Capítulo 18

«El amor todo lo puede.»

En séptimo compré, en una pequeña tienda de souvenirs de Nueva York, un brazalete de plata con esta inscripción para una chica llamada Jenny Harlow. Me pareció que era, al mismo tiempo, un retrato del hombre con el cual ella querría salir: cosmopolita, por su pedigrí de Manhattan; romántico, por su poético lema; y sofisticado, por su brillo sutil. El día de San Valentín, dejé el brazalete en la taquilla de Jenny, y luego me pasé el resto del día esperando una respuesta. Estaba convencido de que ella sabría quién lo había dejado allí.

Cosmopolita, romántico y sofisticado: desafortunadamente, no eran éstas las migajas que formaban el rastro que conducía directamente a mí. Un estudiante de octavo llamado Julius Grady debía tener esa combinación de virtudes a mayor escala que yo, pues fue él quien recibió un beso de Jenny Harlow al final del día, mientras yo me quedaba con la oscura sospecha de que el viaje familiar a Nueva York no había servido de nada.

Toda la experiencia, como tantas otras de la niñez, se había basado en un malentendido. Mucho más tarde comprendí que el brazalete no había sido fabricado en Nueva York y que, por supuesto, tampoco era de plata. Pero aquella misma noche de San Valentín mi padre me explicó el malentendido que le parecía más revelador: el poético lema no era tan romántico como Julius, Jenny y yo habíamos creído.

– Tal vez te hayas llevado una impresión equivocada por culpa de Chaucer -comenzó, con la sonrisa de la sabiduría paterna-. La historia de «el amor todo lo puede» es mucho más larga de lo que esta pulsera pueda sugerir.

Intuí que aquello se parecería mucho a la conversación que habíamos mantenido sobre bebés y cigüeñas algunos años atrás: bien intencionada, pero basada en una concepción equivocada de lo que me enseñaban en la escuela.

Siguió una extensa explicación acerca de la décima égloga de Virgilio y el omnia vincit amor, con digresiones sobre nieves de Sidón y ovejas etíopes, todo lo cual me importaba mucho menos que averiguar por qué Jenny Harlow no me consideraba romántico y por qué tiré doce dólares a la basura. Si el amor todo lo podía, decidí, es que el amor no conocía a Julius Murphy.

Pero mi padre era sabio a su manera y cuando vio que no comprendía sus explicaciones, abrió un libro y buscó una imagen que pudiera transmitir el mensaje mejor que él.

– Agostino Caracci es el autor de este grabado, que se titula El amor todo lo puede -dijo-. ¿Qué ves en él?

A la derecha de la imagen había dos mujeres desnudas. A la izquierda, un niño pequeño derrotaba a golpes a un sátiro mucho más grande y musculoso.

– No lo sé -dije, ignorando en qué lado de la imagen estaba la lección.

– Eso -me dijo mi padre, señalando al niño- es el Amor.

Me dejó digerir la información.

– No siempre está de tu lado. Luchas contra él; tratas de deshacer lo que ha hecho a los demás. Pero es demasiado poderoso. No importa cuánto suframos, dice Virgilio, nuestras dificultades no lo conmueven.

No sé si entendí del todo la lección que mi padre me explicó. Pero creo que sí comprendí lo básico: que al tratar de hacer que Jenny Harlow se enamorara perdidamente de mí, estaba echando un pulso contra el amor, lo cual, según decía el brazalete, era inútil. Pero incluso entonces intuí que mi padre utilizaba a Jenny y Julius como meros ejemplos de lo que me quería decir. Lo que en verdad quería ofrecerme era un trozo de la sabiduría a la que él había accedido por el camino más difícil, y hacerlo mientras mis fracasos fueran todavía pequeños. Mi madre me había advertido acerca del amor equivocado, siempre pensando en la infidelidad de mi padre con la Hypnerotomachia; y ahora mi padre me ofrecía su contrapunto, entremezclado con Virgilio y Chaucer. Él -me decía- sabía exactamente cómo se sentía mi madre; incluso estaba de acuerdo con ella. Pero ¿cómo iba a detenerlo, qué poder tenía él contra la fuerza a la que se enfrentaba, si el Amor todo lo puede?

Nunca he sabido cuál de los dos tenía razón. El mundo es una Jenny Harlow, pienso; todos somos pescadores que se cuentan historias acerca del pez que se les ha escapado. Pero a día de hoy no estoy seguro de cómo interpretó la abadesa de Chaucer a Virgilio, ni cómo interpretó Virgilio el amor. Lo que se me ha quedado de la imagen que mi padre me mostró es la parte sobre la cual no dijo ni una palabra: las dos mujeres desnudas que observan cómo el amor ataca al sátiro. Siempre me he preguntado por qué Carracci puso dos mujeres en ese grabado si sólo necesitaba una. Aquí, en alguna parte, está la moraleja que he sacado de la historia: en la geometría del amor, todo es triangular. Por cada Tom y Jenny, hay un Julius; por cada Katie y Tom, hay un Francesco Colonna; y la lengua del deseo es bífida, pues besa a dos mientras que ama a uno. El amor traza líneas entre nosotros como un astrónomo que dibuja una constelación a partir de las estrellas, uniendo puntos para formar dibujos que no tienen base alguna en la naturaleza. El vértice de un triángulo es el corazón del siguiente, hasta que el techo de la realidad se vuelve un mosaico de relaciones amorosas. Juntas, esas relaciones tienen el diseño de una red; y tras ellas, creo, está el Amor. El Amor es el único pescador perfecto, el que lanza la red más ancha, a la cual ningún pez puede escapar. Su recompensa es sentarse a solas en la taberna de la vida, siempre niño entre los hombres, esperando poder contar algún día la historia del pez que se le escapó.

