Según supe por mi padre y Paul, Vincent Taft y Richard Curry se conocieron en Nueva York, en una fiesta celebrada en el norte de Manhattan, cuando ambos tenían poco más de veinte años. Taft era un joven profesor de Columbia, una versión más delgada de su ser posterior, pero con el mismo fuego en el vientre y el mismo aspecto de oso. Autor de dos libros en los dieciocho meses escasos transcurridos desde la lectura de su tesis, Taft era el niño mimado de la crítica, el intelectual de moda que frecuentaba los círculos sociales más selectos. Curry, por su parte, había sido eximido del servicio militar por tener un soplo en el corazón y comenzaba su carrera en el mundo del arte. Según Paul, estaba haciendo amistad con personas influyentes y labrándose lentamente una reputación en la acelerada escena de Manhattan.
Su primer encuentro se produjo a última hora, cuando Taft, que se había achispado un poco, derramó un cóctel sobre el hombre de complexión atlética que estaba sentado a su lado. Fue un accidente previsible, me dijo Paul, pues para entonces Taft ya tenía fama de borracho. Al principio, Curry no se ofendió… Hasta que se dio cuenta de que Taft no tenía la menor intención de disculparse. Lo siguió hasta la puerta, exigiendo alguna forma de reparación, pero Taft, caminando dando tumbos hacia el ascensor, lo ignoró. Mientras bajaban las diez plantas, Taft le arrojó al apuesto joven un aluvión de insultos y después, mientras hacía eses hacia la puerta de la calle, bramó que su víctima era «pobre, desagradable, bruta y minúscula».
Para su imaginable sorpresa, el joven sonrió.
– Leviatán -dijo Curry, que había escrito un trabajo menor sobre Hobbes cuando estaba en Princeton-. Y te has olvidado el «solitario». «La vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, bruta y minúscula.»
– No -replicó Taft con una mueca atropellada, segundos antes de estrellarse contra un poste-, no lo he olvidado. Es sólo que lo de «solitario» me lo reservo para mí. Lo de «pobre», «desagradable», «bruto» y «minúsculo», sin embargo, te lo dejo a ti.
Tras lo cual, dijo Paul, Curry detuvo un taxi, metió a Taft en él y regresaron a su piso, donde Taft permaneció durante las doce horas siguientes en un estado de profundo e intoxicado sopor.
Según el relato, al despertar Taft, confundido y avergonzado, los dos hombres iniciaron una torpe conversación. Curry le explicó a qué se dedicaba, y lo mismo hizo Taft. Parecía que la extrañeza de la situación iba a provocar el fin de la charla cuando, en un momento de inspiración, Curry mencionó la Hypnerotomachia, un libro que había estudiado en las clases de un profesor muy popular en Princeton: un hombre llamado McBee.
Sólo puedo imaginar la respuesta de Taft. No sólo estaba al tanto del misterio que rodeaba al libro, sino que debió darse cuenta de que a Curry se le encendían los ojos al mencionarlo. Según mi padre, comenzaron a discutir las circunstancias de sus vidas y pronto se dieron cuenta de lo que tenían en común. Taft despreciaba a los demás académicos, cuyo trabajo le parecía miope y trivial, mientras que para Curry sus compañeros de trabajo eran personajillos absolutamente carentes de interés y profundidad. Ambos percibían en los demás falta de nervio, carencia de objetivos. Y tal vez eso explica las concesiones que ambos hicieron para sobreponerse a sus diferencias.
Porque diferencias hubo, y no pequeñas. Taft era una criatura voluble, difícil de conocer y todavía más difícil de amar. Bebía demasiado cuando estaba en compañía, pero también cuando estaba solo. Su inteligencia era implacable y salvaje, un fuego que ni él mismo llegaba a controlar. Ese fuego consumía libros enteros de una sentada y encontraba flaquezas en los argumentos, lagunas en las pruebas, errores en la interpretación, todo en disciplinas muy alejadas de la suya. Según Paul, no tenía una personalidad destructiva, sino una mente destructiva. A medida que lo alimentaba, el fuego crecía y no dejaba nada a su paso. Cuando hubo quemado todo lo que encontró a su paso, sólo le quedaba una cosa por hacer. Con el tiempo, acabaría por consumirse a sí mismo.
