Creo que fue mi padre quien me dijo que un buen amigo es aquel que se arriesga por ti cuando se lo pides, y un gran amigo el que no espera a que se lo pidas. En la vida de una persona es tan poco frecuente encontrar un gran amigo, que verte rodeado de tres al mismo tiempo es casi antinatural.
Los cuatro nos conocimos una fría noche de otoño, en segundo. Paul y yo habíamos empezado ya a pasar mucho tiempo juntos, y Charlie -que el primer día de clases había irrumpido en la habitación de Paul ofreciéndose para ayudarle a deshacer las maletas-, vivía en una habitación sencilla, al fondo del pasillo. Convencido de que no hay nada peor que estar solo, Charlie se mantenía siempre al acecho de nuevos amigos.
De inmediato, Paul sintió cierto recelo hacia aquel personaje imponente y desenfrenado que cada dos por tres llamaba a la puerta con una nueva aventura en mente. La constitución atlética de Charlie parecía infundirle miedo, como si de niño hubiera sido torturado por un matón de aspecto similar. Por mi parte, me sorprendió ver que Charlie no se cansaba de nosotros y de nuestro carácter reposado. Pasé la mayor parte de ese primer semestre convencido de que Charlie nos abandonaría por compañeros más parecidos a él. Le había puesto la etiqueta de niño deportista de familia rica, una de esas personas cuya madre es neurocirujana y cuyo padre es ejecutivo, que pasa por el instituto sin mayores problemas y llega a Princeton con la sola intención de divertirse y graduarse con unas calificaciones medias.
Ahora, todo eso me hace gracia. La verdad era que Charlie había crecido en el corazón de Filadelfia, recorriendo los barrios más peligrosos de la ciudad en ambulancia con un grupo de voluntarios. Era un chico de clase media de una escuela pública; su padre era representante regional de ventas de una empresa química de la Costa Este, y su madre enseñaba ciencias en séptimo grado. Cuando cursó la petición de acceso a la universidad, sus padres le explicaron claramente que cualquier matrícula que sobrepasara los costes de una universidad estatal correría por su cuenta. El día en que Charlie llegó al campus, había pedido tantos préstamos estudiantiles que debía más dinero del que deberíamos el resto el día de nuestra graduación. Paul, de origen más humilde, había recibido una beca que cubría sus muchas necesidades.
Tal vez por eso -con la excepción de Paul durante el mes de insomnio que precedió a la fecha de entrega de su tesina- ninguno de nosotros trabajaba tanto y dormía tan poco como Charlie. Esperaba que el dinero le permitiera llegar a la cumbre, y para justificar sus sacrificios, se sacrificaba todavía más. No era tarea fácil mantener cierto sentido de la identidad en una universidad en la que sólo uno de cada quince estudiantes es negro y sólo la mitad de ellos son hombres. Pero la identidad de Charlie, en cualquier caso, distaba mucho de ser convencional. Tenía una personalidad arrolladora y una extraordinaria ambición, y desde el principio me pareció que nosotros vivíamos en su mundo, no él en el nuestro.
Por supuesto que nada de esto lo sabíamos aquella noche de octubre, sólo seis semanas después de conocerlo, cuando se presentó en la puerta de Paul con el plan más arriesgado hasta la fecha. Desde la Guerra de Secesión, más o menos, los estudiantes de Princeton habían adquirido la costumbre de robar el badajo de la campana de Nassau Hall, el edificio más antiguo del campus. La idea original era que si la campana no podía anunciar el comienzo del nuevo año académico, el nuevo año académico no podría comenzar. Ignoro si alguien ha llegado a creerlo, pero sí sé que el robo del badajo se volvió una tradición y que los estudiantes lo intentaban todo para llevarlo a cabo, desde abrir candados hasta escalar paredes. Después de más de cien años, la administración estaba tan harta del asunto, y tan preocupada por la posibilidad de una demanda, que finalmente anunció que el badajo había sido retirado. Pero Charlie tenía información que indicaba lo contrario. La noticia era una patraña, dijo; el badajo estaba intacto. Y esa noche, con nuestra ayuda, él lo robaría.
