De camino a Firestone nos cruzamos con Carrie Shaw, una estudiante de tercero que reconozco por una clase de Literatura a la que fuimos juntos el año pasado. Carrie pasa frente a nosotros, nos saluda. Durante semanas, antes de que yo conociera a Katie, ella y yo intercambiamos miradas de un lado al otro de la mesa del seminario. Me pregunto cuánto habrá cambiado su vida desde entonces. Me pregunto si podrá ver cuánto ha cambiado la mía.
– Me parece tan accidental la forma en que me absorbió la Hypnerotomachia -dice Paul mientras seguimos hacia el este, hacia la biblioteca-. Todo fue tan indirecto, tan fortuito. Igual que le ocurrió a tu padre.
– Te refieres a lo de conocer a McBee.
– Y a Richard. ¿Qué habría pasado si ellos dos no se hubieran conocido? ¿Y si no hubieran ido juntos a esa clase? ¿Y si yo no hubiera cogido nunca el libro de tu padre?
– No estaríamos aquí.
Paul toma esto como un comentario informal, pero enseguida se da cuenta de lo que quiero decir. Sin Curry, sin McBee, sin El documento Belladonna, Paul y yo nunca nos habríamos conocido. Nos habríamos cruzado en el campus igual que nos acabamos de cruzar con Carrie, saludándonos, preguntándonos dónde nos hemos visto antes, pensando de manera distante: es una lástima que hayan pasado cuatro años y siga habiendo tantas caras desconocidas.
– A veces -dice- me pregunto: ¿por qué tuve que conocer a Vincent? ¿Por qué tuve que conocer a Bill? ¿Por qué siempre tengo que tomar el camino más largo para llegar a donde quiero?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Te has fijado en que tampoco las indicaciones del capitán de puerto van directamente al grano? Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. Se mueven en un gran círculo. Uno casi acaba llegando al punto de partida.
Al final entiendo la conexión: la extensa curva de las circunstancias, la manera en que su viaje con la Hypnerotomachia ha serpenteado en el tiempo y en el espacio, a partir de los dos amigos de Princeton en la época de mi padre, llegando a los tres hombres en Nueva York, y ahora de vuelta a otros dos amigos en Princeton: todo se parece al extraño acertijo de Colonna, a las indicaciones que se curvan sobre sí mismas.
– ¿No crees que tiene sentido que fuera tu padre quien me inició en la Hypnerotomachia?-pregunta Paul.
Llegamos a la entrada y, mientras nos protegemos de la nieve, Paul me abre la puerta de la biblioteca. Ahora estamos en el viejo corazón del campus, un lugar hecho a base de piedras. En verano, cuando pasan coches con las ventanillas bajadas y la música a todo volumen, cuando todos los estudiantes llevan shorts y camisetas, edificios como Firestone y la capilla y Nassau Hall parecen cuevas en una metrópolis. Pero cuando cae la temperatura y comienza a nevar, no hay lugar más reconfortante.
– Anoche estuve pensando -continúa Paul- en que los amigos de Francesco le ayudaron a diseñar los acertijos, ¿correcto? Ahora nuestros amigos nos ayudan a resolverlos. Tú resolviste el primero. Katie dio la respuesta al segundo. Charlie supo el último. Tu padre descubrió El documento Belladonna. Richard encontró el diario.
Nos detenemos en la entrada giratoria y les enseñamos nuestras identificaciones a los guardias de la puerta. Mientras esperamos a que llegue el ascensor que nos llevará a la planta C, la inferior del edificio, Paul señala una placa de metal que hay en la puerta del ascensor. Hay en ella un símbolo que no había advertido antes.
– La Imprenta Aldina -digo. Lo reconozco por el viejo despacho de mi padre.
El impresor de Colonna, Aldus Manutius, tomó su famoso emblema del delfín con el ancla, uno de los más famosos de la historia de la imprenta, de la Hypnerotomachia
Paul asiente, e intuyo que esto forma parte de lo que quiere transmitirme. Durante esta espiral de cuatro años que nos ha llevado de vuelta al principio, Paul ha sentido, en todas partes, la presencia de una mano sobre su espalda. Aun en los detalles más silenciosos, su mundo entero lo ha estado empujando hacia delante, ayudándolo a resolver el libro de Colonna.
Las puertas del ascensor se abren y entramos.
– En fin: anoche estuve pensando en todo esto -dice, presionando el botón de la planta C; enseguida comenzamos el descenso-. En la forma en que todo parece trazar un círculo completo. Y entonces me di cuenta.
Una campana tintinea sobre nuestras cabezas, y la puerta se abre frente al más desolado paisaje de toda la biblioteca, metros y metros bajo tierra. Las estanterías de la planta C llegan hasta el techo, y están tan atiborradas que parecen diseñadas para soportar el peso de las cinco plantas que hay encima. A nuestra izquierda está Microform Services, la gruta oscura donde los profesores y los estudiantes se agolpan ante macizos grupos de máquinas de microfilms y miran con ojos entrecerrados aquellos paneles de luz. Paul comienza a conducirme a través de las pilas de libros, pasando el dedo por los lomos empolvados mientras camina. Me doy cuenta de que me lleva a su cubículo.
