En el camino de vuelta a Dod, barajo las fotografías del Princeton Battlefield. Foto tras foto he sorprendido a Katie en pleno movimiento, corriendo hacia mí con el pelo flotando en el aire y la boca medio abierta, con las palabras atrapadas en el registro de la experiencia que la cámara es incapaz de capturar. La alegría de estas fotos consiste en el placer de imaginar su voz en ellas. Dentro de doce horas la veré en el Ivy; la llevaré al baile que ha estado esperando casi desde que nos conocimos, y sé lo que quiere que le diga. Que he tomado una decisión y soy capaz de cumplirla; que he aprendido la lección. Que no regresaré a la Hypnerotomachia.
Cuando llego a la habitación, esperando encontrar a Paul en su escritorio, su litera sigue vacía, y ahora los libros de su tocador han desaparecido. Pegada con celo a la parte superior del marco de la puerta hay una nota redactada en letras grandes y rojas: Tom,
¿Dónde estás? He vuelto para buscarte. ¡He resuelto 4S-10E-2N-6O! Voy a buscar un topógrafo en Firestone, luego a McCosh. Vincent dice tener el plano. 10.15.
P.
Leo el mensaje de nuevo, tratando de hacer encajar las piezas. El sótano de McCosh Hall es donde está el despacho de Taft. Pero la última línea me deja paralizado: Vincent dice tener el plano. Levanto el teléfono y llamo a la sede de los servicios médicos. Charlie se pone al teléfono en cuestión de segundos.
– ¿Qué hay, Tom?
– Paul ha ido a ver a Taft.
– ¿Qué? Pensaba que iba a hablar de Stein con el decano.
– Tenemos que encontrarlo. ¿Puedes buscar que alguien te…?
Antes de que pueda terminar la frase, un sonido ahogado interrumpe la llamada, y escucho a Charlie hablando con alguien al otro lado de la línea.
– ¿Cuándo se ha ido Paul? -dice al volver.
– Hace unos diez minutos.
– Voy para allá. Lo alcanzaremos.
El Volkswagen Karmann Ghia modelo 1973 de Charlie llega a la parte posterior de Dod más de quince minutos después. El viejo coche parece un sapo de metal que se ha quedado oxidado en mitad de un salto. Antes de que me agache para sentarme en el asiento del copiloto, Charlie ya ha metido la marcha atrás.
– ¿Por qué has tardado tanto?
– Una periodista llegó cuando ya estaba saliendo -dice-. Quería hablarme de lo de anoche.
– ¿Y?
– Alguien del departamento de Policía le contó lo que dijo Taft en su interrogatorio. -Entramos en Elm Drive, donde pequeñas crestas de nieve fangosa le dan al asfalto una superficie dispareja, como la del océano por la noche-. ¿No me dijiste que Taft conoció a Richard Curry hace mucho tiempo?
– Sí. ¿Por qué?
– Porque le dijo a los policías que sólo conocía a Curry a través de Paul.
Apenas entramos en la zona norte del campus diviso a Paul en el patio que hay entre la biblioteca y el departamento de Historia, caminando hacia McCosh.
– ¡Paul! -grito por la ventanilla.
– ¿Qué haces? -le dice bruscamente Charlie mientras aparca junto al bordillo.
– ¡Lo he resuelto! -dice Paul, sorprendido de vernos-. Todo. Sólo necesito el plano. Tom, no vas a creer esto. Es la cosa más sor…
– ¿Qué? Dímelo.
Pero Charlie no está dispuesto a escuchar.
– No irás a ver a Taft -dice.
– No entiendes. He terminado…
– Escúchame -interrumpe Charlie-. Paul, sube al coche. Nos vamos a casa.
– Tiene razón -digo-. No debiste haber venido solo.
– Iré a ver a Vincent -dice Paul en voz baja, y comienza a caminar en dirección del despacho de Taft-. Sé lo que hago.
Charlie empieza a conducir marcha atrás, manteniéndose junto a Paul.
– ¿Crees que simplemente te dará lo que quieres?
– Es él quien me ha llamado, Charlie. Me ha dicho que lo haría.
– ¿Ha admitido que se lo robó a Curry? -pregunto-. ¿Por qué iba a darte el plano ahora?
– Paul -dice Charlie, parando el coche-. Taft no te dará nada.
Lo dice de tal forma que Paul se detiene.
Charlie baja la voz y explica lo que ha sabido por la periodista.
– Anoche, cuando la policía le preguntó a Taft si se le ocurría quién podía haberle hecho esto a Bill Stein, Taft dijo que se le ocurrían dos personas.
