Capítulo 15

Apenas si hablamos mientras nos alejamos de Woolworth. Paul camina un par de pasos por delante, a suficiente distancia para que cada uno piense por su cuenta. A lo lejos alcanzo a distinguir la torre de la capilla. A sus pies, los coches de la policía se acuclillan como sapos que esperan bajo un roble a que pase la tormenta. Las cintas de la policía se sacuden en el viento moribundo. El ángel de nieve de Bill Stein debe haber desaparecido: tal vez ya no quede ni un claro en la nevada.

Cuando llegamos a Dod, Charlie está despierto aún, pero se está preparando para acostarse de nuevo. Ha estado limpiando el salón, ordenando papeles sueltos y poniendo el correo en montones, tratando así de liberarse de lo que ha visto en la ambulancia. Tras mirar el reloj, nos lanza una mirada de desaprobación, pero está demasiado cansado para hacer preguntas. Me hago a un lado y me limito a escuchar mientras Paul le cuenta lo que hemos visto en el museo, consciente de que Charlie insistirá en que llamemos a la policía. Sin embargo, cuando le explico que mientras estábamos registrando las pertenencias de Stein encontramos las cartas, incluso Charlie parece pensárselo dos veces.

Paul y yo nos retiramos a nuestra habitación y nos desvestimos sin mediar palabra, y enseguida nos vamos cada uno a su litera. Ya acostado, recuerdo la emoción que había en su voz mientras describía a Curry, y se me ocurre algo que nunca antes había comprendido. Aunque breve, la relación entre ellos dos llegó a tener una sosegada perfección: Curry no había logrado entender la Hypnerotomachia hasta que Paul entró en su vida y resolvió lo que él no había logrado resolver, de manera que pudieron compartirlo. Paul, por su parte, siempre había sido muy ambicioso, hasta que Curry entró en su vida y le mostró todo lo que hasta entonces le había faltado, de manera que pudieron compartirlo. Como Della y James en el viejo cuento de O. Henry -James, que vendió su reloj de oro para comprarle a Della peinetas para el pelo, y Della que vendió su pelo para comprarle a James una cadena para su reloj-, sus dones y sus sacrificios encajan perfectamente. Pero esta vez con final feliz. Lo único que ambos podían ofrecer era precisamente lo que al otro le faltaba.

No puedo reprocharle a Paul que haya tenido esta suerte. Si alguien la merece, sin duda es él. Paul nunca tuvo familia, un rostro enmarcado, una voz al otro lado de la línea. Aun después de la muerte de mi padre, yo he tenido esas cosas,' por muy imperfectas que hayan sido. Y sin embargo, aquí hay en juego algo más grande. El diario del capitán de puerto puede probar que mi padre tenía razón sobre la Hypnerotomachia: que la vio como lo que era en realidad, a través del polvo y el tiempo, a través del bosque de lenguas muertas, de los grabados. Yo no le creí; pensé que la idea misma de que hubiera algo especial en un libro tan viejo y aburrido era ridícula y vana y miope. Y durante todo ese tiempo, mientras acusaba a mi padre de un error de perspectiva, resultaba que el único error de perspectiva era el mío.

– No te hagas esto, Tom -dice Paul desde arriba, inesperadamente, en voz tan baja que apenas alcanzo a escucharlo.

– ¿El qué?

– No te compadezcas.

– Estaba pensando en papá.

– Lo sé. Trata de pensar en otra cosa.

– ¿Cómo qué?

– No lo sé. En nosotros, por ejemplo.

– No te entiendo.

– En los cuatro. Trata de dar las gracias por lo que tenemos. -Titubea un instante-. ¿Qué hay del año que viene? ¿Qué has decidido?

– No lo sé aún.

– ¿Texas?

– Tal vez. Pero Katie seguirá aquí.

Al cambiar de posición en la cama, sus sábanas crujen.

– ¿Y si te dijera que yo quizás voy a Chicago?

– ¿Qué quieres decir?

– Para hacer un doctorado. Recibí la carta un día después que tú.

Me quedo atónito.

– ¿Adonde creías que iría el año que viene? -pregunta.

– A trabajar con Pinto en Yale. ¿Por qué Chicago?

– Pinto se jubila este año. Y además, el programa de Chicago es mejor. Melotti sigue ahí.

Melotti. Uno de los pocos estudiosos de la Hypnerotomachia que recuerdo haber oído en boca a mi padre.

– Además -añade Paul-, si a tu padre le fue bien, a mí también puede irme bien, ¿no?

La misma idea se me ocurrió antes de presentar mi solicitud, pero lo que yo quise decir fue: si aceptaron a mi padre, también me aceptarán a mí.

– Supongo que sí.

– Entonces ¿qué opinas?

– ¿De ir a Chicago?

Titubea de nuevo. Me he perdido de algo.

– De ir a Chicago juntos.

El techo cruje, pero el sonido nos llega como si fuera de otro mundo.

– ¿Por qué no me lo habías dicho?

– No sabía cómo te lo tomarías -dice.

– Y seguirías el mismo programa que él.

– En la medida de lo posible.

No estoy seguro de que pueda soportar que mi padre me persiga cinco años más. Lo vería en la sombra de Paul aun más de lo que lo veo ahora.

– ¿Es tu primera opción?

Tarda un largo rato en responder.

– Sólo quedan Taft y Melotti.

Se refiere a estudiosos de la Hypnerotomachia.

– Podría trabajar aquí, en el campus, con alguien que no sea especialista -dice-. Batali o Todesco.

Pero escribir una tesis doctoral sobre la Hypnerotomachia para un no especialista sería como escribir música para sordos.

– Deberías ir a Chicago -le digo, tratando de sonar como si lo sintiera de corazón. Y tal vez sea así.