Se rumoreaba que Katie había conocido a otra persona. Me había sustituido por un estudiante de primero llamado Donald Morgan, un hombre alto y nervudo que llevaba blazer aun cuando bastara con una camisa de vestir, y que ya se estaba jactando de ser el sucesor de Gil como presidente del Ivy. Una noche de febrero me topé con la nueva pareja en el Small World Coffee, el mismo lugar en el que había conocido a Paul tres años antes. Cruzamos algunas frases frías. Donald dijo dos o tres frases enrolladas e inocuas antes de darse cuenta de que yo no era un votante potencial en las elecciones del club, y enseguida sacó a Katie de la cafetería y la metió en el viejo Shelby Cobra que tenía aparcado en la calle.

Fue una tortura china verlo girar la llave tres veces antes de que el motor cobrara vida. Fuera por mi bien o por su vanidad, siguió detenido un minuto y sólo arrancó cuando la calle estuvo completamente vacía. Me di cuenta de que Katie no me había mirado en ningún momento, ni siquiera mientras se alejaban; peor aún, parecía ignorarme más por ira que por vergüenza, como si fuera culpa mía, no suya, que hubiésemos llegado a esto. Mi indignación siguió enconándose hasta que decidí que no había nada que hacer, salvo rendirme. Que se quede con Donald Morgan, pensé. Que duerma en el Ivy.

Obviamente, Katie tenía razón. Era culpa mía. Durante semanas había estado peleándome con el cuarto acertijo -«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?»- y comenzaba a intuir que la suerte se me había acabado. En el mundo intelectual del Renacimiento, los animales eran un tema difícil. El mismo año en que Carracci hizo su grabado, Omnia Vincit Amor, un profesor italiano llamado Ulisse Aldrovandi publicó el primero de sus catorce volúmenes de historia natural. Uno de los más famosos ejemplos de su metodología es el siguiente: Aldrovani dedica sólo dos páginas a identificar las diferentes variedades de pollos, y enseguida añade otras trescientas páginas sobre la mitología de los pollos, recetas con pollo, e incluso tratamientos cosméticos basados en el pollo.

Mientras tanto, Plinio el Viejo, la autoridad en animales del Mundo Antiguo, ubicó a los unicornios, basiliscos y manticoras entre los rinocerontes y los lobos, y ofreció su propio relato acerca de la forma en que los huevos de gallina podían predecir el sexo de un bebé nonato. Me bastó con mirar diez días seguidos el acertijo para sentirme como uno de los delfines descritos por Plinio, hechizado por la música humana pero incapaz de hacer mi propia música. Sin lugar a dudas, Colonna estaba pensando en algo muy ingenioso cuando escribió este acertijo; yo, simplemente, resulté ser sordo a sus encantos.

Tres días después incumplí la primera fecha de entrega. Me di cuenta, medio hundido en una pila de fotocopias de Aldrovandi, de que encima de mi escritorio estaba el borrador incompleto del último capítulo de mi tesina sobre Frakenstein. Mi asesor de tesina, el profesor Montrose, un catedrático de Literatura Inglesa viejo y ladino, notó mi aspecto agotado y supo que estaba tramando algo. Sin sospechar siquiera que no era Mary Shelley quien me robaba el sueño, pasó por alto mi incumplimiento. Pero también incumplí la siguiente fecha límite, y así, calladamente, comenzó el peor periodo de mi último año, una secuencia de semanas en las que nadie parecía percatarse de mi lento alejamiento de mi propia vida.

Me quedaba dormido en las clases de la mañana y me pasaban las conferencias de la tarde resolviendo acertijos mentalmente.

Más de una noche observé a Paul darse un descanso más temprano que de costumbre, apenas pasadas las once, para ir con Charlie a comer un bocadillo tardío al Hoagie Heaven. Siempre me invitaban a ir con ellos, luego preguntaban si quería que me trajeran algo, pero siempre me negué, al principio porque me enorgullecía del rigor monástico con que vivía, y después porque noté un cierto abandono en la manera en que parecían ignorar su trabajo. La noche en que Paul fue con Gil a buscar helado en lugar de seguir investigando sobre la Hypnerotomachia , se me ocurrió por primera vez que no estaba haciendo su parte del trato.

– Has perdido el norte -le dije. Mis ojos empeoraban de tanto leer en la oscuridad, y aquello no hubiera podido llegar en peor momento.

– ¿Que he perdido qué? -dijo Paul, dándose la vuelta antes de subir a su litera. Pensó que había oído mal.

