Capítulo 11

– ¿No has podido encontrar a Paul? -me pregunta Charlie cuando los alcanzo.

– No ha querido que le ayudara.

Pero cuando menciono lo que he escuchado afuera, Charlie me mira como si hubiera sido mejor que no lo dejara marcharse. Alguien se detiene junto a nosotros para saludar a Gil y Charlie se vuelve hacia mí.

– ¿Se ha ido detrás de Curry?

Le digo que no.

– Bill Stein.

– ¿Vais a venir a la recepción? -dice Gil, intuyendo una huida rápida-. Necesitamos que haya gente.

– Claro -digo, y Gil parece quedarse más tranquilo. Tiene la cabeza en otra parte: estamos volviendo a ella.

– Habrá que evitar a Jack Parlow y a Kelly. Sólo quieren hablar del baile -dice volviendo a nuestro lado-. Pero el resto no tiene por qué estar mal.

Nos conduce escaleras abajo hacia el patio azul pálido, donde los claros que Paul y Curry han dejado en la nieve ya están cubiertos de nuevo. Las carpas están repletas de estudiantes, y casi de inmediato recuerdo lo fútil que es intentar evitar a alguien estando con Gil. Caminamos a través de la nieve hacia una carpa ubicada casi al pie de la capilla, pero Gil ejerce una especie de fuerza de gravedad social a la que no puede escapar.

La primera en llegar es la rubia de la puerta.

– Tara, ¿qué tal? -Dice Gil con elegancia cuando la ve llegar bajo el techo de lona-. Más movimiento del que esperabas, ¿eh?

A Charlie le interesa poco la compañía de esta chica y, para evitar hacer una escena, se concentra en la mesa, donde los dispensadores de plata calientan poco a poco el chocolate recién hecho.

– Tara -dice Gil-, recuerdas a Tom, ¿no?

Tara encuentra una manera educada de decir que no.

– Ah, claro -dice Gil de forma casual-. Son de clases distintas.

Tardo un instante en darme cuenta de que se refiere a cursos académicos.

– Tom, te presento a Tara Pierson, miembro de la sección del 2001 -continúa al ver que Charlie nos está evitando-. Tara, te presento a Tom Sullivan, gran amigo mío.

La presentación sólo sirve para avergonzarnos. En cuanto Gil ha terminado de hablar, Tara encuentra el modo de que hablemos sin que Gil nos vea y señala a Charlie.

– Lo siento tanto… Lo que le dije a vuestro amigo -empieza-. No tenía ni idea de quiénes erais…

Y sigue hablando. Su principal argumento parece ser que nosotros merecemos mejor trato que los demás don nadies a los que no conoce y eso por el simple hecho de que Gil y yo nos cepillamos los dientes en el mismo lavabo. Cuanto más habla, más me pregunto cómo ha logrado que no la excluyeran entre risas del Ivy. Existe una leyenda -ignoro si verdadera o no- según la cual las chicas como Tara, que no tienen otra virtud que su físico, logran a veces conseguir el ingreso gracias a un proceso especial llamado «tercera planta». Se las invita a la tercera planta del club, que es un lugar reservado, y se les dice que no serán admitidas sin una demostración especial de buena voluntad de su parte. Sólo puedo imaginar la exacta naturaleza de esa demostración de buena voluntad y Gil, como es evidente, niega la existencia del proceso.


Pero supongo que ésa es la magia de la «tercera planta»: cuanto menos se habla de ella, más inefable se vuelve.

Tal vez Tara adivina lo que pienso, o quizás simplemente se da cuenta de que he dejado de prestarle atención, porque acaba inventando una excusa y se marcha, caminando con afectación sobre la nieve. Tanto mejor, pienso mientras la veo escabullirse bajo otra carpa con el pelo flotando en el aire.