– Hay una razón para que todo en este libro vuelva a su punto de partida. Los principios son la clave de la Hypnerotomachia. La primera letra de cada capítulo crea el acróstico de Fra Francesco Colonna. Las primeras letras de los términos arquitectónicos forman el primer acertijo. No es coincidencia que Francesco hiciera que todo regresara a sus orígenes.
A lo lejos veo largas hileras de puertas verdes y metálicas casi tan apiñadas como taquillas de instituto. Las habitaciones a las que dan paso no son más grandes que un armario. Pero cientos de estudiantes de último año se encierran durante semanas en estos lugares para terminar su tesina en paz. El cubículo de Paul, que no he visitado en meses, está cerca de la esquina más remota del pasillo.
– Tal vez era sólo el cansancio, pero empecé a preguntarme: ¿Y si Francesco sabía exactamente lo que hacía? ¿Y si la forma de descifrar la segunda parte del libro fuera concentrarse en el primer acertijo? Francesco dijo que no había dejado ninguna solución, pero no dijo que no hubiera dejado pistas. Y ahí estaban las indicaciones del diario del capitán para ayudarme.
Llegamos frente a su cubículo y Paul introduce la combinación del candado. En la pequeña ventana rectangular hay una cartulina negra que impide ver el interior.
– Pensé que las indicaciones hacían referencia a una ubicación física. Cómo llegar de un estadio a una cripta, todo medido en stadia. Incluso el capitán creyó que las indicaciones eran geográficas. -Niega con la cabeza-. No estaba pensando como Francesco.
Paul abre el candado y empuja la puerta. La pequeña habitación está llena de libros, montañas y montañas de libros, una versión en miniatura del Salón Presidencial del Ivy. El suelo está cubierto de envoltorios de comida. En las paredes hay pegadas innumerables hojas de papel con un mensaje garabateado. En una se lee: «Fineo, hijo de Belo, no era Fineo, rey de Salmideso». En otro: «Revisar Hesíodo: ¿Hesperetousa o Hesperia y Aretousa?» En un tercero: «Comprar más galletas».
Quito un montón de fotocopias de una de las dos sillas que se apiñan en el cubículo, y trato de sentarme sin tirar nada.
– Así que regresé a los acertijos -dice Paul-. ¿De qué iba el primero?
– Moisés. Cuernos en latín.
– Correcto. -Me da la espalda un instante para cerrar la puerta-. Era acerca de una traducción errónea. Filología, lingüística histórica. Era acerca del lenguaje.
Comienza a buscar en una pila de libros que hay en su minúscula mesa. Al final encuentra lo que quiere: la Historia del Arte del Renacimiento de Hartt.
– ¿Por qué tuvimos suerte con el primer acertijo? -dice.
– Porque soñé…
– No -dice Paul, al tiempo que encuentra la página con la escultura del Moisés de Miguel Ángel, la imagen que dio comienzo a nuestra colaboración-. Tuvimos suerte porque el acertijo era sobre algo verbal, y nosotros buscábamos algo físico. A Francesco no le importaban los cuernos físicos, los cuernos reales; le preocupaba una palabra, una traducción equivocada. Tuvimos suerte porque esa mala traducción se manifestó eventualmente de forma física. Miguel Ángel talló su Moisés con cuernos, y tu lo recordaste. Si no hubiera sido por la manifestación física, nunca habríamos recordado la respuesta lingüística.
– Así que buscaste una representación lingüística de las indicaciones.
– Exacto. Norte, sur, este y oeste no son pistas físicas. Son pistas verbales. Cuando miré la segunda parte del libro, supe que estaba en lo cierto. La palabra stadia aparece cerca del principio del primer capítulo. Mira esto -dice, tras encontrar una hoja de papel en la que ha estado trabajando.
Hay tres frases escritas sobre la página: «Gil y Charlie van al estadio a ver a Princeton vs. Harvard. Tom busca la pluma de Paul. Katie toma fotos mientras le sonríe encantadoramente y le dice “Yo te amo”.»
– ¿Encantadoramente? -digo
– No parece gran cosa ¿no? Parece divagar simplemente, como la historia de Polifilo. Pero si pones el párrafo en una cuadrícula -dice Paul dándole la vuelta al papel-, te encuentras con esto:
Algo debería parecerme evidente pero no veo nada
– ¿Eso es todo? -pregunto
– Eso es todo. Simplemente sigue las indicaciones. Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. De stadio comienza por la “s” que hay en “stadio”.
Encuentro un bolígrafo en su escritorio y lo intento moviéndome cuatro hacia abajo, diez a la derecha, dos hacia arriba y seis a la izquierda.
Escribo las letras S-O-L-U-C.
– Ahora repite el proceso -dice Paul-, comenzando por la última letra.
Comienzo de nuevo por la C
Y ahí está, bien claro sobre la página S-O-L-U-C-I-Ó-N.
– Ésta es la Regla del Cuatro -dice Paul-. Cuando comprendes cómo funciona la mente de Colonna, es muy simple. Cuatro indicaciones dentro del texto. Sólo tienes que repetirlas una y otra vez y luego averiguar dónde están las divisiones entre palabras.