– ¿Cuántas horas al día estás invirtiendo en esto?

– No lo sé. Tal vez ocho.

– Yo he trabajado diez horas al día durante toda esta semana. ¿Y encima te vas a comprar helado?

– He estado diez minutos fuera, Tom. Y esta noche he hechos muchos progresos. ¿Qué problema hay?

– Ya casi estamos en marzo. Tenemos que entregar el trabajo dentro de un mes.

Paul ignoró la persona del verbo.

– Pediré un aplazamiento.

– Quizás debieras trabajar más.

Probablemente era la primera vez que alguien había pronunciado esas palabras en presencia de Paul. Yo sólo lo había visto enfadado un par de veces, pero nunca como entonces.

– Estoy trabajando mucho. ¿Con quién te crees que estás hablando?

– Estoy a punto de resolver el acertijo. ¿Y tú? ¿Dónde estás tú?

– ¿A punto? -Paul sacudió la cabeza-. No me estás diciendo esto porque estés a punto. Sino porque estás perdido. Estás tardando mucho en resolver este acertijo. No tiene por qué ser tan difícil. Simplemente has perdido la paciencia.

Lo miré intensamente.

– Así es -dijo, como si hubiera esperado días para decirlo-. Yo casi he resuelto el siguiente acertijo, y tú todavía estás trabajando en el último. Pero he intentado mantenerme al margen. Cada uno trabaja a su ritmo, y tú ni siquiera has querido que te eche una mano. Pues muy bien, hazlo por tu cuenta. Pero no trates de echarme la culpa. Aquella noche no volvimos a hablar.

Si le hubiera escuchado, tal vez habría aprendido antes la lección. En cambio, hice lo indecible para demostrar que estaba equivocado. Empecé a trabajar hasta más tarde y a levantarme más temprano, cada día ponía el despertador quince minutos antes, con la esperanza de que Paul notara la continua imposición de disciplina en los aspectos más descuidados de mi vida. Cada día encontraba una nueva forma de pasar más tiempo con Colonna, y cada noche llevaba la cuenta de las horas como un pordiosero que cuenta monedas. Ocho el lunes; nueve el martes; diez el miércoles y el jueves; casi doce el viernes.

«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?» A los niños se les colgaban del cuello escarabajos cornudos para prevenir enfermedades, escribió Plinio; los escarabajos dorados producen una miel venenosa, y son incapaces de sobrevivir en una localidad cercana a Tracia llamada Cantaroletus; los escarabajos negros se congregan en las esquinas oscuras, y se encuentran sobre todo en los baños. Pero ¿los escarabajos ciegos?

Pude dedicar más tiempo al estudio renunciando a comer en el Cloister: tardaba media hora en ir y volver, y otra media en comer en compañía en lugar de solo. Dejé de trabajar en el Salón Presidencial del Ivy, tanto para evitar encontrarme con Paul como para ahorrar los minutos que habría tardado en hacer el trayecto. Reduje las llamadas telefónicas al mínimo, me afeitaba y duchaba sólo cuando era necesario, dejaba que Charlie y Gil se ocuparan de abrir la puerta, y transformé en verdadera ciencia el ahorro mediante la supresión de mis modestas costumbres.

«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?» De las criaturas que pueden volar y carecen de sangre, escribió Aristóteles, algunas son coleópteros, que tienen las alas cubiertas como los escarabajos; de los pájaros que vuelan de noche, algunos tienen el talón torcido, como el cuervo nocturno y la lechuza; y en la vejez, el pico superior del águila se vuelve cada vez más largo y más curvo, de tal manera que el pájaro muere lentamente de inanición. Pero ¿qué tienen en común los tres?

Katie -decidí- era una causa perdida. No importaba qué hubiera representado para mí; ahora sería otra cosa para Donald Morgan. El hecho de que los viera con tanta frecuencia a pesar de que salía de mi habitación con muy poca se debía a mis pensamientos y mis sueños, en los cuales ellos dos aparecían constantemente, siempre haciendo el ridículo. Los veía en esquinas y en callejones, en las sombras y en las nubes: cogidos de la mano, besándose y hablándose cariñosamente, y todo eso en mi favor, para alardear de que un corazón frívolo se cura con la misma facilidad con que se rompe. En mi habitación había un sujetador negro que Katie se había dejado tiempo atrás y que nunca me había acordado de devolverle, y se convirtió en una especie de trofeo para mí, un símbolo de la parte de Katie que se había quedado conmigo y que Donald nunca podría poseer.

Tenía visiones de Katie desnuda en mi habitación, recuerdos del día en que disfrutamos tanto de nuestra compañía que ella se olvidó de sí misma, olvidó que yo era otra persona y abandonó todas sus inhibiciones. Se quedaron conmigo todos los detalles de su anatomía, todas las graduaciones de la sombra bajo sus senos. Bailó con la música que salió de mi reloj despertador, pasándose una mano por el pelo, manteniendo la otra sobre el micrófono invisible que había frente a su boca, y yo era su único espectador.

