Entre los estudiosos de Frankenstein, hay un viejo dicho según el cual el monstruo es una metáfora de la novela. Mary Shelley, que tenía diecinueve años cuando empezó a escribirla, alentó esa interpretación al llamarla su «horrorosa progenie», como si fuera un ser muerto con vida propia. Teniendo en cuenta que Mary Shelley perdió un hijo a los diecisiete y causó la muerte de su madre al nacer, puede pensarse que sabía de qué estaba hablando.
Durante un tiempo pensé que Mary Shelley era lo único que mi tesina tenía en común con la de Paul. Mary hacía una hermosa pareja con Francesco Colonna (que según algunos académicos tenía apenas catorce cuando escribió la Hypnerotomachia): dos adolescentes más sabios de lo que su edad sugería. Antes de que conociera a Katie, Mary y Francesco eran para mí amantes contrariados, igualmente jóvenes, pero en épocas distintas. Para Paul, obligado a enfrentarse de igual a igual con los eruditos de la generación de mi padre, eran un emblema del poder de la juventud contra la obstinada inercia de la edad.
Paradójicamente, fue al sostener que Francesco Colonna era un hombre de edad, no un joven, cuando Paul logró su primer gran progreso con la Hypnerotomachia. Había llegado a la clase de Taft como un simple novato y el ogro alcanzó a oler en él la influencia de mi padre. Aunque sostuviera que había abandonado el estudio del libro, Taft se mostró muy dispuesto a demostrarle a Paul la insensatez de las teorías de mi padre. Todavía se inclinaba por la hipótesis de un Colonna veneciano, y a partir de ella explicó la prueba más fuerte que había a favor del Pretendiente.
La Hypnerotomachia fue publicada en 1499, dijo Taft, cuando el Colonna romano tenía cuarenta y dos años de edad. Hasta ahí, ningún problema. Pero la última página de la historia, que compuso el propio Colonna, afirma que el libro fue escrito en 1467, cuando el Francesco de mi padre habría tenido tan sólo catorce años. Por muy improbable que fuera la posibilidad de que el autor de la Hypnerotomachia fuera un monje criminal, la de que lo fuera un adolescente era francamente imposible.
Y así, como el rey canoso que inventaba nuevos trabajos para el joven Hércules, Taft dejó la carga de la prueba en manos de Paul. Hasta que su nuevo protegido pudiera sacarse de encima el problema de la edad de Colonna, Taft se negaría a asesorar cualquier investigación que tuviera como premisa la autoría del romano.
La manera en que Paul se negó a doblegarse bajo la lógica de esos datos desafía toda explicación. El reto de Taft lo inspiró, pero también lo hizo el propio Taft: aunque Paul rechazara la rígida interpretación que hacía aquel hombre de la Hypnerotomachia, decidió ser igual de implacable con sus fuentes. Si mi padre se había permitido seguir su intuición e inspiración, investigando sobre todo en lugares exóticos como monasterios y bibliotecas papales, Paul adoptó los métodos de Taft, mucho más exhaustivos. Ningún libro era demasiado humilde; ningún lugar, demasiado aburrido. Empezó a registrar el sistema bibliotecario de Princeton de arriba a abajo. Y lentamente, su antigua concepción de los libros, como la concepción del agua que tiene un niño que ha pasado toda su vida junto a una laguna, quedó destronada por aquel repentino encuentro con el océano. El día en que entró a la universidad, su colección de libros contaba con poco menos de seiscientos ejemplares. La de Princeton, que sólo en la Biblioteca Firestone incluía más de ochenta kilómetros de estanterías, contaba con más de seis millones.
Al principio, aquella experiencia intimidó a Paul. La imagen pintoresca que mi padre había trazado -en la que uno se topaba por accidente con documentos importantes- quedó desmentida de inmediato. Más doloroso, imagino, fue el cuestionamiento al que le obligó a enfrentarse, la introspección y la duda que le hicieron preguntarse si su genio no era más que un talento provinciano, una estrella débil en la esquina más oscura del cielo. Que los estudiantes de cuarto con los que compartía clases admitieran la ventaja que les llevaba, y que sus profesores le tuvieran un aprecio casi mesiánico, no significaba nada para Paul si no era capaz de progresar con la Hypnerotomachia.
Durante aquel verano en Italia, todo cambió. Paul descubrió el trabajo de los académicos italianos, en cuyos textos pudo penetrar gracias a cuatro años de latín. Tras excavar en la biografía definitiva del Pretendiente veneciano, supo que ciertos elementos de la Hypnerotomachia se debían a un libro llamado Cornucopiae, publicado en 1489. Como simple detalle en la vida del Pretendiente, ese hecho no parecía importante; pero Paul, que se había aproximado al problema con el Francesco romano en mente, supo ver en él mucho más. Más allá de la fecha en que Colonna afirmara haber escrito el libro, ahora había una prueba de que la composición era posterior a 1489. En ese momento el Francesco romano tendría al menos treinta y seis años, no catorce. Y aunque Paul ignoraba por qué Colonna había mentido acerca del año de redacción de la Hypnerotomachia, se dio cuenta de que había respondido al reto de Taft. Para bien o para mal, había entrado en el mundo de mi padre.