– Pero esto debió costarle meses de escritura a Colonna
Paul asiente
– Lo gracioso es que yo siempre había notado que ciertas líneas de la Hypnerotomachia eran todavía más desorganizadas que las otras, que había lugares donde las palabras no encajaban, donde había cláusulas puestas de forma extraña donde de repente aparecían los neologismos más raros. Ahora, todo eso tiene sentido. Francesco tuvo que escribir el texto para cumplir con el diseño. Eso explica que haya utilizado tantos idiomas. Si la palabra vernácula no entraba en los espacios, tenía que intentarlo con la palabra latina, o inventarse una palabra él mismo. Incluso me parece que tomó una decisión equivocada al hacer el diseño. Mira.
Paul señala la línea en donde aparecen la O, la L y la N.
– ¿Ves cuántas letras cifradas hay en esta línea? Y habrá otra línea igual cada vez que hagas las seis al oeste. La secuencia cuatro sur dos norte se dobla sobre sí misma, de manera que cada dos líneas de la Hypnerotomachia Francesco tenía que encontrar un texto que se acomodara a cuatro letras distintas. Pero funcionó. Nadie en quinientos años lo ha descubierto.
– Pero las letras no están impresas de esta forma en el libro -digo, preguntándome cómo ha hecho Paul para aplicar la técnica al texto real-. Las letras no están espaciadas regularmente sobre una cuadrícula. ¿Cómo puede saberse dónde exactamente queda el norte y dónde el sur?
Paul asiente.
– No se puede, porque es difícil saber qué letra va directamente encima o debajo de otra. Tuve que resolverlo matemáticamente en lugar de gráficamente.
Todavía me sorprende el modo en que une en una misma idea la simplicidad y la complejidad.
– Mira lo que escribí, por ejemplo. En este caso, hay -saca una cuenta- dieciséis letras por línea, ¿correcto? Eso quiere decir, si lo resuelves correctamente, que «cuatro sur» siempre estará cuatro líneas hacia abajo, en línea recta, lo cual es igual a setenta y dos letras a la derecha del punto de partida original. Usando la misma fórmula matemática, «dos norte» será lo mismo que treinta y seis letras a la izquierda. Y cuando sabes qué extensión tiene la línea estándar de Francesco, sólo tienes que sacar las cuentas y simplemente puedes hacerlo todo así. Después de un rato, empiezas a contar las letras con mucha rapidez.
Se me ocurre que durante nuestra colaboración, mi única aportación que podía compararse con la velocidad de los razonamientos de Paul era mi intuición: suerte, sueños, asociaciones libres. No es muy justo para él que trabajáramos como iguales.
Paul dobla la hoja de papel y la pone en la papelera. Echa una mirada alrededor de su cubículo, levanta una pila de libros y me los pone en las manos, y luego coge otra pila para él. El analgésico debe de seguir funcionando todavía, porque el peso no me afecta al hombro.
– Me sorprende que hayas descubierto algo así -digo-. ¿Qué ponía en el mensaje?
– Primero, ayúdame a devolver estos libros a las estanterías -responde-. Quiero vaciar este lugar.
– ¿Por qué?
– Para estar a salvo.
– ¿De qué?
Me enseña media sonrisa.
– De las multas de la biblioteca.
Salimos del cubículo y Paul me conduce hacia un largo corredor que se extiende hasta perderse en la oscuridad. A ambos lados hay estanterías que se ramifican formando sus propios pasillos, en los que cada callejón sin salida genera otros callejones sin salida. Estamos en un rincón de la biblioteca tan poco frecuentado que los bibliotecarios mantienen las luces apagadas: los visitantes deben encender las luces de cada estantería cuando quieran usarla.
– Cuando acabé, no me lo podía creer -dice-. Antes de descifrar el código, ya estaba temblando. Terminado. Después de todo este tiempo, aquello estaba terminado.
Se detiene frente a una de las estanterías del fondo. Alcanzo a distinguir tan sólo la silueta de su cara.
– Y valió la pena, Tom. No hubiera podido prever siquiera lo que había en la segunda parte del libro. ¿Recuerdas lo que vimos en la carta de Bill?
– Sí.
– La mayor parte de esa carta era una gran mentira. Tú sabes que este trabajo es mío, Tom. Lo más que Bill llegó a hacer fue traducir unos cuantos caracteres árabes. Hizo algunas copias y revisó algunos libros. Lo demás lo hice yo por mi cuenta.
– Lo sé -digo.
Paul se cubre la boca con la mano durante un segundo.
– No, no es cierto. Sin todo lo que encontraron tu padre y Richard, y todo lo que vosotros resolvisteis, y en particular tú, no hubiera podido hacerlo. No lo hice todo por mi cuenta. Vosotros me enseñasteis el camino.
Paul invoca el nombre de mi padre y el de Richard Curry como si fueran un par de santos, dos mártires salidos de la conferencia de Taft. Durante un instante me siento como Sancho Panza oyendo a Don Quijote. Los gigantes que ve no son más que molinos, lo sé y, sin embargo, es él quien puede ver en la oscuridad y yo soy el que no doy crédito a mis ojos. Tal vez éste ha sido el meollo del asunto todo el tiempo, pienso: somos animales con imaginación. Sólo el hombre que ve gigantes es capaz de encaramarse a sus hombros.
– Pero Bill tenía razón sobre una cosa -dice Paul-. Los resultados sí que opacarán cualquier otra cosa en el campo de los estudios históricos. Durante un largo tiempo.
