A medida que avanzamos hacia el norte, la forma del pasillo sigue siendo la de una caja, pero las paredes, que antes eran de hormigón, son ahora de piedra. Oigo la voz de mi padre, que me explica la etimología de la palabra sarcófago.
«Del griego "comer carne"… porque los ataúdes griegos estaban hechos de piedra caliza, que consumía todo el cuerpo -todo salvo los dientes- en cuestión de cuarenta días.»
Gil camina más de seis metros por delante de nosotros. Al igual que Charlie, se mueve con velocidad, está acostumbrado al paisaje. La silueta de Paul aparece y desaparece bajo la luz intermitente. Tiene el pelo pegado a la frente, aplastado por el sudor, y entonces recuerdo que apenas ha dormido en varios días.
Al cabo de veinticinco metros nos encontramos con Gil, que nos está esperando; mueve los ojos de lado a lado mientras nos conduce a la salida. Busca un segundo plan: hemos tardado demasiado.
Cierro los ojos e intento visualizar un mapa del campus.
– Quince metros más -le grita Charlie a Paul-. Treinta como máximo.
Al llegar a la boca de la alcantarilla de Clio, Gil se gira hacia nosotros.
– Levantaré la tapa y miraré si hay alguien. Preparaos para regresar corriendo por donde hemos venido. -Mira hacia abajo-. Tengo las 7.29.
Se aferra al primer peldaño de hierro, se pone en posición y apoya el antebrazo en la tapa. Antes de aplicar la presión, nos mira por encima del hombro y dice:
– Recordad que los vigilantes no pueden bajar para cogernos. Sólo pueden pedirnos que subamos. Quedaos abajo y no pronunciéis nombres, ¿entendido? Los tres asentimos.
Gil respira hondo, empuja la tapa con el puño, haciéndola girar sobre el codo. La tapa se desplaza unos quince centímetros. Gil hace un rápido inventario. En ese momento llega una voz desde arriba.
– ¡Quieto! ¡Quédese donde está! -Mierda -dice Gil entre dientes.
Charlie lo coge de la camisa y le da un tirón, agarrándolo cuando pierde el equilibrio.
– ¡Vamos! ¡Hacia allá! ¡Apagad las linternas! Me muevo a tropezones en la oscuridad, empujando a Paul, que está delante de mí. Trato de recordar el camino.
«Quédate a la derecha. A la izquierda están los tubos. Quédate a la derecha.»
Rozo la pared con el hombro y me rasgo la camisa. Paul, extenuado por el calor, se tambalea. Alcanzamos a dar veinte pasos, tropezando contra los demás, antes de que Charlie nos detenga para que Gil pueda alcanzarnos. A lo lejos, una linterna entra en el túnel por la boca de la alcantarilla. Tras ella baja un brazo y enseguida una cabeza. – ¡Salid de ahí!
El rayo se mueve en ambas direcciones, enviando un triángulo de luz que nada como un tiburón por el túnel. Ahora se oye otra voz, la de una mujer.
– ¡Os advertimos por última vez!
Miro a Gil. En medio de la oscuridad alcanzo a ver el perfil de su cabeza que niega, que nos advierte de que no hablemos.
Siento el aliento húmedo de Paul sobre la nuca. Se apoya en la pared, parece mareado. Nos llega de nuevo la voz de la mujer, que le habla a su compañero en voz deliberadamente alta.
– Dad la alarma. Oficiales, a todas las bocas.
Durante un instante la linterna se retira de la abertura. De inmediato Charlie nos empuja. Corremos hasta llegar a una intersección; la dejamos atrás y giramos a la derecha. Hemos entrado en territorio desconocido.
– Aquí no pueden vernos -susurra Gil, sin aliento, mientras enciende la linterna. Hay un largo túnel que se pierde en la oscuridad hacia lo que debe de ser el noroeste del campus.
– ¿Y ahora qué? -dice Charlie.