Lo que siguió fue un periodo de inmensa confianza en sí mismo. Armado con cuatro idiomas (el quinto, el inglés, era inútil excepto para fuentes secundarias) y un extenso conocimiento de la vida y la época de Colonna, Paul llevó a cabo el asalto al texto. Cada día se dedicaba más al proyecto, tomando frente a la Hypnerotomachia una posición que me pareció incómodamente familiar: las páginas eran campos de batalla donde Colonna y él medían fuerzas; el ganador se lo llevaba todo. La influencia de Vincent Taft, que en los meses previos al viaje había permanecido inactiva, regresó entonces. A medida que el interés de Paul fue tomando tonos de obsesión, Taft y Stein adquirieron una mayor importancia en su vida. Si no hubiera sido por la intervención de un hombre, creo que habríamos perdido irremediablemente a Paul.
Ese hombre fue Francesco Colonna, y su libro no resultó ser la mujer fácil que Paul había esperado. Por más que flexionara el músculo de su mente, se dio cuenta de que la montaña se negaba a moverse. A medida que sus progresos se hacían más y más lentos, y que el otoño del tercer año se convertía en invierno, Paul se volvió irritable, presto a comentarios hirientes y gestos groseros que sólo podía haber aprendido de Taft. Según me contaba Gil, los miembros del Ivy habían empezado a burlarse de Paul cada vez que lo veían sentado solo en la mesa del comedor, rodeado por pilas de libros, sin hablar con nadie. Cuanto más veía cómo flaqueaba su confianza en sí mismo, más comprendía algo que mi padre había dicho alguna vez: la Hypnerotomachia es una sirena: en la playa distante es un canto atractivo, y en persona es toda garras. Si decides cortejarla, lo haces bajo tu responsabilidad.
El tiempo pasó. Llegó la primavera; bajo la ventana de Paul chicas con camisetas de tirantes jugaban al frisbee; en las ramas de los árboles se acumulaban las flores y las ardillas; el eco de las bolas de tenis llenaba el aire; y Paul seguía en su habitación, solo, con las persianas bajadas, la puerta cerrada con llave y un letrero en su tablero de anuncios que decía no molestar. Todo lo que a mí me encantaba de la nueva estación, a él le parecía una distracción: los olores y los sonidos, la impaciencia tras un invierno largo y libresco. Me di cuenta de que yo mismo me convertía, para él, en una distracción. Todo lo que me contaba empezaba a sonar como el pronóstico del tiempo de una ciudad extranjera. Nos veíamos con poca frecuencia.
Pero el verano lo transformó. A principios de septiembre del último curso, después de pasar tres meses en un campus desierto, nos dio la bienvenida y nos ayudó a instalarnos. De repente estaba abierto a cualquier interrupción, dispuesto a pasar tiempo con los amigos, menos obsesionado con el pasado. Durante los primeros meses de ese semestre, disfrutamos de un renacimiento de nuestra amistad mucho mejor de lo que yo hubiera podido esperar. Paul hizo caso omiso de los curiosos del Ivy, gente que lo escuchaba con atención, esperando oír de su boca algo escandaloso; pasaba cada vez menos tiempo con Taft y Stein; saboreaba las comidas y disfrutaba de los paseos entre clases. Incluso le veía la gracia a la forma en que todos los martes, a las siete de la mañana, los basureros vaciaban los contenedores bajo nuestra ventana. Me pareció que estaba mejor. Más aún: me pareció que había vuelto a nacer.
Pero más tarde, cuando Paul vino a verme en octubre, a altas horas de la noche y después de los exámenes parciales de otoño, comprendí el otro aspecto que nuestras tesinas tenían en común: ambas eran sobre muertos que se negaban a ser enterrados.
– ¿Hay alguna forma de convencerte de que vuelvas a trabajar en la Hypnerotomachia? -me preguntó aquella noche. Por la tensión de su rostro supe que había encontrado algo importante.
– No -dije, en parte porque era cierto, y en parte para obligarlo a mostrar sus cartas.
– Creo que he descubierto algo. Pero necesito tu ayuda para entenderlo.
– Cuéntame -dije.
Ahora no importa cómo empezó mi padre, qué despertó su curiosidad por la Hypnerotomachia; así es cómo empecé yo. Lo que Paul me explicó aquella noche le dio nueva vida al mortecino libro de Colonna.
– El año pasado, cuando vio que yo estaba cada vez más frustrado, Vincent me presentó a Steven Gelbman, de Brown -empezó Paul-. Gelbman investiga en el campo de las matemáticas, la criptografía y la religión, todo junto. Es un experto en el análisis matemático de la Torá. ¿Has oído hablar de eso?
– Suena a cábala.
– Exacto. No hay que limitarse a estudiar lo que dicen las Escrituras; hay que estudiar lo que dicen los números. Cada letra del alfabeto hebreo tiene un número asignado. A través del orden de las letras se pueden buscar patrones matemáticos en el texto.
»Pues bien, al principio yo no estaba muy seguro. Ni siquiera después de diez horas de clases sobre las correspondencias sefiróticas logré creérmelo. Simplemente me parecía que aquello no guardaba ninguna relación con Colonna. Cuando llegó el verano, ya había terminado de estudiar las fuentes secundarias de la Hypnerotomachia, y empecé a trabajar en el libro en sí. Fue imposible. Si trataba de imponerle una interpretación, el libro me la arrojaba a la cara. Cuando pensaba que ciertas páginas se movían en una dirección determinada, con una determinada estructura, con una determinada intención, de repente la frase se acababa, y en la siguiente todo había cambiado.
