Capítulo 1

El tiempo es una cosa extraña. Pesa más sobre quienes menos lo tienen. Nada es más leve que ser joven y llevar el mundo a las espaldas; la sensación de lo posible es tan seductora que tienes la certeza de que podrías dedicarte a algo más importante que estudiar para un examen.

Ahora puedo verme en la noche en que todo empezó. Estoy en la residencia de estudiantes, acostado en el viejo sofá rojo de nuestra habitación, luchando con Pavlov y sus perros en mi libro de Introducción a la Psicología y preguntándome por qué no habré hecho las asignaturas de ciencias durante el primer año, como todo el mundo. Frente a mí, sobre la mesa, hay dos cartas; cada una ellas contiene una idea de lo que podré hacer el año que viene. Ha caído la noche del Viernes Santo; abril es frío en Princeton, Nueva Jersey, y ahora, a tan solo un mes de terminar la universidad, nada me distingue de los demás estudiantes de la promoción de 1999: me cuesta dejar de pensar en el futuro.

Charlie está sentado en el suelo, junto a la nevera, jugando con el Shakespeare Magnético que alguien dejó en nuestra habitación la semana pasada. La novela de Fitzgerald que debería estar leyendo para su trabajo final de Literatura 151w está en el suelo, abierta de par en par, con el lomo quebrado como una mariposa pisoteada, y Charlie está formando y volviendo a formar frases con los imanes que llevan las palabras de Shakespeare. Si se le pregunta por qué no está leyendo a Fitzgerald, gruñirá y responderá que no tiene sentido hacerlo. Para él, la literatura no es más que un juego de trileros para hombres cultos, un truco de cartas para universitarios: las apariencias siempre engañan. Para una mente científica como la de Charlie, no hay perversidad mayor. En otoño, Charlie empezará los estudios de Medicina y, sin embargo, los demás seguimos obligados a oírlo hablar del Aprobado que sacó en marzo pasado en el parcial de Literatura.

Gil nos echa una mirada y sonríe. Ha estado fingiendo que estudia para un examen de Economía, pero están dando Desayuno con diamantes y Gil es aficionado a las películas viejas, especialmente a las de Audrey Hepburn. El consejo que le dio a Charlie fue muy simple: si no quieres leer el libro, alquila la película. Nadie se enterará. Acaso tenga razón, pero para Charlie hay algo deshonesto en ello, y de todas formas hacerlo le impediría quejarse de la gran estafa que es la literatura; de manera que en vez de Daisy Buchanan estamos viendo, una vez más, a Holly Golightly.

Me inclino y reorganizo algunas de las palabras de Charlie hasta formar, en la parte superior de la nevera, la frase suspender o no suspender: ésa es la cuestión. Charlie levanta la cara para lanzarme una mirada de desaprobación. Sentado en el suelo, Charlie es casi tan alto como yo en el sofá. Cuando se pone a mi lado, parece un Otelo atiborrado de esteroides: un negro de noventa y cinco kilos que roza el techo con sus dos metros de estatura. Yo, en cambio, mido un metro setenta con zapatos. A Charlie le gusta llamarnos Gigante Rojo y Enano Blanco, porque una gigante roja es una estrella desproporcionadamente grande y brillante, mientras que una enana blanca es una pequeña y apagada. Tengo que recordarle que Napoleón medía menos de uno sesenta, aunque es cierto, como dice Paul, que al convertir los pies franceses al sistema inglés resulta que el Emperador era un poco más alto.

Paul es el único de nosotros que no está presente en la habitación. Desapareció esta mañana y nadie lo ha visto desde entonces. Durante el último mes, nuestra relación se ha enfriado un poco y con la presión académica que ha recibido últimamente ha preferido irse a estudiar al Ivy, el club restaurante del cual son miembros Gil y él. Ahora mismo Paul está enfrascado en su tesina de fin de carrera, que todos los alumnos de Princeton deben escribir para poder graduarse. Charlie, Gil y yo estaríamos haciendo lo mismo si no fuera porque la fecha de entrega impuesta por nuestros departamentos ya ha pasado.

Charlie identificó una nueva interacción proteínica en ciertas vías de señales neuronales; Gil investigó algo relacionado con las ramificaciones del impuesto sobre la renta. Yo entregué mi trabajo a última hora, entre solicitudes y entrevistas, y estoy seguro de que el mundo de los estudios sobre Frankenstein no ha cambiado en lo más mínimo desde entonces.