La expresión de Paul empieza a apagarse, el entusiasmo por el descubrimiento a decaer.
– El primero era Curry -dice Charlie-. El segundo eras tú. -Hace una pausa para que el énfasis cale-. Así que no me importa qué te haya dicho por teléfono. Tienes que alejarte de él.
Una vieja furgoneta blanca pasa rugiendo junto a nosotros. Bajo sus ruedas, la nieve cruje.
– Ayudadme, entonces -dice Paul.
– Lo haremos. -Charlie abre la puerta-. Te llevaremos a casa.
Paul se aprieta el abrigo.
– Ayudadme viniendo conmigo. Cuando Vincent me dé el plano, no lo necesitaré más. Charlie lo mira fijamente.
– Pero ¿es que no me has oído?
Sin embargo, hay un aspecto de todo esto que Charlie no comprende. No sabe lo que significa que Taft haya escondido el plano durante todo este tiempo.
– Estoy a punto de tenerlo en mis manos, Charlie -dice Paul-. Lo único que debo hacer es defender lo que he encontrado. ¿Y tú me dices que me vaya a casa?
– Mira -comienza Charlie-, sólo digo que necesitamos…
Pero lo interrumpo.
– Paul, iremos contigo.
– ¿Qué? -dice Charlie entre dientes.
– Vamos. -Abro la puerta del copiloto.
Paul se vuelve. No esperaba esto.
– Si está decidido a ir, con o sin nosotros -le digo a Charlie en voz baja, entrando de nuevo en el coche-, yo voy con él.
Paul comienza a caminar hacia McCosh mientras Charlie reconsidera su posición.
– Si estamos los tres, Taft no puede hacer nada -digo-. Lo sabes.
Charlie exhala lentamente, dejando en el aire una nube de vapor. Al final, abre un espacio en la nieve para el coche y saca la llave del contacto.
Nos abrimos paso aceleradamente entre la nieve hacia el edificio gris, pero tardamos una eternidad en llegar al despacho de Taft. La habitación está en las entrañas de McCosh, donde los pasillos son tan estrechos y las escaleras tan empinadas que tenemos que avanzar en fila india. Es difícil creer que Vincent Taft pueda respirar aquí dentro, no digamos ya moverse. Incluso yo tengo la sensación de ser demasiado grande para el lugar. Charlie debe de sentirse atrapado.
Miro hacia atrás, sólo para asegurarme de que sigue ahí. Su presencia tras nosotros, llenando los umbrales y cubriéndonos las espaldas, me da la confianza necesaria para seguir adelante. Ahora me doy cuenta de lo que antes fui incapaz de admitir: si Charlie no hubiera venido con nosotros, yo no podría haber seguido adelante.
Paul nos conduce por el último pasillo hacia la solitaria habitación del fondo. Como es fin de semana y estamos de vacaciones, la mitad de los despachos están cerrados y a oscuras. Sólo bajo la puerta blanca en la que hay una placa con el nombre de Taft se ve el desbordante resplandor de la luz. La pintura de la puerta está desconchada y en los bordes, donde se une a la jamba, se dobla sobre sí misma. En la parte inferior del panel hay una leve línea que ha perdido el color, la marca de la altura a la que llegó el agua tras una vieja inundación de los conductos de vapor que hay bajo el suelo del sótano. La mancha no ha sido repintada desde la llegada de Taft, hace una eternidad.
Cuando Paul levanta la mano para llamar, nos llega una voz de adentro.
– Llegas tarde -gruñe Taft.
El pomo chirría cuando Paul lo hace girar. Siento que Charlie se me pega a la espalda.
– Venga -susurra, empujándome hacia delante.
Taft está solo, sentado tras un gran escritorio antiguo, hundido en una silla de cuero. Ha puesto su abrigo de tweed sobre el espaldar de la silla y, con las mangas levantadas hasta los codos, corrige las páginas de un manuscrito con un bolígrafo rojo que en su puño parece diminuto.
– ¿Por qué han venido ellos? -pregunta.
– Dame el plano -dice Paul, yendo al grano.
Taft mira a Charlie y luego a mí.
– Sentaos -dice, señalando un par de sillas con dos dedos gruesos.
Echo una mirada alrededor, tratando de ignorarlo. Todas las paredes de este diminuto despacho están cubiertas de anaqueles de madera. En los espacios vacíos de los que se ha extraído un volumen hay un rastro de polvo. Hay un sendero gastado sobre la alfombra: marca el camino de Taft entre su escritorio y la puerta.