En ese momento veo a Katie. Está al otro lado del patio, junto a la carpa, y parece cansada de hablar. La taza de chocolate caliente que sostiene en la mano humea todavía, y de su cuello cuelga una cámara como si fuera un amuleto. Tardo un instante en comprender adonde está mirando. Hace uno o dos meses habría sospechado lo peor, y habría comenzado a buscar al hombre esquivo, el otro de su vida, el que encontraba tiempo para estar con ella mientras yo pasaba noches enteras con la Hypnerotomachia. Ahora nada de eso ocurre. En su mirada no hay más que una capilla, que se levanta como un acantilado junto a un mar blanco: el sueño de todo fotógrafo.

La atracción tiene algo curioso, algo que apenas comienzo a comprender. Cuando conocí a Katie, me pareció una de esas chicas que paran el tráfico. No todos estuvieron de acuerdo (Charlie, que prefiere mujeres más enjundiosas, apreciaba más el aire resuelto de Katie que su físico), pero yo quedé prendado para siempre. Ambos nos mostramos nuestra mejor cara -nuestras mejores ropas, nuestros mejores modales, nuestras mejores anécdotas- hasta que llegué a la conclusión de que eran los dos años que le llevaba, junto a mi amistad con el presidente de su club, lo que me otorgaba el poco misterio que tenía y me permitía aferrarme a una mujer como ella. En esa época, la mera idea de tocar su mano, de oler su pelo, bastaba para ponerme a sudar y mandarme a una ducha fría. Éramos como un trofeo para el otro y pasábamos los días subidos a nuestros respectivos pedestales.

Pero ya la he bajado de la repisa. Ahora discutimos porque subo demasiado la calefacción de mi cuarto; discutimos porque ella duerme con la ventana abierta; me censura por repetir de postre, porque incluso a los hombres, dice, les llega el día en que pagan las pequeñas transgresiones. Gil dice en broma que me han domesticado, suponiendo con sarcasmo que alguna vez fui salvaje. La verdad es que estoy hecho para la vida marital. Subo el termostato cuando no tengo frío, como postres cuando no tengo hambre, porque en la sombra de cada reprimenda está la insinuación de que en el futuro Katie no tolerará estas cosas, la insinuación, por lo tanto, de que habrá un futuro. Las fantasías que solía tener, propulsadas por la electricidad que siempre se produce entre desconocidos, se han debilitado ahora. Katie me gusta más así como está ahora, en este patio.

Hay tensión en sus ojos, síntoma de que un largo día está a punto de acabar. Lleva el pelo suelto y las ráfagas de viento juguetean con sus bucles. Me podría quedar así, mirándola desde lejos, empapándome de su imagen. Pero cuando doy un paso adelante, acercándome a ella, Katie me ve y me hace gestos de que vaya a su lado.

– ¿Qué ha sido todo eso? -Me pregunta-. ¿Quién era el tipo de la conferencia?

– Richard Curry.

– ¿Curry? -Katie toma mi mano entre las suyas al tiempo que se muerde el labio-. ¿Y Paul está bien?

– Creo que sí.

Observamos la multitud en un instante de silencio. Hombres vestidos con anoraks de lona ceden sus chaquetas a sus novias desabrigadas. Tara, la rubia de la mesa, ha logrado que un desconocido le preste la suya.

Katie hace un gesto hacia el auditorio.

– ¿Qué te ha parecido?

– ¿La conferencia?

Katie asiente mientras empieza a recogerse el pelo en un moño.

– Un poco sangrienta.

– No seré yo quien elogie al ogro.

– Pero más interesante que de costumbre -dice ella, alargándome su taza de chocolate-. ¿Me la sostienes?

Se hace un nudo en el pelo y lo atraviesa con dos prendedores alargados que se saca de un bolsillo. La fácil destreza de sus manos al darle forma a algo que no puede ver me hace pensar en la forma en que mi madre se ponía detrás de mi padre para arreglarle la corbata.

– ¿Qué ocurre? -dice, leyéndome el rostro.

