Capítulo 13

Cuando Gil y yo regresamos a la habitación entumecidos por la larga caminata desde el aparcamiento, todos los pasillos de Dod están desiertos. Un silencio etéreo domina el edificio. Entre las Olimpiadas al Desnudo y las festividades de Pascua, todas las almas han recibido su merecido.

Enciendo el televisor, buscando noticias de lo que acaba de ocurrir. Las cadenas locales dan cuenta de las Olimpiadas al Desnudo en el telediario de la noche. Ha habido tiempo de editar las secuencias, y los corredores de Holder flotan de un lado al otro de la pantalla en un borrón de blancos, encendiéndose y apagándose bajo el cristal como luciérnagas atrapadas en una jarra.

Finalmente, la presentadora regresa a la pantalla.

– Tenemos información de última hora sobre nuestra noticia principal.

Gil emerge de su habitación para escuchar.

– A primera hora de la noche les informamos de un incidente que podía estar relacionado. El hecho ha ocurrido en la universidad de Princeton. En estos instantes, el accidente de Dickinson Hall, que algunos testigos describen como una simple broma de fraternidad que ha salido mal, ha tomado un giro trágico. Las autoridades del Centro Médico de Princeton confirman que el hombre, que según los informes era un estudiante universitario, ha muerto. En una declaración preparada al efecto, el jefe de la Policía del Distrito, Daniel Stout, ha repetido que los investigadores continuarían examinando la posibilidad de que, cito, «factores no accidentales hubiesen intervenido». Entretanto, los administradores de la universidad piden a los estudiantes que permanezcan en sus habitaciones, o que vayan en grupos si necesitan salir esta noche.

En el estudio, la presentadora se dirige a su compañero.

– Se trata, claramente, de una situación difícil, dado lo que hemos visto antes en Holder Hall. -Hablando de nuevo hacia la cámara, añade-: Más tarde volveremos a esta noticia.

– ¿Ha muerto? -repite Gil, incapaz de creérselo-. Pero pensaba que Charlie… -Y deja que la idea se desvanezca.

– Un estudiante -digo.

Gil me mira después de un largo silencio.

– No pienses esas cosas, Tom. Charlie habría llamado.

En la pared está la foto enmarcada que le he comprado a Katie, inclinada en un ángulo incómodo. Llamo al despacho de Taft justo cuando Gil regresa de su habitación trayéndome una botella de vino.

– ¿Qué es esto? -pregunto.

El teléfono del Instituto suena una y otra vez. Nada.

Gil se dirige al bar improvisado que mantiene en una esquina de la habitación y coge dos copas y un sacacorchos.

– Necesito relajarme.

Aún no hay respuesta en el despacho de Taft, de manera que cuelgo el teléfono, a regañadientes. Estoy a punto de decirle a Gil lo mal que me siento cuando me doy cuenta, al mirarlo, de que su aspecto es aún peor.

– ¿Qué ocurre? -pregunto.

Llena los vasos hasta arriba. Coge uno, lo levanta hacia mí y bebe un sorbo.

– Bebe un poco -dice-. Está bueno.

– Vale -digo, preguntándome si tan sólo quiere alguien con quien beber. Pero la idea de una copa de vino ahora me revuelve el estómago.

Gil se queda esperando, así que tomo un traguito. El borgoña me arde al bajar, pero tiene el efecto contrario sobre Gil. Cuanto más bebe, mejor es su aspecto.

Dejo la copa. A lo lejos, la nieve se extiende como una piscina de luz desde el pie de las farolas. Gil ha vaciado su segunda copa.

– Tranquilo, jefe -digo, tratando de sonar amable-. No querrás estar resacoso en pleno baile.

– Sí, es cierto -dice él-. Tengo que ir a ver a los encargados de la comida mañana a las nueve. Debería haberles dicho que no me levanto a esa hora ni para ir a clase.

Las palabras salen demasiado bruscas, y Gil parece contenerse. Recogiendo del suelo el mando a distancia, dice:

– Veamos si dan algo más en la tele.

Hay tres cadenas diferentes transmitiendo desde algún lugar del campus, pero no parece haber nuevas informaciones. Gil se levanta y pone una película.

– Vacaciones en Roma -dice, volviendo a sentarse. Una calma distante se adueña de su rostro. Otra vez Audrey Hepburn. Gil suelta la botella de vino.