»Estuve cinco semanas tratando de entender el primer laberinto que Francesco describe. Estudié a Vitruvio para entender los términos arquitectónicos. Busqué todos y cada uno de los laberintos antiguos que conocía: el de la Ciudad de los Cocodrilos, en Egipto, y los de Lemnos y Clusio y Creta, y media docena más. Entonces me percaté de que había cuatro laberintos distintos en la Hypnerotomachia: uno en un templo, uno en el agua, uno en un jardín y otro bajo tierra. Cuando creí que empezaba a dominar un cierto nivel de complejidad, éste se cuadruplicaba. Incluso Polifilo se pierde al principio del libro y dice: «Mi único recurso era rogar piedad a la Ariadna de Creta, que dio el hilo a Teseo para que éste escapara del difícil laberinto». Es como si el libro supiera lo que me estaba haciendo.
»Al final me di cuenta de que lo único que definitivamente funcionaba era el acróstico formado por la primera letra de cada capítulo. Así que hice lo que el libro me pedía que hiciera. Rogué piedad a la Ariadna de Creta, que era tal vez la única persona capaz de resolver el laberinto.
– Regresaste a Gelbman.
Paul asintió.
– Tuve que tragarme mis palabras. Estaba desesperado. En julio, Gelbman me permitió quedarme con él en Providence después de que Vincent insistiera en que estaba haciendo progresos con el método. Se pasó el fin de semana enseñándome las técnicas de decodificación más sofisticadas, y fue entonces cuando las cosas empezaron a marchar mejor.
Recuerdo que mientras Paul hablaba yo miraba por encima de su hombro, a través de la ventana, y sentía que el paisaje estaba transformándose. Estábamos en nuestra habitación, en Dod, solos, un viernes por la noche; Charlie y Gil estaban debajo de nosotros, bajo tierra, jugando a paintball en los túneles de vapor con un grupo de amigos del Ivy y del equipo de emergencias médicas. Al día siguiente, yo tenía que escribir un ensayo y estudiar para un examen. Una semana más tarde, conocería a Katie. Pero en ese momento Paul acaparaba por completo mi atención.
– El concepto más complicado que me enseñó -continuó Paul- era cómo decodificar un libro con la ayuda de algoritmos o claves sacadas del texto mismo. En esos casos, la clave está escondida en la narración. Buscas la clave, que es como una ecuación o un librito de instrucciones, y luego la utilizas para descifrar el texto. El libro se interpreta a sí mismo.
Sonreí.
– Esa idea es capaz de provocar la bancarrota del departamento de Literatura.
– Sí, yo también era escéptico -dijo Paul-. Pero resulta que tiene una larga tradición. Los intelectuales de la Ilustración escribían tratados enteros con este método para divertirse. Los textos parecían relatos normales, novelas epistolares, ese tipo de cosas. Pero si conocías la técnica adecuada (tal vez reconocer erratas que resultaban ser intencionadas, o resolver puzzles incluidos en las ilustraciones), podías encontrar la clave. Algo así: «Usa sólo números primos y cuadrados perfectos, y las letras que tengan en común cada décima palabra; excluye las palabras de lord Kinkaid y cualquier pregunta hecha por la criada». Si seguías las instrucciones, al final te encontrabas con un mensaje. La mayoría de las veces era un poema humorístico o un chiste de mal gusto. Pero uno de esos tíos llegó a escribir su testamento así. Quien pudiera descifrarlo, heredaría todas sus propiedades.
De entre las páginas de un libro, Paul sacó una hoja de papel. En ella, en dos párrafos distintos, había reproducido el texto de un pasaje escrito en clave y debajo, el mensaje decodificado, mucho más breve. Pero no logré entender cómo el primero se había convertido en el segundo.
– Al cabo del tiempo empecé a pensar que tal vez funcionara. Quizás el acróstico con las letras capitulares de la Hypnerotomachia fuera una pista. Tal vez su función fuera indicar cuál era la interpretación adecuada del resto del libro. A muchos humanistas les interesaba la cábala, y la idea de hacer juegos con el lenguaje y símbolos fue muy popular durante el Renacimiento. Tal vez Francesco había utilizado algún tipo de cifrado en la Hypnerotomachia.
»El problema fue que ignoraba por completo dónde buscar el algoritmo. Empecé a inventarme mis propias claves, sólo para ver si alguna funcionaba. Me enfrentaba al problema un día tras otro. Encontraba algo, luego me pasaba una semana escarbando en la sala de Libros Raros y Antiguos, buscando una respuesta… y al final descubría que ese algo no tenía sentido, o que era una trampa, o un callejón sin salida.
»Luego, a finales de agosto, me dediqué a un solo pasaje durante tres semanas. Aparece en el momento del relato en el que Polifilo está examinando las ruinas de un templo y encuentra un mensaje en un jeroglífico tallado en un obelisco. «Al divino y siempre augusto Julio César, gobernador del mundo» es la primera frase. Nunca la olvidaré, porque estuvo a punto de volverme loco. Las mismas páginas, un día tras otro. Pero lo había encontrado.
Abrió una carpeta que había en el escritorio. En el interior había reproducciones de todas las páginas de la Hypnerotomachia. Buscó el apéndice que había creado y me mostró una página en la que había pegado la primera letra de cada capítulo, formando lo que parecía una nota de secuestro. Las letras formaban el famoso mensaje sobre Fra Francesco Colonna. Poliam Frater Franciscus Columna Peramavit.