– Nada. Estoy pensando en Paul, eso es todo.

– ¿Crees que terminará a tiempo?

La fecha de entrega. Incluso ahora, Katie sigue pensando en la Hypnerotomachia. Mañana por la noche podrá, por fin, dar sepultura a mi antigua amante.

– Eso espero.

Sigue otro silencio, pero éste resulta menos agradable. Y justo cuando estoy intentando pensar en algo para cambiar de tema -algo relacionado con su cumpleaños, con el regalo que la espera en la habitación- llega un golpe de mala suerte en la forma de Charlie. Después de dar veinte vueltas alrededor de la mesa donde está la comida, decide acercarse a nosotros.

– Llego tarde -anuncia-. ¿Recapitulamos?

De todas las cosas curiosas de Charlie, la más curiosa es cómo puede comportarse como un gladiador temerario entre hombres, pero como un perfecto zopenco entre mujeres.

– ¿Recapitulamos? -dice Katie, entretenida.

Charlie se mete una galletita en la boca, luego otra, recorriendo con la mirada la multitud en busca de perspectivas.

– Ya sabéis. Cómo van las clases. Quién está saliendo con quién. Qué haces el año que viene. Lo de siempre. Katie sonríe.

– Las clases van bien, Charlie. Tom y yo estamos saliendo todavía. -Le dedica una mirada de reprobación-. Y el año que viene haré tercero. O sea, que seguiré aquí.

– Ah -dice Charlie, porque nunca ha sido capaz de recordar su edad. Saca una galleta de entre sus manos de gigante y busca el registro idiomático apropiado entre un estudiante de cuarto y otra de segundo-. Tercero es tal vez el año más difícil -dice, optando por el peor registro: los consejos-. Dos trabajos. Los prerrequisitos de la especialización. Y hablar por conferencia con este tío -dice, señalándome con una mano y comiendo con la otra-. No, no será fácil. -Se pasa la lengua por el interior de la mejilla, saboreando todo lo que se ha metido a la boca y al mismo tiempo rumiando nuestro futuro-. No puedo decir que esté celoso.

Hace una pausa para que lo asimilemos. Es un verdadero milagro de economía verbal: Charlie ha empeorado las cosas con menos de veinte palabras.

– ¿Te hubiera gustado correr esta noche? -dice ahora.


Katie, buscándole el lado bueno a la situación, espera que Charlie se explique. Pero yo estoy más acostumbrado a la forma en que funciona su cerebro.

– Las Olimpiadas al Desnudo -dice, tras ignorar las señas que le hago para que cambie de tema-. ¿No te hubiera gustado correr?

La pregunta es un tiro de gracia. Lo veo venir, pero soy incapaz de defenderme. Para demostrar que ha comprendido bien el hecho de que Katie esté en segundo, y acaso también el hecho de que vive en Holder, Charlie le ha preguntado a mi novia si no se ha sentido desilusionada por no poder desfilar desnuda frente al resto del campus. El piropo subyacente, me parece, es que una mujer con los atractivos de Katie debería estar muriéndose de ganas de enseñarlos. Charlie parece no ser consciente de las mil formas en que esta conversación puede acabar mal.

El rostro de Katie se tensa: ha seguido el hilo del razonamiento perfectamente.

– ¿Por qué? ¿Debería?

– Es sólo que no conozco demasiados estudiantes de segundo que dejen pasar esta oportunidad -dice. A juzgar por su tono, más diplomático, se ha dado cuenta de que ha metido la pata.

– ¿Y de qué oportunidad se trata?

Trato de ayudar a Charlie, buscando eufemismos para hablar de un estado de desnudez ebria, pero mi cabeza es una bandada de palomas que levanta el vuelo. Las ideas que se me ocurren no son más que mierda y plumas.

– La de quitarse la ropa por lo menos una vez en cuatro años.

