Capítulo 27

Justo cuando el beso se vuelve más profundo, oigo que la puerta se abre. Estoy a punto de decirle algo agresivo al intruso, pero en ese momento veo a Paul de pie frente a nosotros.

– ¿Qué sucede? -le digo, echándome hacia atrás de una sacudida.

Paul echa una mirada alrededor, sobresaltado.

– Han vuelto a llevarse a Vincent para interrogarlo -logra decir. La impresión que le causa encontrar a Katie en su habitación se refleja en la impresión que le causa a Katie encontrarlo a él en cualquier parte.

Ojalá le den caña a Taft, pienso.

– ¿Cuándo?

– Hace una hora, tal vez dos. Acabo de hablar con Tim Stone, el del Instituto.

Sigue un momento incómodo.

– ¿Has encontrado a Curry? -pregunto, limpiándome el pintalabios de la boca.

Pero en la pausa que precede a su respuesta, revivimos nuestra discusión acerca de la Hypnerotomachia , acerca de las prioridades que me he impuesto.

– He venido para hablar con Gil -dice Paul cortando la conversación.

Katie y yo observamos cómo sigue la pared hacia el escritorio, recoge algunos de sus viejos dibujos, los de la cripta que durante meses ha estado bosquejando, y luego desaparece tan rápido como ha llegado.

Al salir deja un remolino de papeles sacudiéndose en la pequeña corriente de la puerta.

Cuando Katie baja de la mesa, puedo adivinar lo que se le pasa por la cabeza. Es imposible escapar de este libro. Ni con todas las decisiones del mundo me será posible dejarlo atrás. Incluso aquí, en el Ivy, donde Katie pensaba que estaríamos a salvo, la Hypnerotomachia está en cada rincón: en las paredes, en el aire, interrumpiéndonos cuando menos lo esperamos.

Para mi sorpresa, sin embargo, se concentra en lo que ha dicho Paul.

– Vamos -me dice con un estallido de energía-. Necesito encontrar a Sam. Si detienen a Taft, tendrá que cambiar los titulares.

Arriba, en el vestíbulo, encontramos a Paul y a Gil hablando en una esquina. El lugar parece haber quedado mudo ante el espectáculo del ermitaño del club apareciendo en un acontecimiento público de esta naturaleza.

– ¿Dónde está Sam? -le pregunta Katie a la pareja de su amiga.

Estoy demasiado distraído para escuchar la respuesta. Durante dos años he considerado a Paul el hazmerreír del Ivy la criatura curiosa que se mantiene encerrada en el desván. Pero ahora los estudiantes de cuarto están pendientes de él como si uno de los viejos retratos hubiera cobrado vida.

La expresión en el rostro de Paul revela necesidad, casi desesperación; si es consciente de que el club entero lo está mirando, no da ninguna señal de ello. Al acercarme a ellos, tratando de oír lo que dicen, veo que Paul le entrega a Gil un papel doblado que me resulta familiar. El mapa de la cripta de Colonna.

Ambos se dan la vuelta para irse. Los asistentes observan a Gil salir por el vestíbulo principal. Los de último año son los primeros en comprender. Uno a uno, los responsables del club comienzan a golpear con los nudillos las mesas y las barandas y las viejas paredes de roble. Brooks, el vicepresidente, es el primero en hacerlo; lo sigue Carter-Simmons, tesorero del club; y finalmente el golpeteo, el estruendo de la despedida, llega de todos los rincones. Parker, todavía en la pista de baile, comienza a golpear más fuerte que los demás, tratando por última vez de sobresalir. Pero es demasiado tarde. La salida de Gil como su entrada, ocurre en el instante preciso, con la ciencia de un paso de baile que se ha de ejecutar una sola vez. Cuando el ruido de la multitud se acalla por fin, salgo detrás de ellos.

– Llevaremos a Paul a casa de Taft -dice Gil cuando los alcanzo en el Salón de Oficiales.

– ¿Qué?

– Tiene que recoger algo. Un plano.

– ¿Y queréis ir ahora mismo?

– Taft está en la comisaría -dice Gil, repitiendo como un loro lo que Paul ha explicado-. Paul necesita que lo llevemos.

Casi puedo ver la maquinaria funcionando en su cabeza: Gil quiere ayudar, igual que lo hizo Charlie; quiere desmentir lo que le dije en el aparcamiento.

Paul no dice nada. Puedo ver en su expresión que prefería hacer este viaje a solas con Gil.

Estoy a punto de explicarle a Gil que no puedo acompañarlos, que Paul y él tendrán que ir sin mí, cuando todo se vuelve de repente más complicado. Katie aparece en la puerta.

