Como a tantos nos sucede, mi padre se pasó la vida juntando las piezas de una historia que nunca llegaría a comprender. Esa historia comenzó casi cinco siglos antes de que yo fuera a la universidad, y terminó mucho después de la muerte de mi padre. Una noche de noviembre de 1487, dos mensajeros salieron a caballo de las sombras del Vaticano rumbo a una iglesia llamada San Lorenzo, fuera de las murallas de Roma. Lo que ocurrió esa noche trastocó sus destinos, y mi padre creía que podría llegar a trastocar el suyo.
Nunca hice mucho caso de sus convicciones. Los hijos son la promesa que el tiempo hace a los hombres, la garantía que cada padre recibe de que todo lo que estima será algún día considerado banal, y de que la persona que más ama en el mundo será incapaz de comprenderlo. Pero mi padre, experto en el Renacimiento, nunca descartó la posibilidad de volver a nacer. Tantas veces contó la historia de los dos mensajeros que, por más que lo intente, no he podido olvidarla. Intuyó -ahora lo comprendo- que había una lección en ella, una verdad que acabaría por unirnos.
Los mensajeros habían sido enviados a San Lorenzo para entregar la carta de un noble con la advertencia, so pena de muerte, de que no la abrieran. La carta llevaba cuatro sellos de cera oscura, y contenía un secreto que mi padre intentaría descifrar durante tres décadas. Pero aquéllos eran malos tiempos para Roma; el honor de otras épocas la había abandonado para no regresar. En el techo de la Capilla Sixtina seguía habiendo un cielo estrellado, y lluvias apocalípticas habían inundado el río Tíber, en cuyas orillas, según las viudas más viejas, había aparecido un monstruo con cuerpo de mujer y cabeza de burro. Rodrigo y Donato, los codiciosos jinetes, no atendieron la advertencia de su señor. Calentaron con una vela los sellos de cera y abrieron la carta para leer su contenido. Antes de partir hacia San Lorenzo, repusieron el sello a la perfección, copiando la impronta del noble con tanto esmero que su intrusión debió de ser imposible de detectar. Si su señor no hubiera sido extraordinariamente sabio, es seguro que los dos correos habrían sobrevivido.
Pues no fueron los sellos lo que perdió a Rodrigo y a Donato. Fue la cera negra y pesada en la cual los sellos se habían impreso. Cuando llegaron a San Lorenzo, los mensajeros fueron recibidos por un lacayo que sabía lo que la cera contenía: extractos de una hierba venenosa que, al aplicarse a los ojos, dilata las pupilas. Hoy en día, este compuesto tiene uso medicinal, pero en aquella época era usado como cosmético por las mujeres italianas, pues las pupilas dilatadas se consideraban señal de belleza. Esta práctica dio a la planta su nombre: «mujer bella», o belladonna. Al fundir y refundir los sellos, Rodrigo y Donato recibieron los efectos del humo de la cera quemada. Tras su llegada a San Lorenzo, el lacayo los llevó junto a un candelabro, cerca del altar. Sus pupilas no se contrajeron; el lacayo supo lo que habían hecho. Y aunque los mensajeros se esforzaban por reconocer al hombre a través de su mirada extraviada, éste hizo lo que le habían ordenado: sacó su espada y les cortó la cabeza. Se trataba de una prueba de lealtad, dijo el noble, y los mensajeros habían fracasado.
De la suerte de Rodrigo y Donato se enteró mi padre por un documento que descubrió poco antes de morir. El lacayo cubrió sus cuerpos y los sacó a rastras de la iglesia, limpiando la sangre con trapos y estopilla. Metió las cabezas en sendas alforjas y las colocó a ambos lados de la montura; echó los cuerpos sobre los caballos de Rodrigo y Donato y los enganchó al suyo. Encontró la carta en el bolsillo de Donato y la quemó, porque era falsa y no tenía destinatario. Entonces, antes de partir, se arrodilló ante la iglesia, arrepentido, horrorizado por el pecado que acababa de cometer en nombre de su señor. Frente a sus ojos, las aberturas que había entre las seis columnas de San Lorenzo le parecieron dientes negros, y aquel simple laca-yo reconoció haber temblado al verlas, pues de niño, sentado sobre las rodillas de las viudas, había conocido las visiones que tuvo el poeta Dante del infierno, y sabido que el castigo de los grandes pecadores era ser roídos para siempre entre las fauces de los operadores del doloroso regno.
Quizás el viejo San Lorenzo estuviera observando desde la tumba y, viendo la sangre en las manos de aquel pobre hombre, lo perdonara. O quizás no hubiera perdón posible, y San Lorenzo, como los santos y los mártires del presente, guardara un silencio inescrutable. Aquella noche, el lacayo siguió las órdenes de su señor y llevó los cadáveres de Rodrigo y Donato al carnicero. Acaso sea mejor no imaginar su destino. Pero espero que los cuerpos fueran arrojados a la calle y recogidos por los carros de la basura, o devorados por los perros, y no transformados en un pastel.
En cualquier caso, el carnicero encontró otro uso para las cabezas. Las vendió a un panadero del lugar, un hombre un poco taimado, que aquella noche las depositó en su propio horno antes de cerrar. En aquella época era costumbre que las viudas tomaran prestados los hornos de los panaderos al caer la noche, cuando las brasas del día aún estaban calientes; las mujeres llegaron, y al encontrarse con las cabezas chillaron y estuvieron a punto de desmayarse.
A primera vista, ser usado para espantar a un puñado de viejas brujas parece un destino vulgar. Pero creo que Rodrigo y Donato han gozado de mayor fama de la que jamás habrían podido gozar en vida, gracias a la forma en que murieron. Porque en toda civilización son las viudas quienes guardan la memoria, y una cosa es cierta: las que encontraron las cabezas en el horno del panadero nunca lo olvidaron. Aun después de que el panadero confesara su hazaña, las viudas debieron de seguir contando a los niños de Roma la historia del descubrimiento; y ellos, durante una generación entera, recordaron el cuento de las cabezas milagrosas tan vividamente como recordaban al monstruo escupido por la riada del Tíber.
Y aunque la historia de los dos mensajeros pasaría final-mente al olvido, permanece más allá de toda duda. El lacayo cumplió con su deber. Sea cual fuere, el secreto de su señor nunca salió de San Lorenzo. La mañana siguiente al asesinato de Rodrigo y Donato, mientras los basureros amontonaban tripas e inmundicias en sus carretillas, nadie prestó demasiada atención a la muerte de aquellos hombres. El lento progreso que transforma la belleza en podredumbre y la podredumbre en belleza siguió su curso y, como los dientes de la serpiente que Cadmo sembró, la sangre del mal regó tierras romanas y produjo renacimientos. Pasarían quinientos años antes de que alguien descubriera la verdad. Cuando esos cinco siglos hubieron pasado, y la muerte hubo encontrado un nuevo par de mensajeros, yo estaba terminando mi último año de universidad en Princeton.