– Sentaos -repite Taft.
Paul está a punto de negarse cuando Charlie le da un leve empujón hacia la silla, ansioso por terminar con esto de una vez.
Taft hace una bola con un trapo que lleva en la mano y se limpia con él la boca.
– Tom Sullivan -dice, al notar por fin el parecido.
Asiento, pero no digo nada. Detrás de él, en la pared, hay una picota montada con las mandíbulas abiertas. El único toque de luz o de color de toda la habitación es el rojo del cuero marroquí de los libros encuadernados y el dorado de las páginas.
– Déjalo en paz -dice Paul, inclinándose hacia delante sobre la silla-. ¿Dónde está el plano?
Me sorprende la contundencia con que habla.
Taft chasquea la lengua y se lleva una taza de té a la boca. Tiene una expresión desagradable en los ojos, como si esperara que alguno de nosotros inicie una discusión. Finalmente se levanta de la silla de cuero, se sube aún más las mangas de la camisa, y se dirige pesadamente a un espacio entre las estanterías donde hay una caja fuerte empotrada en la pared. Introduce la combinación con una mano velluda, mueve la palanca y la puerta gira sobre sus bisagras. Mete la mano y saca un cuaderno de cuero.
– ¿Es eso? -dice Paul débilmente.
Sin embargo, cuando Taft lo abre y le entrega algo a Paul, se trata sólo de una página con el membrete del Instituto, mecanografiada y fechada hace dos semanas.
– Quiero que conozcas el estado de las cosas -dice Taft-. Lee.
Cuando me doy cuenta del efecto que el papel tiene sobre Paul, me inclino para leerlo también.
Estimado Meadows:
De conformidad con nuestra conversación del 12 de marzo relacionada con Paul Harris, le envío la información solicitada. Como sabe, el señor Harris ha solicitado varias prórrogas del día de entrega, y ha sido altamente reservado en lo concerniente al contenido de su trabajo. Sólo la semana pasada, cuando presentó, por insistencia mía, un informe final de sus progresos, comprendí la razón. Por favor encuentre adjunta una copia de mi artículo de próxima publicación, «El misterio desvelado: Francesco Colonna y la Hypnerotomachia Poliphili», programado tentativamente para la edición de otoño de la Renaissance Quarterly. También adjunto una copia del informe del señor Harris para efectos de comparación. Por favor contácteme en caso de cualquier duda. Atentamente,
Prof. Vincent Taft
Nos quedamos sin habla.
El ogro se vuelve hacia nosotros.
– He trabajado treinta años en esto -dice, con una extraña serenidad en la voz-. Y ahora los resultados ni siquiera llevan mi nombre. Nunca me has agradecido nada, Paul. Ni cuando te presenté a Steven Gelbman. Ni cuando recibiste acceso especial a la sala de Libros Raros y Antiguos, ni cuando te concedí múltiples prórrogas para tu inútil trabajo. Nunca.
Paul está demasiado sorprendido para responder.
– No aceptaré que me quites esto -continúa Taft-. He esperado demasiado tiempo.
– Tienen mis otros informes -tartamudea Paul-. Tienen los registros de Bill.
– Nunca han visto ninguno de tus informes -dice Taft, abriendo un cajón y sacando un fajo de impresos-. Y mucho menos los registros de Bill.
– Sabrán que no es tuyo. No has publicado nada sobre Francesco en veinticinco años. Ya ni siquiera trabajas en la Hypnerotomachia.
Taft se acaricia la barba.
– La Renaissance Quarterly ha visto tres borradores preliminares de mi artículo. Y he recibido varias llamadas felicitándome por mi conferencia de anoche.
Recordando las fechas de las cartas de Stein, me doy cuenta de que el plan se remonta a hace mucho tiempo, a meses de sospechas entre Stein y Taft sobre quién robaría primero la investigación de Paul.
– Pero él ya ha llegado a algunas conclusiones -digo cuando veo que Paul no parece percatarse de ello-. No le ha hablado a nadie de ellas.
Espero que Taft reaccione de mala manera, pero parece divertido.
– ¿Conclusiones tan pronto, Paul? -dice-. ¿A qué podemos atribuir este repentino éxito?
Taft sabe lo del diario.
– Dejaste que Bill lo encontrara -dice Paul.
– Pero tú todavía no sabes lo que Paul ha encontrado -insisto.
– Y tú -dice Taft, volviéndose hacia mí- eres tan iluso como tu padre. Si un chico puede resolver el significado del diario, ¿crees que yo no puedo?