No es necesario explicar que entrar subrepticiamente en un monumento histórico con llaves robadas, para luego huir de los vigilantes corriendo con mi pierna mala, y todo eso por un badajo sin valor y un cuarto de hora de fama universitaria, no me parecía la mejor idea del mundo. Pero cuanto más exponía Charlie su caso, más fácil era entender sus razones: si los de tercero y cuarto tienen sus trabajos de investigación y sus tesinas, y los de segundo escogen sus itinerarios académicos y sus clubes, lo único que les queda a los de primero es correr riesgos o que los cojan en el intento. Los decanos de la universidad nunca iban a ser tan indulgentes como en ese momento, sostenía Charlie. Y cuando insistió en que eran necesarias tres personas, ni una menos, decidimos que la única manera justa de resolver las cosas era votar. En lo que resultó ser una reconfortante prueba de democracia, los dos derrotamos a Paul por una leve diferencia, y Paul, a quien nunca le ha gustado dar demasiado la lata, se dio por vencido. Aceptamos vigilar mientras Charlie entraba y, tras planear el ataque, reunimos tanta ropa negra como pudimos y a medianoche partimos hacia Nassau Hall.
Ahora bien, antes he dicho que el nuevo Tom -el que sobrevivió al terrible accidente y vivió para seguir luchando- estaba hecho de un material más valiente y aventurero que el viejo Tom, aquel hombrecillo tímido y modesto. Pero aclaremos algo. Viejo o nuevo, lo único cierto es que no soy ningún héroe. Durante la hora siguiente a nuestra llegada a Nassau Hall, permanecí en mi puesto empapado en sudor; cada sombra me asustaba, cada ruido me estremecía. Y luego, poco después de la una de la noche, sucedió. Cuando los primeros clubes comenzaban a cerrar sus bares, se produjo una migración de estudiantes y agentes de seguridad hacia el campus. Charlie había prometido que en ese momento ya estaríamos lejos de Nassau Hall, pero no se le veía por ningún lado.
Me giré hacia Paul y le dije:
– ¿Por qué tarda tanto?
Pero no hubo respuesta.
Di un paso hacia la oscuridad y volví a llamarlo, escudriñando entre las sombras.
– ¿Qué está haciendo allá arriba?
Pero cuando me asomé, no había ni rastro de Paul. La puerta principal del edificio estaba entreabierta.
Corrí hacia la entrada. Al asomarme alcancé a distinguir a Paul y a Charlie, hablando al fondo del lugar.
– No está -decía Charlie.
– ¡De prisa! -dije-. Se acercan.
De repente surgió una voz de la oscuridad.
– ¡Policía del campus! ¡Quietos!
Me di la vuelta, aterrorizado. La voz de Charlie se hundió en el silencio. Me pareció que Paul soltaba un taco, pero debí escuchar mal.
– Las manos en la cintura -dijo la voz.
La mente se me nubló. Vi periodos de prueba; advertencias de los decanos; expulsiones.
– Las manos en la cintura -repitió la voz, esta vez más fuerte.
Obedecí.
Durante un instante, todo quedó en silencio. Intenté distinguir al vigilante en la oscuridad, pero no pude ver nada.
Lo siguiente que oí fue una carcajada.
– Ahora muévelo. Baila.
La figura que salió de las sombras era un estudiante. Volvió a reír y se acercó haciendo un alegre paso de rumba. Era más alto que yo pero menos que Charlie, y el pelo moreno le caía sobre la cara. Llevaba un blazer negro sobre una camisa blanca y almidonada con demasiados botones desabrochados.
Charlie y Paul salieron del edificio, moviéndose con cautela y con las manos vacías.
El joven se les acercó sonriendo.
– Entonces ¿es cierto? -dijo.
– ¿Qué? -gruñó Charlie, dedicándome una mirada fulminante.
– El badajo. ¿Lo han quitado de verdad?
Charlie no dijo nada, pero Paul, aún bajo la influencia de la aventura, asintió. Nuestro nuevo amigo reflexionó un segundo.