– ¿Qué sucede? -pregunta.

– Nada -digo-. Volvamos abajo.

– No he podido hablar con Sam -dice, malinterpretando-lo todo-. Tengo que contarle lo de Taft. ¿Te importa que vaya a la sede del Prince?

Gil ve su oportunidad.

– Perfecto. Tom viene con nosotros al Instituto. Podemos encontrarnos en la misa.

Katie está a punto de acceder, pero la expresión de mi rostro nos delata.

– ¿Por qué? -pregunta.

– Es algo importante -dice Gil simplemente. Es una de las pocas veces en el curso de nuestra amistad en que el tono de su voz sugiere que la importancia a que se refiere es más grande que él mismo.

– Vale -dice Katie con recelo, y enseguida me coge una mano entre las suyas-. Te veré en la capilla.

Está a punto de añadir algo más, pero entonces nos llega un golpe fuerte y sordo seguido de una explosión de cristales.

Gil se apresura escaleras abajo; los demás bajamos tras él, y vemos al llegar un inmenso charco de desechos. Un líquido del color de la sangre se esparce en todas direcciones arrastrando pedazos de vidrio. De pie en medio de todo, en un perímetro que el resto de la gente ha evacuado, está Parker Hassett, rojo de ira. Acaba de echar abajo el bar entero: estantes y botellas y todo lo demás.

– ¿Qué diablos pasa aquí? -le pregunta Gil a un estudiante de segundo que observa la escena.

– Parker ha estallado, eso es todo. Alguien lo ha llamado alcohólico y él se ha vuelto loco.

Verónica Terry se ha levantado las faldas desordenadas de su vestido blanco, ahora bordeado de rosa y salpicado de vino.

– Se han pasado la noche provocándolo -grita.

– Por Dios -dice Gil-, ¿cómo habéis dejado que se emborrache así?

Ella lo mira con expresión vacua, esperando simpatía y recibiendo simples muestras de enfado. Los asistentes más próximos se hablan en susurros, reprimiendo sonrisas de satisfacción.

Brooks le dice a uno de los encargados que vuelva a poner en pie la barra y saque botellas de la bodega para volver a llenar los estantes, mientras Donald Morgan, con aspecto de presidente que acaba de tomar posesión, intenta calmar a Parker entre las interrupciones de los folloneros. De la multitud llegan voces contenidas: ¡borracho!, ¡colgado!, y también cosas peores. También risas que bordean el insulto. Parker está frente a mí, en el otro extremo de la habitación; ha sufrido cortes en varias partes por la metralla de las botellas caídas, y allí está, en medio de un charco de bebidas combinadas, quieto como un niño que mezcla los restos de las copas. Cuando por fin se vuelve hacia Donald, está iracundo.

Katie se lleva una mano a la boca al ver lo que sigue. Parker se lanza contra Donald, y los dos caen al suelo, forcejeando al principio, después golpeándose con los puños. He aquí el espectáculo que todos esperaban ver, el merecido de Parker después de un millón de ofensas insignificantes, el momento de justicia por lo que hizo en el tercer piso, la violencia que resulta de dos años de odio creciente. Un empleado llega con una fregona, dando pie al espectáculo de un hombre fregando junto a una pelea. Sobre el suelo de madera las corrientes de vino y licores se cruzan a toda velocidad, rebotando en las paredes, y ni una gota es absorbida, ni por la fregona ni por la alfombra ni por un esmoquin, y mientras tanto los dos hombres siguen luchando, un palpito de brazos y piernas negros, un insecto tratando de enderezarse antes de morir ahogado.

– Vámonos -dice Gil, rodeando la trifulca que a partir de ahora es problema de otra persona.

Paul y yo lo seguimos sin decir palabra, chapoteando al caminar en la estela de bourbon, vino y brandy.

Los caminos que recorremos son hilos negros sobre un gran vestido blanco. El Saab avanza con paso firme, aun cuando Gil lleva el acelerador a fondo y el viento aúlla a nuestro alrededor. En Nassau Street han chocado dos coches, y sus faros se encienden y se apagan, sus conductores se gritan, las sombras tiemblan sobre un par de camiones de remolque aparcados sobre la acera. Un vigilante sale de la cabina de seguridad del norte del campus (que, en el resplandor de las bengalas, ha tomado un tono rosa), y nos hace gestos para indicarnos que la entrada está cerrada, pero Paul ya ha comenzado a guiarnos hacia el oeste, lejos del campus. Gil mete tercera, luego cuarta, pasando calles que son como rayas.