La tesina de fin de carrera es una institución que casi todo el mundo desprecia. Los ex alumnos hablan de ella con nostalgia, como si no pudieran recordar nada más placentero que escribir un trabajo de cien páginas mientras asisten a clases y deciden su futuro profesional. Pero lo cierto es que es una tarea miserable en la que te tienes que dejar la piel. Es una introducción a la vida adulta, según nos dijo una vez un profesor de Sociología, con esa forma molesta que tienen los profesores de dar lecciones una vez ha terminado la lección: un peso tan grande que no hay manera de quitárselo de encima. «Cuestión de responsabilidad -dijo-. Pruébenlo, a ver qué les parece.» Poco importaba que lo único que él estuviera probando, para ver qué le parecía, fuera una hermosa estudiante llamada Kim Silverman cuya tesina dirigía. Era cuestión de responsabilidad. Sí, me parece que estoy de acuerdo con lo que dijo Charlie en aquel momento. Si Kim Silverman es el tipo de cosas que un adulto no puede quitarse de encima, cuenten conmigo. Si no es así, correré el riesgo de seguir siendo joven.

Paul será el último de nosotros en terminar la tesina, y no hay duda de que la suya será la mejor del grupo. En realidad, la suya puede ser la mejor tesina de toda la promoción, tanto en el departamento de Historia como en los demás. Ésta es la magia de su inteligencia: nunca he conocido a nadie más paciente que Paul. Y frente a su paciencia los problemas simplemente se dan por vencidos. «Contar cien millones de estrellas -me dijo una vez-, a un ritmo de una por segundo, parece una labor que nadie podría realizar en el transcurso de una vida.» En realidad, llevaría sólo tres años. La clave está en concentrarse, en tener voluntad para no distraerse. Ése es su don: intuye todo lo que una persona puede hacer si lo hace lentamente.

Tal vez por eso todos esperan tanto de su tesina: saben cuántas estrellas podría contar Paul en tres años, pero él ha trabajado en la tesina de final de carrera casi cuatro. Mientras que al estudiante medio se le ocurre un tema de investigación en el primer semestre del último curso y logra terminarlo en primavera, Paul ha estado dándole vueltas a su tema desde primero. Pocos meses después de comenzar el primer curso, decidió concentrarse en un raro texto renacentista titulado Hypnerotomachia Poliphili, un nombre laberíntico que sé pronunciar porque mi padre se dedicó a estudiarlo durante la mayor parte de su carrera como historiador del Renacimiento. Tres años y medio más tarde y a menos de veinticuatro horas de la fecha de entrega, Paul ha recogido material suficiente para poner a salivar al más exigente programa de estudios de postgrado.

El problema es que, en opinión Paul, también yo debería estar celebrando el acontecimiento. Durante unos meses, en invierno, trabajamos juntos en el libro y, como equipo, logramos buenos avances. Sólo entonces comprendí algo que decía mi madre: que los hombres de nuestra familia tenían tendencia a dejarse seducir por ciertos libros tan fácilmente como por ciertas mujeres. Puede que la Hypnerotomachia nunca haya tenido grandes atractivos físicos, pero contaba con todas las artimañas de las mujeres feas: el encanto, lento y adictivo, del misterio interior. Cuando me di cuenta de que había sucumbido a él igual que mi padre, logré poner pies en polvorosa y tiré la toalla antes de que ese asunto llegara a arruinar mi relación con una novia que merecía mejor suerte. Desde entonces, las cosas no han ido bien entre Paul y yo. Bill Stein, otro estudiante, lo ha ayudado con la investigación desde el día en que yo me retiré. Ahora, a medida que se acerca la fecha de entrega, Paul se ha vuelto cada vez más cauteloso. Normalmente se muestra más comunicativo acerca de su trabajo, pero en el curso de la última semana se ha alejado no sólo de mí, sino también de Charlie y de Gil, y se ha negado a decir una sola palabra sobre su investigación.

– ¿Y bien, Tom? -Pregunta Gil-. ¿Por cuál te inclinas?

Charlie levanta la mirada de la nevera.

– Sí -dice-. Nos tienes en ascuas.

Gil y yo soltamos un gruñido. «Estar en ascuas» es una de las expresiones que Charlie falló en su examen parcial. La asoció con Moby Dick en lugar de las Aventuras de Roderick Random, de Tobías Smollett, con el argumento de que le sonaba más como argot marinero que como sinónimo de suspense. Y ahora no hace más que repetirla.