Paul está aturdido. Sus ojos dan vueltas por la habitación.
– Para mi padre, usted no era más que un imbécil -digo.
– Tu padre se murió esperando que una Musa le susurrara al oído -ríe Taft-. La erudición es rigor, no inspiración. Nunca quiso escucharme y sufrió las consecuencias.
– Él tenía razón sobre el libro. Tú estabas equivocado.
El odio baila en sus ojos.
– Sé muy bien lo que hizo, niño. No estés tan orgulloso.
Miro a Paul, sin entender, pero él ha dado varios pasos hacia la estantería.
Taft se inclina hacia mí.
– Pero ¿cómo juzgarlo? Había fracasado, caído en desgracia… El rechazo de su libro fue el coup de grace.
Me doy la vuelta, estupefacto.
– Y lo hizo con su propio hijo en el coche -continúa Taft-. Qué significativo.
– Fue un accidente… -digo.
Taft sonríe, y en su sonrisa hay mil dientes.
Doy un paso hacia él. Charlie me pone una mano en el pecho, pero me la sacudo de encima. Lentamente, Taft se levanta de su silla.
– Fue culpa tuya -digo, vagamente consciente de estar gritándole.
La mano de Charlie está de nuevo sobre mí, pero me aparto, caminando hacia delante hasta que la esquina de la mesa me roza la cicatriz de la pierna.
Taft rodea el escritorio y se pone a mi alcance.
– Te está provocando, Tom -dice Paul en voz baja desde el otro extremo de la habitación.
– No, se lo hizo él solo -dice Taft.
Y lo último que recuerdo, antes de empujarlo con todas mis fuerzas, es la sonrisa de su rostro. Taft cae -se desploma sobre su propio peso- y en el suelo de la habitación resuena un trueno. Todo parece escindirse: las voces que gritan, las imágenes que se hacen borrosas, y en ese momento las manos de Charlie están de nuevo tirando de mí.
– Vamos -dice. Trato de zafarme, pero Charlie es más fuerte. -Vamos -le repite a Paul, que sigue mirando a Taft, que está tirado en el suelo.
Pero es demasiado tarde. Taft se levanta, tambaleante, y avanza hacia mí.
– No te acerques -dice Charlie, extendiendo una mano en dirección a Taft.
Taft me mira fijamente desde el otro extremo del brazo de Charlie. Paul, ajeno a ellos, mira alrededor de la habitación, buscando algo. Finalmente, Taft recobra la cordura y coge el teléfono.
Un golpe de terror se registra en el rostro de Charlie.
– Vámonos -dice, dando un paso atrás-. Ahora.
Taft pulsa tres números, tres números que Charlie ha visto demasiado a menudo para no reconocerlos.
– Policía -dice, mirándome a los ojos-. Vengan de inmediato, por favor. Me están atacando en mi despacho.
Charlie me empuja hacia fuera.
– Vamos -dice.
En ese momento, Paul se lanza hacia la caja abierta y saca todo lo que queda en su interior. Luego empieza a sacar papeles y libros de las estanterías, arrancando sujetalibros, dándole la vuelta a todo lo que encuentra a su paso.
Cuando tiene en su mano una pila de papeles de Taft, retrocede y sale disparado por la puerta, sin ni siquiera mirarnos a Charlie o a mí.
Lo perseguimos. El último sonido que sale del despacho es el de Taft al teléfono, anunciando nuestros nombres a la policía. Su voz sale por la puerta y hace eco en el pasillo opuesto del pasillo, aferrado a los papeles que lleva en la mano izquierda.
– Obedece -le dice Charlie.
Pero sé bien lo que ha llamado la atención de Paul. Hay un armario de conserje. Y dentro, una de las entradas a los túneles.
– No es seguro -dice Charlie en voz baja, poniéndose delante de Paul para impedir que siga corriendo-. Están construyen…
Los vigilantes interpretan el movimiento como un intento de huida y uno baja la escalera a toda velocidad mientras Paul se dirige a la puerta.
– ¡Deténganse! -grita el vigilante-. ¡No entren allí!
Pero Paul ya está en la entrada, abriendo de un tirón el panel de madera. Luego, desaparece.
Charlie no lo duda. Antes de que cualquiera de los policías se dé cuenta, se adelanta y se dirige con rapidez hacia la puerta. Oigo un golpe seco cuando Charlie salta al suelo del túnel, tratando de detener a Paul.
Enseguida su voz, gritando el nombre de Paul, hace un eco que me llega desde abajo.
– ¡Salgan! -ruge el vigilante, pero su voz no hace más que empujarme hacia delante.
