Ahora mismo, Charlie y yo estamos junto a la boca de una alcantarilla al pie de Dillon Gym, cerca del extremo sur del campus. En su gorra, la insignia de los Philadelphia 76ers cuelga de un hilo y se agita con el viento. Arriba, gigantescas nubes llenas de copos de nieve se sacuden bajo el ojo naranja de una luz de sodio. Esperamos. Charlie empieza a perder la paciencia porque unas estudiantes que hay al otro lado de la calle nos están haciendo perder el tiempo.
– Dime cuál es el plan -digo. Sobre su reloj palpita una luz y él baja la mirada. -Son las 7.07. Los vigilantes cambian de turno a las 7.30. Tenemos veintitrés minutos.
– ¿Crees que veinte minutos son suficiente para cogerlos? -Si logramos adivinar dónde van a estar, claro que sí -dice. Su mirada regresa al lado opuesto de la calle-. Vamos, chicas, vamos.
Una de ellas camina con coquetería bajo la ventisca. Lleva una falda primaveral, como si la nieve la hubiera cogido por sorpresa mientras se vestía. La otra, una chica peruana que conocí en un campeonato universitario, lleva la tradicional parka naranja del equipo de natación y saltos.
– Me olvidé de llamar a Katie -comento en cuanto lo recuerdo.
Charlie se da la vuelta.
– Es su aniversario. Tenía que llamarla para decirle cuándo iría a verla.
Katie Marchand, estudiante de segundo año, se ha ido convirtiendo en el tipo de novia que yo no merecía encontrar. La creciente importancia que ha cobrado en mi vida es un hecho que Charlie acepta, recordándose que las mujeres inteligentes suelen tener un pésimo gusto con los hombres.
– ¿Le has comprado algo?
– Sí. -Formo un rectángulo con las manos-. Una foto de esa galería que…
– Entonces no pasa nada por que no la llames -asiente Charlie. Sigue un sonido gutural, una especie de media risa-. De todos modos, lo más probable es que ahora mismo tenga otras cosas en qué pensar.
– ¿Y eso qué significa?
Charlie alarga una mano, coge un copo de nieve en el aire.
– Primera nevada. Olimpiadas al Desnudo.
– Dios mío. Me he olvidado por completo.
Las Olimpiadas al Desnudo son una de las más apreciadas tradiciones de Princeton. Cada año, la noche de la primera nevada, los estudiantes de segundo se reúnen en el patio de Holder Hall. Se presentan en manada, cientos y cientos de ellos, y allí, rodeados de residencias repletas de espectadores procedentes de todo el campus, se quitan la ropa con la heroica despreocupación de un roedor que se dirige a la trampa y comienzan a correr como locos. Se trata de un rito que debió nacer en los viejos tiempos de la universidad, cuando Princeton era una institución para hombres y la desnudez colectiva era una expresión de ciertas prerrogativas masculinas, como orinar de pie o declarar la guerra. Pero luego las mujeres se unieron a la refriega, y esta especie de acogedora melé se transformó en el acontecimiento imprescindible del año académico. Hasta los medios de comunicación se presentan para grabarlo, con camionetas de transmisión vía satélite y cámaras de vídeo llegadas de Filadelfia o Nueva York. La mera idea de las Olimpiadas al Desnudo es como una hoguera en medio de los meses más fríos de la universidad, pero este año, ahora que ha llegado el turno de Katie, de repente me interesa más cuidar el fuego del hogar.
– ¿Listo? -dice Charlie en cuanto se alejan las dos estudiantes.
Remuevo el pie sobre la tapa de la alcantarilla para sacudir la nieve.
Charlie se arrodilla y mete ambos índices en las rendijas de la tapa. La retira, arrastrándola, y la nieve sofoca el chirrido del hierro contra el asfalto.
– Tú primero -dice, poniéndome una mano en la espalda.
– ¿Y las mochilas?
– No te andes con rodeos. ¡Venga ya!
Me pongo de rodillas y apoyo las manos a ambos lados de la alcantarilla abierta. De abajo sale un calor denso. Cuando intento bajar, el volumen de mi anorak de esquí se atasca en los bordes de la abertura.
– Maldita sea, Tom, un muerto se mueve más rápido. Mueve los pies y encontrarás un escalón de hierro. Hay una escalera en la pared.
Al sentir que el pie se me engancha en el peldaño superior, comienzo a bajar.