Curry, en cambio, era un creador, no un destructor: un hombre con más potencial que hechos. Tomando la frase de Miguel Ángel, le gustaba decir que la vida era como la escultura: cuestión de ver lo que los demás no podían y de quitar lo que sobrara a golpes de cincel. Para Curry, el viejo libro era tan sólo un bloque de piedra que esperaba su momento para ser tallado. Aunque nadie lo había entendido en quinientos años, ahora había llegado el momento de mirarlo con ojos nuevos, de tocarlo con manos nuevas. Que los huesos del pasado se pudrieran en el infierno.
De manera que, a pesar de todas estas diferencias, Taft y Curry no tardaron demasiado en encontrar puntos en común. Aparte del viejo libro, compartían una inmensa inclinación por las abstracciones. Creían en la noción de grandeza: grandeza de espíritu, de destino, de objetivos. Como espejos gemelos enfrentados, con sus reflejos multiplicados, se habían mirado en serio por primera vez, y habían visto que tenían la fuerza de miles. Una consecuencia extraña pero predecible de su amistad fue el hecho de que ambos se quedaran más solos que al empezar. El rico paisaje humano de sus respectivos mundos -sus colegas y amigos de la universidad, sus hermanas y madres y antiguos amores- se oscureció hasta transformarse en un escenario vacío provisto de un solo reflector. Sus carreras, por supuesto, florecieron. Taft no tardó en ser un historiador de renombre y Curry se convirtió en el propietario de una galería que con el tiempo le valdría una gran reputación.
Pero claro, nunca hay que olvidarse de la locura de los grandes hombres. Ambos llevaban una existencia servil. El único alivio les llegaba en la forma de las reuniones semanales que celebraban los sábados por la noche; entonces se juntaban en el piso de uno o del otro, o en un restaurante vacío, y se divertían juntos gracias al único interés que tenían en común: la Hypnerotomachia.
Aquel año, en pleno invierno, Richard Curry presentó a Taft, finalmente, el único amigo con el que nunca había perdido el contacto, el amigo al que había conocido en Princeton, en la clase del profesor McBee, el hombre que compartía su interés por la Hypnerotomachia.
Me resulta difícil imaginar a mi padre en aquella época. El hombre que veo ya está casado; lo veo marcando la estatura de sus tres hijos en la pared de su despacho, preguntándose cuándo empezará a crecer su único hijo varón, yendo de aquí para allá con sus viejos libros escritos en lenguas muertas mientras el mundo amenaza con caérsele encima. Pero este hombre es una fabricación nuestra -de mi madre, mis hermanas y yo- y no el que Richard Curry conoció. Mi padre, Patrick Sullivan, había sido el mejor amigo de Curry en Princeton. Se consideraban los reyes del campus, e imagino que compartían una amistad que hacía que lo parecieran. En tercero, mi padre jugó en el equipo universitario de baloncesto, aunque no abandonó ni por un instante el banquillo, hasta que Curry, como capitán del equipo de fútbol americano, lo reclutó para el césped, donde mi padre se desenvolvió mejor de lo que todos esperaban. Al año siguiente, compartían habitación, y casi siempre comían juntos; en tercero llegaron a salir con un par de gemelas de Vassar, Molly y Martha Roberts. Aquella relación, que mi padre comparó una vez con una alucinación en una sala de espejos, terminó la primavera siguiente, cuando las hermanas se pusieron vestidos idénticos para ir a un baile y los hombres, tras beber demasiado y prestar poca atención, se insinuaron, cada uno por su lado, a la gemela con la que estaba saliendo el otro.