Cuanto más dura la película, más siento que Gil está en lo cierto. No importa lo pesarosos que sean mis pensamientos: tarde o temprano, mi mente regresa a Audrey. No puedo quitarle los ojos de encima.

Después de un rato, la mirada de Gil parece nublarse un poco. El vino, supongo. Pero cuando se frota la frente y se concentra un instante más de lo normal sobre sus manos, presiento que se trata de algo más. Tal vez piensa en Anna, que rompió con él mientras yo estaba en casa. La entrega de la tesina más la organización del baile fueron, según Charlie, responsables de la tragedia, pero Gil nunca ha querido hablarme del asunto. Desde el principio, Anna fue un misterio para nosotros; Gil no la traía casi nunca a la habitación, aunque en el Ivy, según los rumores, no se separaban ni un instante. Entre sus novias, Anna fue la única incapaz de reconocer quién contestaba el teléfono, la única que olvidaba a veces el nombre de Paul, y nunca pasaba por la habitación si sabía que Gil estaba ausente.

– ¿Sabes quién se parece un poco a Audrey Hepburn? -pregunta Gil de repente, cogiéndome desprevenido.

– ¿Quién? -digo mientras llamo nuevamente al despacho de Taft.

Gil me sorprende.

– Katie.

– ¿Qué te ha hecho pensar en eso?

– No lo sé. Esta noche os he estado observando. Hacéis buena pareja.

Lo dice como si tratara de recordar la existencia de algo fiable. Quiero decirle que también Katie y yo hemos tenido nuestros altibajos, que él no es el único que ha tenido que luchar en una relación, pero no sería lo más adecuado.

– Es tu tipo, Tom -continúa-. Es una chica inteligente. Ni siquiera yo entiendo la mayor parte de las cosas que dice.

Cuelgo el teléfono cuando nadie contesta.

– ¿Dónde está?

– Ya llamará. -Gil respira hondo, intentando ignorar las posibilidades-. ¿Cuánto tiempo llevas con Katie?

– Cuatro meses el próximo miércoles.

Gil mueve la cabeza. Él, en cambio, ha roto tres veces desde que Katie y yo nos conocimos.

– ¿Te has preguntado si es la definitiva?

Es la primera vez que alguien formula esa pregunta.

– A veces. Me gustaría que pasáramos más tiempo juntos. Me preocupa el año que viene.

– Tendrías que oírla hablar de ti. Es como si os conocierais desde niños.

– ¿A qué te refieres?

– Una vez me la encontré en el Ivy. Estaba grabándote un partido de baloncesto en el televisor de arriba. Dijo que era porque tú y tu padre siempre ibais juntos al partido entre Michigan y Ohio State.

Ni siquiera le había pedido que lo hiciera. Hasta que nos conocimos, a Katie nunca le había interesado el baloncesto.

– Tienes suerte -me dice.

Asiento en señal de acuerdo.

Hablamos un poco más de Katie, y luego Gil regresa a Audrey. Su expresión se hace leve, pero al cabo de un rato veo que los viejos pensamientos están de vuelta. Paul. Anna. El baile. En poco tiempo ha retomado la botella. Estoy a punto de sugerir que ya ha bebido suficiente cuando llega del vestíbulo un sonido de arrastre. La puerta se abre y aparece Charlie, de pie en la luz amarillenta del vestíbulo. Tiene mal aspecto. Y en los puños de su chaqueta hay manchas del color de la sangre.

– ¿Estás bien? -pregunta Gil, poniéndose de pie.

– Tenemos que hablar -dice Charlie en tono amenazador.

Gil silencia el televisor.

Charlie se dirige a la nevera y saca una botella de agua. Se bebe la mitad, luego se echa un poco sobre las manos para mojarse la cara. Tiene la mirada inestable. Al final, se sienta y dice:

– El hombre que se cayó de Dickinson era Bill Stein.

– Dios mío -susurra Gil.

Sus palabras me paralizan.

– ¿Qué dices?

– No lo entiendo -dice Gil.

Charlie lo confirma con la expresión de su rostro.

– ¿Estás seguro? -es todo lo que consigo preguntar.

– Estaba en su despacho del departamento de Historia. Alguien ha entrado y le ha disparado.

– ¿Quién?

– No se sabe.

– ¿Qué quieres decir con «no se sabe»?

Hay un instante de silencio. Charlie concentra su mirada en mí.