«¿Qué tienen en común un escarabajo ciego, una lechuza y un águila de pico curvo?» Todos vuelan, pero Plinio dice que algunas veces los escarabajos cavan. Todos respiran, pero Aristóteles dice que los insectos no inhalan. Nunca aprenden de sus errores, pues Aristóteles dice que muchos animales tienen memoria… pero ninguna criatura, salvo el hombre, puede recordar el pasado a voluntad. Pero también los hombres pueden ser incapaces de aprender del pasado. Según esos parámetros, todos somos escarabajos ciegos y lechuzas nocturnas.

El jueves, 4 de marzo, alcancé el récord de horas dedicadas a la Hypnerotomachia. Ese día pasé catorce horas releyendo pasajes de seis historiadores naturales del Renacimiento y redactando veintiuna páginas de notas (a espacio sencillo). No fui a ninguna clase, hice las tres comidas en mi escritorio y aquella noche dormí exactamente tres horas y media. No había puesto un ojo sobre Frankenstein en varias semanas. Los otros pensamientos que me cruzaron por la mente estaban relacionados con Katie, y sólo me compelían a seguir haciendo de mi vida un caos. Mi dominio de mí mismo era adictivo. Algo de eso había, en todo caso, porque no lograba avanzar en lo más mínimo con el acertijo.

– Cierra los libros -me dijo Charlie la noche del viernes, asumiendo finalmente una posición firme. Me llevó frente al espejo arrastrándome del cuello de la camisa-. Mírate.

– Estoy bien… -comencé, ignorando al ser lobuno que me miraba con ojos rojos, nariz rosada y dejadez general.

Pero Gil se puso del lado de Charlie.

– Tom, tienes una pinta horrible. -Entró en la habitación, algo que no había hecho en varias semanas-. Mira, Katie quiere hablar contigo. Deja de ser tan terco.

– No es terquedad. Es que tengo otras cosas que hacer.

Charlie hizo una mueca.

– ¿Como qué? ¿Como la tesina de Paul?

Fruncí el ceño con la esperanza de que Paul me defendiera. Pero él se quedó a un lado, en silencio. Durante más de una semana, Paul había albergado la esperanza de que hubiera una respuesta a la vuelta de la esquina, de que yo estuviera progresando con el acertijo, aunque el progreso fuera doloroso.

– Vamos a ir al concierto de Blair -dijo Gil, refiriéndose al concierto del viernes, a capella y al aire libre.

– Los cuatro -añadió Charlie.

Gil cerró suavemente el libro que había a mi lado.

– Katie estará allí. Le he dicho que irías.

Pero cuando abrí de nuevo el libro y le dije que no pensaba ir, recuerdo la expresión que atravesó su cara. Era una mirada que Gil nunca me había dedicado antes, que había reservado para Parker Hassett y el payaso de la clase que no sabe cuándo callarse.

– Vendrás -dijo Charlie, dando un paso hacia mí.

Pero Gil lo apartó con un gesto. -Olvídalo. Vámonos. Y me quedé solo.

No fue la terquedad ni el orgullo, ni siquiera la devoción a Colonna, lo que me impidió ir a Blair. Fue el dolor, creo, y también la derrota. Amaba a Katie igual que, de manera curiosa, amaba la Hypnerotomachia, y había fracasado en mi intento por conquistarlas a ambas. La mirada que me lanzó Paul al salir significaba que había perdido mi oportunidad con el acertijo, lo supiera o no; y la que me lanzó Gil al salir significaba que había hecho lo mismo con Katie. Sentado frente a un grupo de grabados de la Hypnerotomachia -los mismos que Taft usaría en su conferencia un mes más tarde, los de Cupido llevando a las mujeres a un bosque sobre un carro de fuego-, pensé en el grabado de Carracci. Me vi recibiendo una paliza de aquel niño mientras mis dos amores me observaban. A esto se refería mi padre, ésta era la lección que había esperado que yo aprendiera. «Nuestras dificultades no lo conmueven. El amor todo lo puede.»

Las dos cosas más difíciles de contemplar en la vida, le dijo una vez Richard Curry a Paul, son el fracaso y la vejez; y ambas son lo mismo. La perfección es consecuencia natural de la eternidad: basta con esperar el tiempo suficiente y todo llega a realizar su potencial. El carbón se convierte en diamante, la arena se convierte en perla, los monos se convierten en hombres. Pero no nos es dado ver esos logros durante nuestra vida, y cada fracaso se convierte en un recordatorio de la muerte.

Pero el amor perdido es un tipo especial de fracaso, me parece. Es un recordatorio de que algunos logros nunca llegan, no importa con qué devoción los hayamos deseado; de que algunos monos jamás serán hombres, aunque pasen todas las edades del mundo. ¿Qué debe pensar un chimpancé, que ni siquiera armado de una máquina de escribir y de la eternidad podrá escribir la obra de Shakespeare? Oír a Katie decir que prefería tomar una decisión definitiva, que las cosas entre ella y yo habían terminado, hubiera atrofiado mi percepción de mis posibilidades. Verla allí, bajo las arcadas de Blair, calentándose entre los brazos de Donald Morgan, hubiera despojado mi futuro de todas sus perlas y diamantes.