– Pero ¿habéis subido?
Empecé a ver adonde nos estaba llevando todo aquello.
– Pues no os podéis marchar así como así -dijo.
En sus ojos había una expresión traviesa. A Charlie le gustaba más a cada segundo. Un instante más tarde me encontré de vuelta en mi puesto de observación, vigilando la puerta este, mientras los tres desaparecían en el interior del edificio.
Cuando regresaron, quince minutos más tarde, no llevaban pantalones.
– Pero ¿qué hacéis? -dije.
Se me acercaron cogidos del brazo y bailando en calzoncillos. Al mirar hacia arriba, hacia la cúpula, distinguí seis perneras aleteando en la veleta.
Dije tartamudeando que ya era hora de regresar, pero ellos se miraron entre sí y me abuchearon. El desconocido insistió en que fuéramos a celebrarlo a algún club. Vayamos a hacer un brindis en el Ivy, dijo, consciente de que a esa hora, en Prospect Avenue, los pantalones no eran imprescindibles. Y Charlie estuvo de acuerdo.
Mientras caminábamos hacia el este, rumbo al Ivy, nuestro nuevo amigo nos iba contando las bromas de su época de instituto: teñir la piscina de rojo el día de San Valentín; soltar cucarachas en medio de la clase de Literatura, cuando los alumnos leen a Kafka; escandalizar al departamento de Arte Dramático inflando un gigantesco pene y poniéndolo en el techo del teatro la noche del estreno de Titus Andronicus. Era para quitarse el sombrero. También él, según descubrimos después, era estudiante de primero. Graduado en Exeter, dijo, con el nombre de Preston Gilmore Rankin.
– Pero -añadió, y lo recuerdo hasta el día de hoy- llamadme Gil.
Gil era distinto de nosotros, por supuesto. Al recordarlo pienso que Gil llegó a Princeton tan acostumbrado a la abundancia de Exeter que los lujos y distinciones de los que se rodeaba se habían vuelto invisibles para él. A sus ojos, la personalidad era la única vara con la que se podía medir a la gente, y tal vez fue por eso que, durante el primer semestre, Gil se sintió inmediatamente atraído por Charlie y, a través de Charlie, por nosotros. Su encanto parecía limar las diferencias y yo no podía evitar sentir que estar con Gil era estar donde estaba la acción.
En las comidas y en las fiestas siempre reservaba un lugar para nosotros, y, aunque Paul y Charlie decidieron rápidamente que su idea de vida social no era la misma que la suya, yo me di cuenta de que disfrutaba más la compañía de Gil cuando estábamos sentados alrededor de una mesa o en la barra del Ivy Club, ya fuera solos o con amigos. Si Paul se sentía como en casa en una clase o con un libro, y Charlie dentro de una ambulancia, Gil estaba más a gusto dondequiera que pudiera encontrar una buena conversación, y al diablo con el resto del mundo. Muchas de las mejores noches que recuerdo en Princeton las pasé con él.
Al final de la primavera del segundo curso llegó el momento en que debíamos escoger y ser escogidos por nuestro club. La mayoría de los clubes hacían la selección por sorteo: los candidatos ponían sus nombres en una lista abierta, y la nueva sección del club se escogía al azar. Pero unos pocos mantenían el sistema antiguo, conocido como bicker. Este sistema se parece a los procesos de selección de las fraternidades; estos clubes escogen a sus miembros por sus méritos, no al azar. Y, como sucede en las fraternidades, su idea de qué es un mérito no suele ser la que uno encontraría en un diccionario. Charlie y yo pusimos nuestros nombres en el sorteo del Cloister Inn, donde se reunían nuestros amigos. Gil, por supuesto, decidió participar en el proceso de selección. Y Paul, bajo la influencia de Richard Curry antiguo miembro del Ivy, dejó la prudencia a un lado e hizo lo mismo.