– ¿Quieres decir que tú irás a Texas?

– No lo he decidido aún.

– No todo tiene que ver con él.

– Lo sé.

– Bien -dice Paul, que ha decidido no presionarme más-. Supongo que tenemos la misma fecha límite.

Los dos sobres están donde los dejé, el uno al lado del otro, en el escritorio de Paul. El escritorio -pienso ahora- en el cual Paul empezó a descifrar la Hypnerotomachia. Durante un instante imagino a mi padre flotando encima como un ángel guardián, guiando a Paul hacia la verdad cada noche desde que todo comenzó. Es curioso pensar que yo estaba aquí mismo, a un par de metros, y dormido la mayor parte del tiempo.

– Descansa un poco -dice Paul, y oigo cómo se da la vuelta sobre su litera con un largo y trabajoso suspiro. La fuerza de lo que ha ocurrido empieza a regresar.

– ¿Qué harás por la mañana? -le pregunto, sin saber si quiere hablar del tema.

– Tengo que preguntarle a Richard sobre esas cartas.

– ¿Quieres que vaya contigo?

– Prefiero ir solo.

Esa noche no volvemos a hablar.

A juzgar por su respiración, Paul se queda rápidamente dormido. Ojalá pudiera hacer lo mismo, pero tengo la cabeza demasiado atestada. Me pregunto qué habría pensado mi padre al saber que hemos encontrado el diario del capitán después de todos estos años. Tal vez esto hubiera aligerado la soledad que siempre supuse que sentía, la soledad de trabajar tanto en algo que significaba tan poco para tan pocos. Tal vez saber que su hijo lo ha logrado finalmente hubiera cambiado las cosas.

– ¿Por qué has llegado tarde? -le pregunté una noche, después de que se presentara durante el descanso al último partido de baloncesto que jugué en mi vida.

– Lo siento -dijo-. He tardado más de lo que esperaba.

Caminaba hacia el coche delante de mí, íbamos a regresar a casa. Me fijé en el mechón de pelo que siempre olvidaba peinarse, el que no se veía en el espejo. Era mediado de noviembre, pero mi padre había venido al partido con una chaqueta de primavera; estaba tan distraído en su trabajo que había cogido del armario la chaqueta equivocada.

– ¿En qué? -presioné-. ¿Tu trabajo?

«Trabajo» era el eufemismo que yo solía usar para evitar el título que tanto me avergonzaba frente a mis amigos.

– No -dijo él en voz baja-. El tráfico.

En el camino de regreso mi padre mantuvo el velocímetro dos o tres kilómetros por hora por encima del límite de velocidad, igual que siempre. Aquella diminuta desobediencia, su manera de no dejarse encasillar por las reglas unidas a su incapacidad de quebrarlas, me irritaba todavía más una vez me hube sacado el carnet de conducir.

– Has jugado bien -dijo girando la cabeza hacia el puesto del copiloto para mirarme-. Has encestado los dos tiros libres que he visto.

– En la primera mitad he hecho cero de cinco. Le he dicho al entrenador Ames que no quiero seguir jugando.

Mi padre no hizo pausa alguna, y eso me demostró que ya lo había previsto.

– ¿Lo dejas? ¿Por qué?

– Los astutos se aprovechan de los fuertes -dije, consciente de que ésta sería su próxima frase-. Pero los altos se aprovechan de los bajos.

Desde entonces, mi padre pareció culparse por mi decisión, como si el baloncesto hubiera sido el último vínculo entre ambos. Dos semanas más tarde, cuando regresé de la escuela, el tablero y el aro de nuestro garaje ya no estaban: mi padre los había regalado a una organización benéfica local. Mi madre dijo no saber por qué lo había hecho. Lo único que dijo fue: «quizás pensó que eso te facilitaría las cosas».

Con esto en mente, trato de imaginar el regalo más grande que hubiera podido hacerle a mi padre. Y mientras el sueño me envuelve, la respuesta parece extrañamente clara: tener fe en sus ídolos. Eso fue lo que quiso siempre: sentir que algo permanente nos unía, saber que mientras creyéramos en las mismas cosas, nunca nos separaríamos. La verdad es que tuve éxito en mi empeño por que eso nunca ocurriera. La Hypnerotomachia no se diferenciaba en nada de las clases de piano o del baloncesto o de la forma en que mi padre se peinaba: todo era culpa suya. Luego, tal y como él debió de prever, tan pronto como perdí la fe en el libro comenzamos a distanciarnos más y más, siempre sentados alrededor de la misma mesa. Él había hecho su mejor esfuerzo para atarnos con un nudo sólido, y yo me las arreglé para deshacerlo.

La esperanza -me dijo Paul en alguna oportunidad-, que habló desde la caja de Pandora sólo cuando las demás plagas y tristezas hubieron salido, es el mejor y el último de los sentimientos. Sin ella, no hay más que tiempo. Y el tiempo nos empuja por la espalda con una fuerza centrífuga, alejándonos hacia fuera hasta lanzarnos de un empujón al olvido. Ésta, creo, es la única explicación para lo que nos sucedió a mi padre y a mí, igual que a Taft y a Curry igual que nos sucederá a los cuatro que estamos aquí, en Dod, a pesar de lo inseparables que parecemos ahora. Es una ley del movimiento, un hecho físico cuyo nombre Charlie nos podría decir, y que no es para nada distinto de las enanas blancas y las gigantes rojas. Como todas las cosas del universo, estamos destinados a divergir desde nuestro nacimiento. El tiempo no es más que la medida de esa separación. Si somos partículas en un océano de distancia, si somos el resultado de la explosión de un todo original, es posible decir que existe una ciencia de nuestra soledad. Estamos solos en proporción a nuestros años de vida

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