Capítulo 4

Conocí a Paul gracias a un libro. Probablemente nos hubiéramos conocido de todas formas en la Biblioteca Firestone, o en un grupo de estudio, o en una de las clases de literatura que ambos seguimos el primer año, así que tal vez lo del libro no tenga nada de especial. Pero si se considera que éste en particular tenía más de quinientos años de antigüedad, y era además el mismo que mi padre había estado estudiando antes de morir, el acontecimiento parece más trascendental.

La Hypnerotomachia Poliphili, que en latín significa «La búsqueda del amor de Polifilo entre sueños», fue publicada alrededor de 1499 por un veneciano llamado Aldus Manutius. La Hypnerotomachia es una enciclopedia disfrazada de novela: una disertación sobre todo lo existente, desde la arquitectura hasta la zoología, escrita en un estilo que a una tortuga le parecería lento. Es el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que sueña y hace que Marcel Proust, que escribió el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que se come una magdalena, parezca Ernest Hemingway. Y me atrevería a sugerir que los lectores del Renacimiento opinaban lo mismo. La Hypnerotomachia fue un dinosaurio en su propia época. Aunque Aldus era el mayor impresor del momento, la Hypnerotomachia es un enredo de tramas y personajes que no tienen nada en común salvo su protagonista, un hombre arquetípico y alegórico llamado Polifilo. En líneas generales, el asunto es éste: Polifilo tiene un sueño extraño en el cual busca a la mujer que ama. Pero la forma en que está contado es tan complicada que incluso la mayoría de estudiosos del Renacimiento -esa gente que lee a Plotino en la parada del autobús- consideran que la Hypnerotomachia es dolorosa, tediosamente difícil.

La mayoría con excepción de mi padre, quiero decir. Él se movía entre los estudios históricos del Renacimiento a su aire y cuando la mayoría de sus colegas le dio la espalda a la Hypnerotomachia, él la puso en su punto de mira. Quien lo sedujo para la causa fue un profesor llamado McBee, que enseñaba historia europea en Princeton. McBee, que murió un año antes de que yo naciera, era un hombre menudo con orejas elefantiásicas y dientes diminutos, que debía todo su éxito a su personalidad efervescente y astuta percepción de las razones por las cuales la historia valía la pena. Su aspecto no era gran cosa, pero aquel hombrecillo estaba muy bien considerado en el mundo académico. Cada año, su conferencia de clausura sobre la muerte de Miguel Ángel llenaba el auditorio más grande del campus, y dejaba a los demás académicos con los ojos húmedos y el pañuelo en la mano. Pero sobre todo, McBee era el gran promotor del libro que todos sus colegas ignoraban. Creía que la Hypnerotomachia tenía algo especial, quizás algo de gran importancia, y convenció a sus estudiantes para que investigaran el verdadero significado del libro.

Uno de ellos investigó con más avidez de la que McBee había esperado. Mi padre era hijo de un librero de Ohio, y había llegado al campus un día después de cumplir los dieciocho años, casi cincuenta después de que F. Scott Fitzgerald pusiera de moda estudiar en Princeton y ser del Medio Oeste. Pero mucho había cambiado desde entonces. La universidad se estaba deshaciendo de su pasado de club campestre, y, de acuerdo con el espíritu de la época, comenzaba a repudiar sus tradiciones. Los estudiantes de la promoción de mi padre fueron los últimos obligados a ir a misa los domingos. El año después de su partida, llegaron al campus las primeras mujeres. WPRB, la emisora de radio de la universidad, les dio la bienvenida al son del Aleluya de Handel. A mi padre le gustaba decir que nada describía el espíritu de su juventud mejor que el ensayo «¿Qué es la ilustración?», de Emmanuel Kant. Kant, para él, era una especie de Bob Dylan de 1790.

Ése era el método de mi padre: eliminar de la historia la línea tras la cual todo parece acartonado y arcano. En vez de fechas y grandes nombres, la historia se componía, para él, de libros e ideas. Durante un par de años más siguió los consejos de McBee en Princeton, y después de graduarse se los llevó al oeste y acabó haciendo un doctorado sobre el Renacimiento italiano en la Universidad de Chicago. A eso le siguió un año de trabajo como becario en Nueva York, hasta que Ohio State le ofreció un puesto permanente como profesor de historia del Quattrocento y él no dejó escapar la oportunidad de volver a casa. Mi madre, una contable cuyos gustos llegaban a Shelley y Blake, se hizo cargo de la librería de Columbus tras la jubilación de mi abuelo y entre ambos me educaron en el seno de la bibliofilia como otros niños son educados en el seno de la religión.

A los cuatro años ya acompañaba a mi madre a conferencias. A los seis, conocía mejor las diferencias entre el pergamino y la vitela que entre un cromo y otro. Antes de cumplir los diez, había pasado por mis manos una media docena de ejemplares de la obra maestra del mundo de la imprenta, la Biblia de Gutenberg. Pero no recuerdo un solo momento de mi vida en el que no fuera consciente de cuál era la Biblia de nuestra pequeña fe particular: la Hypnerotomachia.

– Es el último de los grandes misterios renacentistas, Thomas -me sermoneaba mi padre, igual que McBee debió de sermonearlo a él-. Pero nadie ha estado ni siquiera cerca de resolverlo.