– Bien -dice Charlie-. Coge esto.
A empujones, mete mi mochila por la abertura, y luego la suya.
En la oscuridad hay una red de conductos que se extiende en ambas direcciones. La visibilidad es escasa y en el aire resuenan silbidos y ruidos metálicos. Éste es el sistema circulatorio de Princeton; los pasadizos llevan vapor desde la caldera central hasta los dormitorios y los edificios académicos del norte del campus.
Según Charlie, el vapor viaja por estos tubos a una presión de dieciocho kilos por centímetro cuadrado. Los cilindros más pequeños contienen líneas de alto voltaje o gas natural. Aun así, nunca he visto advertencias en los túneles, ni un solo triángulo fluorescente o aviso de normativas universitarias. A la universidad le gustaría olvidarse de la existencia de este lugar. La única señal que hay en esta entrada fue escrita hace mucho tiempo en pintura negra: lasciate ogni speranza, voi ch'intrate. Paul, a quien este lugar no parece haber intimidado nunca, sonrió la primera vez que la vio. «Dejad toda esperanza -dijo, traduciendo a Dante para el resto del grupo-, vosotros los que entráis.»
Después de introducirse, Charlie pone la tapa en su sitio y ahora avanza hacia el fondo. Al bajarse del último peldaño, se quita la gorra. La luz reverbera en las perlas de sudor de su frente. El peinado afro que le ha crecido tras cuatro meses sin cortarse el pelo roza el techo. «No es un peinado afro -nos ha dicho varias veces-. Es medio afro. Un half-fro.»
Charlie percibe un tufillo de aire viciado, y enseguida saca un frasco de Vicks Vap-O-Rub de la mochila.
– Ponte debajo de la nariz. No olerás nada.
Lo rechazo. Se trata de un truco que aprendió el verano que hizo prácticas con el médico local, una manera de no sentir el olor de los cadáveres durante las autopsias. Después de lo ocurrido a mi padre no he tenido la profesión médica en muy alta estima; para mí, los médicos son parásitos, segundas opiniones de rostro cambiante. Pero ver a Charlie en un hospital es otra cosa. Charlie es el hombre fuerte del personal de ambulancias, el tipo al que se acude para casos difíciles; es capaz de sacarle veinticinco horas al día si es para darle a algún desconocido la oportunidad de luchar contra lo que él llama el Ladrón.
Charlie saca las dos pistolas láser -son grises y a rayas- y enseguida las correas de velero con pequeños domos plásticos en el medio. Mientras él sigue jugueteando nerviosamente con las mochilas, yo comienzo a quitarme la chaqueta. El cuello de la camisa ya se me ha pegado a la nuca.
– Con cuidado -dice, alargando un brazo antes de que pueda colgar la chaqueta sobre el tubo más grande-. Acuérdate de lo que le pasó a la vieja chaqueta de Gil.
Lo había olvidado por completo. Un tubo de vapor derritió el forro de nylon e incendió el relleno. Tuvimos que apagar las llamas pateando la chaqueta en el suelo.
– Dejaremos los abrigos aquí y los recogeremos a la salida -dice, quitándome la chaqueta de la mano y metiéndola enrollada en una bolsa de tela. Enseguida la cuelga de un saliente del techo usando una de las correas-. Así las ratas no pueden tocarlas -dice, y sigue sacando objetos de la mochila.
Tras entregarme una linterna y un walkie-talkie, saca dos grandes botellas de agua, que por el calor se han cubierto de escarcha, y las pone en la redecilla exterior de la mochila.
– Recuerda -dice-. Si volvemos a separarnos, no sigas la corriente. Si ves agua, camina en sentido contrario. En caso de que crezca la corriente, no querrás acabar en una cloaca o un vertedero. Esto no es un riachuelo como el Ohio. Aquí el nivel del agua crece rápido.
Así que éste es mi castigo por haberme perdido la última vez que formamos parte del mismo equipo. Mientras me tiro de la camisa para que circule el aire, le digo:
– Chuck, el Ohio no pasa cerca de Columbus. Ignorándome, Charlie me entrega uno de los receptores y espera a que me lo ate alrededor del pecho.
– ¿Cuál es el plan? -pregunto-. ¿Adonde vamos? Sonríe.
– Ahí entras tú. – ¿Por qué?
Charlie me da una palmadita en la cabeza. -Porque tú eres el sherpa.