Gil tuvo un pie dentro del Ivy desde el principio. Cumplía con todos los criterios de admisión imaginables, desde ser hijo de un antiguo miembro del club hasta ser un conocido miembro de los mejores círculos del campus. Era bien parecido, pero de un modo natural: siempre elegante pero nunca ostentoso; gallardo pero caballeroso; inteligente, pero no demasiado libresco. El hecho de que su padre fuera un acaudalado corredor de bolsa que le pasaba a su hijo una paga escandalosa no sería, desde luego, un obstáculo. Su admisión en el Ivy aquella primavera no nos sorprendió más que su elección como presidente un año después.
La admisión de Paul fue resultado de una lógica distinta, me parece. Le ayudó el que Gil y, desde más lejos Richard Curry, estuvieran de su lado y le defendieran ante personas a las que Paul nunca se acercaría. Pero su éxito no se debió sólo a estos contactos. Para entonces, Paul era considerado uno de los lumbreras de nuestra clase. A diferencia de los ratones de biblioteca que no osaban salir de Firestone, a Paul lo impulsaba una curiosidad que lo hacía agradable y buen conversador. A los burgueses del Ivy parecía encantarles el chico de segundo que no tenía talento alguno para enfrentarse a las bromas pesadas del proceso de selección, pero que en cambio se refería a escritores ya fallecidos por sus nombres de pila y parecía conocerlos íntimamente. Ni siquiera le sorprendió que lo escogieran. Cuando regresó, aquella noche de primavera, bañado en el champán de la celebración, pensé que había encontrado un nuevo hogar.
De hecho, Charlie y yo pasamos un cierto tiempo preocupados por la posibilidad de que el magnetismo de ese club nos alejara de nuestros dos amigos. Y no ayudaba el hecho de que ya en ese momento Richard Curry se hubiera convertido en una poderosa influencia en la vida de Paul. Se habían conocido a principios de primero, cuando accedí a cenar con Curry en el transcurso de un infrecuente viaje a Nueva York. La forma en que se interesaba por mí tras la muerte de mi padre siempre me había parecido extraña y egoísta -nunca supe saber cuál de nosotros era el sustituto, el padre sin hijos o el hijo sin padre-, de manera que le pedí a Paul que nos acompañara a cenar con la intención de utilizarlo como parachoques. Funcionó mejor de lo esperado. La conexión fue instantánea: la idea que Curry siempre pareció tener de mi potencial -idea que compartía con mi padre, según decía-, quedó inmediatamente encarnada en Paul. El interés de Paul en la Hypnerotomachia revivió en Curry los recuerdos de los días de gloria en que había trabajado en el libro con mi padre y Vincent Taft, y sólo un semestre más tarde se ofreció a enviar a Paul a Italia para que pasara el verano investigando. En aquel momento, la intensidad del apoyo que le prestaba a Paul había comenzado a preocuparme.
Charlie y yo temíamos perder a nuestros dos amigos, pero no tardamos en tranquilizarnos. Al final de tercero, Gil sugirió que los cuatro viviéramos juntos el curso siguiente, lo cual significaba que estaba dispuesto a renunciar al Salón Presidencial del Ivy para tenernos como compañeros de habitación en el campus. Paul estuvo de acuerdo de inmediato. Y así, tras el mediocre resultado del sorteo de residencias, nos encontramos en una de las habitaciones cuádruples del extremo norte de Dod. Charlie alegó que vivir en una cuarta planta nos obligaría a hacer más ejercicio, pero la conveniencia y la sensatez prevalecieron, y la suite de la planta baja, bien amueblada gracias a Gil, fue nuestro hogar para lo que sería el último año en Princeton.
Ahora que Gil, Paul y yo nos acercamos al patio que hay entre la capilla de la universidad y la sala de conferencias, una extraña imagen nos da la bienvenida. Más de una docena de carpas se levantan sobre la nieve y debajo de cada una de ellas hay una larga mesa de comida. Comprendo inmediatamente lo que esto significa; es sólo que no lo puedo creer. Los organizadores de la conferencia se proponen servir el refrigerio al aire libre.