Ahora me resulta necesario creer que mi padre y Vincent Taft gustaban a Richard Curry por dos motivos distintos. El chico del Medio Oeste, tranquilo, relajado y de mentalidad católica y el intrépido y decidido neoyorquino eran animales diferentes y debieron intuirlo desde el primer saludo, cuando la palma de la mano de mi padre desapareció en medio del apretón de carnicero de Taft.
De los tres, Taft era el más sombrío. Las partes de la Hypnerotomachia que más le gustaban eran las más sangrientas y misteriosas. Esbozó sistemas de interpretación para comprender el significado de los sacrificios que aparecen en el relato -la forma en que se cortaba el cuello a los animales, la forma en que morían los personajes-, para dotar de un sentido a la violencia. Trabajó mucho en las dimensiones de los edificios mencionados en el relato, manipulándolas para encontrar patrones numerológicos, confrontándolas con tablas astrológicas y calendarios de la época de Colonna, con la esperanza de que alguna pieza encajara. Desde su punto de vista, el mejor método de trabajo consistía en hacer frente al libro sin ambages, igualar en astucia al autor y derrotarlo. Según mi padre, Taft siempre había creído que algún día llegaría a vencer a Francesco Colonna. Ese día, por lo que sabíamos, no había llegado.
La estrategia de mi padre no podía ser más distinta. Lo que más lo fascinaba de la Hypnerotomachia era su evidente dimensión sexual. Durante los mojigatos siglos que siguieron a su publicación, los dibujos del libro fueron censurados, borrados o arrancados por completo del mismo modo que, cuando el gusto cambió y se ofendieron sensibilidades, muchos desnudos renacentistas fueron cubiertos con hojas de parra. En el caso de Miguel Ángel, parece justo denunciar ese atropello; pero hay partes de la Hypnerotomachia que aun hoy pueden resultar un poco chocantes.
Los desfiles de hombres y mujeres desnudos son sólo el comienzo. Polifilo se dirige a una fiesta de la primavera detrás de un grupo de ninfas y allí, en mitad de la fiesta, suspendido en el aire, está el enorme pene del dios Príapo, en el centro del dibujo. Antes, Leda, la reina mitológica, es sorprendida en el ardor de la pasión con Zeus, que aparece, bajo el aspecto de un cisne, entre las piernas de la mujer. El texto es todavía más explícito; en él se describen encuentros demasiado estrambóticos para aparecer en los grabados. Cuando Polifilo se siente atraído físicamente por los edificios que ve, admite mantener relaciones sexuales con ellos. Al menos en una ocasión -alega- el placer fue mutuo.
Todo aquello fascinaba a mi padre, cuya visión del libro, comprensiblemente, se parecía muy poco a la de Taft. En lugar de considerarlo un tratado rígido y matemático, mi padre opinaba que la Hypnerotomachia era un homenaje al amor de un hombre por una mujer. Era la única obra de arte por él conocida que imitaba el hermoso caos de este sentimiento. El carácter fantasioso del relato, la implacable confusión de los personajes y el desesperado vagabundeo de un hombre en busca de amor estimulaban su imaginación.
En consecuencia, mi padre -y también, al principio de sus investigaciones, Paul- creía que el punto de partida de Taft era equivocado. «El día que sepas lo que es el amor -me dijo mi padre una vez-, entenderás lo que Colonna ha querido decir.» Si en realidad el libro contenía un misterio, mi padre creía que sólo podría resolverse fuera de él: en diarios, cartas, documentos familiares. Nunca me lo dijo, pero creo que siempre sospechó que entre las páginas del libro se escondía un gran secreto. En contra de las teorías de Taft, sin embargo, mi padre creía que se trataba de un secreto amoroso: un amorío entre Colonna y una mujer de más bajo nivel social; un polvorín político; un heredero ilegítimo; un romance como los que imaginan los adolescentes antes de que la madurez, esa novia horrible, llegue y acabe con los juegos de los niños.