– ¿Qué ha pasado con lo del mensaje del busca? ¿Para qué quería Bill Stein hablar con Paul?

– Ya te lo he dicho. Quería darle a Paul un libro que había encontrado. No lo puedo creer, Charlie.

– ¿No ha dicho nada más? ¿Adónde iba? ¿A quién iba a ver?

Niego con la cabeza. Luego, poco a poco, recuerdo todo aquello que equivocadamente interpreté como paranoia: las llamadas que Bill había recibido, los libros que alguien más estaba sacando de la biblioteca. Cuando se lo explico, una ola de miedo desciende sobre mí.

– Mierda -gruñe Charlie. Coge el teléfono.

– ¿Qué haces? -pregunta Gil.

– La policía querrá hablar contigo -me dice Charlie-. ¿Dónde está Paul?

– Dios mío. No lo sé, pero tenemos que encontrarlo. He estado tratando de comunicarme con el despacho de Taft en el Instituto. No contestan.

Charlie nos mira con impaciencia.

– Paul está bien -dice Gil, pero es obvio que es el vino el que habla-. Calmaos.

– No te estaba hablando a ti -dice bruscamente Charlie.

– Tal vez está en casa de Taft -sugiero-. O en el despacho de Taft en el campus.

– Los polis lo encontrarán cuando sea necesario -dice Gil, con el rostro endurecido-. Nosotros deberíamos mantenernos al margen de este asunto.

– Pues dos de nosotros ya estamos dentro.

Gil hace una mueca burlona.

– No me jodas, Charlie. ¿Desde cuándo estás tú en esto?

– Yo no, pedazo de borracho, yo no. Tom y Paul. En nosotros no estás sólo tú, ¿sabes?

– No te pongas moralista conmigo. Estoy harto de que te metas en los problemas de los demás.

– ¿De qué coño hablas? Bill Stein ha sido asesinado. ¿Dónde diablos tienes la cabeza?

– ¿Por qué no piensas menos en mis errores y más en cómo puedes ayudar a Paul?

Charlie se inclina, levanta la botella y la arroja a la basura.

– Ya has bebido suficiente.

En ese instante temo que el vino lleve a Gil a decir algo que todos lamentaremos. Pero, tras mirar fijamente a Charlie, se levanta del sofá.

– Dios mío -dice-. Me voy a la cama.

Lo veo retroceder hacia la habitación sin decir una palabra más. Un segundo después, la luz bajo la puerta se oscurece.

Pasan los minutos, pero parecen horas. Llamo nuevamente al Instituto, sin suerte, así que Charlie y yo nos sentamos a esperar en el salón. Ninguno habla. Mi mente está demasiado acelerada como para que pueda organizar las ideas. Miro por la ventana, y la voz de Stein me vuelve a la cabeza.

«He recibido ciertas llamadas. Contesto y cuelgan, contesto y cuelgan.»

Finalmente, Charlie se pone de pie. Encuentra una toalla en el armario y empieza a organizar su neceser. En calzoncillos y sin decir palabra, se dirige a la puerta. El baño de los hombres está al fondo del corredor; entre el baño y nuestra habitación viven media docena de mujeres de cuarto, pero Charlie sale de todas formas, con la toalla alrededor del cuello como una yunta y con el neceser en la mano.

Me recuesto en el sofá y cojo el Daily Princetonian. Paso las páginas para distraerme, buscando algún crédito fotográfico de Katie en las esquinas inferiores del diario, allí donde van a parar los colaboradores marginados. Sus fotos siempre me causan curiosidad: los nuevos temas que escoge, los que le parecen demasiado banales para plasmarlos. Después de salir con alguien durante cierto tiempo, empiezas a creer que esa persona lo ve todo igual que tú. Las fotos de Katie son un correctivo, un vistazo a lo que es el mundo a través de sus ojos.

Pronto me llega un sonido desde la puerta; es Charlie, que regresa de la ducha. Pero cuando escucho una llave golpear sobre la cerradura, me doy cuenta de que es otra persona. La puerta se abre y es Paul quien entra. Está pálido y tiene los labios morados de frío.

– ¿Estás bien? -es lo único que consigo preguntar.

Charlie llega justo a tiempo.

– ¿Y tú dónde te habías metido? -pregunta en tono exigente.