El agente se inclina hacia dentro y vuelve a llamar, pero sólo hay silencio.
– Llámalo… -comienza a decir el primero, pero entonces un ruido atronador sube rugiendo desde los túneles, y la caldera, junto a nosotros, comienza a silbar. De inmediato me doy cuenta de lo que ha ocurrido: un tubo de vapor ha estallado. Y en ese instante oigo a Charlie gritar
Nos apresuramos a través del pasillo hacia las oscuras escaleras del sótano cuando una bocanada de aire frío llega desde arriba. Dos oficiales del campus han llegado al pie de la escalera, encima de nosotros.
– ¡Quédense donde están! -grita uno de ellos a través de la estrecha escalera.
Nos paramos en seco.
– ¡Policía del campus! ¡No se muevan!
Paul mira por encima de mi hombro hacia el extremo
Un momento después llego al umbral del armario. La alcantarilla es pura oscuridad, de manera que doy un salto al vacío. Cuando toco tierra, la adrenalina atraviesa mis venas, viva como un relámpago, y el dolor de la caída se desvanece antes de expandirse. Me obligo a levantarme. Charlie gime a lo lejos, y al hacerlo me conduce a donde está, mientras los vigilantes gritan desde arriba. Uno de los agentes tiene la sensatez de percatarse de lo que ha pasado.
– Llamaremos una ambulancia -grita al interior del túnel-. ¿Me oyen?
Me muevo a través de una niebla densa como la sopa. El calor se hace más intenso, pero sólo puedo pensar en Charlie. El silbido del tubo ahoga los demás sonidos a intervalos regulares.
Los gemidos de Charlie se han vuelto más claros. Avanzo intentando llegar hasta él, y al final, tras una curva de los tubos, lo encuentro. Está doblado sobre sí mismo, inmóvil. Tiene la ropa destrozada y el pelo pegado a la cabeza. Desde lejos, mientras mis ojos se ajustan a la luz, alcanzo a ver un hoyo abierto en un tubo del tamaño de un barril que hay cerca del suelo.
– Hum -gime Charlie.
No le entiendo.
– Hum…
Me doy cuenta de que trata de decir mi nombre.
Tiene el pecho empapado. El vapor lo ha golpeado en pleno estómago.
– ¿Puedes ponerte en pie? -pregunto, tratando de poner su brazo alrededor de mi hombro.
– Hum… -murmura, y enseguida pierde el conocimiento.
Aprieto los dientes y trato de levantarlo, pero es como tratar de mover una montaña.
– Vamos, Charlie -le ruego, levantándolo un poco-. No te desmayes.
Pero intuyo que a cada segundo me escucha menos. Su peso es más mortecino.
– ¡Socorro! -Gritó al vacío- ¡Ayúdenme!
Tiene la camisa hecha jirones en el lugar en el que ha recibido el impacto del vapor y la piel empapada. A duras penas lo oigo respirar.
– Mmm… -gorjea, tratando de enroscar un dedo alrededor de mi mano.
Lo cojo por los hombros y lo sacudo de nuevo. Al final oigo pasos. Un rayo de luz penetra la niebla y logro ver a un médico -dos, en realidad- apresurándose hacia mí.
Un segundo después están tan cerca que puedo distinguir sus rostros. Pero cuando los rayos de luz de las linternas pasan sobre el cuerpo de Charlie, uno de ellos dice:
– Dios mío.
– ¿Está herido? -me dice el otro, dándome pequeñas palmadas en el pecho.
Lo miro fijamente, pero no puedo entender lo que dice. Enseguida, cuando miro el círculo de mi estómago iluminado por la linterna, lo entiendo todo. El agua que cubría el pecho de Charlie no era agua. Estoy cubierto con su sangre.
Ambos enfermeros están con él, tratan de reanimarlo. Un tercero llega y trata de moverme, pero lo rechazo para quedarme junto a Charlie. Lentamente siento que me desvanezco. En medio de la oscuridad y del calor, comienzo a perder la noción de la realidad. Un par de manos me conducen fuera del túnel, y veo a los dos agentes, acompañados ahora de otros dos policías: todos observan mientras el equipo de enfermeros me saca a la superficie.
Lo último que recuerdo es la expresión del rostro del vigilante que me observa surgir de la oscuridad, ensangrentado desde la cara hasta la punta de los dedos. Al principio parece aliviado de verme salir a trompicones del desastre. Enseguida su expresión cambia, y el alivio desaparece de sus ojos cuando se da cuenta de que la sangre no es mía