– Partí de una premisa muy simple: el acróstico no podía ser tan sólo un truco, una forma barata de identificar al autor. Tenía que tener una función más amplia: las primeras letras no solo decodificaban ese mensaje inicial, sino todo el libro.
»Así que lo intenté. El pasaje que había estado estudiando comienza, en uno de los dibujos, con un jeroglífico: un ojo.
Pasó varias páginas hasta que al fin lo encontró.
– Pensé que, al ser el primer símbolo del grabado, debía ser importante. El problema es que no me sirvió de nada. La definición del símbolo que da Polifilo (el ojo hace referencia a Dios, o la divinidad) no me conducía a ninguna parte.
»En ese momento tuve un golpe de suerte. Una mañana estaba trabajando en el centro de estudios, y no había dormido demasiado, así que decidí comprarme un refresco. El problema era que la máquina me devolvía el dinero una y otra vez. Estaba tan cansado que no lograba entender por qué, hasta que me di cuenta de que estaba metiendo mal el billete. Lo estaba metiendo con el reverso hacia arriba. Estaba a punto de darle la vuelta e intentarlo de nuevo cuando lo vi. Justo frente a mí, en el reverso del billete.
– El ojo -le dije-. Encima de la pirámide.
– Exactamente. Es parte del gran sello. Y entonces me di cuenta. En el Renacimiento había un famoso humanista que utilizaba el ojo como símbolo personal. Incluso lo hacía imprimir en monedas y medallas.
Esperó como si yo supiera la respuesta.
– Alberti. -Paul señaló un pequeño volumen que había al otro lado de la estantería. En el lomo se leía: De re aedificatoria-. Eso es lo que Colonna quería decir. Estaba a punto de tomar prestada una idea del libro de Alberti, y quería que el lector lo supiera. Sólo tenías que descubrir de qué se trataba, y el resto encajaría perfectamente.
»En su tratado, Alberti crea equivalentes en latín para vocablos arquitectónicos derivados del griego. Francesco hace la misma sustitución a lo largo de toda la Hypnerotomachia, excepto en un lugar. Yo lo había notado la primera vez que traduje esa sección, porque empecé a encontrarme con términos vitruvianos que no había visto en mucho tiempo. Pero nunca pensé que fueran significativos.
»El truco, descubrí, consistía en que debías encontrar todos los términos arquitectónicos griegos y sustituirlos por sus equivalentes en latín, tal y como aparecen en el resto del texto. Si lo hacías, y utilizabas la regla del acróstico -leer la primera letra de cada palabra, del mismo modo que lees la primera letra de cada capítulo- el puzzle se resolvía y dabas con un mensaje en latín. El problema es que si cometes un solo error traduciendo del griego al latín, el mensaje se hace pedazos. Si sustituyes entasi por ventris diametrum en lugar de simplemente venter, la D que te queda al principio de diametrum lo cambia todo.
Buscó otra página, hablando más rápido.
– Por supuesto que cometí errores. Por suerte, no fueron tan graves como para impedirme hacer encajar la frase en latín. Me tomó tres semanas; terminé justo el día antes de que vosotros regresarais al campus. Finalmente lo descubrí. ¿Sabes qué dice? -Se rascó algo que tenía en la cara nerviosamente-. Dice: «¿Quién le puso los cuernos a Moisés?».
Soltó una risa hueca.
– Te lo juro por Dios, casi puedo oír a Francesco riéndose de mí. Tengo la sensación de que todo el libro se reduce a una gran broma que alguien me ha gastado. En serio, lo digo de verdad. «¿Quién le puso los cuernos a Moisés?»
– No lo entiendo.
– En otras palabras, ¿quién traicionó a Moisés?
– Ya, ya sé qué es poner los cuernos.
– La verdad es que literalmente dice: «¿Quién le dio cuernos a Moisés?». Los cuernos, desde Artemidorus, se emplean para sugerir la infidelidad. Vienen de…
– Pero ¿qué tiene que ver esto con la Hypnerotomachia?
Esperé a que me lo explicara, o que dijera que había leído mal el acertijo. Pero cuando Paul se levantó y empezó a caminar de un lado al otro, supe que el asunto era más complicado.
– No lo sé. No logro descubrir cómo encaja con el resto del libro. Pero lo extraño es esto: creo que he resuelto el acertijo.
– ¿Alguien le puso los cuernos a Moisés?
– Bueno, más o menos. Al principio pensé que podía tratarse de un error. Moisés es una figura demasiado importante en el Antiguo Testamento como para que alguien la asocie a la infidelidad. Por lo que sé, tenía esposa, una midianita llamada Zipora, pero ella apenas aparece en el Éxodo, y no pude encontrar ninguna referencia al hecho de que le fuera infiel.
»Pero luego, en Números 12:1, sucede algo inusual. El hermano y la hermana de Moisés se pronuncian en su contra por haberse casado con una mujer cushita. Los detalles no se explican nunca, pero algunos expertos sugieren que al ser Midian y Cush áreas geográficas completamente distintas, Moisés debió tener dos mujeres. El nombre de la mujer cushita nunca aparece en la Biblia, pero un historiador del siglo primero, Flavio Josefo, escribe su propia versión de la vida de Moisés, y sostiene que el nombre de la mujer cushita, o etíope, era Tarbis.