– Muéstrale la carta -dice Gil.

Paul se saca algo del abrigo y me lo pasa al asiento de atrás.

– ¿Qué es?

El sobre está abierto por arriba, pero la esquina superior izquierda lleva el sello del Decano de Estudiantes.

– La he encontrado esta noche en nuestro buzón -dice Gil.


Señor Harris:


El motivo de esta carta es notificarle que mi despacho ha iniciado una investigación por acusaciones de plagio realizadas contra usted por su asesor de tesina, el profesor Vincent Taft. Debido a la naturaleza de las acusaciones, y su efecto sobre su graduación, se ha programado para la próxima semana una reunión especial del Comité Disciplinario, en la cual se considerará su caso y se llegará a una decisión. Por favor, contácteme para programar una reunión preliminar y para confirmar recibo de esta carta. Atentamente,

Marshall Meadows Decano adjunto de Estudiantes


– Sabía muy bien lo que hacía -dice Paul cuando he terminado de leer.

– ¿Quién?

– Vincent. Esta mañana.

– ¿Al amenazarte con la carta?

– Sabía que no tenía pruebas en mi contra. Así que ha comenzado a hablar de tu padre.

Noto el tono de acusación que se inmiscuye en su voz. Todo regresa al momento en que empujé a Taft.

– Has sido tú el que ha salido corriendo -digo entre dientes.

El barro salpica el chasis del coche cuando la suspensión pasa por un bache.

– También he sido yo el que ha llamado a la policía -dice.

– ¿Qué?

– Por eso se han llevado a Vincent -dice-. Les dije que había visto a Vincent cerca de Dickinson cuando mataron a Bill.

– Les has mentido.

Espero que Gil reaccione, pero él tiene la mirada fija en el camino. Mirando la nuca de Paul, tengo la extraña sensación de verme a mí mismo desde atrás, de estar de nuevo en el coche de mi padre.

– ¿Es aquí? -dice Gil.

Las casas que hay frente a nosotros están hechas de listones blancos. En la de Taft, todas las ventanas están apagadas. Justo detrás de las casas está la frontera del bosque del Instituto con su bóveda de ramas cubierta de nieve.

– Sigue en la comisaría -dice Paul, casi para sí mismo-. Las luces están apagadas.

– Dios mío, Paul -digo-. ¿Qué certeza tienes de que el plano esté ahí dentro?

– Aparte de su despacho, es el único lugar donde puede haberlo escondido.

Gil ni siquiera nos escucha. Sacudido por la imagen de la casa de Taft, retira la presión sobre el freno y deja que el coche avance en punto muerto, preparado para echar marcha atrás. Sin embargo, justo cuando su pie comienza a apretar el embrague, Paul abre la puerta y sale de un salto a la acera.

– Maldita sea. -Gil detiene el Saab y se baja-. ¡Paul!

Cuando Gil abre la puerta el viento chilla y amortigua sus palabras. Paul dice algo, señalando la casa, pero no alcanzo a escucharle. Empieza a avanzar hacia la casa entre la nieve.

– Paul… -Me bajo del coche tratando de hablar en susurros.

En la casa vecina se enciende una luz, pero Paul no presta atención. Acelera el paso, llega al porche de la casa de Taft y pone la oreja sobre la puerta, golpeando suavemente.

El viento azota las columnas de la fachada levantando ráfagas de nieve de los aleros. La ventana de la casa vecina vuelve a apagarse. Cuando no recibe respuesta, Paul hace girar el pomo de la puerta, pero está cerrada con llave.

– ¿Qué hacemos? -dice Gil a su lado.

Paul golpea de nuevo, enseguida se saca del bolsillo un llavero y mete una llave en la ranura. Apoyando un hombro en la madera, empuja la puerta y los goznes chirrían.

– No podemos hacer esto -digo al acercarme, mostrando un poco de autoridad.

Pero Paul ya ha entrado y examina la planta baja. Sin decir palabra, ha penetrado hasta el fondo de la casa.

– ¿Vincent? -Su voz tantea la oscuridad-. Vincent, ¿estás aquí?

Las palabras se vuelven distantes. Escucho pies sobre la escalera, y luego nada.

– ¿Adonde ha ido? -dice Gil, acercándose a mí.

Hay un olor extraño aquí, distante pero fuerte. El viento nos da por la espalda, nos sacude las chaquetas y golpea a Gil en la cabeza, levantando con la corriente mechones de su pelo. Me doy la vuelta y cierro la puerta. El móvil de Gil comienza a sonar.