Considerando su estado, es normal que tardemos quince minutos en sacarle los detalles. Después de la conferencia, Paul fue al Instituto y buscó a Bill Stein en la sala de ordenadores. Una hora después, como Stein no se presentó, Paul decidió regresar al dormitorio. Comenzó en el coche, pero al llegar a un semáforo, a un par de kilómetros del campus, el coche se averió; así que tuvo que volver caminando bajo la nieve.

El resto de la noche, dice, es una masa borrosa. Llegó al norte del campus y encontró los coches de la policía cerca del despacho de Bill, en Dickinson. Después de hacerle las preguntas necesarias, fue llevado al centro médico, donde le pidieron que identificara el cadáver. Poco después se presentó Taft e hizo una segunda identificación, pero antes de que Paul y él pudieran hablar, la policía los separó para interrogarlos. La policía quería saber acerca de su relación con Stein y Taft, acerca de la última vez que había visto a Bill, quería saber dónde estaba Paul a la hora del crimen. Paul cooperó en mitad del aturdimiento. Cuando por fin lo soltaron, le pidieron que no saliera del campus y le dijeron que estarían en contacto. Al final pudo llegar a Dod, pero se quedó un rato en las escaleras exteriores. Simplemente quería estar solo.

Finalmente hablamos de la conversación que tuvimos con Stein en la sala de Libros Raros y Antiguos, de la cual, dice Paul, la policía tomó atenta nota. Mientras habla de Bill, de lo agitado que estaba en la biblioteca, del amigo que acaba de perder, Paul muestra escasas señales de emoción. Aún no se ha recuperado del impacto.

– Tom -dice al final, cuando estamos ya en nuestra habitación-, necesito un favor.

– Por supuesto -digo-. Lo que sea.

– Necesito que vengas conmigo.

Dudo un instante.

– ¿Adónde?

– Al museo de arte -dice mientras se pone ropa seca.

– ¿Ahora mismo? ¿Por qué?

Paul se frota la frente como aliviando un dolor.

– Te lo explicaré por el camino.

Cuando regresamos al salón, Charlie nos mira como si hubiéramos perdido la cabeza.

– ¿A estas horas? -dice-. El museo está cerrado.

– Sé lo que hago -dice Paul, dirigiéndose ya al pasillo.

Charlie me lanza una mirada intensa, pero no dice nada, y yo salgo detrás de Paul.


Cruzando el patio desde Dod, el museo de arte se erige como un viejo palacio mediterráneo. Desde el frente, por donde hemos entrado hace apenas unas horas, parece un edificio achaparrado y moderno con una escultura de Picasso en el jardín delantero que parece una pileta con pretensiones. Cuando uno se aproxima desde el costado, sin embargo, los nuevos elementos ceden su espacio a los más antiguos, bellas ventanas bajo pequeños arcos románicos, tejas rojas que esta noche se asoman bajo una cubierta de nieve. En circunstancias diferentes, sería una foto que a Katie le gustaría tomar.

– ¿Qué estamos haciendo? -pregunto.

Delante de mí, Paul camina arrastrando los pies, abriéndose paso con sus viejas botas de obrero.

– He encontrado lo que Richard pensaba que estaba en el diario.

Suena como el medio de una idea cuyo comienzo Paul se ha guardado para sí mismo.

– ¿El plano?

Niega con la cabeza.

– Te lo mostraré adentro.

Ahora camino poniendo los pies en sus huellas para evitar que la nieve me moje los bajos. Los ojos se me van una y otra vez hacia sus botas. Durante el verano del primer curso, Paul trabajó en la zona de carga del museo, trasladando las exposiciones entrantes y las salientes entre el camión y el edificio. En ese momento las botas eran una necesidad, pero esta noche dejan rastros sucios en el blanco lunar del patio. Paul parece un chico con zapatos de hombre.

Llegamos a una puerta del lado oeste del museo. Junto a la puerta hay un teclado diminuto. Paul teclea su contraseña de auxiliar docente y espera a ver si funciona. Solía dar visitas guiadas en el museo de arte, pero finalmente tuvo que aceptar un empleo en la biblioteca de diapositivas, porque a los auxiliares no se les pagaba.