Me quita la pila de libros de las manos y de repente me siento leve. Detrás de nosotros, el pasillo se extiende hacia una luz lejana, y a cada lado los corredores abiertos se pierden en el espacio. Incluso en medio de la oscuridad puedo ver a Paul sonreír.
Comenzamos a hacer viajes de ida y vuelta entre el cubículo y las estanterías, devolviendo docenas de libros, la mayoría a los estantes equivocados. Paul sólo parece preocupado por esconderlos.
– ¿Recuerdas lo que estaba sucediendo en Italia justo antes de que se publicara la Hypnerotomachia? -pregunta.
– Sólo lo que había en el libro del Vaticano.
Paul me pone otra pila de libros en las manos antes de regresar a la oscuridad.
– En la época de Francesco, la vida intelectual de Italia gira alrededor de una sola ciudad -dice.
– Roma.
Pero Paul niega.
– Más pequeña. Una ciudad del tamaño de Princeton, no el pueblo, sino el campus.
Veo lo feliz que está por lo que acaba de descubrir, lo real que se ha vuelto aquello en su vida.
– En esa ciudad -dice-, hay más intelectuales de los que cualquier persona puede necesitar. Genios. Eruditos. Pensadores que apuntan a las grandes respuestas de las grandes preguntas. Autodidactas que han aprendido lenguas muertas que nadie más conoce. Filósofos que combinan pasajes religiosos de la Biblia con ideas sacadas de textos romanos y griegos, de la mística egipcia, de manuscritos persas tan viejos que nadie sabe cómo fecharlos. La vanguardia absoluta del humanismo. Piensa en los acertijos. Profesores de universidad jugando a la Rithmomachia. Traductores interpretando a Horapollo. Anatomistas que corrigen a Galeno.
En mi mente aparece la cúpula de Santa Maria del Fiore. A mi padre le gustaba llamarla la ciudad madre de todos los estudios modernos.
– Florencia -digo.
– Correcto. Pero eso es tan sólo el comienzo. En cualquier otra disciplina tienes a los nombres más grandes de Europa. En arquitectura, tienes a Brunelleschi, que consiguió la cúpula de catedral más grande que se había visto en mil años. En escultura tienes a Ghiberti, creador de un conjunto de relieves tan bello que se le conoce como las Puertas del Paraíso. Y tienes al ayudante de Ghiberti, que crece hasta convertirse en el padre de la escultura moderna: Donatello.
– Los pintores tampoco eran malos -le recuerdo.
Paul sonríe.
– La concentración de genio más grande en la historia del arte occidental, y toda en esta pequeña ciudad. Aplicaron nuevas técnicas, inventaron nuevas teorías de la perspectiva, y transformaron la pintura, que pasó de ser un simple oficio a ser una ciencia y un arte. Debió de haber una docena de pintores como Alberti, pintores que habrían sido considerados de primer nivel en cualquier parte del mundo. Pero en esta ciudad, son de segunda. Porque deben competir con los gigantes. Masaccio. Botticelli. Miguel Ángel.
A medida que crece el impulso de sus ideas, sus pies se mueven con más velocidad por los oscuros pasillos.
– ¿Quieres científicos? -dice-. ¿Qué me dices de Leonardo da Vinci? ¿Quieres políticos? Ahí está Maquiavelo. ¿Poetas? Boccaccio y Dante. Y muchos de estos tipos eran contemporáneos. Y además de todo eso, ahí tienes a los Médicis, una familia tan rica que podía permitirse patrocinar a tantos artistas e intelectuales como produjera la ciudad.
»Todos ellos juntos en la misma ciudad, y casi al mismo tiempo. Los mayores héroes culturales de toda la historia de Occidente se cruzaban por la calle, se conocían, algunos se tuteaban. Hablaban entre sí, competían, se influenciaban y se empujaban mutuamente para obligarse a ir más lejos de lo que hubieran podido llegar solos. Y todo eso en un lugar donde la belleza y la verdad eran reyes, donde las principales familias se enfrentaban por ver quién podía encargar el mejor arte, quién podía subsidiar a los más brillantes pensadores, quién podía ser dueño de la biblioteca más grande. Imagínatelo. Es como un sueño. Un imposible.
Regresamos al cubículo y Paul se sienta por fin.
– Luego, en los últimos años del siglo quince, poco antes de que la Hypnerotomachia sea escrita, ocurre algo incluso más sorprendente. Algo que todo erudito del Renacimiento conoce, pero que nadie ha conectado jamás con el libro. El acertijo de Francesco habla una y otra vez de un poderoso predicador de la tierra de sus hermanos. Pero yo no lograba encontrar la conexión.
– Yo creía que Lutero no fue hasta 1517. Colonna escribe en la década de 1490.
– No es Lutero -dice Paul-. A finales de 1400, un monje dominico fue enviado a Florencia para unirse a un monasterio llamado San Marco.
De repente me doy cuenta.
– Savonarola.
El gran predicador evangélico que, tratando de restaurar la fe de la ciudad, azuzó a Florencia durante el cambio de siglo.
– Exacto -dice Paul-. Savonarola es un tipo que se fija un objetivo y lo persigue en línea recta. La línea más recta que verás jamás. Y cuando llega a Florencia, comienza a predicar. Le dice a la gente que su comportamiento es malvado, su cultura y su arte profanos, su gobierno injusto. Dice que Dios los mira con malos ojos. Les dice que se arrepientan.