– Volvamos a Dod -sugiere Gil.
– No podemos. -Paul se seca la frente-. Han cerrado la salida.
– Estarán vigilando las rejillas principales -dice Charlie.
Comienzo a caminar hacia el túnel que va al oeste.
– ¿Ésta es la ruta más rápida hacia el noroeste?
– ¿Porqué?
– Porque creo que podríamos salir por Rocky-Mathey. ¿A cuánto estamos de allí?
Charlie le entrega nuestras últimas existencias de agua a Paul, que bebe con avidez.
– Unos trescientos metros -dice-. Tal vez más.
– ¿Por este túnel?
Gil reflexiona un instante y luego asiente.
– No se me ocurre nada mejor -dice Charlie.
Los tres comienzan a seguirme en la oscuridad.
Durante cierta distancia avanzamos, en silencio, por el mismo pasadizo. Cuando mi rayo de luz se hace demasiado débil, Charlie me cambia la linterna, pero sigue atento a Paul, que cada vez parece más desorientado. Cuando Paul se detiene por fin, para apoyarse en la pared, Charlie lo sostiene y lo ayuda a seguir, recordándole que no toque las tuberías. A cada paso, las últimas gotas de agua tintinean en nuestras botellas vacías.
Comienzo a preguntarme si he perdido mis puntos de referencia.
– Chicos -dice Charlie desde atrás-, Paul está a punto de desmayarse.
– Sólo necesito sentarme -dice Paul en voz baja.
De repente, Gil dirige la luz de la linterna a la distancia e ilumina un grupo de barras metálicas.
– Mierda.
– Reja de seguridad -dice Charlie.
– ¿Qué hacemos?
Gil se agacha para mirar a Paul a los ojos.
– Oye -dice, cogiéndolo por los hombros y sacudiéndolo-, ¿hay alguna manera de salir de aquí?
Paul señala el tubo de vapor que hay junto a la reja de seguridad, y luego hace un movimiento tembloroso con el brazo.
– Por debajo.
Al iluminar el tubo, veo que el aislante, en la parte inferior, a pocos palmos del suelo, está desgastado. Alguien ha intentado esto anteriormente.
– Imposible -dice Charlie-. No hay suficiente espacio.
– Hay un pestillo al otro lado -dice Gil, señalando un mecanismo que hay junto a la pared-. Sólo tiene que pasar uno y luego podremos abrir la reja. -Baja la cabeza de nuevo para hablarle a Paul-. ¿Lo has hecho antes?
Paul asiente.
– Está deshidratado -dice Charlie en voz baja-. ¿Alguien tiene un poco de agua?
Gil le alcanza media botella y Paul se la bebe con avidez.
– Gracias. Estoy mejor.
– Deberíamos regresar -dice Charlie.
– No -digo-. Yo lo haré.
– Toma mi abrigo -dice Gil-. Como aislante.
Pongo una mano sobre la tubería. A pesar del recubrimiento, siento el pálpito del calor.
– No cabrás -dice Charlie-. Con el abrigo puesto, no cabrás.
– No lo necesito -les digo.
Pero cuando me agacho me doy cuenta de lo estrecha que es la abertura. El aislante está tan caliente que quema. Me acuesto boca abajo y me deslizo con esfuerzo entre el suelo y la tubería.
– Suelta el aire y deslízate -dice Gil.
Avanzo lentamente, pegado al suelo, pero al llegar a la sección más estrecha, mi mano no encuentra a qué agarrarse, sólo charcos de lodo. De repente estoy inmovilizado bajo el tubo.
– Mierda -gruñe Gil, arrodillándose.
– Tom -dice Charlie, y siento un par de manos sobre las plantas de los pies-. Apóyate en mí.
Utilizo las palmas de sus manos para empujarme. Mi pecho raspa el hormigón; con el muslo rozo una parte del tubo en la que no hay aislante, y los reflejos me hacen apartarme en cuanto siento la abrasadora punzada de dolor.