Como en una comida campestre antes del huracán, las mesas están totalmente desiertas. Bajo las carpas, la tierra dispareja está cubierta de barro y matas de hierba. La nieve se mete por los bordes y el intenso viento sacude los manteles blancos anclados gracias a los grandes dispensadores de lo que pronto será chocolate caliente o café, y bandejas cubiertas de galletas y petit-fours envueltos en capullos de plástico. En el silencioso patio, la imagen resulta peculiar, como una ciudad extinguida de repente por una catástrofe, como una Pompeya de cartón piedra.
– ¿Están de broma? -dice Gil mientras aparcamos. Salimos del coche y se dirige a la sala de conferencias, deteniéndose para revisar los postes que sostienen la carpa más cercana. Toda la estructura se sacude-. Esperad a que Charlie vea esto.
Como si lo hubieran llamado, Charlie aparece en la puerta de la sala de conferencias. Por alguna razón está preparándose para irse.
– Hola, Chuck -le digo al acercarnos, señalando el patio-. ¿Qué te parece todo esto?
Pero Charlie tiene otras cosas en mente.
– ¿Cómo querías que entrara al auditorio? -Le dice bruscamente a Gil-. Tú y tus idiotas han puesto a no sé qué chica en la entrada, y se niega a dejarme pasar.
Gil abre la puerta para que entremos los demás. Sabe que Charlie, con ese «idiotas», se refiere a los miembros de Ivy. En su calidad de copresidentes del grupo cristiano más importantes del campus, tres miembros del club son las encargadas de coordinar las ceremonias de Semana Santa.
– Cálmate -dice Gil-. Han pensado que los de Cottage tratarían de preparar alguna broma. Sólo intentan cortar el problema de raíz.
Charlie se coge de forma bastante expresiva.
– ¿Sí? Pues he estado a punto de enseñarles la raíz de este problema.
– Muy bonito -digo, dirigiéndome, con los zapatos ya empapados, a la calidez de la sala de conferencias-. ¿Podemos entrar?
En el descansillo, una estudiante con el pelo rubio teñido y bronceado de esquiadora está sentada detrás de una mesa larga, y ya ha comenzado a llevarse las manos a la cabeza. Pero todo cambia cuando Gil sube la escalera, detrás de nosotros.
La estudiante mira tímidamente a Charlie.
– No sabía que estuvieras con Gil… -empieza.
Del interior nos llega la voz de la profesora Henderson, del departamento de Literatura Comparada, que presenta a Taft a la audiencia.
– Olvídalo -dice Charlie, pasando frente a la mesa y dirigiéndose a la entrada. Los demás lo seguimos.
El auditorio está completamente lleno. A lo largo de las paredes y junto a la entrada, en la parte posterior del salón, los que no pudieron encontrar lugar permanecen de pie. Veo a Katie en una de las últimas filas junto a otras dos alumnas del Ivy, pero antes de que pueda llamarle la atención Gil me empuja hacia delante, buscando un lugar donde quepamos los cuatro. Se lleva un dedo a los labios y señala el escenario. Taft camina hacia el podio.
La conferencia del Viernes Santo es una tradición muy arraigada en Princeton, la primera de las tres celebraciones de Pascua que se han convertido en acontecimientos ineludibles en la vida social de muchos estudiantes, sean cristianos o no. Dice la leyenda que estas celebraciones fueron inauguradas en la primavera de 1758 por Jonathan Edwards, el fogoso clérigo de Nueva Inglaterra que en sus ratos libres hacía de tercer presidente de Princeton. La noche del Viernes Santo, Edwards pronunciaba un sermón frente a los estudiantes, seguido de una cena religiosa la noche del sábado y una misa a medianoche, justo al empezar el Domingo de Pascua. De alguna manera, estos rituales han pervivido hasta el día de hoy, gracias a esa inmunidad al tiempo y a la fortuna que la universidad, como un viejo pozo de brea, confiere a cualquier cosa que involuntariamente caiga en ella y muera.