Katie nos mira a ambos, lentamente. Tras evaluar el atuendo de túnel de vapor que lleva Charlie, y mi traje de fondo de armario, decide no gastar más palabras de las necesarias.

– Pues entonces creo que estamos en paz. Porque no hay demasiados estudiantes de último año que dejen pasar la oportunidad de cambiarse de ropa por lo menos una vez en cuatro años.

Reprimo el impulso de alisarme las arrugas de la camisa. Charlie interpreta los signos correctamente y decide darse otra vuelta por la mesa. Su trabajo aquí ha terminado.

– Qué par de tíos tan carismáticos que sois -dice Katie-. ¿Sabes qué?

Trata de parecer divertida, pero algo le pesa y no puede ocultarlo. Me pasa los dedos por el pelo, tratando de cambiar las cosas, pero en ese instante una chica del Ivy se presenta ante nosotros del brazo de Gil. Comprendo, por la expresión de disculpa que veo en el rostro de mi amigo, que ésta es la Kelly que nos había aconsejado evitar.

– Tom, conoces a Kelly Danner, ¿no es cierto?

Antes de que pueda decir que no, la cara de Kelly se llena de ira. Su atención está fija en algo que sucede al otro lado del patio.

– Esos mierdas -maldice, tirando al suelo su vaso de papel-. Sabía que tratarían de hacer algo así esta noche.

Todos nos damos la vuelta. Una troupe de hombres vestidos con túnicas y togas camina hacia nosotros procedente de los clubes.

Charlie silba y se acerca a nosotros para tener mejor vista.

– Decidles que se larguen de aquí -dice Kelly sin dirigirse a nadie en particular.


El grupo avanza por la nieve hasta que lo podemos distinguir con claridad. Ahora está claro que se trata exactamente de lo que Kelly temía: una gran broma coreografiada. Cada toga lleva sobre el pecho una serie de letras escritas en dos líneas distintas. Aunque todavía no puedo distinguir la línea inferior, la superior se compone de dos letras: «T. I».

T. I. es la abreviatura más común de Tiger Inn, el tercer club más antiguo y el único lugar del campus donde los locos están al mando del manicomio. El Ivy nunca parece tan vulnerable como cuando el T. I. concibe una nueva broma que gastarle a su venerable hermano. Esta noche es la oportunidad perfecta.

En el patio hay risas aisladas, pero no logro ver por qué hasta que entrecierro los ojos. El grupo entero se ha disfrazado con barbas y pelucas largas y grises; a nuestro alrededor, las carpas más cercanas se inundan de estudiantes ansiosos por ver.

Tras un breve abrazo, los hombres del T.I. se despliegan formando una larga fila india. En ese momento logro identificar la segunda línea de palabras escritas sobre las togas. Se trata, en todos los casos, de una sola palabra: un nombre. El nombre que lleva el más alto, el que ocupa el puesto central de la fila, es Jesús. A su izquierda y a su derecha están los doce apóstoles, seis a cada lado.

Las risas y las ovaciones ya se han vuelto más sonoras.

Kelly aprieta la mandíbula. La expresión de Gil no permite saber si está intentando reprimir su regocijo para no ofenderla, o tratando de dar la impresión de que todo esto lo divierte aunque no sea así.

La figura de Jesús da un paso adelante y levanta los brazos para acallar a la audiencia. Cuando el patio está en silencio, vuelve atrás, da una orden, y la fila se rompe para adoptar la disposición de un coro. Jesús dirige el coro desde un costado. Se saca una flauta de la toga y toca una nota solitaria para dar el tono. La fila sentada responde tarareando con la boca cerrada. La fila que está de rodillas se une con una tercera perfecta. Finalmente, justo cuando las dos filas parecen estar quedándose sin aliento, los apóstoles que están de pie contribuyen con una quinta.

La multitud, impresionada por la preparación que el espectáculo debe haber requerido, aplaude y vuelve a ovacionarlos.