Sacudo la cabeza.
– Sí, sé cómo suena -continúa Paul-, pero Savonarola tiene razón. En cierto modo, el Renacimiento es una época sin dioses. La iglesia está corrupta. El papado es un puesto político. Prospero Colonna, tío de Francesco, muere supuestamente de gota, pero algunos creen que el papa Alejandro lo envenenó porque venía de una familia enemiga. Ése es el mundo del momento: un mundo en que se sospecha que el Papa es un asesino. Y eso era sólo el comienzo: se temían que había cometido sadismo, incesto, cualquier cosa que se te pueda ocurrir.
»Mientras tanto, a pesar de todo su vanguardismo en el arte y en los estudios, Florencia está en estado de constante agitación política. En las calles, las facciones se pelean, las familias más notables conspiran contra las otras para ganar poder y, aunque la ciudad es supuestamente una república, los Médicis lo controlan todo. La muerte es algo normal, la extorsión y la coerción lo son todavía más, la injusticia y la desigualdad son la regla de la vida. Se trata de un lugar bastante incómodo, considerando las cosas tan bellas que produjo.
»Así que Savonarola llega a Florencia y ve el mal dondequiera que mira. Urge a los ciudadanos a que limpien sus vidas, a que dejen el juego, a que comiencen a leer la Biblia, a que ayuden a los pobres y den comida a los hambrientos. En San Marcos, comienza a ganar seguidores. Incluso algunos de los principales humanistas lo admiran. Se dan cuenta de que es un tipo culto y versado en filosofía. Poco a poco, Savonarola va en ascenso.
Lo interrumpo.
– Yo pensaba que todo esto sucedió cuando los Médicis todavía controlaban la ciudad.
– No. Desafortunadamente para ellos, su último heredero, Piero, era un ingenuo. Era incapaz de gobernar la ciudad. La gente comenzó a reclamar libertad, lo cual era un grito sagrado en Florencia, y al final los Médicis fueron expulsados. ¿Recuerdas el grabado número cuarenta y ocho? ¿El niño del carro descuartizando a las dos mujeres?
– El que Taft mostró en su conferencia.
– Exacto. Vincent siempre lo interpretó así. El castigo tenía que deberse a una traición. ¿Dijo lo que creía que significaba?
– No. Quería que lo resolviera el público.
– Pero preguntó acerca del niño del grabado. Por qué lleva una espada, o algo así, ¿no es verdad?
Imagino a Taft debajo de la imagen con su sombra proyectándose sobre la pantalla.
– «¿Por qué obliga a las mujeres a tirar del carro a través del bosque para luego matarlas de esta manera?» -recuerdo.
– La teoría de Vincent era que la figura de Cupido representaba a Piero, el heredero de los Médicis. Piero se comportaba como un niño, de manera que el artista lo representó así. Por su culpa, los Médicis perdieron su dominio sobre Florencia y fueron expulsados. Así que los grabados lo muestran en retirada a través de los bosques.
– Pero ¿quiénes son las mujeres?
– Florencia e Italia, dice Vincent. Al comportarse como un niño, Piero las destruyó a ambas.
– Parece posible.
– Es una interpretación coherente -acepta Paul, tanteando el lado inferior de su escritorio en busca de algo-. Pero no es la correcta. Vincent se negó a aceptar que la regla del acróstico fuera la clave. Nunca quiso creer que la primera de esas imágenes fuera la más importante. Sólo pudo ver las cosas a su manera.
»El asunto es que, cuando los Médicis fueron expulsados, las otras familias principales se reunieron para discutir acerca de un nuevo gobierno para Florencia. El único problema era que nadie confiaba en nadie. Al final terminaron por ponerse de acuerdo en darle a Savonarola una posición de autoridad. Él era el único incorruptible, y eso lo sabía todo el mundo.
»Así que la popularidad de Savonarola crece todavía más. La gente comienza a tomarse a pecho sus sermones. Los tenderos comienzan a leer la Biblia en su tiempo libre. Los jugadores dejan de hacer ostentación de sus partidas de cartas. La bebida y el desorden parecen entrar en decadencia. Pero Savonarola se da cuenta de que el mal persiste. Así que lleva su programa de mejoras cívicas y espirituales un paso más allá.
Paul estira el brazo bajo el escritorio para llegar más al fondo. Se oye el ruido de la cinta que se desprende; enseguida, Paul saca un sobre de papel de Manila. Dentro del sobre hay un calendario que ha diseñado de su puño y letra. Cuando pasa las páginas, veo una secuencia de festividades religiosas desconocidas, marcadas con bolígrafo rojo -días de santos, días de fiesta- y en negro, una serie de notas que no logro distinguir.
– Es febrero de 1497 -dice, señalando ese mes-, dos años antes de la publicación de la Hypnerotomachia , y se acerca la Cuaresma. Ahora bien, la tradición era ésta: puesto que la Cuaresma era un periodo de ayuno y abnegación, los días inmediatamente anteriores eran un periodo de celebración, un gigantesco festival, de manera que la gente pudiera disfrutar antes del comienzo de la Cuaresma. Igual que ahora, ese periodo se llamaba Carnaval. Puesto que los cuarenta días de la Cuaresma comienzan siempre el Miércoles de Ceniza, el Carnaval culmina el día antes: el Martes Gordo, o Mardi Gras.