Una de esas cosas fue el mismo Jonathan Edwards. Poco después de su llegada a Princeton, Edwards recibió una potente inoculación contra la viruela, y el resultado fue que en cuestión de tres meses el viejo había muerto. A pesar del hecho de que probablemente Edwards era un hombre demasiado débil para inventar las ceremonias que se le han atribuido, las autoridades de la universidad recrean las tres, año tras año, en lo que eufemísticamente ha dado en llamarse «un contexto moderno».
Sospecho que Jonathan Edwards nunca tuvo muy alta opinión de los eufemismos ni de los contextos modernos. Considerando que su más famosa metáfora de la vida humana incluía una araña balanceándose sobre el infierno, colgada allí por un Dios iracundo, cada primavera el viejo debe revolverse en la tumba. El sermón del Viernes Santo ya no es más que una conferencia pronunciada por un miembro de la Facultad de Humanidades en la que lo único que se menciona menos veces que Dios es el infierno. La cena religiosa, que era austera y calvinista en su concepción original, es ahora un banquete en el más bello de los comedores estudiantiles. Y la misa de medianoche, que en otra época seguramente hacía temblar las paredes, es ahora una celebración aconfesional de la fe, en la cual ni siquiera ateos y agnósticos se sienten fuera de lugar. Tal vez por eso, a las festividades de Pascua asisten estudiantes de todas las extracciones posibles, y todos parten después alegremente, con sus expectativas confirmadas y sus sensibilidades respetadas.
Taft está en el podio, gordo y desaliñado como siempre. Al verlo pienso en Procusto, el mitológico bandolero que torturaba a sus víctimas estirándolas sobre una cama si eran demasiado bajitas o cortándolas si eran demasiado altas. Cada vez que lo veo pienso en lo contrahecho que es, en que su cabeza es demasiado grande y su tripa demasiado redonda, en que la grasa le cuelga de los brazos como si le hubieran arrancado la carne de los huesos. Aun así, el papel que Taft asume sobre el escenario tiene cierta cualidad operística. Vestido con su camisa blanca y arrugada y su raído abrigo de tweed, Taft es más imponente de lo que su aspecto haría pensar, un cerebro que presiona desde dentro y amenaza con reventar las costuras. La profesora Henderson se acerca a él, tratando de ajustar el micrófono sobre su solapa, y Taft se queda quieto, como un cocodrilo cuando un pájaro le limpia los dientes. Éste es el gigante que le sirve las lentejas a Paul. Al recordar la historia de Epp Lang y el perro, el estómago se me revuelve de nuevo.
Cuando encontramos un espacio en la parte posterior del auditorio, Taft ha empezado a hablar, y de inmediato se desmarca de las habituales bobadas de Viernes Santo. Ha traído una presentación de diapositivas, y sobre la blanca y ancha pantalla de proyección aparece una serie de imágenes, cada una más terrible que la anterior. Santos torturados. Mártires asesinados. Taft está diciendo que es más fácil dar la fe que la vida, pero más difícil de quitar. Ha traído ejemplos para probar lo que dice.
– San Denis -dice su voz, latiendo a través de los altavoces colocados encima del escenario-, fue sometido al martirio de la decapitación. Según la leyenda, su cuerpo se levantó y se llevó consigo su propia cabeza.
Sobre el atril aparece la pintura de un hombre ciego con la cabeza sobre un tajo. El verdugo blande un hacha enorme.
– San Quintín -continúa, avanzando a la imagen siguiente-. Pintado por Jacob Jordaens, 1650. Fue llevado al potro de tortura y luego azotado. Rogó a Dios que le diera fuerza, y sobrevivió, pero después fue llevado a juicio por brujería. Volvió al potro, volvió a ser azotado, y le perforaron la piel con cables de hierro de los hombros a los muslos. Le clavaron clavos de hierro en los dedos, en el cráneo, en el cuerpo. Al final, fue decapitado.
Charlie, incapaz de ver adonde puede conducir todo aquello, o simplemente inmune a las imágenes tras los horrores que ha visto con el equipo de ambulancias, se da la vuelta hacia mí.
– ¿Y qué quería Stein? -pregunta.