Y luego sucedió: en cuanto llegué a un perfecto estado de autocompasión, alguien llamó a la puerta. Después, el pomo giró y, como había hecho tantas veces con anterioridad, entró Katie. Debajo del abrigo llevaba puesto el suéter que más me gustaba, el de color esmeralda que hacía juego con el color de sus ojos.

– ¿No ibas al concierto? -fue lo primero que logré decir. De todas las combinaciones que podían resultar del chimpancé y su máquina, aquélla era tal vez la peor.

– ¿Y tú? -dijo, mirándome de arriba abajo.

Imaginé el aspecto que debía de tener para ella. El lobo que Charlie me había mostrado en el espejo era el lobo que Katie veía en este momento.

– ¿Qué haces aquí? -dije, mirando hacia la puerta.

– Ellos no van a venir. -Katie acaparó a la fuerza mi atención-. He venido para que puedas disculparte.

Pensé brevemente que Gil la había enviado, inventando algo acerca de lo mal que me sentía, que no sabía qué decir. Pero otra mirada me transmitió el mensaje contrario. Katie sabía que yo no tenía la más mínima intención de disculparme.

– ¿Y bien?

– ¿Crees que todo esto es culpa mía?

– Todo el mundo lo cree.

– ¿Quién es todo el mundo?

– Hazlo, Tom. Discúlpate.

Discutir con ella no hacía más que irritarme conmigo mismo.

– Vale. Te quiero. Me hubiera gustado que las cosas funcionaran. Siento mucho que no haya sido así.

– Si te hubiera gustado que las cosas funcionaran, ¿por qué no hiciste nada al respecto?

– Mírame -le dije. La barba de cuatro días, el pelo descuidado-. Esto es lo que hice.

– Esto lo hiciste por el libro.

– Es lo mismo.

– ¿Yo soy lo mismo que el libro?

– Sí.

Me miró fijamente, como si acabara de cavar mi propia tumba. Pero sabía bien lo que estaba a punto de decirle; era sólo que nunca había logrado aceptarlo.

– Mi padre dedicó su vida a la Hypnerotomachia -le dije-. Nunca me he sentido tan excitado como trabajando en este libro. Pierdo el sueño por este libro, dejo de comer por este libro, sueño con este libro. -Me di cuenta de que estaba mirando a mi alrededor en busca de palabras-. No sé cómo explicártelo. Es como ir al Battlefield a ver tu árbol. Estar cerca del libro me hace sentir que todo está bien, que ya no estoy perdido. -Mantuve la mirada lejos de la suya-. Entonces, ¿eres igual que el libro para mí? Sí. Por supuesto que sí. Eres lo único en el mundo que es igual que el libro para mí.

«Cometí un error. Pensé que podría teneros a los dos. Estaba equivocado.»

– ¿Por qué he venido, Tom?

– Para refregármelo por las narices.

– ¿Por qué?

– Para obligarme a discul…

– Tom. -Me paró en seco con una mirada-. ¿Por qué he venido?

«Porque sientes lo mismo que yo.»


«Sí.»


«Porque esto era demasiado importante como para dejarlo todo en mis manos.»


«Sí.»


– ¿Qué quieres? -dije.

– Quiero que dejes de trabajar en el libro.

– ¿Eso es todo?

– ¿Todo? «¿Eso es todo», preguntas?

Ahora, de repente, había emoción.

– Qué, ¿debo tener lástima de ti porque decidiste pasar de nosotros para portarte como un cerdo y vivir en ese libro? Mira, imbécil, yo llegué a pasar cuatro días con las persianas bajadas y la puerta cerrada con llave. Karen llamó a mis padres. Mamá vino desde New Hampshire.

– Lo sien…

– Cállate. Todavía no es tu turno. Fui al Battlefield para ver mi árbol, y no pude hacerlo. No pude, porque ahora es nuestro árbol. No puedo oír música, porque hemos cantado todas las canciones en el coche, o en mi habitación, o aquí. Tardo una hora en prepararme para ir a clase, porque la mitad del tiempo me siento mareada. No puedo encontrar mis calcetines, no puedo encontrar mi sujetador negro, que es mi favorito. Donald me pregunta todo el tiempo: «Cariño, ¿qué te pasa?, cariño, ¿qué te pasa?». -Katie se cubre las muñecas con los puños de la camisa y se seca los ojos.

– No es por eso que… -comencé de nuevo.

Pero todavía no era mi turno.

– Con Peter, al menos podía entender lo que ocurría. No éramos perfectos como pareja. Él amaba el lacrosse más de lo que me amaba a mí; yo lo sabía. Quería acostarse conmigo, y después de eso, perdió todo interés. -Se pasa una mano por el pelo, intentando apartarse el flequillo, que le ha quedado enmarañado entre las lágrimas-. Pero tú… Yo luché por ti. Esperé un mes antes de dejarte besarme por primera vez. Lloré la noche después de que nos acostamos, porque pensé que iba a perderte. -Se detuvo, irritada por la idea-. Y ahora te pierdo por culpa de un libro. Un libro. Al menos dime que no es así, Tom. Dime que todo este tiempo has estado saliendo también con una chica mayor. Dime que es porque ella no hace todas las cosas estúpidas que hago yo, no te baila desnuda como una idiota porque cree que te gusta su forma de cantar, ni te despierta a las seis de la mañana para ir a correr porque quiere estar segura, cada mañana, de que todavía existes. Dime algo.