– Por favor, déjalo -dice Gil.

– Dime un solo médico que sepa lo que quiere decir estar en ascuas -dice Charlie.

Antes de que podamos responder, nos llega un crujido de la habitación que comparto con Paul. De repente, allí está él en persona, de pie en el umbral y vestido sólo con calzoncillos y camiseta.

– ¿Sólo uno? -Dice, frotándose los ojos-. Tobias Smollett. Era cirujano.

La mirada de Charlie regresa a los imanes.

– Era de esperar.

Gil suelta una risita, pero no dice nada.

– Creíamos que habías ido al Ivy -dice Charlie cuando el silencio se vuelve incómodo.

Paul niega con la cabeza, y enseguida se dirige a su escritorio para recoger su cuaderno de notas. Tiene el pelo pajizo aplastado sobre la cabeza y marcas de almohada en la cara.

– No hay suficiente privacidad -dice-. He vuelto a trabajar en mi litera y me he quedado dormido.

Lleva dos noches, tal vez más, sin apenas pegar ojo. El director de su tesina, el profesor Vincent Taft, lo ha estado presionando para que aporte más y más documentos cada semana; y a diferencia de otros directores a los que no les importa dejar a los estudiantes a expensas de sus propias esperanzas, Taft ha estado apoyando a Paul desde el principio.

– ¿Finalmente qué, Tom? -Pregunta Gil, rompiendo el silencio-. ¿Qué has decidido?

Levanto la mirada. Gil se refiere a las cartas que tengo frente a mí; las he estado mirando de reojo mientras intentaba leer el libro. La primera es de la Universidad de Chicago, que me ha admitido en un programa de doctorado en Literatura. Llevo los libros en la sangre, al igual que Charlie la Medicina, y un doctorado en Chicago me iría bastante bien. La verdad es que tuve que pelearme por la carta algo más de lo que hubiera querido, en parte porque mis calificaciones en Princeton no han sido sobresalientes, pero sobre todo porque no sé exactamente qué quiero hacer con mi vida y los buenos programas de postrado pueden oler la indecisión como los perros el miedo.

– Tú ve donde esté el dinero -dice Gil sin despegar los ojos de Audrey Hepburn.

Gil es hijo de un banquero de Manhattan. Para él, Princeton nunca ha sido un destino, tan sólo un asiento de ventanilla con buenas vistas, una escala de camino a Wall Street. En este sentido, Gil es una caricatura de sí mismo, pero se las arregla para sonreír cada vez que lo mortificamos con el tema. Sabemos que su sonrisa vale su peso en oro: ni siquiera Charlie, que de seguro hará una pequeña fortuna como médico, podrá nunca soñar con ganar el dinero que ganará Gil.

– No le hagas caso -dice Paul desde el otro extremo de la habitación-. Haz lo que el corazón te diga.

Lo miro. Me sorprende que tenga en mente algo que no sea su tesina.

– Haz lo que el dinero te diga -dice Gil mientras se pone de pie para sacar de la nevera una botella de agua.

– ¿Cuánto te han ofrecido? -pregunta Charlie, ignorando por un instante su juego de imanes.

– Cuarenta y uno -especula Gil, y unas cuantas palabras isabelinas caen de la nevera al cerrarse la puerta-. Con incentivos de cinco. Más opciones.

El semestre de primavera es el momento en que se realizan las ofertas de empleo y el de 1999 resulta ser muy fructífero. Cuarenta y un mil dólares al año es casi el doble de lo que yo esperaba ganar con mi humilde diploma de Literatura pero, comparado con los contratos que he visto firmar a mis compañeros de clase, podría pensarse que apenas me servirá para sobrevivir.

Cojo la carta de Daedalus, una firma de Internet de Austin que dice haber desarrollado el software más avanzado del mundo para racionalizar los trámites administrativos de las empresas. No sé prácticamente nada de esa compañía, no digamos ya de lo que son los trámites administrativos de las empresas, pero un amigo de la residencia me sugirió que me entrevistara con ellos y, dado que habían comenzado a circular rumores acerca de los elevados salarios que esta nueva y desconocida empresa de Texas pagaba a sus empleados, eso fue lo que hice. Muy de acuerdo con las tendencias habituales, a Daedalus no le importó que yo lo ignorara todo acerca de ellos y de su sector. Si era capaz de resolver un par de acertijos en la entrevista, y demostraba ser más o menos amable y saber expresarme con cierta propiedad, el trabajo sería mío. Y así, muy a la manera del César, fui, lo hice y lo obtuve.