Aprieto el interruptor de la pared, pero la habitación sigue a oscuras. Mis ojos ya comienzan a acostumbrarse. Al frente está el comedor de Taft: muebles barrocos y paredes oscuras y sillas con patas en forma de garra. En el otro extremo está el nacimiento de la escalera.

El móvil de Gil vuelve a sonar. Está detrás de mí, llamando a Paul. El olor se hace más intenso. En la repisa que hay junto a la escalera se agolpan tres objetos: una cartera hecha jirones, un llavero y un par de gafas. De repente, todo encaja.

Me doy la vuelta.

– Contesta el teléfono.

Cuando Gil se mete la mano en el bolsillo, yo ya corro escaleras arriba.

– ¿Katie? -lo oigo decir.

Todo se compone de sombras superpuestas. La escalera parece fracturada, como la oscuridad a través de un prisma. La voz de Gil se hace más fuerte.

– ¿Qué? Dios mío…

Y luego sube a toda prisa, empujándome, gritándome que me apresure, diciéndome lo que ya sé.

– Taft no está en la comisaría. Lo han soltado hace una hora.

Llegamos al descansillo a tiempo para escuchar el grito de Paul.

Gil me empuja hacia arriba, hacia el ruido. Como si viera la sombra de una ola momentos antes del impacto, me percato de que ya es demasiado tarde, ya ha sucedido. Gil me rebasa, moviéndose por un pasillo hacia la derecha; cobro conciencia de mí mismo en breves imágenes, relámpagos que surgen entre los meros instintos. Mis piernas se mueven. El tiempo se detiene poco a poco; el mundo pedalea a poca velocidad.

– Dios mío -gime Paul-. Ayudadme.

Las paredes de la habitación están inundadas de luz de luna. La voz de Paul llega del cuarto de baño. El olor viene de allí: el olor de los fuegos artificiales, de las pistolas de juguete, el olor del desorden. Hay sangre en las paredes. En la bañera hay un cuerpo. Paul está de rodillas, doblado sobre el borde de porcelana.

Taft está muerto.

Gil sale a trompicones de la habitación, pero mis ojos se enredan en la imagen. Taft yace de espaldas en la bañera con la tripa aplastada. Tiene un balazo en el pecho y otro entre los ojos, y un chorro de sangre todavía corre sobre su frente. Cuando Paul alarga un brazo tembloroso, siento el impulso repentino de reír. La sensación llega y luego se va. Me siento adormilado, casi ebrio.

Gil está llamando a la policía.

– Es una emergencia -dice-. En Olden Street. En el Instituto.

En el silencio, su voz resuena con fuerza. Paul farfulla el número de la casa y Gil lo repite al teléfono.

– Dense prisa.

De repente Paul se levanta del suelo.

– Tenemos que salir de aquí.

– ¿Qué?

Poco a poco recupero la noción de la realidad. Le pongo a Paul una mano en el hombro, pero él sale disparado hacia la habitación y comienza a buscar en todas partes: debajo de la cama, entre las puertas del armario de Taft, en estanterías altas escogidas al azar.

– No está aquí -dice. Luego se da la vuelta, como golpeado por otra idea-. El mapa -nos espeta-. ¿Dónde está mi mapa?

Gil me mira como diciendo: ya está, Paul ha se ha vuelto loco.

– En la caja fuerte del Ivy -le dice, cogiéndolo por el brazo-. Donde lo hemos dejado.

Pero Paul se libera y empieza a bajar la escalera, solo. A lo lejos se oye el sonido de las sirenas.

– No podemos irnos -digo en voz alta.

Gil me mira de reojo, pero sigue a Paul. Las sirenas se acercan: están a varias calles de aquí, pero cada vez se hacen más fuertes. Por la ventana veo las colinas del color del metal. En una iglesia, en alguna parte, ha llegado el día de Pascua.

– Le he mentido a la policía acerca de Vincent -dice Paul-. No puedo estar aquí cuando lo encuentren.

Cruzo tras ellos la puerta delantera y llegamos dando tumbos al Saab. Gil enciende el motor, inundándolo de gasolina, y el coche ruge en punto muerto, haciendo tanto ruido que las luces de la casa vecina vuelven a encenderse. Mete primera y acelera de nuevo: los neumáticos se aferran al asfalto y el coche sale disparado. En el momento en que doblamos por un camino adyacente vemos el primer coche patrulla que llega por el extremo opuesto de la calle. Lo vemos detenerse frente a la casa de Taft.

– ¿Adonde vamos? -dice Gil, mirando a Paul por el espejo retrovisor.

– Al Ivy.

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