Me miró, destrozada hasta un punto que le resultaba vergonzoso, y yo sólo podía pensar en una cosa. Hubo una noche, poco después del accidente, en que acusé a mi madre de no preocuparse por mi padre. «Si lo hubieras amado -le dije-, lo habrías apoyado en su trabajo.» La expresión de su rostro (no puedo ni siquiera describirla) me reveló que no había nada más vergonzoso en el mundo que lo que acababa de decir.

– Te quiero -le dije a Katie, dando un paso hacia ella para que pudiera apoyar su cara en mi camisa y ser invisible durante un instante-. Lo siento mucho.

Y fue en ese momento, creo, que la marea empezó a cambiar. Mi estado terminal, el adulterio que había creído llevar en los genes, empezó a perder fuerza sobre mí. El triángulo comenzaba a derrumbarse. En su lugar quedaron dos puntos, una estrella binaria, separados por la distancia más pequeña posible.

Siguió un embrollo de silencios, todas las cosas que Katie necesitaba decir pero sabía innecesarias, todo lo que yo quería decir pero no sabía cómo.

– Se lo diré a Paul -le dije. Era lo mejor, lo más honesto que podía hacer-. Dejaré de trabajar en el libro.

Redención. Percatarse de que no era mi intención dar pelea, de que por fin me había dado cuenta de lo que realmente le convenía a mi felicidad, fue suficiente para que Katie hiciera algo que tenía guardado para después, cuando yo hubiera vuelto al redil definitivamente. Me besó. Y ese instante de contacto, como el rayo que le dio al monstruo la segunda vida, generó un nuevo comienzo.

Esa noche no vi a Paul; la pasé con Katie, y acabé por informarle a él de mi decisión a la mañana siguiente, en Dod. Tampoco él pareció sorprendido. Me había visto sufrir tanto con Colonna, que imaginaba que arrojaría la toalla a la primera señal de alivio. Charlie y Gil lo habían persuadido de que era lo mejor que se podía hacer, de todas formas, y no me lo reprochó. Tal vez pensó que volvería. Tal vez había avanzado tanto con los acertijos que se creyó capaz de resolverlos solo. Fuera lo que fuese, cuando por fin le hablé de mis razones -la lección de Jenny Harlow y el grabado de Carracci- se mostró de acuerdo. Por su expresión era evidente que sabía más que yo de Carracci, pero nunca me corrigió. Paul, que tenía más razones que cualquiera para considerar una interpretación mejor que otra, y para saber que entre la correcta y las demás hay una diferencia inmensa, se portó con generosidad ante mi forma de ver las cosas, igual que lo había hecho siempre. Era más que su forma de demostrar respeto, me parece; era su forma de demostrar amistad.

– Es mejor amar algo que pueda corresponderte -me dijo.

No necesitó añadir nada más.

Así pues, lo que comenzó como la tesina de Paul volvió a ser la tesina de Paul. Al principio parecía que lograría terminarla por su cuenta. El cuarto acertijo, que me había derrotado estrepitosamente, Paul lo resolvió en tres días. Sospecho que ya antes tenía su propia teoría, pero me la había ocultado porque sabía que de todas formas yo no hubiera aceptado sus consejos. La respuesta estaba en un libro titulado Hierogliphica, de un hombre llamado Horapollo. El libro salió a la luz en la Italia renacentista en la década de 1420; su autor se decía capaz de resolver los eternos problemas de interpretación de los jeroglíficos egipcios. Horapollo, a quien los humanistas recibieron como una especie de antiguo sabio egipcio, era en realidad un erudito del siglo v que escribía en griego y probablemente no sabía de jeroglíficos más de lo que sabe un esquimal de veranos. Algunos de los símbolos de su Hierogliphica incluyen animales que ni siquiera son egipcios. De todas formas, en medio del fervor humanista por todo nuevo conocimiento, el texto fue extremadamente popular, al menos en los pequeños círculos donde la popularidad extrema y las lenguas muertas no se excluían mutuamente.

La lechuza, según Horapollo, es un símbolo de la muerte, «pues la lechuza desciende súbitamente sobre los cuervos más jóvenes en medio de la noche, tal como desciende la muerte sobre los hombres». El águila de pico curvo, escribió Horapollo, representa un viejo muriendo de hambre, «pues cuando el águila envejece, curva su pico y muere de hambre». El escarabajo ciego, finalmente, es un jeroglífico que representa a un hombre muerto de insolación, «pues el escarabajo muere cuando el sol lo ciega». A pesar de lo críptico que pueda parecer el razonamiento de Horapollo, lo cierto es que Paul supo inmediatamente que había llegado a la fuente correcta. Y pronto vio lo que los tres animales tenían en común: la muerte. Aplicando la palabra latina, mors, como clave, descubrió el cuarto mensaje de Colonna.