Lo dice como si los sherpas fueran una raza mágica de guías enanos, como hobbits.
– ¿Qué quieres que haga?
– Paul conoce los túneles mejor que nosotros. Necesitamos una estrategia.
Me lo pienso un instante.
– ¿Cuál es la entrada más próxima a los túneles de su lado? -Hay una detrás de Clio.
Cliosophic es el edificio de una vieja sociedad de debates. Intento imaginar con claridad las posiciones de cada uno, pero el calor me nubla el pensamiento.
– Que da directamente a donde estamos nosotros. La ruta más fácil hacia el sur. ¿Correcto?
Charlie reflexiona, peleando con la geografía, y al final dice:
– Correcto.
– Y él nunca escoge la ruta fácil. -Nunca.
Imagino a Paul, siempre dos pasos por delante. -Entonces, eso es lo que hará. La ruta fácil. Avanzará desde Clio y nos atacará antes de que nos demos cuenta. Charlie considera el asunto.
– Sí -dice al fin, la mirada fija en la distancia. En las comisuras de sus labios se empieza a formar una sonrisa.
– Así que lo rodearemos -sugiero-. Lo atraparemos por detrás.
En los ojos de Charlie hay un resplandor. Me da una palmada tan fuerte en la espalda que casi me caigo al suelo bajo el peso de la mochila. -Vamos.
Hemos empezado a avanzar por el pasillo cuando nos llega un susurro de la boca del walkie-talkie.
Me saco el aparato de la mochila y oprimo el botón.
– ¿Gil?
Silencio.
– ¿Gil? No te oigo…
Pero no hay respuesta.
– Es alguna interferencia -dice Charlie-. Están demasiado lejos para que la señal llegue.
Me acerco al micrófono, vuelvo a hablar y espero.
– Dijiste que estos aparatos tenían un alcance de tres kilómetros -le digo-. Y estamos a menos de uno y medio de ellos.
– Tres kilómetros por aire -dice Charlie-. Pero si tienen que cruzar tierra y hormigón no llegan a tanto.
Pero los aparatos son para casos de emergencia. Estoy seguro de que la voz que se oía era la de Gil.
Seguimos en silencio durante poco menos de cien metros, esquivando charcos de barro y pequeños montones de excremento.
De repente, Charlie me agarra del cuello de la camisa y me echa a un lado.
– ¿Qué haces? -le digo con brusquedad, casi perdiendo el equilibrio.
Charlie barre con la luz de su linterna un tablón de madera que forma un puente sobre un hoyo profundo. Ambos lo hemos cruzado en partidas anteriores.
– ¿Qué sucede?
Charlie apoya un pie en la tabla, con cautela.
– No pasa nada -dice, evidentemente aliviado-. El agua no lo ha dañado.
Me limpio la frente y la encuentro bañada en sudor. Vale -dice Charlie-. Pasemos.
Charlie cruza el tablón con dos grandes zancadas. Yo tengo que hacer lo mismo para conservar el equilibrio antes de llegar sano y salvo, al otro lado.
– Toma esto. -Charlie me pasa una de las botellas de agua-. Bebe un poco.
Bebo un breve sorbo y lo sigo, internándonos en el túnel. Esto es el paraíso de un enterrador: mires donde mires, ves lo mismo que si estuvieras dentro de un ataúd, paredes oscuras que se estrechan hasta converger en un punto vago de la oscuridad.
– ¿Todos los túneles son así, como una catacumba? -pregunto. El walkie-talkie introduce fragmentos de estática entre mis pensamientos. – ¿Como qué?
– Como una catacumba. Una tumba. -No, en realidad no. Las partes más nuevas están en un gigantesco tubo corrugado -dice, haciendo con las manos un dibujo ondulado, como una ola, para describir la superficie-. Es como caminar sobre un costillar, como si te hubiera tragado una ballena. Es como…
Chasquea los dedos mientras busca una comparación. Algo bíblico. Algo melvilliano, algo de Literatura 151w.
– Como Pinocho -digo. Charlie me mira para ver si debe reírse. -No debemos de estar lejos -dice cuando no logra averiguarlo. Se da la vuelta y palmotea el walkie-talkie-. No te preocupes. Llegaremos a la esquina, les pegaremos un par de tiros y volveremos a casa.
En ese momento, el receptor vuelve a chisporrotear. Esta vez no hay duda: es la voz de Gil. «Final del juego, Charlie.» Me detengo de golpe. – ¿Qué quiere decir eso? -digo.