– Casi -digo, leyendo la carta-. Cuarenta y tres mil al año. Incentivos de tres mil. Mil quinientos en opciones.

– Y qué más -añade Paul desde el otro lado de la habitación. Él es el único que actúa como si hablar de dinero fuera de peor gusto que tocarlo-. Vanidad de vanidades.

Charlie ha comenzado de nuevo a cambiar los imanes de sitio. Con voz fulminante de barítono, imita al predicador de su iglesia, un hombre negro y diminuto de Georgia que acaba que graduarse en el Seminario de Teología de Princeton.

– Vanidad de vanidades. Todo es vanidad.

– Sé honesto contigo mismo, Tom -dice Paul con impaciencia pero sin llegar nunca a mirarme a los ojos-. Una compañía que cree que alguien como tú merece un sueldo semejante no puede durar mucho. Ni siquiera sabes a qué se dedican.

Regresa a su cuaderno y sigue garabateando. Como la mayoría de los profetas, su destino es ser ignorado.

Gil sigue concentrado en el televisor, pero Charlie levanta la mirada, atento al tono nervioso que ha adquirido la voz de Paul. Se frota una mano contra la barba incipiente y luego dice:

– Bueno, ya basta. Me parece que es hora de desahogarse.

Por primera vez, Gil despega la mirada de la película. Debe de haber oído lo mismo que yo: el vago énfasis en la palabra «desahogo».

– ¿Ahora? -pregunto.

Gil mira el reloj; le gusta la idea.

– Tenemos media hora, más o menos -dice y como señal de apoyo llega incluso a apagar el televisor, dejando que Audrey se desvanezca en el interior del tubo.

Charlie cierra su libro de Fitzgerald de un golpe; empieza a bullir de actividad. El lomo roto se abre en son de protesta, pero Charlie arroja el libro al sofá.

– Estoy trabajando -objeta Paul-. Tengo que terminar esto.

Me lanza una mirada extraña.

– ¿Qué? -pregunto. Pero Paul permanece en silencio. – ¿Qué pasa, chicas? -dice Charlie con impaciencia. -Todavía está nevando -les recuerdo. La primera nevada del año ha llegado aullando esta mañana, justo cuando la primavera parecía haberse acomodado en las ramas de los árboles. Ahora se habla de treinta centímetros de nieve, tal vez más. En el campus, las actividades de Semana Santa, entre las que este año hay una conferencia de Viernes Santo de Vincent Taft, han sufrido alteraciones. El viento se levanta y las temperaturas caen: no se puede decir que sea el clima propicio para lo que Charlie tiene en mente.

– Pero no te tienes que ver con Curry hasta las ocho y media, ¿no? -le pregunta Gil a Paul, tratando de convencerlo-. Para entonces ya habremos terminado. Puedes seguir trabajando esta noche.

Richard Curry, un excéntrico que en otros tiempos fue amigo de mi padre y de Taft, ha sido el mentor de Paul desde el primer año de carrera. Lo ha puesto en contacto con los más destacados historiadores del mundo, y ha financiado buena parte de su investigación sobre la Hypnerotomachia.

Paul sopesa en la mano el cuaderno de notas. Sólo con verlo, sus ojos vuelven a llenarse de fatiga.

Charlie intuye que está a punto de ceder.

– A las ocho menos cuarto ya habremos terminado -dice.

– ¿Cuáles serán los equipos? -pregunta Gil.

Charlie se lo piensa y luego dice:

– Tom va conmigo.

El juego que estamos a punto de jugar es una nueva versión de un clásico: una frenética partida de paintball [1] en un laberinto de conductos de vapor que hay debajo del campus. Allí, hay más ratas que bombillas, la temperatura llega a cuarenta grados en pleno invierno, y el suelo es tan peligroso que incluso la policía del campus tiene prohibido efectuar persecuciones.

La idea se les ocurrió a Charlie y a Gil durante el periodo de exámenes de primero; se inspiraron en un viejo mapa que Gil y Paul habían encontrado en su club, y en un juego que el padre de Gil y sus amigos jugaban en los túneles cuando estaban en el último año de carrera.