– ¡Bonita toga! -grita alguien desde una tienda cercana.

Jesús vuelve la cabeza, levanta una ceja en la dirección del sonido, y sigue dirigiendo. Finalmente, tras alzar la batuta tres veces en el aire con un giro de la muñeca, echa los brazos hacia atrás de manera teatral, los vuelca otra vez hacia delante, y el coro rompe a cantar. Sus voces llenan el patio con la música del Himno de Batalla de la República.


Os contaríamos la historia de la escuela del Señor,

Mas las uvas de la ira han fermentado en el alcohol.

Así pues, si estamos ebrios, perdonadnos, por favor.

Los santos son así.


Gloria, Gloria, somos fósiles,

De Nazaret los apóstoles,

Sin Cristo, estaríamos aún

Pescando en Cafarnaún.

Nuestra historia se canta así.


Jesús era un varón americano muy normal.

Asistió a la escuela pública, pero tenía su Santo Grial:

Yale o Harvard, para él, eran epítomes del mal.

La opción era una sola.


Gloria, Gloria, Dios lo convenció

Y Él en Princeton se inscribió.

Tomó la mejor decisión

Al graduarse en Religión,

Lo demás es pura historia

.

En el otoño del 18 comenzó Cristo a estudiar,

Y en el campus no había nadie tan admirado y popular.

Los del Ivy nos tuvieron que envidiar

Cuando Cristo fue al T. I.


Ahora dos apóstoles de la primera fila se ponen de pie y dan un paso adelante. El primero despliega un rollo que pone «Ivy» y el segundo uno que pone «Cottage». Se hacen mutuamente una mueca de desprecio y se pavonean con aire arrogante alrededor de Jesús y luego continúa la canción.


Coro: Gloria, Gloria, Jesús se presentaba,

Los infieles estirados se burlaban. Ivy:

Un judío no es lo que espero. Cottage:

Yo no quiero un carpintero.

Coro: Y el Señor se unió al T. I.


Kelly aprieta los puños con tanta fuerza que parece querer hacerse sangre. Ahora los doce apóstoles emergen de la formación coral y forman una línea de baile y con Jesús en el centro, se cogen de los brazos, levantan con destreza las piernas en el aire y concluyen:


Jesús, somos tu apostolado.

Gracias a Ti somos graduados.

No hay nada tan divino

Como cambiar agua por vino,

Tu verdad avanza así.


Tras lo cual, los trece hombres se dan la vuelta y con precisión coreográfica, se levantan la parte trasera de las togas para revelar un mensaje escrito en sus traseros a razón de una letra por nalga:


Feliz Semana Santa del T. I.


Sigue una combinación bulliciosa de aplausos desenfrenados, ovaciones escandalosas y abucheos aislados. Enseguida, justo cuando los trece hombres se disponen a marcharse, un ruido fuerte como un estallido cruza el patio, seguido del estrépito de cristales al romperse.

Las cabezas giran en dirección al sonido. En el último piso de Dickinson, el edificio del departamento de Historia, una luz se enciende y se apaga enseguida. Uno de los cristales se ha roto. En medio de la oscuridad se alcanza a ver un movimiento.

Un apóstol del T. I. comienza a lanzar fuertes aclamaciones.

– ¿Qué sucede? -pregunto. Cerca del cristal roto se distingue la figura de una persona.

– Esto no tiene gracia -le gruñe Kelly a Judas, que está cerca de nosotros y la oye.

Judas piensa un instante.

– Va a mear. -Ríe achispadamente y luego repite-: Va a mear por la ventana.

Kelly se dirige, enfurecida, a la figura de Jesús.

– ¿Qué coño pasa, Derek? -dice.

La figura de la oficina aparece y desaparece enseguida. Sus movimientos entrecortados me hacen pensar que quizás esté borracho. En cierto momento parece estar pasando la mano sobre los cristales rotos y luego desaparece.