– ¿Estás bien? -pregunta Charlie cuando llego meneándome al otro lado.
– Gira el pestillo en el sentido de las manecillas del reloj -dice Gil.
Cuando lo hago, la puerta de segundad se abre. Gil la empuja y Charlie lo sigue, todavía sosteniendo a Paul.
– ¿Estás seguro de esto? -pregunta Charlie cuando avanzamos hacia la oscuridad.
Asiento. Pocos pasos más allá, llegamos a una R burdamente pintada en la pared. Nos acercamos a Rockefeller, una de las residencias estudiantiles. En primero, yo salía con una chica que vivía aquí, Lana McKnight. Pasamos buena parte de ese invierno sentados en su habitación, frente a un fuego perezoso; eso era antes de que cerraran definitivamente los tiros de las chimeneas. Las cosas de las que hablábamos me parecen remotas ahora: Mary Shelley, el Gótico universitario, el equipo de baloncesto de la universidad de Ohio. Su madre había sido profesora en Ohio State, como mi padre. Tenía los pechos en forma de berenjena y las orejas, cuando nos quedábamos demasiado tiempo frente al fuego, se le ponían del color de los pétalos de rosa.
Pronto escucho voces que vienen desde arriba. Muchas voces.
– ¿Qué sucede? -pregunta Gil mientras se acerca al lugar de donde provienen.
La boca de la alcantarilla está justo encima de su hombro.
– Esa es -digo, tosiendo-'-. Nuestra salida.
Me mira, tratando de entender.
En el silencio, alcanzo a oír las voces más claramente: son voces bulliciosas; se trata de estudiantes, no vigilantes. Hay docenas de estudiantes moviéndose sobre nuestras cabezas.
Charlie sonríe.
– Las Olimpiadas al Desnudo -dice.
Gil comprende por fin.
– Estamos exactamente debajo de ellas.
Hay una boca de alcantarilla en medio del patio -les recuerdo, recostado en la pared mientras intento recobrar el aliento-. No tenemos más que levantar la tapa, unirnos al rebaño y desaparecer.
Pero detrás de mí, Paul habla con la voz ronca.
– No tenemos más que desnudarnos, unirnos al rebaño y desaparecer.
Hay un momento de silencio. Charlie es el primero en desabotonarse la camisa.
– ¡Sacadme de aquí! -dice, sofocando una carcajada al quitársela.
Me quito los vaqueros de un tirón; Gil y Paul hacen lo mismo. Metemos la ropa en una de las mochilas hasta que las costuras parecen a punto de reventar.
– ¿Puedes con todo? -pregunta Charlie, ofreciéndose a llevar ambas mochilas de nuevo.
– Sabéis que habrá vigilantes allá fuera, ¿no? -digo vacilante.
Pero Gil ya no tiene ninguna duda. Empieza a subir escalones.
– Trescientos estudiantes desnudos, Tom. Si no puedes aprovechar semejante distracción para volver a casa, mereces que te cojan.
Y tras decirlo empuja la cubierta, y un vendaval de aire frío invade el túnel y rejuvenece a Paul como un bálsamo.
– Bien, chicos -dice Gil, mirando hacia abajo por última vez-. Este cuerpo está en venta.
Mi primer recuerdo del momento en que salimos del túnel es la claridad repentina. En el patio había luces encendidas. Luces de seguridad que avivaban el blanco de la tierra; cámaras cuyos flashes refulgían en el cielo como luciérnagas.
Entonces nos llega la ráfaga de frío: el aullido del viento, aun más sonoro que el traqueteo de las pisadas y el rugido de las voces. Los copos de nieve se derriten sobre mi piel como rocío.