En lo que me dice hay fogonazos de cosas que me resultan familiares. Mi padre debió de hablarme de todo esto alguna vez, antes de darse por vencido conmigo o de que yo me diera por vencido con él. O quizás es que aprendí poco en la iglesia, antes de tener edad suficiente para decidir por mi cuenta cómo pasar las mañanas de domingo.
Paul saca otro diagrama. En el título se lee: Florencia, 1500.
– El Carnaval en Florencia era un periodo de gran desorden, ebriedad, libertinaje. Había pandillas de jóvenes que cerraban las bocacalles y obligaban a la gente a pagar peajes para pasar. Luego se gastaban el dinero en alcohol y en juego.
Señala un espacio amplio en medio del dibujo.
– Cuando ya estaban completamente borrachos, acampaban alrededor de hogueras en la plaza principal, y terminaban la noche con una inmensa pelea en la cual cada grupo arrojaba piedras a los demás. Cada año había heridos, incluso muertos.
»Savonarola, por supuesto, es el opositor más ferviente del Carnaval. En su opinión, ha surgido un reto contra la Cristiandad que amenaza con hacer que la gente de Florencia caiga en la tentación. Y reconoce que hay una fuerza más poderosa que las demás, una fuerza que contribuye como ninguna a la corrupción de la ciudad. Esa fuerza enseña a los hombres que las autoridades paganas pueden competir con la Biblia, que la sabiduría y la belleza de cosas no cristianas debería ser venerada también. Esa fuerza lleva a los hombres a creer que la vida humana es una búsqueda de conocimientos y satisfacciones terrenales, y los distrae del único objeto que en verdad importa: la salvación. Esa fuerza es el humanismo. Y sus más grandes defensores son los principales intelectuales de la ciudad, los humanistas.
»Entonces se le ocurre a Savonarola la idea que constituye probablemente su más grande legado histórico. Decide que el Martes de Carnaval, el último día de las fiestas, pondrá en escena un evento gigantesco: algo que mostrará el progreso y la transformación de la ciudad, pero al mismo tiempo recordará a los florentinos sus pecados. Deja que las pandillas de jóvenes recorran la ciudad, pero ahora les da un propósito. Les dice que recojan objetos no cristianos de todos los barrios y los lleven a la plaza principal. Hace una gigantesca pirámide con los objetos. Y ese día, Martes de Carnaval, en un momento en que las pandillas normalmente estarían sentadas alrededor de sus hogueras y enfrentándose a pedradas, Savonarola consigue que construyan otro tipo de hoguera.
Paul mira el mapa, y enseguida sus ojos se fijan en mí.
– La hoguera de las vanidades -digo.
– Correcto. Las pandillas regresaban a la plaza con una carreta tras otra de cartas y dados, tableros de ajedrez, sombras para los ojos, carmín de labios, redecillas para el pelo, joyas, máscaras de carnaval y disfraces. Pero lo más importante es que traían libros paganos. Manuscritos de escritores griegos y romanos. Esculturas y pinturas clásicas.
Paul devuelve el dibujo al sobre. Su voz se torna sombría.
– El Martes de Carnaval, el siete de febrero de 1497, la ciudad entera salió a mirar. Los registros dicen que la pirámide tenía veinte metros de alto, que su base tenía un perímetro de noventa metros. Y todo aquello ardió en llamas.
»La hoguera de las vanidades se convierte en un momento inolvidable de la historia del Renacimiento. -Paul hace una pausa, mira los recortes de papel que cubren la pared y que se levantan levemente cuando el aire del ventilador recorre el cubículo-. Savonarola se hace famoso. Poco tiempo después, ya es conocido en toda Italia y más allá. Sus sermones se imprimen y se leen en media docena de países. Es admirado y odiado. Miguel Ángel se sentía cautivado por él. Maquiavelo lo consideraba un impostor. Pero todo el mundo tenía su propia opinión, y todo el mundo admitía su poder. Todo el mundo.
Ya veo adonde me está llevando.
– Incluyendo a Francesco Colonna -digo.
– Y aquí entra en juego la Hypnerotomachia.
– Entonces ¿es un manifiesto?
– De alguna manera, sí. Francesco no soportaba a Savonarola. Para él, Savonarola representaba el peor tipo de fanatismo, todo lo que el cristianismo tenía de equivocado. Era destructor. Vengativo. Se negaba a permitir que los hombres usaran los dones que Dios les había dado. Francesco era un humanista, un amante de la Antigüedad. Él y sus primos habían pasado sus años de juventud estudiando con los grandes maestros de prosa y poesía antigua. Cuando cumplió los treinta años, ya había amasado una de las más importantes colecciones de manuscritos originales de toda Roma.