Para mi sorpresa, la puerta se abre con un bip y un clic débiles como un susurro. Estoy tan acostumbrado al sonido medieval de los pasadores que hay en las puertas de los dormitorios, que casi no lo oigo. Paul me conduce a una pequeña antecámara, una habitación de seguridad supervisada por un guardia detrás de una ventana de vidrio blindado, y de repente me siento preso. Tras firmar un impreso de visita sobre una carpeta con sujetapapeles, y de mostrar nuestras identificaciones universitarias a través del cristal, se nos permite entrar a la biblioteca de auxiliares que hay al otro lado de la puerta siguiente.

– ¿Eso es todo? -digo, porque esperaba algo más de control a estas horas.

Paul señala una cámara que hay en la pared, pero no dice nada.

La biblioteca de auxiliares es más bien mediocre -algunas estanterías de libros de historia del arte donados por otros guías como ayuda para la preparación de las visitas guiadas- pero Paul continúa hacia el ascensor de la esquina. Sobre las puertas metálicas hay un gran cartel que dice sólo facultad, PERSONAL Y SEGURIDAD. ACCESO PROHIBIDO A ESTUDIANTES Y AUXILIARES SIN ACOMPAÑANTES. Las palabras estudiantes y auxiliares han sido subrayadas en rojo.

Paul mira hacia otra parte. Saca un llavero del bolsillo y mete una de las llaves en una ranura que hay en la pared. Cuando la hace girar, las puertas de metal se abren.

– ¿Dónde has conseguido eso?

Me conduce al ascensor y presiona un botón.

– Es mi trabajo -dice.


La biblioteca de diapositivas le permite el acceso a los archivos del museo. Paul es tan cuidadoso con su trabajo que se ha ganado la confianza de casi todo el mundo.

– ¿Adónde vamos? -digo.

– A la sala de imágenes. Donde Vincent guarda algunos de sus carretes de diapositivas.

El ascensor nos deja en la planta principal del museo. Paul me guía ignorando los cuadros que antes me ha señalado una docena de veces: el inmenso Rubens con su Júpiter de ceño oscuro, la inacabada Muerte de Sócrates con el viejo filósofo alargando una mano hacia su copa de cicuta. Sus ojos sólo recorren las paredes de la sala cuando pasamos junto a los cuadros que Curry ha traído para la exposición de los miembros del consejo.

Llegamos frente a la puerta de la biblioteca de diapositivas, y Paul saca de nuevo las llaves. Una de ellas entra calladamente en su sitio; ingresamos en la oscuridad.

– Por aquí -dice Paul, apuntando hacia un pasillo de estanterías llenas de cajas polvorientas. Cada caja contiene un carrete de diapositivas. Tras otra puerta cerrada con llave, en una amplia habitación en la que sólo he estado una vez, está la mayor parte de la colección universitaria de diapositivas de arte.

Paul encuentra el grupo de cajas que ha estado buscando, saca una del montón y la deja delante de él en la estantería. Una nota pegada con celo al costado, escrita con letra descuidada, dice mapas: roma. Paul la destapa y la lleva al pequeño espacio abierto de la entrada. De otra estantería saca un proyector y lo conecta a un enchufe que hay en la pared, cerca del suelo. Finalmente, con sólo apretar un botón, una imagen borrosa aparece en el muro de enfrente. Paul ajusta el enfoque hasta que cobra nitidez.

– Vale -digo-. Ahora dime qué hacemos aquí.

– ¿Y si Richard tuviera razón? -Dice Paul-. ¿Y si Vincent le hubiera robado el diario hace treinta años?

– Probablemente lo hizo. ¿Qué importa eso ahora?

Paul me pone al tanto.

– Imagina que estás en la posición de Vincent. Richard te dice una y otra vez que el diario es la única forma de entender la Hypnerotomachia. Te parece que sólo está fanfarroneando, que no es más que un muchachito graduado en Historia del Arte. Y en ese momento se presenta otra persona. Otro experto.

Paul lo dice con un cierto respeto. Comprendo que se refiere a mi padre.

– De repente, eres tú el que está en el alero. Ambos dicen que el diario es la respuesta. Pero tú te has puesto en evidencia. Le has dicho a Richard que el diario es inútil, que el capitán de puerto era un charlatán. Y más que nada, detestas estar equivocado. ¿Qué haces ahora?

Paul trata de convencerme de una posibilidad que nunca he tenido ningún problema en aceptar: que Vincent Taft sea un ladrón.

– Entendido -digo-. Continúa.