Tú que tan lejos has llegado estás en compañía de los filósofos de mi época, que en tu época son quizás polvo del tiempo, pero en la mía fueron gigantes de la humanidad. Pronto he de entregarte la carga de lo restante, pues hay mucho que contar y temo que mi secreto se propague con demasiada facilidad. Pero antes, por deferencia a tus logros, te ofrezco los inicios de mi historia, y así sabrás que no te he conducido en vano hasta aquí.

Hay en la tierra de mis hermanos un predicador que ha cubierto con gran pestilencia a los amantes del conocimiento. Lo hemos combatido con todo nuestro ingenio, con toda nuestra influencia, pero este hombre sólo ha levantado a nuestros compatriotas en contra nuestra. En las plazas, desde los pulpitos, los arenga, y los hombres vulgares de todas las naciones se alzan en armas para embestirnos. Igual que Dios, por celos, echó abajo la torre de la llanura de Shinar, que los hombres construyeron para llegar al cielo, así Él levanta el puño contra nosotros que intentamos algo semejante. Hace mucho tiempo tuve la esperanza de que los hombres desearan liberarse de su ignorancia, igual que el esclavo desea liberarse de su esclavitud. Es ésta una condición que no conviene a nuestra dignidad y es contraria a nuestra naturaleza. Sin embargo, descubro ahora que la raza de los hombres es cobarde, una perversión como la lechuza de mi acertijo, la cual, aunque pueda disfrutar del sol, prefiere la oscuridad. Tras la terminación de mi cripta, lector, dejarás de oír de mí. Ser príncipe entre gentes como éstas es ser un pordiosero en un castillo. Este libro será mi único hijo; quiérase que viva largo tiempo y que te sirva bien.

Paul se detuvo a duras penas a contemplar el texto y siguió con el quinto y último acertijo, que había encontrado mientras yo todavía me peleaba con el cuarto: «¿Dónde se encuentran la sangre y el espíritu?».

– Es el asunto filosófico más viejo del libro -me dijo, mientras yo me entretenía en la habitación preparándome para una noche con Katie.

– ¿Qué asunto?

– La intersección de mente y cuerpo, la dualidad entre la carne y el espíritu. La vemos en Agustín, en Contra Manichaeos. La vemos en la filosofía moderna. Descartes pensó que podía ubicar el alma en los alrededores de la glándula pineal, en el cerebro.

Continuó en ese sentido, pasando las páginas de un libro de Firestone y farfullando filosofía, mientras yo preparaba las cosas.

– ¿Qué lees? -le pregunté, sacando mi copia del Paraíso perdido para llevármela conmigo.

– Galeno -dijo Paul.

– ¿Quién?

– El segundo padre de la medicina occidental después de Hipócrates.

Lo recordaba bien. Charlie había estudiado a Galeno en clase de Historia de la Ciencia. Según los estándares del Renacimiento, sin embargo, Galeno ya no era ningún niño: había muerto mil trescientos años antes de la publicación de la Hypnerotomachia.

– ¿Para qué?

– Creo que el acertijo es sobre anatomía. Colonna debió creer que había un órgano en el cuerpo donde se encontraban la sangre y el espíritu.

Charlie apareció en la puerta con los restos de una manzana en la mano.

– ¿De qué habláis, aficionados? -dijo al oír que se hablaba de medicina.

– Un órgano como éste -dijo Paul, ignorándolo-. La rete mirabile. -Señaló un diagrama del libro-. Una red de nervios y vasos sanguíneos en la base del cerebro. Galeno pensaba que era aquí donde los espíritus de la vida se transformaban en espíritus animales.

– ¿Y por qué no funciona? -pregunté, al tiempo que me miraba el reloj.

– No lo sé. No funciona como clave.

– Porque no existe en los humanos -dijo Charlie.

– ¿Qué quieres decir?

Charlie levantó la cara y dio un último mordisco a su manzana.

– Galeno sólo diseccionó animales. La rete mirabile la encontró en un buey, o en una oveja.

La expresión de Paul se apagó.

– También armó un lío con la anatomía cardiaca -continuó Charlie.

– ¿No hay septum? -dijo Paul, como si supiera a qué se refería Charlie.

– Sí que hay. Pero no tiene poros.

– ¿Qué es el septum? -pregunté.

– La pared de tejido entre las dos mitades del corazón. -Charlie se acercó al libro de Paul y pasó las páginas hasta encontrar un diagrama del sistema circulatorio-. Galeno se equivocó de cabo a rabo. Dijo que había en el septum unos hoyos pequeñitos por los que la sangre pasaba de una cámara a la otra.

– ¿Y no los hay?

– No -ladró Paul, que parecía haber trabajado en todo esto más tiempo del que yo creía-. Pero Mondino cometió el mismo error acerca del septum. Lo descubrieron Vesalio y Serveto, pero eso no ocurrió hasta mediados del siglo dieciséis. Leonardo siguió a Galeno. Harvey no describió el sistema circulatorio hasta el siglo diecisiete. Este acertijo es de finales del quince, Charlie. Tiene que ser la rete mirabile o el septum. Nadie sabía que el aire se mezclaba con la sangre en los pulmones. Charlie soltó una risita.

– Nadie en Occidente. Los árabes lo averiguaron doscientos años antes de que tu amigo escribiera este librito.