Los detalles estaban empezando a abrumarme.
– ¿Así que ella le puso los cuernos?
– No. Al tomar una segunda mujer, Moisés le puso los cuernos a ella, o a Zipora, dependiendo de con cuál se casara primero. La cronología es difícil de establecer, pero en algunos casos, los cuernos aparecen en la cabeza del infiel, no sólo de su pareja. A eso debe de referirse el acertijo. La respuesta es Zipora o Tarbis.
– ¿Y qué hacemos con eso?
Su excitación pareció disiparse.
– Ahí es donde me he topado con un muro. He intentado utilizar Zipora y Tarbis como soluciones de todas las formas posibles, aplicándolas como claves para descifrar el resto del libro. Pero nada funciona.
Esperó, como si creyera que yo iba a darle alguna idea.
– Vincent no lo sabe. Cree que estoy perdiendo el tiempo. En cuanto decidió que las técnicas de Gelbman no me estaban permitiendo hacer grandes avances, me dijo que debía volver a seguir su pista. Concentrarme más en las fuentes primarias venecianas.
– ¿No vas a hablarle de esto?
Paul me miró como si no lo entendiera.
– Te estoy hablando de esto a ti -me dijo.
– Pero yo no tengo ni la menor idea.
– Tom, algo tan grande no puede ser una coincidencia. Esto es lo que tu padre estaba buscando. Debemos descubrir de qué se trata. Quiero que me ayudes.
– ¿Por qué?
En aquel momento, me habló con una certidumbre curiosa, como si hubiera entendido algo de la Hypnerotomachia que antes había pasado por alto.
– El libro recompensa distintas formas de pensar. Algunas veces funciona la paciencia, la atención al detalle. Pero en otras ocasiones, lo que se requiere es instinto e inventiva. He leído algunas de tus conclusiones sobre Frankenstein. Son buenas.
Son originales. Y no has tenido que hacer el menor esfuerzo para llegar a ellas. Sólo piénsatelo. Piensa en el acertijo. Tal vez se te ocurra algo. Eso es todo lo que te pido.
Aquella noche rechacé la oferta de Paul por una razón muy simple. En el paisaje de mi niñez, el libro de Colonna fue una mansión desierta sobre una colina, una sombra que cubría de presagios cada pensamiento situado en sus aledaños. Todos los desagradables misterios de mi juventud parecían tener su origen en aquellas páginas ilegibles: la inexplicable ausencia de mi padre en la mesa del comedor, todas las noches que se pasaba trabajando en su escritorio; las viejas peleas en que se enzarzaban él y mi madre, como santos caídos en pecado; incluso la inhóspita excentricidad de Richard Curry, que fue seducido por el libro de Colonna como ningún otro hombre y nunca llegó a recuperarse. Yo no lograba entender el poder que la Hypnerotomachia ejercía sobre quienes la leían, pero me parecía que ese poder siempre acababa obrando de la peor manera. Ver a Paul trabajar en él durante tres años, aunque su trabajo se viera culminado por estos descubrimientos, me había ayudado a mantener la distancia.
Si bien puede resultar sorprendente que cambiara de opinión a la mañana siguiente y me uniera a Paul en su trabajo, puedo excusarme atribuyendo el cambio a un sueño que tuve la noche en que me habló del acertijo. Hay en la Hypnerotomachia un grabado que permanecerá para siempre entre mis recuerdos de mi más temprana niñez y con el cual me topé muchas veces tras entrar a hurtadillas en el despacho de mi padre para investigar qué estaba estudiando. No todos los días un niño ve a una mujer desnuda y reclinada bajo un árbol; una mujer que lo mira mientras él la está mirando. Y supongo que nadie, fuera del círculo de estudiosos de la Hypnerotomachia, puede decir que ha visto a un sátiro desnudo a los pies de dicha mujer, con el pene en forma de cuerno enhiesto apuntándola como la aguja de una brújula. Yo tenía doce años cuando vi esa ilustración por primera vez; estaba solo en el despacho de mi padre, y de repente imaginé por qué a veces llegaba tarde a cenar. Fuera lo que fuese aquello, era extraño y maravilloso, y el estofado familiar no podía hacerle competencia.
Aquella noche, soñé con el grabado de mi niñez -la mujer reclinada, el sátiro al acecho, el miembro rampante-, y debí moverme mucho en mi litera, porque Paul se asomó desde la suya y me preguntó:
– ¿Estás bien, Tom?
Al volver en mí, me levanté y empecé a registrar los libros que había sobre su mesa. Ese pene, ese cuerno en el lugar equivocado, me recordaban algo. Había una conexión en alguna parte. Colonna sabía lo que decía. Alguien le había puesto los cuernos a Moisés.
Encontré la respuesta en la Historia del arte del Renacimiento, de Hartt. Había visto esa imagen antes, pero nunca la había entendido.
– ¿Qué es eso? -le pregunté a Paul, poniendo el libro sobre su litera y señalando la página con el dedo.
Él entrecerró los ojos.
– La estatua de Moisés, de Miguel Ángel -dijo, mirándome como si me hubiera vuelto loco-. ¿Qué ocurre, Tom?
Enseguida, aun antes de que yo tuviera que explicárselo, se detuvo y encendió la lámpara de cabecera.