– Así que robas el diario. Pero no logras sacarle nada en claro, porque has estado leyendo la Hypnerotomachia de forma equivocada. Sin los mensajes cifrados de Francesco, no sabes qué hacer con el diario. ¿Entonces qué?

– No lo sé.

– No vas a tirarlo -dice, ignorándome-, sólo porque no lo entiendes.

Asiento en señal de acuerdo.

– Así que lo conservas -dice Paul-. En algún lugar seguro. Tal vez en la caja fuerte de tu despacho.

– O en tu casa.

– Correcto. Luego, años después, aparece este chico, y él y su amigo comienzan a hacer progresos con la Hypnerotomachia. Más de lo que te esperabas. En realidad, más de los que tú hiciste en tus mejores días. El chico empieza a encontrar los mensajes de Francesco.

– Y tú empiezas a pensar que tal vez el diario sea útil, después de todo.

– Exacto.

– Y no le dices nada al chico, porque entonces éste sabría que lo has robado.

– Pero -continúa Paul, llegando a la conclusión-, supón que algún día llega alguien y lo encuentra.

– Bill.

Paul asiente.

– Bill estaba siempre en el despacho de Vincent, en casa de Vincent, ayudándole con todos los pequeños proyectos que Vincent le obligaba a hacer. Y él sabía lo que el diario significaba. Si se lo hubiera encontrado, no se habría limitado a volverlo a poner en su sitio.

– Te lo habría traído.

– Correcto. Y nosotros fuimos a mostrárselo a Richard. Y Richard se enfrentó a Vincent en la conferencia.

Yo no estoy muy seguro.

– Pero ¿no es más lógico pensar que Taft se habría dado cuenta de que el diario había desaparecido antes de la conferencia?

– Claro. Debía saber que Bill se lo había llevado. Pero ¿cuál crees que fue su reacción cuando se dio cuenta de que también Richard lo sabía? Lo primero que se le habría ocurrido en ese caso hubiera sido ir a buscar a Bill.

Ahora lo entiendo.

– ¿Crees que fue a buscar a Stein después de la conferencia?

– ¿Estaba Vincent en la recepción?

La tomo como una pregunta retórica hasta que recuerdo que Paul no estaba allí; ya se había ido a buscar a Stein.

– No, yo no lo vi.

– Hay un pasillo que conecta Dickinson con el auditorio -dice-. Vincent ni siquiera hubiera tenido que salir del edificio para llegar allí.

Paul deja que digiera esa información. La hipótesis vagabundea torpemente por mis pensamientos, amarrada a otros mil detalles.

– ¿De verdad crees que Taft lo ha matado? -pregunto. En las sombras de la habitación se forma una extraña silueta, Epp Lang enterrando a un perro debajo de un árbol.

Paul fija la mirada en los contornos negros proyectados sobre la pared.

– Creo que es capaz de hacerlo.

– ¿Por ira?

– No lo sé. -Pero ya parece haber repasado todos los escenarios posibles-. Escucha -dice-, mientras esperaba a Bill en el Instituto, comencé a leer el diario con más cuidado, buscando todas las menciones a Francesco.

Lo abre. En el interior de la tapa delantera hay una página de notas con el membrete del Instituto.

– Encontré la entrada en la que el capitán de puerto anota las indicaciones que el ladrón copió de los papeles de Francesco. Genovés dice que estaban escritas en un pedazo de papel, y debían formar algún tipo de ruta náutica, algo relacionado con el rumbo que siguió el barco de Francesco. El capitán trató de descubrir de dónde podía venir el cargamento siguiendo el rastro en dirección inversa, partiendo desde Genova.

Cuando Paul desdobla la página, veo un grupo de flechas dibujado junto a una brújula.

– Éstas son las indicaciones. Están en latín. Dicen: Cuatro sur, diez este, dos norte, seis oeste. Luego dicen De Stadio.

– ¿Qué es De Stadio?

Paul sonríe.

– Creo que ésta es la clave. El capitán se la llevó a su primo, que le explicó que De Stadio era la escala que iba con las indicaciones. Quiere decir que las indicaciones deben medirse en estadios.

– No lo entiendo.

– El estadio es una unidad de medida del mundo antiguo basada en la longitud de una carrera de los Juegos Olímpicos griegos. De ahí viene la palabra moderna. Un estadio son, más o menos, ciento ochenta metros, de manera que en un kilómetro hay entre cinco y seis estadios.