A pesar de las diferencias que había entre su planteamiento y el de Taft, cuando mi padre llegó a Manhattan para investigar durante un año lejos de la Universidad de Chicago, percibió que los dos hombres estaban haciendo grandes avances. Curry insistió en que su viejo amigo se uniera al equipo, y mi padre estuvo de acuerdo. Como tres animales en una misma jaula, los tres intentaron adaptarse a los demás; caminaban en círculos, con desconfianza, hasta que lograron establecer nuevas reglas y consiguieron nuevos equilibrios. Sin embargo, en aquella época el tiempo era su aliado y los tres tenían la misma fe en la Hypnerotomachia. Como un protector cósmico, el viejo Francesco Colonna los vigilaba y los guiaba, ocultando los desacuerdos bajo capas de esperanza. Y al menos durante un tiempo prevaleció el barniz de la unidad.
Durante más de tres meses, Curry, Taft y mi padre trabajaron juntos. Y fue entonces cuando Curry hizo el descubrimiento que sería letal para su trabajo en equipo. En aquel momento, ya se había alejado de las galerías y acercado a las casas de subastas, donde estaban en juego los grandes intereses del mundo del arte; y mientras preparaba su primera licitación, se topó con un cuaderno hecho jirones que había pertenecido a un coleccionista de antigüedades recientemente fallecido.
El cuaderno había pertenecido al capitán de puerto genovés, un viejo de caligrafía apretada que tenía la costumbre de hacer comentarios sobre el clima y sobre sus problemas de salud, pero que también llevaba un registro diario de todo lo sucedido en los muelles durante la primavera y el verano de 1497, incluyendo los peculiares acontecimientos que rodearon la llegada de un hombre llamado Francesco Colonna.
El capitán de puerto -a quien Curry llamaba el Genovés, porque el texto nunca menciona su nombre- recopiló los rumores que circulaban por el muelle acerca de Colonna. Se dedicó a escuchar las conversaciones que Colonna mantenía con sus hombres, y se enteró de que el rico romano había ido a Genova para supervisar la llegada a puerto de un importante barco cuyo cargamento sólo él conocía. El Genovés empezó a acercarse diariamente a los aposentos de Colonna para informarle de los barcos que llegaban, y una vez lo sorprendió tomando unas notas que el romano escondió tan pronto como él entró.
Si la cosa hubiera acabado allí, el diario del capitán de puerto habría arrojado poca luz sobre la Hypnerotomachia. Pero el capitán era un hombre curioso y a medida que se impacientaba esperando la llegada del barco de Colonna, intuyó que la única forma de descubrir las intenciones del noble era ver los documentos de embarque de Francesco, en los cuales se describía el contenido del cargamento. Al final le preguntó a su cuñado, Antonio, un mercader que solía traficar con mercancías robadas, si era posible contratar a un ladrón que penetrara en los aposentos de Colonna y copiara todo lo que allí pudiera encontrar. Antonio se manifestó dispuesto a ayudar a cambio de que el Genovés lo ayudara en cierta intriga marítima.
Antonio descubrió que incluso los hombres más desesperados rechazaban la oferta en cuanto pronunciaba el nombre de Colonna. El único dispuesto a hacerlo fue un ladronzuelo analfabeto. Pero el ladronzuelo hizo bien su trabajo. Copió los tres documentos que Colonna tenía en su poder: el primero era parte de un relato, que el capitán encontró de poco interés y nunca llegó a describir; el segundo era un trozo de cuero con un complicado diagrama, incomprensible para el Genovés; y el tercero era un peculiar mapa consistente en los cuatro puntos cardinales seguidos de un grupo de cifras, que el Genovés se esforzó en vano por descifrar. El capitán comenzaba a lamentarse de haber contratado al ladrón cuando ocurrió algo que inmediatamente le hizo temer por su vida.