En la pantalla aparece la imagen oscura de un hombre desnudo (salvo por un taparrabos) a quien obligan a acostarse sobre una superficie de metal. Debajo de él han encendido un fuego.
– San Lorenzo -continúa Taft, tan familiarizado con los detalles que no necesita recurrir a ningún apunte-. Sufrió el martirio en el 258. Fue quemado vivo sobre unas parrillas.
– Ha encontrado un libro que Paul necesita para su tesina -digo.
Charlie señala el atado que Paul lleva en la mano.
– Debe ser importante -dice.
Me quedo esperando una agudeza, un recordatorio de la forma en que Stein interrumpió nuestro juego, pero Charlie ha hablado con respeto. Tanto él como Gil siguen equivocándose cinco de cada diez veces al pronunciar el título de la Hypnerotomachia, pero Charlie, al menos, sabe lo duro que Paul ha trabajado, cuánto significa esta investigación para él.
Taft aprieta de nuevo un botón detrás del atril y aparece una imagen aun más extraña. Un hombre yace sobre un tablón de madera con un hoyo en el costado de su abdomen. Dos hombres, uno a cada lado del cuerpo, van sacando del hoyo una cuerda y la enrollan sobre un asador.
– San Erasmo -dice Taft-. También conocido como Elmo. Fue torturado por el emperador Diocleciano. Aunque lo azotaron con látigos y palos, sobrevivió. Aunque lo cubrieron de alquitrán y le prendieron fuego, sobrevivió. Después de ser encarcelado, escapó. Fue capturado de nuevo y le obligaron a sentarse en una silla de hierro candente. Finalmente lo mataron abriéndole el estómago y enrollando sus intestinos en un cabestrante.
Gil se gira hacia mí.
– Esto es toda una novedad.
Una cara de la última fila se gira para pedirnos que nos callemos, pero al ver a Charlie parece pensárselo dos veces.
– Los vigilantes ni siquiera quisieron escuchar lo del mosquitero -le dice Charlie a Gil en susurros, aún buscando conversación.
Gil vuelve a fijarse en el escenario. No está dispuesto a volver al tema.
– San Pedro -continúa Taft-, por Miguel Ángel, alrededor de 1550. Pedro sufrió el martirio en la época de Nerón; fue crucificado cabeza abajo a petición propia. Era demasiado humilde para ser crucificado como Cristo.
Sobre el escenario, la profesora Henderson parece incómoda, y se toquetea nerviosamente un lunar de la manga. Sin ningún hilo argumental que conecte una diapositiva con la siguiente, la presentación de Taft comienza a parecer menos una conferencia que el espectáculo voyeurista de un sádico. El acostumbrado murmullo que suele haber en el auditorio de los Viernes Santos se ha transformado en un silencio excitado.
– Oye -dice Gil, llamando a Paul con un golpecito en la manga-, ¿Taft siempre habla de esto?
Paul asiente.
– Es un poco raro, ¿no? -susurra Charlie.
Los dos, que han pasado mucho tiempo alejados de la vida académica de Paul, se dan cuenta de ello por primera vez.
Paul asiente de nuevo, pero no dice nada.
– Y así llegamos -dice Taft- al Renacimiento. Hogar del hombre que adoptó el lenguaje de la violencia que he tratado de transmitiros. Lo que quiero compartir con vosotros esta noche no es una historia que ese hombre creara con su muerte, sino una parte de la misteriosa historia que creó mientras vivió. El hombre era un aristócrata de Roma llamado Francesco Colonna. Escribió uno de los libros más extraños jamás impresos: la Hypnerotomachia Poliphili.
Los ojos de Paul -las pupilas dilatadas en la oscuridad- están fijos en Taft.
– ¿De Roma? -susurro.
Paul me mira, incrédulo. Antes de que pueda contestarme, sin embargo, hay un escándalo detrás de nosotros, en la entrada del auditorio. Una discusión repentina y violenta ha estallado entre la chica de la puerta y un hombre corpulento que todavía está en la sombra. Sus voces inundan la sala de conferencias.
Para mi sorpresa, cuando el hombre se asoma a la luz, lo reconozco de inmediato.