La popularidad de la nueva versión creció hasta contar con la participación de casi una docena de miembros del Ivy y la mayoría de los amigos de Charlie del Equipo de Emergencias Médicas. A todos les sorprendió que Paul fuera uno de los mejores jugadores; sólo nosotros cuatro lo entendíamos, porque sabíamos que Paul utilizaba a menudo los túneles para ir y venir solo del Ivy. Pero su interés en el juego fue disminuyendo gradualmente. Le molestaba que nadie comprendiera como él las posibilidades estratégicas del juego, el ballet táctico. Paul no estaba presente en la memorable partida jugada a mediados de invierno en la que un disparo errado perforó un conducto de vapor. La explosión derritió seis metros de revestimientos plásticos de segundad de las líneas de alta tensión, tres a cada lado del impacto y de no ser porque Charlie se los llevó de allí a tiempo, hubiera podido asar vivos a dos estudiantes que iban medio borrachos. Los vigilantes (la policía del campus de Princeton) descubrieron lo ocurrido, y en cuestión de días el decano había impuesto una avalancha de castigos. Tras los disturbios, Charlie reemplazó las pistolas de pintura y los perdigones por algo más rápido pero menos arriesgado: un viejo juego de pistolas de rayos láser que encontró en un mercadillo de objetos usados. Aun así, a medida que se acerca la fecha de la graduación, la administración ha impuesto una política de tolerancia cero en cuanto a infracciones disciplinarias. Si esta noche llegaran a sorprendernos en los túneles, podríamos ser expulsados temporalmente o incluso algo peor.

De la habitación que comparte con Gil, Charlie saca una gigantesca mochila de excursionista, y luego saca otra y me la entrega. Finalmente, se pone la gorra.

– Por Dios, Charlie -dice Gil-. Sólo vamos a jugar media hora. Me llevé menos trastos para todas las vacaciones de primavera.

– Siempre preparados -dice Charlie, echándose la mochila más grande sobre el hombro-. Ése es mi lema.

– El tuyo y el de los boy scouts -farfullo. -El de los Águilas -dice Charlie, porque sabe que yo nunca pasé de novato.

– ¿Están listas las chicas? -interrumpe Gil, de pie junto a la puerta.

Paul respira hondo, como despertándose, y asiente. Recoge el busca en su habitación y se lo cuelga en el cinturón.

Frente a Dod Hall, nuestra residencia, Charlie y yo nos despedimos de Gil y Paul. Entraremos en los túneles por lugares distintos, y no nos veremos hasta que bajo tierra uno de los equipos encuentre al otro.

– No sabía que hubiera boy scouts negros -le digo a Charlie en cuanto nos quedamos solos. Caminamos por el campus. La capa de nieve es más profunda y más fría de lo que me esperaba; me envuelvo en mi anorak de esquí y me pongo los guantes.

– No pasa nada -dice-. Antes de conocerte, yo no sabía que hubiera blancos cobardes.


El trayecto hacia el extremo sur del campus transcurre en medio del aturdimiento. Ahora que la graduación se acerca y me he sacado la tesina de encima, durante varios días el mundo me ha parecido lleno de movimientos superfluos: los estudiantes menos privilegiados asistiendo a seminarios nocturnos, los de último año pasando a limpio sus últimos capítulos en los ordenadores de salas sobrecalentadas y ahora, los copos de nieve que llenan el cielo bailando en círculos antes de posarse en el suelo.

Mientras caminamos, me empieza a doler la pierna. Durante años, la cicatriz que tengo en el muslo ha sabido predecir el mal tiempo seis horas después de que el mal tiempo llegue. Esta cicatriz es recuerdo de un viejo accidente. Poco después de cumplir dieciséis años, sufrí un accidente de tráfico que me obligó a pasar en el hospital casi todo el verano del segundo curso. Los detalles me resultan borrosos, pero la única imagen precisa que guardo de aquella noche es la de mi fémur izquierdo, que se rompió limpiamente y me atravesó la piel. Apenas tuve tiempo de verlo antes de desmayarme por la impresión. También se me rompieron los dos huesos del antebrazo izquierdo y tres costillas del mismo lado. Según los enfermeros, consiguieron detener la hemorragia justo a tiempo para salvarme la vida. Sin embargo, cuando me sacaron de entre los restos del coche, mi padre, que iba al volante, ya había muerto.