Paul comenzó a buscar entre sus papeles. Creí que el asunto quedaba cerrado, y me di la vuelta para salir.

– Tengo que irme. Os veo más tarde, chicos.

Pero justo cuando me dirigía a la puerta, Paul encontró lo que había estado buscando: el latín que había traducido semanas atrás, el texto del tercer mensaje de Colonna.

– El médico árabe -dijo-, ¿no se llamaría Ibn al-Nafis?

– El mismo -asintió Charlie.

Paul estaba emocionado.

– Francesco debió de recibir el texto de Andrea Alpago.

– ¿De quién?

– El hombre que menciona en el mensaje. «Discípulo del venerable Ibn al-Nafis.» -Antes de que cualquiera de nosotros pudiera hablar, Paul había comenzado a hablar solo-. ¿Cómo se dice pulmón en latín? ¿Pulmo?

Me encaminé hacia la puerta.

– ¿No te esperas para ver lo que dice?

– Tengo que ver a Katie en diez minutos.

– Sólo tardaré quince. Tal vez media hora.

Creo que fue justo en ese momento cuando se dio cuenta de cómo habían cambiado las cosas.

– Os veré por la mañana -dije.

Charlie, que lo entendía todo, sonrió y me deseó buena suerte.

Fue una noche especial para Paul, me parece. Se dio cuenta de que me había perdido definitivamente. También intuyó que no importaba cuál fuera el mensaje final de Colonna: era imposible que contuviera el secreto entero de aquel hombre, tan poco había sido revelado en las primeras cuatro partes. La segunda mitad de la Hypnerotomachia que, según habíamos asumido siempre, no era más que relleno, debía contener en realidad más textos cifrados. Y el poco consuelo que Paul recibió de los conocimientos médicos de Charlie se disipó rápidamente, cuando vio el mensaje de Colonna y se dio cuenta de que tenía razón.

Temo por ti, lector, como temo por mí mismo. Como has percibido hasta ahora, ha sido mi intención desde el comienzo de este texto revelarte mis secretos, sin importar cuan profundamente los envolviera en sus cifras. He deseado que encuentres lo que buscas, y he actuado para ti como guía.

Ahora, sin embargo, encuentro que no tengo fe suficiente en mi propia creación para continuar de este modo. Quizá no estoy en capacidad de juzgar la verdadera dificultad de los acertijos aquí contenidos, aun si sus creadores me aseguran que sólo un verdadero filósofo logrará resolverlos. Quizá también estos sabios envidian mi secreto, y me han engañado de manera que puedan robar después lo que por derecho nos pertenece. Nuestro predicador es hombre en verdad astuto, y sus seguidores se encuentran por doquier; temo que envíe a sus soldados contra mí.

Es pues para defenderte, lector, que emprendo mi curso presente. Entre mis capítulos, allí donde te has acostumbrado a encontrar un acertijo, en adelante no encontrarás ninguno, y no habrá soluciones que puedan guiarte. Emplearé tan sólo mi Regla de Cuatro durante el viaje de Polifilo, pero no te ofreceré sugerencia alguna acerca de su naturaleza. Sólo tu intelecto te guiará de ahora en adelante. Que Dios y el genio, amigo mío, te lleven por el buen camino.

Sólo la confianza en sí mismo impidió que Paul sintiese su propio abandono hasta que hubieron transcurrido varios días. Yo lo había abandonado; Colonna lo había abandonado; ahora, navegaba solo. Trató, al principio, de volver a involucrarme en el proceso. Juntos habíamos resuelto tantas cosas que le pareció egoísta permitir que me ausentase en el último minuto. Estábamos tan cerca de lograrlo, pensó; nos quedaba tan poco por hacer.

Pasó una semana, y luego otra. Mi relación con Katie empezaba de nuevo: volví a aprenderla; la amaba sólo a ella. Tanto había sucedido en las semanas que habíamos pasado separados, que mis intentos por ponerme al día me absorbían totalmente. Alternábamos las comidas entre el Cloister y el Ivy. Ella tenía nuevos amigos; ambos teníamos nuevos hábitos. Empecé a interesarme en sus asuntos familiares. Sentía que estaba deseosa de contarme cosas, y que lo haría cuando hubiera recuperado por completo la confianza en mí.

Todo lo que Paul había aprendido a través de los acertijos de Colonna, mientras tanto, comenzó a fallarle. Como un cuerpo cuyas funciones comienzan lentamente a decaer, la Hypnerotomachia se resistía a las medicinas más fiables. La Regla del Cuatro era esquiva; Colonna no había dado indicación alguna de su origen. Charlie, el héroe del quinto acertijo, pasó algunas noches en vela acompañando a Paul y preocupado por el efecto de mi partida. Nunca me pidió ayuda, sabedor de lo que el libro me había hecho antes, pero era evidente que se movía alrededor de Paul como un médico que vigila a un paciente cuya salud, se teme, empeora gravemente. Le sobrevenía una cierta oscuridad -el corazón roto de un amante libresco- y Paul era impotente frente a ella. Sufriría, sin mi ayuda, hasta el fin de la Semana Santa.

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