– Claro… -susurró-. Dios mío, claro.
En la foto de la estatua que le había mostrado, había dos pequeñas protuberancias que le salían de la parte superior de la cabeza, como cuernos de sátiro.
Paul bajó de su litera de un salto, tan ruidosamente que creí que Charlie y Gil aparecerían en cualquier momento.
– Lo has conseguido -me dijo con los ojos como platos-. Tiene que ser esto.
Continuó así durante un instante, hasta que comencé a tener la incómoda sensación de estar fuera de lugar; me preguntaba cómo habría podido Colonna poner la respuesta de su acertijo en una escultura de Miguel Ángel.
– ¿Y por qué están allí? -pregunté finalmente.
Pero Paul ya se me había adelantado. De un tirón bajó el libro de su litera y me enseñó la explicación que aparecía en el texto.
– Los cuernos no tienen nada que ver con la infidelidad. El acertijo era literal: «¿Quién le puso cuernos a Moisés?». Todo viene de una traducción equivocada de la Biblia. Cuando Moisés baja del Monte Sinaí, dice el Éxodo, su cara brilla con rayos de luz. Pero la palabra hebrea «rayos» puede también traducirse como «cuernos»: karan o keren. Cuando san Jerónimo tradujo el Antiguo Testamento al latín, pensó que nadie salvo Cristo debía brillar con rayos de luz. Así que escogió la acepción secundaria. Y así fue como Miguel Ángel talló a su Moisés. Con cuernos.
En medio de toda aquella excitación, no creo que me percatara de lo que estaba ocurriendo. La Hypnerotomachia había regresado a mi vida, entrado en ella a hurtadillas, y me llevaba por un río que nunca había sido mi intención atravesar. Sólo nos faltaba descubrir la trascendencia de san Jerónimo, que había aplicado la palabra latina cornuta a Moisés, otorgándole así un par de cuernos. Pero durante la semana siguiente, aquélla fue una tarea que Paul asumió de buena gana. A partir de aquella noche, y a lo largo de cierto tiempo, fui tan sólo un mercenario contratado, su último recurso contra la Hypnerotomachia. Pensé que podría mantener esa posición, que podría conservar aquella distancia con el libro, dejando al mismo tiempo que Paul hiciera el papel de intermediario. Y así, mientras Paul regresaba a Firestone, embargado por las posibilidades de nuestro hallazgo, yo llevé a cabo mi propio descubrimiento. Todavía me estaba poniendo medallas por mi encuentro con Francesco Colonna, y apenas alcanzo a imaginar la impresión que causé en ella.
Nos conocimos en un lugar en el que ambos éramos extraños pero en el cual ambos nos sentíamos a gusto: el Ivy. Por mi parte, puedo decir que había pasado allí tantos fines de semana como en mi propio club. En cuanto a ella, ya para entonces se había vuelto una de las favoritas de Gil (esto era meses antes de que comenzaran los procesos de selección en su clase), y lo primero que se le ocurrió fue presentarnos.
– Katie -dijo, tras propiciar que ambos fuéramos al club la misma noche de sábado-, te presento a Tom, compartimos habitación.
Le mostré una sonrisa perezosa, convencido de que no era necesario mover demasiado los músculos para cautivar a una estudiante de segundo.
Enseguida habló. Y, como una mosca en un panal, que busca miel y encuentra la muerte, descubrí quién estaba cazando a quién.
– Así que tú eres Tom -dijo, como si yo cumpliera con la descripción de un convicto colgada en la pared de una oficina de correos-. Charlie me ha hablado de ti.
Lo mejor de que alguien sepa de ti a través de Charlie es que a partir de entonces las cosas sólo pueden mejorar. Al parecer, él y Katie se habían conocido en el Ivy varias noches atrás y al darse cuenta de que Gil tenía intenciones de hacer de Celestino, Charlie aportó detalles de su cosecha.
– ¿Qué te dijo? -pregunté, intentando no parecer demasiado preocupado.
Pensó un instante, mientras hallaba las palabras precisas.
– Algo sobre astronomía. Sobre las estrellas.
– Enano blanco -le dije-. Es una broma para científicos.
Katie frunció el ceño.
– Yo tampoco la entiendo -admití, tratando de reparar la primera impresión-. No me gustan demasiado ese tipo de cosas.
– ¿Eres de Literatura? -preguntó como si se notara.
Asentí. Gil me había dicho que a ella le gustaba la filosofía.
Katie me miró con suspicacia.
– ¿Quién es tu escritor favorito?
– Pregunta imposible. ¿Quién es tu filósofo favorito?
– Camus -dijo, aunque mis intenciones fueran retóricas-. Y mi escritor favorito es H. A. Rey.
Las palabras me llegaron como un examen. Nunca había oído hablar de Rey; sonaba como un modernista, un T. S. Eliot más oscuro, como e.e. cummings pero en mayúsculas.
– ¿Escribía poesía? -aventuré, porque podía imaginármela leyendo a escritores franceses a la luz de una vela.
Katie parpadeó. Luego, por primera vez desde que nos habíamos conocido, sonrió.
– Escribió George el curioso -dijo, y soltó una carcajada cuando traté de no sonrojarme.