Una noche, al regresar a su casa, el Genovés encontró a su esposa llorando. Ella le explicó que Antonio, su hermano, había sido envenenado en su propia casa durante la cena y que su cuerpo había sido descubierto por un recadero. El ladronzuelo analfabeto había sufrido un destino similar: mientras bebía en una taberna, había sido apuñalado en el muslo por un desconocido que pasaba a su lado. Casi antes de que el tabernero se percatara del hecho, el hombre se había desangrado y el desconocido había desaparecido.
El Genovés vivió los días que siguieron carcomido por la angustia, apenas capaz de llevar a cabo sus labores en el puerto. Nunca regresó a los aposentos de Colonna, pero registró en su diario todos los detalles únicos encontrados por el ladrón y esperó nerviosamente la llegada del barco de Colonna con la esperanza de que el noble se marchara con su mercancía. Su preocupación era tan grande que ni siquiera mencionó las idas y venidas de naves mercantes de gran tamaño. Cuando por fin llegó a puerto el barco de Francesco, el Genovés no daba crédito a lo que veía.
«¿Por qué habrá de preocuparse un noble por semejante pedazo de corteza -escribió-, por esta barca que más parece un patito mugriento? ¿Qué puede haber en su interior, para que un hombre de estas cualidades se preocupe en lo más mínimo por ella?»
Y cuando supo que la barca había llegado por Gibraltar, trayendo mercancías del norte, al Genovés casi le dio un ataque. Llenó su librito con obscenas maldiciones, diciendo que Colonna era un loco sifilítico y que sólo un cretino o un lunático creería que algo de valor pudiera venir de un lugar como París.
Según Richard Curry, en el cuaderno sólo había dos entradas más referidas a Colonna. En la primera, Genovés registraba una conversación que había escuchado entre Colonna y un arquitecto florentino, único visitante regular del romano. En ella, Francesco aludía a un libro que estaba escribiendo y en el que daba testimonio de la agitación de los últimos años. El Genovés, muerto de miedo todavía, tomó atenta nota de ello.
La segunda entrada, realizada tres días después, era más críptica, pero me recordaba aun más la carta que encontré con mi padre. En ese momento, el Genovés ya se había convencido de que Colonna estaba completamente loco. El romano se negó a que sus hombres descargaran el barco durante el día, e insistió en que la carga sólo podía ser trasladada sin peligro al anochecer. Muchas de las cajas de madera, observó el capitán, eran tan ligeras que habrían podido cargarlas una mujer o un anciano, y se esforzó en imaginar qué especia o metal podía ser embarcado de esa manera. Poco a poco, el Genovés comenzó a sospechar que los socios de Colonna -el arquitecto y dos hermanos también florentinos- eran secuaces o mercenarios de alguna oscura conspiración. Cuando un rumor pareció confirmar este presentimiento, el Genovés lo consignó con fervor.
«Se dice que Antonio y el ladrón no son las primeras víctimas de este hombre, sino que Colonna ha ordenado la muerte de otros dos para satisfacer sus caprichos. Ignoro quiénes son, y aún no he llegado a escuchar sus nombres, pero tengo la certeza de que están relacionados con este cargamento. Supieron de su contenido; él tuvo miedo de ser traicionado. Ahora estoy seguro de ello: el miedo es lo que lo mueve. Sus ojos lo traicionan aunque no lo hagan sus hombres.»
Según mi padre, para Curry la segunda entrada era menos importante que la primera porque ésta podía hacer referencia a la escritura de la Hypnerotomachia. Si eso era cierto, el relato que el ladrón había descubierto entre las pertenencias de Colonna, cuyos detalles el Genovés nunca se molestó en registrar, podía haber sido uno de los primeros borradores del manuscrito.