– Así que cuatro sur quiere decir cuatro estadios hacia el sur.

– Luego diez al este, dos al norte y seis al oeste. Son cuatro indicaciones. ¿Te recuerda algo?

Sí: en su acertijo final, Colonna se refería a lo que llamaba la Regla o el Enigma del Cuatro, un sistema que llevaría a los lectores directamente a su cripta secreta. Pero abandonamos la búsqueda cuando el texto mismo se negó a proporcionarnos nada remotamente geográfico.

– ¿Crees que es eso? ¿Estas cuatro indicaciones?

Paul asiente.

– Pero el capitán buscaba algo a una escala mucho más grande, un viaje de cientos y cientos de kilómetros. Si las indicaciones de Francesco están en estadios, el barco no podía haber partido de Francia o de Holanda. Debió de comenzar su viaje a menos de un kilómetro al sureste de Genova. El capitán sabía que eso no podía ser correcto.

Noto la emoción de Paul al pensar que ha superado en astucia al capitán.

– Dices que las indicaciones están ahí por otra alguna otra razón.

Apenas si hace una pausa.

– De Stadio no sólo significa «en estadios». De también puede significar «desde».

Me mira, expectante, pero la belleza de esta nueva traducción me pasa desapercibida.

– Tal vez las medidas no son sólo de estadios, tal vez no se han medido sólo en esas unidades -dice-. Tal vez se han tomado también desde un estadio. Un estadio puede ser el punto de partida. De Stadio puede tener un significado doble: se siguen las indicaciones desde un estadio, un edificio físico, y se siguen en estadios, en esas unidades.

El mapa de Roma proyectado en la pared empieza a estar mejor enfocado. La ciudad está cubierta de antiguos estadios. Colonna la debió conocer mejor que cualquier otra ciudad del mundo.

– Esto resuelve el problema de escalas que tenía el capitán -continúa Paul-. Uno no puede medir la distancia entre países en unos pocos estadios. Pero sí que puedes medir así la distancia en el interior de una ciudad. Plinio dice que la circunferencia de las murallas de Roma en el año 75 d.C. era de cerca de veintiún kilómetros. Entre un extremo y otro de la ciudad debía haber veinticinco o treinta estadios.

– ¿Crees que eso nos llevará a la cripta?

– Francesco habla de construir donde nadie pueda verla. No quiere que nadie sepa lo que hay dentro. Ésta puede ser la única forma de encontrar la ubicación.

En un instante, me vienen a la memoria meses de especulaciones. Paul y yo pasamos varias noches preguntándonos por qué Colonna construiría su cripta en los bosques romanos, lejos de su familia y sus amigos, pero nunca nos pusimos de acuerdo en nuestras conclusiones.

– ¿Y si la cripta fuera más de lo que creemos? -dice-. ¿Y si la ubicación fuera el secreto?

– En ese caso, ¿qué habría dentro? -digo, recuperando la pregunta.

Todo su porte se transforma en frustración.

– No lo sé, Tom. Aún no lo he descubierto.

– Sólo pregunto si no crees que Colonna habría…

– ¿Dicho lo que había en la cripta? Claro que sí. Pero la segunda mitad del libro depende de la última clave, y no logro resolverla. No puedo hacerlo sólo. Así que este diario es la respuesta. ¿De acuerdo?

Dejo de insistir.

– De manera que lo único que tenemos que hacer -continúa Paul- es echar un vistazo a algunos de estos mapas. Empezamos en las zonas de los principales estadios, el Coliseo, el Circo Máximo, etcétera, y nos movemos cuatro estadios al sur, diez al este, dos al norte y seis al oeste. Si cualquiera de esos lugares queda en lo que en tiempos de Colonna era un bosque, lo marcamos.

– Bien -digo.

Paul presiona el botón de avance pasando por una serie de mapas de los siglos XV y XVI. Tienen la calidad de una caricatura arquitectónica, edificios dibujados sin guardar ninguna proporción con sus alrededores, cada uno apiñado contra los demás de manera que los espacios entre ellos son imposibles de juzgar.

– ¿Cómo mediremos las distancias entre ellos?