El accidente, obviamente, me transformó: después de tres operaciones y dos meses de rehabilitación -y de la aparición de aquellos fantasmales dolores que llegaban seis horas después del cambio de tiempo-, aún tenía tornillos de metal entre los huesos, una cicatriz en la pierna y un extraño vacío en la vida, un vacío que no parecía sino crecer a medida que pasaba el tiempo. Al principio fue la ropa: tuve que usar pantalones y shorts de tallas más pequeñas hasta que recuperé el peso perdido, y luego modelos que taparan el injerto de piel del muslo. Más tarde me percaté de que también mi familia se había transformado, sobre todo mi madre (se había encerrado en sí misma desde el accidente) pero también mis dos hermanas mayores, Sarah y Kristen, que empezaron a pasar cada vez menos tiempo en casa. Por último, fueron mis amigos quienes comenzaron a cambiar -o acaso fui yo quien empezó a cambiarlos-. No sé muy bien si quería amigos que me entendieran mejor, o que me vieran de otro modo, no lo sé, pero los viejos, como la ropa vieja, simplemente dejaron de servirme.

A la gente le gusta decir a las víctimas que el tiempo todo lo cura. «Lo cura», eso dicen, como si el tiempo fuera un médico. Pero después de seis años de pensar en el asunto, he llegado a una conclusión distinta. El tiempo es ese tipo del parque de atracciones que pinta camisetas con un aerógrafo. Rocía una fina niebla de pintura hasta que en el aire no quedan más que partículas solitarias esperando a quedar pegadas en su sitio. El resultado, el dibujo que queda sobre la camiseta no suele ser gran cosa. Sospecho que quien compra esa camiseta, el gran patrocinador del eterno parque temático, quienquiera que sea, se despierta a la mañana siguiente y se pregunta qué diablos vio en ella. En esta analogía, como tuve que explicarle a Charlie la primera vez que se la mencioné, nosotros somos la pintura. El tiempo es lo que nos dispersa.

Tal vez la mejor manera de expresarlo sea la que usó Paul poco después de conocernos. Ya por entonces era un fanático del Renacimiento: tenía dieciocho años y estaba convencido de que la civilización había caído en picado desde la muerte de Miguel Ángel. Había leído todos los libros de mi padre sobre la época. Pocos días después del inicio de las clases, reconoció mi segundo nombre en el libro de fotografías de nuevos estudiantes y se me presentó. Mi segundo nombre es bastante peculiar; durante varias épocas de mi niñez lo llevé como quien arrastra una condena. Mi padre trató de bautizarme con el nombre de su compositor favorito, un italiano del siglo XVII sin el cual, según él, no hubiera existido Haydn y, por lo tanto, tampoco Mozart. Mi madre, por otra parte, se negó a que el certificado de nacimiento saliera impreso como lo quería mi padre, insistiendo hasta el día de mi llegada en que Arcangelo Corelli Sullivan era una carga demasiado pesada -como un monstruo de tres cabezas- para un niño. A ella le gustaba Thomas, el nombre de su padre: lo que le faltaba en imaginación, lo compensaba con sutileza.


Así, cuando empezaron las contracciones del parto, mi madre llevó a cabo una maniobra de dilación del parto -así la llamó-, manteniéndome fuera de este mundo hasta que mi padre aceptara llegar a un acuerdo. En un momento de menos inspiración que desespero, acabé por ser Tom Corelli Sullivan; para bien o para mal, me acostumbré. Mi madre esperaba que pudiese esconder mi segundo nombre entre los otros dos, como si se tratara de ocultar el polvo bajo la alfombra. Pero mi padre, para quien los nombres eran de mucha importancia, siempre dijo que un Corelli sin Arcangelo era como un Stradivarius sin cuerdas. Alegaba que sólo había cedido a las exigencias de mi madre porque los riesgos eran más elevados de lo que ella reveló. Su maniobra de dilación, solía decir con una sonrisa, no ocurrió en la cama del parto, sino en el tálamo nupcial. Mi padre era de esas personas para las cuales haber realizado un pacto en momentos de pasión es la única excusa para un error de juicio.

Todo esto se lo conté a Paul pocas semanas después de conocerlo.

– Tienes razón -me dijo, cuando le expliqué mi pequeña metáfora del aerógrafo-. El tiempo no es ningún Da Vinci. -Se quedó pensando, y luego sonrió con esa delicadeza tan suya-. Ni siquiera un Rembrandt. No es más que un mal Jackson Pollock.

Desde el principio me pareció que me entendía.

Los tres me entendían: Paul, Charlie y Gil.

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