– Creo que hay alguien más allá arriba -dice Charlie.

De repente, se hace visible todo el cuerpo del hombre. Está apoyado en los cristales emplomados de la ventana.

– Va a mear -repite Judas.

Los demás apóstoles se unen en un grito disparejo:

– ¡Salta! ¡Salta!

Kelly se enfrenta a ellos.

– ¡Callaos, maldita sea! ¡Bajadlo de ahí!

El hombre desaparece de nuevo.

– No creo que sea del T. I. -dice Charlie preocupado-. Creo que es algún borracho de las Olimpiadas al Desnudo.

Pero el hombre está vestido. Escruto la oscuridad, tratando de distinguir las formas, pero el hombre no regresa esta vez.

A mi lado, los apóstoles borrachos lo abuchean.

– ¡Largaos de aquí! -les ordena Kelly.

– Cálmate, nena -dice Derek, y comienza a reagrupar a los discípulos que se han dispersado.

Gil observa todo esto con la misma mirada inescrutable y divertida que tenía antes, cuando los hombres llegaron al patio. Se mira el reloj y dice:

– Bueno, pues parece que en esta fiesta se ha acabado la div…

– ¡Mierda! -grita Charlie.


Su voz llega casi a ahogar el eco del segundo estallido. Esta vez escucho la detonación claramente. Es un disparo.

Gil y yo nos damos la vuelta justo a tiempo para verlo. El hombre es propulsado hacia atrás, a través del cristal, y durante unos segundos lo vemos detenido en plena caída libre. Su cuerpo golpea la nieve con un ruido sordo y el impacto absorbe todo el sonido, toda la conmoción que hay en el patio.

Y luego no hay nada.


Lo primero que recuerdo es el sonido de los pies de Charlie al correr hacia el cuerpo. Luego lo sigue una gran multitud, que se agolpa alrededor de la escena y obstaculiza mi campo visual.

– Dios mío -susurra Gil.

– ¿Se encuentra bien? -gritan las voces de la gente apiñada. Pero no hay señales de movimiento.

Finalmente oigo la voz de Charlie.

– Que alguien llame a una ambulancia. Decidles que tenemos a un hombre inconsciente en el patio de la capilla.

Gil saca su teléfono del bolsillo, pero antes de que marque, dos policías llegan a la escena. Uno de ellos se abre paso a empellones entre la multitud. El otro comienza a pedirle a los espectadores que retrocedan. Durante un instante veo a Charlie agachado junto al hombre, masajeándole el pecho: el movimiento es perfecto, como el de un par de pistones. Qué extraño es ver, de repente, lo que hace todas las noches.

– ¡La ambulancia está en camino!

A lo lejos, apenas perceptible, se oye la sirena.

Las piernas me comienzan a temblar. Tengo la creciente sensación de que algo aciago planea sobre nuestras cabezas.

Llega la ambulancia. Las puertas traseras se abren, dos enfermeros bajan, ponen al hombre en una camilla y aseguran su cuerpo con correas. Hay movimientos bruscos y espectadores que entran y salen de mi vista. Cuando las puertas se han cerrado, veo claramente la huella que el cuerpo ha dejado al caer. El trozo de losa tiene algo indecoroso, como un rasguño en la piel de una princesa de cuento. Comienzo a ver más claramente lo que en el momento del impacto he tomado por una salpicadura de barro. El negro es rojo; el barro es sangre. Arriba, en el despacho, todo está oscuro.

La ambulancia se aleja, y sus luces y sirenas se apagan a medida que avanza hacia Nassau Street. Vuelvo a mirar la huella, deforme como la silueta quebrada de un ángel sobre la nieve. El viento silba y me cruzo de brazos para protegerme. Sólo cuando la multitud del patio empieza a dispersarse me percato de que Charlie no está. Se ha ido con la ambulancia, y un silencio desagradable se produce allí donde yo esperaba encontrar su voz.