Ésa, creo, era la receta de nuestra relación. Nos dábamos lo que nunca esperábamos encontrar en el otro. Durante mis primeros días en Princeton, yo había aprendido a no hablar de cosas serias con las chicas; incluso la poesía puede matar la relación, me había enseñado Gil, si se la confunde con la conversación. Pero Katie había aprendido la misma lección, y a ninguno nos gustaba. En primero, ella había salido con un jugador de lacrosse a quien yo conocí en uno de mis seminarios de literatura. Era un tío inteligente, interesado en Pynchon y en DeLillo de un modo en el que yo nunca lo estuve, pero se negaba a hablar de ellos fuera del aula. A Katie la sacaban de quicio esas fronteras que él trazaba en su vida, los muros que levantaba entre el trabajo y el placer. La noche del Ivy, ambos vimos, en veinte minutos de conversación, algo que nos gustaba, una voluntad de no levantar muros, o de no dejar que los muros ya levantados se tuvieran en pie. A Gil le satisfacía haber formado una pareja tan buena. Al cabo de poco, ansiaba la llegada del fin de semana, esperaba encontrarme con ella entre dos clases, pensaba en ella antes de acostarme, o en la ducha, o en medio de un examen. En cuestión de un mes estábamos saliendo juntos.
Durante un tiempo pensé que, siendo el mayor de los dos, debía aplicar la sabiduría de mi experiencia a todo lo que hacíamos. Me aseguré de que nos limitáramos a lugares conocidos y a multitudes amistosas, porque había aprendido de otras relaciones que la familiaridad siempre llega después del amor: dos personas que se creen enamoradas pueden darse cuenta, al quedarse solas, de lo poco que saben del otro. Así que insistí en sitios públicos -los fines de semana en los clubes, las noches de entre semana en el centro estudiantil- y aceptaba que nos viéramos en los dormitorios o en los rincones de las bibliotecas sólo cuando creía detectar algo distinto en la voz de Katie, los registros «ven a mí» que me jactaba de ser capaz de distinguir.
Como de costumbre, fue Katie quien tuvo que resolverme los problemas.
– Ven -me dijo una noche-. Vamos a cenar juntos.
– ¿A qué club? -pregunté.
– A un restaurante. Tú eliges.
Llevábamos menos de dos semanas saliendo; aún había demasiadas cosas que no sabía de ella. Una larga cena solos era demasiado arriesgada.
– ¿Quieres invitar a Karen o a Trish? -pregunté. Sus dos compañeras de habitación de Holder habían sido hasta entonces nuestras carabinas. Trish, en especial, parecía no comer nunca, y se podía confiar en ella para que hablara durante toda la cena.
Katie me estaba dando la espalda.
– Podríamos decírselo también a Gil -dijo.
– Vale. -Me pareció una combinación curiosa. A más gente, más seguridad.
– ¿Y Charlie? -preguntó-. Él siempre tiene hambre.
Al final me di cuenta de que estaba siendo sarcástica.
– ¿Cuál es el problema, Tom? -Me dijo, dándose la vuelta-. ¿Tienes miedo de que otra gente nos vea solos?
– No.
– ¿Te aburro?
– Claro que no.
– Entonces ¿qué? ¿Crees que vamos a darnos cuenta de que no nos conocemos lo suficiente?
Dudé un instante.
– Sí.
A Katie pareció sorprenderla que lo dijera en serio.
– ¿Cómo se llama mi hermana? -me dijo al fin.
– No lo sé.
– ¿Soy una persona religiosa?
– No estoy seguro.
– ¿Robo dinero de la jarra de las propinas cuando me hace falta suelto?
– Probablemente.
Katie se inclinó hacia mí, sonriendo.
– Pues ahí lo tienes. No ha pasado nada.
Nunca había estado con una chica que se enfrentara con tanta seguridad al hecho de conocerme. Parecía no dudar nunca de que las piezas encajarían bien.
– Ahora vamos a cenar -dijo, tirándome de la mano.
Nunca miramos hacia atrás.
Ocho días después de mi sueño con el sátiro, Paul vino a verme. Traía noticias.
– Tenía razón -dijo con orgullo-. Algunas partes del libro están escritas en clave.
– ¿Cómo lo has descubierto?
– Cornuta, la palabra que usó Jeremías para darle cuernos a Moisés, es la respuesta que Francesco quería. Pero la mayor parte de las técnicas normales para usar una palabra en clave no funcionan en la Hypnerotomachia. Mira…
Me enseñó una hoja de papel que había preparado, en la cual había dos líneas de letras paralelas.
a b c d e f g h i j k l m n o p q r s t u v w x y z
C O R N U T A B D E F G H I J K L M P Q S V W X Y Z
– Éste es un alfabeto cifrado muy básico -dijo-. La fila superior es lo que llamamos «texto simple», la inferior el «texto cifrado». Ves que el texto cifrado comienza con nuestra palabra clave, cornuta. Después, no es más que un alfabeto normal, sin las letras de cornuta, para que no se repitan.
– ¿Cómo funciona?
Paul cogió un lápiz de su escritorio y comenzó a dibujar círculos alrededor de las letras.
– Digamos que quieres escribir «hola» usando la clave cornuta. Comenzarías con el alfabeto de texto simple y encontrarías la H, y luego buscarías su equivalente en el texto cifrado. En este caso, la H corresponde a la B. Haces lo mismo con el resto de las letras, y «hola» se transforma en «bjqc».
– ¿Y es así como Colonna usó la cornuta?
