarto timbre, una voz.
«Se ha comunicado con Katie Marchand, de Galería Hudson, Manhattan. Por favor, deje su mensaje.»
Enseguida suena un pitido.
– Katie -digo ante el murmullo del silencio-, soy Tom. Es casi medianoche aquí. Hora de Texas.
El silencio al otro lado es inquietante. Me habría podido abrumar si no hubiera sabido exactamente lo que quería decir.
– Me voy de Austin mañana por la mañana. Estaré fuera un tiempo, pero no sé cuánto.
Sobre mi escritorio hay una foto de los dos en un pequeño marco. Salimos ligeramente descentrados: cada uno sostiene un lado de la cámara y la apunta hacia nosotros. Detrás está la capilla del campus, empedrada y quieta; aun hoy Princeton sigue susurrándome desde el fondo.
– Cuando vuelva de Florencia -le digo a la estudiante de segundo que aparece en mi foto, mi regalo accidental, justo antes de que el contestador automático de Nueva York me corte la llamada-, quiero verte.
Enseguida cuelgo el auricular y vuelvo a mirar por la ventana. Habrá maletas por hacer, agencias de viajes por llamar, nuevas fotos por tomar. Cuando comienzo a percatarme de la magnitud de lo que estoy haciendo, se me ocurre algo. En alguna parte de la ciudad del renacer, Paul se levanta de su cama, mira por la ventana y espera. Hay palomas que zurean en los techos, campanas de catedral que doblan en sus torres a lo lejos. Aquí estamos, en continentes distintos, sentados igual que siempre: cada uno en el borde de su colchón, pero juntos. Sobre los techos del lugar adonde voy habrá santos y dioses y ángeles volando. Por donde camine habrá recordatorios de todo lo que el tiempo no puede tocar. Mi corazón es un pájaro enjaulado que bate las alas con el dolor de la expectativa. En Italia está amaneciendo.