Y por fin lo veo. Un muro de brazos y piernas girando a nuestro alrededor como una serpiente infinita. Rostros que veo y que pierdo de vista -compañeros de clase, jugadores de fútbol, mujeres que me llamaron la atención un día en el campus- pero que se desvanecen en medio de la abstracción como las fotos de un collage. Aquí y allá veo disfraces extraños -sombreros de copa, capas de superhéroe, obras de arte pintadas sobre el pecho-, pero todo se confunde con el animal inmenso y bamboleante, el dragón de Chinatown, que se mueve en medio de gritos y carcajadas, bajo los fuegos artificiales de los flashes.
– ¡Vamos! -grita Gil.
Paul y yo lo seguimos, pasmados. Había olvidado cómo era Holder la noche de la primera nevada.
La inmensa conga nos traga y durante un instante me siento perdido, encerrado por los cuatro costados entre cuerpos que me ahogan mientras trato de mantener el equilibrio con una mochila en los hombros y nieve bajo los pies desnudos. Alguien me empuja desde atrás y siento que el cierre de la mochila se abre de golpe. Antes de que pueda cerrarlo, nuestra ropa se ha desbordado por la parte superior, y en un instante ha desaparecido en el barro, bajo las pisadas de la gente. Miro alrededor con la esperanza de que Charlie esté detrás de mí y pueda recoger lo que queda, pero no lo veo por ninguna parte.
«Tetas y culos, tetas y culos», canta, en alguna parte, un joven de acento cockney, como si vendiera flores en el plato de My Fair Lady. Al otro lado veo a un estudiante de tercero, compañero mío en el seminario de Literatura, entrando en la multitud a hurtadillas, sacudiendo el vientre. Está desnudo, salvo por un cartel en el que pone prueba gratis por delante y pase y pregunte por detrás. Por fin veo a Charlie. Ha logrado abrirse paso hasta el otro lado del círculo, donde Will Clay, otro miembro del equipo de emergencias, lleva un salacot rodeado de latas de cerveza. Charlie se lo quita de la cabeza y ambos comienzan a perseguirse por el patio hasta que los pierdo de vista.
Las carcajadas surgen y se desvanecen. En medio de la conmoción siento una mano que me coge del brazo.
– Vamos.
Gil tira de mí hacia el exterior del círculo.
– ¿Y ahora qué? -dice Paul.
Gil mira alrededor. En todas las salidas hay un vigilante.
– Por aquí -les digo.
Nos acercamos a una de las entradas de los dormitorios y nos escondemos en Holder Hall. Una estudiante borracha abre la puerta de su habitación y se queda allí, confundida, como si fuéramos nosotros los que debiéramos darle la bienvenida. Nos mide con la mirada y enseguida levanta una botella de Corona.
– Salud. -Eructa y cierra la puerta justo a tiempo para que yo pueda ver a una de sus compañeras, calentándose junto al fuego envuelta en una toalla.
– Vamos -digo.
Me siguen escaleras arriba. Al llegar, golpeo con fuerza en una de las puertas.
– Pero qué… -comienza Gil.
Antes de que termine la frase, se abre la puerta y aparecen un par de grandes ojos verdes que me saludan. Los labios se separan levemente al verme. Katie lleva una camiseta ajustada de color azul marino y un par de vaqueros gastados; lleva el pelo color caoba recogido en una coleta corta. Antes de dejarnos pasar, suelta una carcajada.
– Sabía que estarías aquí -le digo, frotándome las manos. Me acerco a ella, y su abrazo es cálido y grato.
– Déjame ver: hoy es el día en que nací y tú has venido como naciste -dice, mirándome de arriba abajo con ojos resplandecientes-. Por eso no me has llamado antes.
Mientras Katie nos invita a pasar, me doy cuenta de que Paul no le quita los ojos de encima a la cámara que lleva en la mano, una Pentax con un teleobjetivo casi tan largo como su brazo.
– ¿Y eso para qué es? -pregunta Gil cuando Katie se da la vuelta para poner la cámara sobre una estantería.
– Estoy tomando fotos para el Prince -dice-. A ver si esta vez me publican una.