– No. En los siglos quince y dieciséis, las cortes italianas ya tenían sistemas mucho más sofisticados. Alberti, el autor del tratado de arquitectura que te mostré la semana pasada, también inventó la criptografía polialfabética. El alfabeto cifrado cambia cada cierto número de palabras. Es mucho más difícil.
Señalé su hoja de papel.
– Pero Colonna no pudo utilizar algo así. Esto sólo forma palabras incoherentes. El libro entero estaría lleno de palabras como «bjqc».
Sus ojos se iluminaron.
– Exacto. Los métodos de cifrado complejos no producen textos legibles. Pero la Hypnerotomachia es distinta. Su texto cifrado se lee como un libro.
– De manera que Colonna usó acertijos en vez de cifrado.
Asintió.
– Se llama esteganografía. Como cuando escribes un mensaje en tinta invisible: la idea es que nadie sepa que el mensaje existe. Francesco combinó la criptografía con la esteganografía. Escondió acertijos en una historia aparentemente normal en la cual no se percibieran. Luego usó los acertijos para crear técnicas de descifrado, y de esa manera hacer aun más difícil la comprensión del mensaje. En este caso, todo lo que hay que hacer es contar el número de letras que hay en cornuta, es decir siete, y luego unir cada séptima letra del texto. El método no es muy distinto al de usar la primera letra de cada capítulo. Es sólo cuestión de saber cuál es el intervalo adecuado.
– ¿Y te ha funcionado así? ¿Con cada séptima letra del libro?
Paul negó con la cabeza.
– No para todo el libro. Sólo para una parte. Y no, al principio no funcionó. Todo el tiempo me salían cosas sin sentido. El problema es descubrir por dónde empezar. Si escoges cada séptima letra comenzando por la primera, el resultado es muy distinto de si escoges cada séptima letra comenzando por la segunda. Ahí es cuando la respuesta del acertijo vuelve a entrar en juego.
Sacó otra página de su montón, una fotocopia de una página original de la Hypnerotomachia.
– Aquí, en medio de este capítulo, aparece la palabra cornuta, escrita en el texto del libro. Si empiezas con la C de cornuta y sacas cada séptima letra durante los tres capítulos siguientes, llegas al texto simple de Francesco. El original estaba en latín, pero lo he traducido. -Me entregó otra hoja-. Mira.
Buen lector, el año último ha sido el más difícil que me ha tocado soportar. Separado como estoy de mi familia, no he tenido más que la bondad humana como apoyo, y tras recorrer los mares he visto las carencias que tal bondad acusa. Si es verdad, como dijo Pico, que el hombre lleva el germen de todas las posibilidades, que el hombre es un gran milagro, como pudo asegurarlo Hermes Trismegisto, ¿qué pruebas tenemos de ello? Me rodean, por un costado, los codiciosos y los ignorantes, que desean beneficiarse del hecho de seguirme, y, por el otro, los celosos y los falsos píos, que desean beneficiarse de mi destrucción.
Pero tú, lector, eres fiel a mis creencias; de otro modo, no habrías encontrado aquello que aquí he escondido. No estás entre quienes destruyen en nombre de Dios, pues mi texto es su enemigo, y ellos son los míos. Mucho he viajado en busca de una nave que transportase mi secreto, una forma de preservarlo contra el paso del tiempo. Romano de nacimiento, crecí en una ciudad construida para la eternidad. Los muros y los puentes de los emperadores permanecen tras mil años, y las palabras de mis antiguos compatriotas se han multiplicado, reimpresas hoy por las imprentas de Aldus y sus colegas. Inspirado en aquellas criaturas del viejo mundo, he escogido parejas naves: un libro y una gran obra de piedra. Juntos darán acogida a aquello que te daré, lector, si capaz eres de entender mi mensaje.
Para saber lo que deseo decirte, debes conocer el mundo tal como lo hemos conocido nosotros, que lo hemos estudiado más que ningún otro en nuestro tiempo. Habrás de probar tu amor por la sabiduría, por el potencial humano, y sabré así que no eres mi enemigo. Pues afuera existe el mal, y aun nosotros, los príncipes de nuestro tiempo, le tememos.
Continúa, pues, lector. Invierte sabios esfuerzos en buscar mi mensaje. El viaje de Polifilo se hace más difícil, tal como el mío, pero aún tengo mucho por contar.
Le di la vuelta a la página.
– ¿Dónde está el resto?
– Eso es todo -dijo Paul-. Para conseguir más, hay que resolver más.
Miré la página y luego, sorprendido, lo miré a él. Desde el fondo de mi cerebro, desde una esquina de pensamientos agitados, me llegó un tamborileo, el ruido que mi padre hacía siempre que estaba excitado. Sus dedos marcaban el ritmo del Concertó de Navidad de Corelli sobre cualquier superficie que pudiera encontrar y al doble de la velocidad de un movimiento allegro.
– ¿Qué harás ahora? -pregunté, tratando de permanecer a flote en el presente.
Pero aun así, me llegó una idea que devolvió el descubrimiento a sus justas dimensiones: Arcangelo Corelli terminó su concertó en los primeros días de la música clásica, más de cien años antes de la Novena Sinfonía de Beethoven. Ya en tiempos de Corelli, pensé, el mensaje de Colonna llevaba esperando más de dos siglos a su primer lector.
– Lo mismo que tú -dijo Paul-. Vamos a encontrar el siguiente acertijo de Francesco.