»Mucho antes de la primera hoguera, Francesco se había dedicado a recopilar arte y libros. Había contratado a mercaderes de Florencia para que compraran lo que pudieran y lo enviaran a una de las propiedades de su familia en Roma. Esto causó una ruptura importante entre Francesco y su familia: la familia consideraba que Francesco estaba despilfarrando el dinero en cachivaches florentinos. Pero a medida que Savonarola ganaba poder, Francesco actuaba con más decisión: no soportaba pensar en la pirámide que se desvanecía en el humo, y poco importaba el coste que aquello pudiera tener para él o su familia. Bustos de mármol, cuadros de Botticelli, cientos de objetos de valor incalculable. Y sobre todo, libros. Aquellos libros raros e irremplazables. Francesco y Savonarola estaban en extremos opuestos del universo intelectual. Para Francesco, la violencia más grande era la que se ejercía contra el arte, contra el conocimiento.
»En el verano de 1497, Francesco viaja a Florencia para verlo todo con sus propios ojos. Y lo que todos los demás admiran de Savonarola (su santidad, su capacidad para pensar únicamente en la salvación) a Francesco le hace sentir el miedo y el odio más profundos. Ve lo que Savonarola es capaz de hacer: destruir los mayores logros del primer resurgimiento del saber clásico desde los tiempos de la Roma antigua. Ve la muerte del arte, la muerte del conocimiento, la muerte del espíritu clásico. Y la muerte del humanismo: el fin de ese impulso por cruzar fronteras, por sobrepasar las limitaciones, por ver las plenas posibilidades del pensamiento.
– ¿Y escribió sobre esto en la segunda parte del libro?
Paul asiente.
– Francesco lo escribió todo en la segunda parte, todas las cosas que tenía miedo de decir en la primera. Registró lo que había visto en Florencia y lo que temía. Que la influencia de Savonarola aumentaba. Que lograría, de alguna manera, ganar la atención del rey de Francia. Que tenía admiradores en Alemania e Italia. A medida que Francesco escribe, uno siente el desarrollo de esa influencia. Francesco se convencía más y más de que había legiones enteras de seguidores apoyando a Savonarola en todos los países de la Cristiandad. «Este predicador», escribió, «es tan sólo el comienzo de un nuevo espíritu cristiano. Habrá levantamientos de predicadores fanáticos, estallarán las hogueras a lo largo y ancho de Italia». Dice que Europa está a punto de sufrir una revolución religiosa. Y si consideramos que ya se acerca la Reforma, comprendemos que tenía razón. Savonarola no vivirá para verla, pero, tal como has dicho, cuando Lutero ponga en marcha su plan, pocos años después, recordará a Savonarola como un héroe.
– Así que Colonna lo previo todo.
– Sí. Y después de ver a Savonarola con sus propios ojos, Francesco toma una posición más firme. Decide utilizar sus contactos para hacer lo que muy pocas personas en Roma, o en cualquier otra parte del mundo occidental, hubieran podido hacer. Usando una pequeña red de amigos fiables, comienza a coleccionar todavía más obras de arte y manuscritos raros. Se comunica con una gigantesca red de humanistas y pintores para recoger tantos tesoros, tantos logros del conocimiento y la imaginación como sea posible. Soborna a abates y bibliotecarios, a aristócratas y negociantes. Los mercaderes viajan a ciudades del otro lado del continente sólo para él. Van a las ruinas del Imperio Bizantino, donde el saber antiguo se conserva todavía. Van a tierra de infieles a buscar textos árabes. Van a monasterios de Alemania, Francia y el Norte. Y durante todo este tiempo, Francesco mantiene su identidad en secreto, protegido por sus amigos más cercanos, por sus hermanos humanistas. Sólo ellos saben lo que pretende hacer con todos esos tesoros.
De repente recuerdo el diario del capitán de puerto. Genovés se pregunta qué puede transportar un barco tan pequeño procedente de un puerto tan oscuro. Se pregunta por qué un noble como Francesco Colonna estaría tan interesado en aquello.
– Encuentra obras maestras -continúa Paul-. Obras que nadie ha visto en cientos de años. Títulos que nadie sabía que existían. El Eudemo, el Protréptico y el Grillo de Aristóteles. Imitaciones grecorromanas de Miguel Ángel. Los cuarenta y dos volúmenes de Hermes Trismegisto, el profeta egipcio al que se cree más viejo que Moisés. Encuentra treinta y ocho obras de teatro de Sófocles, doce de Eurípides, veintitrés de Esquilo: hoy en día, todas ellas se consideran perdidas. En un solo monasterio alemán encuentra tratados filosóficos de Parménides, Empédocles y Demócrito, que durante años han sido puestos a buen recaudo por los monjes. Un enviado del Adriático encuentra obras de Apeles, el pintor de la antigüedad: el retrato de Alejandro, la Afrodita Anadiómena, la línea de Protogenes. Y Francesco está tan emocionado que ordena a su enviado comprarlas todas, aunque después resulten ser falsificaciones. Un bibliotecario de Constantinopla le vende los Oráculos caldeos a cambio del peso en plata de un cerdo pequeño, y a Francesco le parece una ganga, pues el autor del oráculo, Zoroastro el persa, es el único profeta conocido más antiguo que Hermes Trismegisto. Al final de la lista de Francesco, como si no tuvieran ninguna importancia, aparecen siete capítulos de Tácito y un libro de Livy. Casi se olvida de mencionar media docena de obras de Botticelli.
Paul mueve la cabeza imaginando todo aquello.