Por eso no ha ido a correr. Durante todo el año, Katie ha intentado colocar una foto en la portada del Daily Princetonian, pero la jerarquía ha jugado en su contra. Ahora le ha dado vuelta al asunto: sólo los estudiantes de los primeros cursos tienen habitaciones en Holder, y desde la de Katie se puede ver todo el patio.
– ¿Y Charlie? -pregunta.
Gil se encoge de hombros mientras mira por la ventana.
– Allá abajo, jugando al pilla pilla con Will Clay.
Katie, sonriendo todavía, vuelve a fijarse en mí.
– ¿Cuánto tiempo te ha llevado planear esto?
Dudo un instante.
– Varios días -improvisa Gil cuando me revelo incapaz de explicarle que esta función no estaba pensada para ella-. Casi una semana.
– Muy impresionante -dice Katie-. Los hombres del tiempo sólo han sabido que nevaría esta mañana.
– Varias horas -corrige Gil-. Casi un día.
Los ojos de Katie no se despegan de mí.
– Déjame adivinar. Necesitas cambiarte de ropa.
– Los tres lo necesitamos.
Katie se dirige a su armario mientras dice:
– Debe de hacer un frío horrible allá afuera. Parece que ya os estaba empezando a hacer mella.
Paul la mira como si no diera crédito a sus oídos.
– ¿Puedo usar el teléfono? -dice tras recuperarse de la sorpresa.
Katie señala un inalámbrico que hay sobre la mesa. Yo cruzo la habitación, la estrecho contra mi cuerpo y la empujo al interior del armario. Katie trata de liberarse, pero la abrazo con más fuerza y caemos sobre las hileras de zapatos y los tacones se me clavan donde no deberían. Tardamos un rato en desenredarnos y me pongo de pie esperando las quejas de Paul y de Gil, pero su atención está en otra parte. Paul está en la esquina, hablando por teléfono en susurros, mientras Gil mira por la ventana. Al principio creo que busca a Charlie; enseguida veo al vigilante que surge de repente en su campo visual, hablando por walkie-talkie mientras se acerca al edificio.
– Oye, Katie -dice Gil-, que no vamos a una fiesta. Cualquier cosa nos sirve.
– Relájate -dice ella, que regresa portando varias perchas con ropa colgada. Nos muestra tres pares de pantalones de chándal, dos camisetas y una camisa de vestir azul que no encontraba desde marzo-. No puedo ofreceros nada mejor, no os esperaba.
Nos ponemos la ropa. De repente nos llega de la entrada el susurro de un walkie-talkie. La puerta exterior del edificio se cierra de un golpe.
Paul cuelga el teléfono.
– Tengo que ir a la biblioteca.
– Salid por detrás -dice Katie con voz acelerada-. Yo me encargo.
Mientras Gil le da las gracias por la ropa, la cojo de la mano.
– ¿Nos vemos luego? -me dice con una mirada evocadora. Se trata de una mirada que siempre acompaña con una sonrisa, porque Katie todavía no comprende que yo siga rindiéndome ante ella.
Gil gruñe y me arrastra del brazo hacia la puerta. Al salir del edificio escucho la voz de Katie llamando al vigilante.
– ¡Oficial! ¡Oficial! Necesito su ayuda…
Gil se da la vuelta. Mira fijamente hacia la habitación de Katie; cuando ve al vigilante aparecer en el marco de la ventana emplomada, su expresión se llena de alivio. Nos ponemos en camino en medio del viento cortante, y no pasa mucho tiempo antes de que Holder se desvanezca tras una cortina de nieve. El campus, cuando descendemos hacia Dod, está casi desierto, y los residuos del calor de los túneles parecen evaporarse entre las perlas de nieve que me resbalan por las mejillas. Paul se nos ha adelantado un poco; camina con más resolución que nosotros. En todo el trayecto no pronuncia una sola palabra.