Pero Taft, que en aquel momento ya había empezado a estudiar la Hypnerotomachia desde su propio punto de vista, recopilando inmensos catálogos de referencias textuales para hacerlos concordar de manera que cada palabra de Colonna pudiera rastrearse hasta dar con sus orígenes, no concedió la menor relevancia a las notas que el capitán decía haber visto tomar a Colonna. Tan ridícula historia, sostenía, nunca podría iluminar los misterios profundos del gran libro. Pronto trató ese descubrimiento como había tratado los demás libros que había leído sobre el tema: como madera para el fuego.
Su frustración, me parece, no sólo se debía a su opinión sobre el diario. Había visto cómo el equilibrio de poderes se ponía en su contra; la química de su colaboración con Richard Curry se descomponía mientras mi padre lo seducía con nuevos enfoques y posibilidades alternativas.
Y así fue como se inició el enfrentamiento, la batalla de influencias, en la que mi padre y Vincent Taft incubaron el odio recíproco que les duraría hasta el día de la muerte de mi padre. Taft, convencido de que no tenía nada que perder, vilipendió el trabajo de mi padre con la intención de recuperar a Curry. Mi padre, tras sentir que Curry empezaba a ceder ante la presión de Taft, respondió con las mismas armas. En cuestión de un mes, el trabajo de los diez anteriores quedó destruido. Los progresos que los tres hombres habían hecho juntos se desgajaron en tres compartimentos estancos, pues ni Taft ni mi padre querían tener nada que ver con los logros del otro.
Mientras tanto, Curry se mantuvo aferrado al diario del Genovés. Le parecía inconcebible que sus amigos hubieran permitido que sus rencillas insignificantes les hicieran perder el norte. De joven, Curry poseía la misma virtud que más tarde vio y admiró en Paul: compromiso con la verdad y total intransigencia ante las distracciones. De los tres hombres, me parece, fue Curry el que más perdidamente se enamoró del libro de Colonna; fue él quien más ansiaba resolver su misterio. Tal vez el hecho de que mi padre y Taft fuesen investigadores universitarios les hacía ver la Hypnerotomachia desde un punto de vista académico. Sabían que la vida de un erudito podía consagrarse al servicio de un solo libro, y eso amortiguaba su sentido de la urgencia. Sólo Richard Curry, el comerciante de arte, mantuvo ese ritmo frenético. Ya en esa época debía de presentir su futuro. Su vida entre libros sería efímera.
No uno, sino dos sucesos, precipitaron los acontecimientos. El primero ocurrió cuando mi padre volvió a Columbus para aclararse las ideas. Tres días antes de regresar a Nueva York se tropezó -literalmente- con una estudiante de la universidad de Ohio State. Ella y sus hermanas Pi Beta Phi habían emprendido una campaña de colecta de libros y estaban solicitando donaciones en las tiendas para el acto benéfico anual. Sus caminos se cruzaron en la puerta de la librería de mi abuelo antes de que ninguno de los dos pudiera darse cuenta. Después de que un puñado de páginas y libros saltaran por los aires, mi madre y mi padre acabaron en el suelo, y la aguja del destino dio una puntada y siguió con su camino.
Cuando llegó a Manhattan, mi padre se sentía irremisiblemente perdido, atónito por el encuentro con la chica de pelo largo y ojos azules, que pertenecía a una hermandad y lo llamaba Tigre, pero no en referencia al símbolo de Princeton sino al poema de Blake. Aun antes de conocerla, mi padre sabía que ya no soportaba a Taft. Sabía también que Richard Curry se había metido en un callejón sin salida, obsesionado con el diario del capitán de puerto. Había sentido la llamada del hogar. Con su padre enfermo, y con una mujer esperándolo en su verdadero puerto, mi padre regresó a Manhattan sólo para recoger sus cosas y decir adiós. Sus años en la Costa Este, que habían comenzado de manera tan prometedora en Princeton y con Richard Curry, llegaban a su fin.