Charlie frunce el ceño. Espera a que se repita el mensaje, pero nada llega.
– Ah, no. No voy a caer en esa trampa.
– ¿En qué trampa?
– «Final del juego.» Eso quiere decir que el juego se acaba.
– No me digas. Pero ¿por qué?
– Porque algo anda mal.
– ¿Mal?
Pero Charlie levanta un dedo para hacerme callar. Se oyen voces a lo lejos.
– Son ellos -digo. Levanta el rifle.
– Vamos.
Muy pronto sus zancadas se hacen más largas, y no me queda otra opción que seguirle el paso. Sólo ahora, al tratar de mantenerme a su lado, me percato de la precisión con que corre por la oscuridad. Lo único que puedo hacer es tratar de mantenerle bajo el haz de luz de mi linterna.
Al acercarnos a un cruce, me detiene.
– No dobles la esquina. Apaga la linterna o nos verán.
Le hago señas para que se asome. El walkie-talkie vuelve a estallar.
«Final del juego, Charlie. Estamos en el pasillo norte-sur, debajo de Edwards Hall.»
La voz de Gil es ahora más clara, viene de más cerca.
Empiezo a acercarme a la intersección, pero Charlie me empuja hacia atrás. Dos haces de luz se sacuden en la dirección contraria. Entrecerrando los ojos, alcanzo a distinguir unas siluetas. Se dan la vuelta al escuchar que nos acercamos. Uno de los haces de luz nos da de lleno.
– ¡Mierda! -grita Charlie, cubriéndose los ojos. Ciegamente apunta con el rifle hacia la luz y comienza a apretar el gatillo.
Se escucha el pitido mecánico de un receptor.
– ¡Para! -dice Gil entre dientes.
– ¿Qué pasa? -grita Charlie mientras nos acercamos.
Veo a Paul detrás de Gil, inmóvil. Los dos están de pie bajo un rayo de luz que penetra por las rendijas de una tapa de alcantarilla.
Gil se lleva un dedo a los labios y señala la alcantarilla. Logro distinguir dos figuras. Están justo encima de nosotros, frente a Edwards Hall.
– Bill está intentando llamarme -dice Paul, acercando su busca a la luz, visiblemente agitado-. Tengo que salir de aquí.
Charlie le lanza una mirada perpleja y enseguida les indica a ambos, con un gesto, que se alejen de la luz. -No quiere moverse -dice Gil en voz baja. Paul está justo debajo de la tapa metálica, con la mirada fija en la pantalla de su busca, mientras por los huecos caen gotas de nieve derretida.
– Vas a hacer que nos cojan -susurro. -Dice que no recibe la señal en ninguna otra parte. -Bill nunca ha hecho algo así -contesta Paul. Lo agarro del brazo pero se libera de un tirón. Cuando ilumina la pantalla plateada del buscapersonas y nos la muestra, veo tres números: 911. – ¿Y eso qué significa?
– Bill debe de haber encontrado algo -dice Paul perdiendo la paciencia-. Tengo que ir a verlo.
El tráfico de pasos que hay frente a Edwards lanza nieve fresca a través de la tapa. Charlie se está poniendo tenso.
– Mira -dice-, es una casualidad. No es posible que recibas…
Pero el buscapersonas lo interrumpe. Comienza de nuevo a pitar. Ahora el mensaje es un número de teléfono: 116-7718. – ¿Qué es?
Paul pone la pantalla boca abajo y lee el texto que forman los dígitos: BILL-911.
– Me voy -dice Paul-. Me voy ahora mismo. Charlie niega con la cabeza.
– No uses esa boca. Hay demasiada gente allá arriba. -Quiere usar la salida del Ivy -dice Gil-. Le he dicho que queda demasiado lejos. Podemos volver a Clio. Aún quedan un par de minutos antes del relevo de los vigilantes.
A lo lejos comienzan a reunirse pequeños conjuntos de lucecitas rojas. Son ratas en cuclillas que nos observan.
– ¿Qué pasa? -le pregunto a Paul-. ¿Por qué es tan importante?
– Hemos encontrado algo grande -comienza a explicar. Pero Charlie lo interrumpe.
– Clio es nuestra mejor opción -asiente. Tras mirar el reloj, empieza a caminar hacia el norte-. Las 7.26. Debemos darnos prisa.