– En menos de dos años, Francesco Colonna llega a armar una de las mayores colecciones de arte y literatura antiguos del mundo renacentista. Permite la entrada en su círculo de dos marinos para que capitaneen sus barcos y transporten su carga. Emplea a los hijos de los miembros fiables de la Academia Romana para que protejan las caravanas que viajan por los caminos de Europa. Pone a prueba a los hombres sospechosos de traición, registrando cada uno de sus movimientos para poder después volver sobre sus huellas. Francesco sabía que sólo podía confiar su secreto a una minoría selecta, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para protegerlo.
Ahora comprendo plenamente la importancia de lo que mi padre y yo encontramos: un hilo suelto en la red de comunicaciones entre Colonna y sus asistentes, una red diseñada con el único propósito de proteger el secreto del noble.
– Tal vez Rodrigo y Donato no fueron los únicos que puso a prueba -sugiero-. Tal vez hay más cartas Belladonna.
– Es posible -dice Paul-. Y cuando Francesco hubo terminado, lo puso todo en un lugar donde nadie pensaría en buscar. Un lugar en el cual, según dice, su tesoro estará a salvo de sus enemigos.
Sé a qué se refiere aun antes de que lo mencione.
– Formula a los miembros de su familia una petición de acceso a las inmensas extensiones de tierra que poseen fuera de Roma, todo bajo el pretexto de una empresa que generará ganancias. Pero en vez de construir sobre el terreno, en medio de los bosques donde sus ancestros iban de cacería, Francesco diseña su cripta. Una gigantesca bóveda subterránea. Sólo cinco de sus hombres conocen su ubicación.
»Luego, a medida que se acerca el año de 1498, Francesco toma una decisión crucial. En Florencia, Savonarola parece más popular que nunca. Declara que el Martes de Carnaval construirá una hoguera aun más grande que la última. Francesco transcribe parte del discurso en la Hypnerotomachia. Dice que toda Italia está enfebrecida con esta nueva especie de locura religiosa… y teme por sus tesoros. Ya se ha gastado prácticamente la totalidad de su fortuna y con Savonarola afianzándose en la mente de Europa Occidental, siente que cada vez es más difícil transportar y esconder sus artículos. Así que recoge todo lo que ha coleccionado, lo pone en la cripta y la sella de forma permanente.
Poco a poco se me ocurre que uno de los detalles más raros del segundo mensaje empieza a tener sentido. Mí cripta, escribió Colonna, es un artilugio inigualable, impermeable a todas las cosas, sí, pero sobre todo al agua. Colonna mandó a hacer una cripta a prueba del agua, consciente de que de otra manera allí, bajo tierra, sus tesoros acabarían por pudrirse.
– Decide que días antes de que se encienda la hoguera -continúa Paul- viajará a Florencia. Irá a San Marcos. Y, en un intento final por defender su causa, se enfrentará a Savonarola. Apelando al amor del hombre por el saber, a su respeto por la belleza y la verdad, Francesco lo persuadirá de que retire de la hoguera los objetos de valor perdurable. Evitará que el predicador destruya lo que los humanistas consideran sagrado.
»Pero Francesco es realista. Tras escuchar los sermones de Savonarola, sabe lo fogoso que es el hombre, sabe qué fuerte es su convicción de que las hogueras están justificadas. Si Savonarola no se une a él, Francesco sabe que sólo tendrá una opción. Mostrará a Florencia lo bárbaro que es en realidad este profeta. Irá a la hoguera y retirará los objetos de la pirámide con sus propias manos. Si Savonarola intenta encender la hoguera de todas formas, Francesco morirá como mártir en la pira, delante de toda la ciudad. Obligará a Savonarola a convertirse en un asesino. Sólo esto, dice, hará que Florencia se enfrente al fanatismo, y con Florencia, el resto de Europa.
– Estaba dispuesto a morir por ello -digo, en parte para mí mismo.
– Estaba dispuesto a matar por ello -dice Paul-. Francesco tenía cinco buenos amigos humanistas en su fraternidad. Uno era Terragni, el arquitecto. Dos eran hermanos, Matteo y Cesare. Los otros dos eran Rodrigo y Donato, y murieron por traicionarlo. Francesco hubiera hecho cualquier cosa por proteger aquello en lo que creía.
El diminuto espacio del cubículo parece combarse en un instante; sus ángulos chocan entre sí como fragmentos de tiempo que se cruzan. Veo de nuevo a mi padre escribiendo el manuscrito de El documento Belladonna en la vieja máquina de escribir de su despacho. Sabía exactamente qué quería decir esa carta, pero ignoraba su contexto. Ahora, Paul ha encontrado el lugar que le corresponde. Aunque siento una satisfacción repentina, mientras Paul continúa con su relato también noto una creciente tristeza. Cuanto más oigo hablar de Francesco Colonna, más pienso en Paul trabajando en la Hypnerotomachia como un esclavo, igual que Colonna, cada uno en un extremo del hilo del tiempo, escritor y lector. Vincent Taft ha intentado envenenar a Paul y ponerlo en contra nuestra diciéndole que los amigos son inconstantes; pero cuanto más veo lo que Paul ha hecho por este libro -ha vivido en él años enteros con una actitud que yo sólo pude asumir durante meses-, mejor lo entiendo. Fue Francesco Colonna, tanto como cualquier otro hombre sobre la tierra, quien lo hizo dudar.