Los estudiantes abandonan el patio lentamente, entre voces sofocadas.

– Espero que esté bien -dice Gil, poniéndome una mano en el hombro. Durante un segundo creo que se refiere a Charlie-. Vamos a casa. Te llevo.

Agradezco la calidez de su mano, pero me quedo allí, mirando absorto. Vuelvo a ver al hombre cayendo y estrellándose contra el suelo. La secuencia se fragmenta, y escucho cómo estalla el cristal y luego el disparo.

Se me revuelve el estómago.

– Vamos -dice Gil-. Larguémonos de aquí.


El viento se levanta de nuevo y entonces acepto. Katie ha desaparecido en medio de la confusión de la ambulancia, y una amiga suya me dice que ha vuelto a Holder con sus compañeras de cuarto. Decido llamarla cuando llegue.

Gil me pone una mano amable en la espalda y me conduce al Saab, que espera bajo la nieve, cerca de la entrada del auditorio. Siguiendo su instinto infalible para hacer siempre lo mejor, Gil pone la calefacción a la temperatura adecuada, ajusta el volumen de una vieja balada de Frank Sinatra hasta que el viento no es más que un recuerdo, y emprende el camino hacia el campus con un breve acelerón que me confirma nuestra impunidad frente a los elementos. A nuestra espalda, todo se funde gradualmente con la nieve.

– ¿Qué crees que ha sucedido allá arriba? -pregunta en voz baja cuando estamos ya en camino.

– Ha sonado como un disparo.

– Charlie ha dicho que había alguien más arriba.

– ¿Y qué hacía?

– No estoy seguro.

– Me ha parecido ver que trataba de salir -le digo.

Gil tiene el rostro lívido.

– Nunca había visto nada semejante. ¿Crees que ha sido un accidente?

– No me lo ha parecido.

– ¿Has reconocido a la persona que ha caído?

– No he podido ver nada.

– ¿Crees que ha sido…? -Gil se acomoda en su asiento.

– ¿Que ha sido quién?

– ¿Crees que deberíamos llamar a Paul y asegurarnos de que está bien?

Gil me pasa su móvil, pero no hay cobertura.

– Seguro que está bien -dice.

– Seguro que sí -digo yo, jugueteando con el aparato.

Nos quedamos así, en el silencio del interior del coche, durante unos minutos, intentando alejar de nuestras mentes esa posibilidad. Al final, Gil desvía la conversación hacia otro tema.

– Cuéntame de tu viaje -dice. A principios de semana, fui a Columbus para celebrar la entrega de mi tesina-. ¿Cómo te ha ido en casa?

Logramos mantener una conversación fragmentaria, saltando de tema en tema, intentando sobreponernos a la corriente de nuestros pensamientos. Le cuento las últimas noticias de mis hermanas mayores -una veterinaria; la otra, a punto de comenzar un doctorado en empresariales- y Gil me pregunta por mi madre, cuyo aniversario acaba de recordar. Me dice que, a pesar del tiempo que ha dedicado a planear el baile, se las arregló para terminar su tesina mientras yo no estaba, pocos días antes de la fecha de entrega impuesta por el departamento de Economía. Poco a poco llegamos a preguntarnos en voz alta en qué facultad de medicina habrán aceptado a Charlie e intentamos adivinar adonde tiene intención de ir, puesto que acerca de estos asuntos Charlie guarda un silencio modesto, incluso con nosotros.


Nos dirigimos al sur. En la oscuridad de la noche, los dormitorios parecen estar acuclillados a ambos lados de la calle. La noticia de lo ocurrido en la capilla debe de estar propagándose por el campus, porque no hay peatones y los únicos coches que vemos, aparte del nuestro, duermen silenciosamente sobre el arcén. El trayecto hacia el aparcamiento, a un kilómetro de Dod, me parece casi tan largo como el lento camino a pie. A Paul no se le ve por ningún lado.

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