Me responde dándole al mando varias veces más. Después de tres o cuatro mapas renacentistas, aparece uno moderno. La ciudad se parece más a la que recuerdo a partir de las guías que me dio mi padre antes de nuestro viaje al Vaticano. La muralla de Aurelio al norte, al este y al sur, y el río Tíber al oeste, crean el perfil de una cabeza de mujer anciana mirando al resto de Italia. La iglesia de San Lorenzo, donde Colonna mandó matar a los dos hombres, flota como una mosca justo delante del puente de la nariz de la anciana.

– Éste tiene la escala apropiada -dice Paul, señalando las medidas de la esquina superior izquierda. En una línea con la leyenda antigua milla romana hay marcados ocho estadios.

Camina hacia la imagen de la pared y pone la mano junto a la escala. Los ocho estadios equivalen a la distancia que hay entre la base de su palma y la punta del dedo corazón.

– Comencemos con el Coliseo. -Se pone de rodillas en el suelo y pone la mano junto a un óvalo oscuro del centro del mapa, cerca de la mejilla de la anciana-. Cuatro sur -dice, desplazándose hacia abajo la longitud de media mano- y diez este. -Se mueve un palmo en esa dirección y añade medio dedo índice-. Luego dos norte y seis oeste.

Cuando termina, su mano señala en el mapa un punto llamado M.CELIUS.

– ¿Crees que está ahí?

– Ahí no -dice, deprimido. Señalando un círculo oscuro sobre el mapa, a muy poca distancia hacia el suroeste del punto de llegada, añade-: Aquí hay una iglesia. Santo Stefano Rotondo. -Desplaza el dedo hacia el nordeste-. Aquí hay otra, Santi Quattro Coronati. Y aquí -mueve el dedo hacia el sureste- está San Juan Laterano, donde vivieron los Papas hasta el siglo catorce. Si Francesco hubiera construido aquí su cripta, lo habría hecho a menos de medio kilómetro de tres iglesias distintas. Es imposible.

Comienza de nuevo.

– El Circus Flaminius -dice-. Este mapa es viejo. Creo que Gatti lo ubicó más cerca de aquí.

Acerca el dedo al río, y luego repite las indicaciones.

– ¿Bien o mal? -digo, mirando fijamente la ubicación: cae en alguna parte de la cima del Monte Palatino.

Paul frunce el ceño.

– Mal. Esto está casi en la mitad de San Teodoro.

– ¿Otra iglesia?

Asiente.

– ¿Estás seguro de que Colonna no la construyó cerca de una iglesia?

Me mira como si hubiera olvidado la regla de oro.

– Todos sus mensajes hablan del miedo que tiene de que lo sorprendan los fanáticos. Los «hombres de Dios». ¿Cómo interpretas tú eso?

A punto de perder la paciencia, intenta dos posibilidades más: el Circo de Adriano y el viejo Circo de Nerón, sobre el cual se construyó el Vaticano. Pero en ambos casos, el rectángulo de veintidós estadios aterriza casi en medio del río Tíber.

– Hay un estadio en cada esquina de este mapa -le digo-. ¿Por qué no pensamos dónde podría estar la cripta, y luego hacemos el proceso a la inversa para ver si hay algún estadio cerca?

Paul reflexiona un instante.

– Tendría que revisar mis otros atlas en el Ivy.

– Podemos regresar mañana.

Paul, cuya reserva de optimismo está disminuyendo, mira el mapa un momento y luego asiente. Colonna lo ha derrotado de nuevo. Incluso el capitán espía fue burlado.

– ¿Y ahora qué? -pregunto.

Se abrocha el abrigo y apaga el proyector.

– Quiero revisar el escritorio de Bill. En la biblioteca de abajo.

Vuelve a poner la máquina en la estantería, tratando de dejarlo todo como estaba.

– ¿Para qué?

– Para ver si hay algo más del diario. Richard insiste en que había un plano doblado en el interior.

Abre la puerta y me la sostiene. Echa una mirada a la habitación antes de cerrar.

– ¿Tienes una llave de la biblioteca?

Paul niega.

– Bill me dio el código de la escalera.

Regresamos a la oscuridad del vestíbulo y Paul me guía por el pasillo. En la oscuridad parpadean luces de seguridad de color naranja, como aviones cruzando la noche. Llegamos a una puerta que da a una escalera. Bajo el pomo hay una caja con cinco botones numerados. Paul piensa un instante y luego marca los números de una breve secuencia. El pomo gira en su mano y en ese momento nos quedamos paralizados. En el silencio, alcanzamos a oír un ruido de pies que se arrastran.

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