Cuando llegó al lugar en el que mantenían las reuniones semanales, sin embargo, dispuesto a darles la noticia, mi padre se vio arrastrado por los efectos de un nuevo terremoto. Una noche, durante su ausencia, Taft y Curry habían discutido, y la siguiente habían llegado a las manos. El viejo capitán de fútbol no pudo competir con el tamaño de oso de Vincent Taft, a quien bastó un puñetazo para romperle la nariz a Curry. Después, la víspera de la llegada de mi padre, Curry salió de su piso, con los ojos morados y la nariz cubierta de vendas, para cenar con una mujer que trabajaba en la galería. Al regresar esa noche, se encontró con que varios documentos de la casa de subastas, al igual que toda su investigación sobre la Hypnerotomachia, habían desaparecido. El objeto que vigilaba con más celo, el diario del capitán de puerto, se había esfumado con lo demás.
Curry no tardó en lanzar acusaciones, pero Taft las negó todas. La policía les informó de una cadena de robos locales y mostró poco interés en la desaparición de unos cuantos libros viejos. Pero mi padre, que llegó en mitad de la tormenta, se puso de inmediato de lado de Curry. Ambos le dijeron a Taft que preferían no volverlo a ver; mi padre explicó que tenía un billete para Columbus, que partiría a la mañana siguiente y que no tenía intenciones de regresar. Richard Curry y él se despidieron mientras Taft los miraba en silencio.
Así terminó la etapa de formación de la vida de mi padre y el año que puso en marcha, por sí solo, toda la relojería de su identidad futura. Cuando pienso en ello, me pregunto si a los demás no nos sucede lo mismo. La madurez es un glaciar que invade silenciosamente la juventud.
Cuando llega, la impronta de la juventud se hiela de repente, y nos congela para siempre en la imagen de nuestro último gesto, la postura en que estábamos cuando comenzó la edad de hielo. Las tres facetas de Patrick Sullivan, cuando el frío comenzó a apoderarse de él, eran las de marido, padre y académico. Las tres lo marcaron hasta el fin de sus días.
Tras el robo del diario del capitán, Taft desapareció de la vida de mi padre, pero con el tiempo resurgió como el tábano de su carrera, pisándole siempre los talones. Curry perdería todo contacto con mi padre durante más de tres años, hasta su boda. La carta que le escribió entonces era un tanto inquietante, porque hablaba, sobre todo, de los días más oscuros de sus vidas. Las primeras palabras felicitaban a los novios; el resto hacía referencia a la Hypnerotomachia.
Pasó el tiempo y sus mundos se fueron alejando. A Taft, gracias al impulso de los primeros años, le concedieron una beca de investigación permanente en el prestigioso Instituto de Estudios Avanzados, donde Einstein había trabajado cuando vivía cerca de Princeton. Era un honor que de seguro mi padre envidiaba, y que liberaba a Taft de todas las obligaciones de un profesor universitario: con la excepción de los consejos que daba a Paul y a Bill Stein, el viejo oso nunca tuvo que soportar a ningún estudiante, nunca tuvo que dar una clase. Curry obtuvo un puesto de importancia en la casa de subastas Skinner's, en Boston, y a partir de entonces no hizo sino escalar hacia el éxito profesional. En la librería de Columbus donde mi padre había aprendido a caminar, ahora había tres niños que lo mantenían lo bastante ocupado como para que olvidara, por un instante, la impresión permanente que le había dejado su experiencia en Nueva York. Los tres hombres, separados por el orgullo y el azar, encontraron formas de reemplazar la Hypnerotomachia, sucedáneos que ocuparon el lugar de una búsqueda incompleta. Una vez más, el reloj generacional completó una vuelta completa y el tiempo convirtió en extraños a quienes habían sido amigos. Francesco Colonna, dueño de la llave que daba cuerda al reloj, debió de creer entonces que su secreto estaba a salvo.