Tenía razón: nadie lo había hecho. Por supuesto, fue sólo décadas después de su publicación cuando alguien se dio cuenta de que debía ser resuelto. Eso ocurrió cuando un erudito hizo un extraño descubrimiento. Al juntar las letras iniciales de los capítulos de la Hypnerotomachia, se obtiene un acróstico en latín: Poliam Frater Franciscus Columna Peramavit, que quiere decir: «El hermano Francesco Colonna amó intensamente a Polia». Y teniendo en cuenta que Polia es el nombre de la mujer a la cual busca Polifilo, otros eruditos comenzaron a preguntarse quién había sido el verdadero autor de la Hypnerotomachia. El libro no lo dice, y ni siquiera Aldus, el impresor, llegó a saberlo. Pero a partir de entonces fue moneda corriente suponer que el autor había sido un fraile italiano llamado Francesco Colonna. Entre los miembros de un pequeño grupo de investigadores, y en particular entre aquéllos inspirados por McBee, se volvió habitual también suponer que el acróstico era apenas una mínima insinuación de todos los secretos que el libro guardaba. Ese grupo se enfrentó a la misión de descubrir el resto.

A mi padre, los quince minutos de fama le llegaron con un documento descubierto durante el verano en que yo tenía quince años. Ese año -el anterior al accidente- mi padre me llevó de viaje de investigación a un monasterio del sur de Alemania, y luego a las bibliotecas vaticanas. En Italia, compartíamos un apartamento con dos camas plegables y un equipo de sonido prehistórico. Cada mañana, durante cinco semanas, con la precisión de un castigo medieval, mi padre escogía de los discos que había traído una nueva obra maestra de Corelli, y me despertaba con el sonido de violines y clavicémbalos a las siete y media en punto, recordándome que el oficio de investigar no espera a nadie.

Al levantarme, me lo encontraba afeitándose en el lavabo, o planchando sus camisas, o contando los billetes de su cartera, siempre tarareando al son de la melodía. Aunque no era muy alto, cuidaba cada palmo de su aspecto: se recortaba las canas de su pelo marrón y grueso igual que un florista escoge los pétalos marchitos de una rosa para arrancarlos. Había en mi padre una vitalidad interior que intentaba proteger, una vivacidad que, según él, se veía disminuida por las patas de gallo que le salían en las esquinas de los ojos, por las arrugas de pensador que cruzaban su frente, y cada vez que los interminables anaqueles de libros entre los que pasábamos el tiempo empezaban a desgastarme la imaginación, mi padre me comprendía sin esfuerzo. A la hora de comer, salíamos a la calle en busca de repostería fresca y gelato; cada tarde, me llevaba a la ciudad para hacer turismo. Una noche, en Roma, visitamos las fuentes de la ciudad y me dijo que echara un penique en cada una.

– Uno por Sarah y Kristen -dijo en la Barcaccia -. Por que sanen al fin sus corazones rotos.

Justo antes de nuestro viaje, mis hermanas habían pasado por sendas separaciones, ambas muy dolorosas. Mi padre, que nunca tuvo muy buena opinión de sus novios, consideraba que lo sucedido era, en el fondo, una bendición.

– Una por tu madre -dijo en la Fontana del Tritone-. Por soportarme.

Cuando la universidad se negó a financiar el viaje, mi madre empezó a mantener la librería abierta los domingos para ayudar a pagarlo.

– Y una por nosotros -dijo en Quattro Fiumi-. Por que encontremos lo que estamos buscando.


Pero nunca supe exactamente qué estábamos buscando… hasta que tropezamos con ello. Sólo sabía que mi padre estaba convencido de que los estudios sobre la Hypnerotomachia habían llegado a un punto muerto, sobre todo porque el bosque estaba ocultando los árboles. Mi padre insistía, tras soltar un puñetazo sobre la mesa, en que los eruditos que estaban en desacuerdo con él se empeñaban en negar la evidencia. El libro era demasiado difícil para intentar comprenderlo desde dentro, decía; la mejor aproximación era buscar documentos que diesen una pista sobre la identidad del autor y las razones que le llevaron a escribirlo.

De hecho, mi padre se granjeó muchas enemistades a causa de su estrecha visión de la verdad. Si no hubiera sido por el descubrimiento que hicimos aquel verano, muy pronto mi familia habría empezado a depender enteramente de la librería. Pero la Dama Fortuna le sonrió a mi padre, y lo hizo apenas un año antes de quitarle la vida.

Estábamos buscando incansablemente la pista que mi padre había perseguido durante años en la tercera planta de una de las bibliotecas vaticanas, en los anaqueles de un pasillo tan remoto que los monjes limpiadores nunca habían llegado a limpiar, cuando encontró una carta inserta entre las páginas de una gruesa historia familiar. Fechada dos años antes de la publicación de la Hypnerotomachia, la carta estaba dirigida al confesor de una iglesia local, y contaba la historia de un descendiente de la clase alta romana. Su nombre era Francesco Colonna.

Es difícil recrear la emoción de mi padre al ver el nombre. Sus gafas de montura de alambre -que, cuanto más leía, más le resbalaban por el puente de la nariz- le aumentaban los ojos de tal manera que éstos se volvieron la medida de su curiosidad y lo primero y lo último que la gente recordaba de él.

En aquel momento, mientras mi padre medía el alcance del hallazgo, toda la luz de la habitación pareció converger en el interior de aquellos ojos. La carta había sido redactada por una mano torpe, en mal toscano, como si el autor no estuviera acostumbrado a esa lengua o incluso al acto de escribir. La carta se entretenía en rodeos que a veces no se dirigían a nadie en particular y a veces se dirigían a Dios. El autor pedía disculpas por no escribir en latín o en griego, pues desconocía ambas lenguas. Y luego, por fin, se disculpaba por lo que había hecho.

«Perdóname, Padre Santo, pues he matado a dos hombres. Fue mi propia mano la que blandió la espada, pero no fue idea mía. Fue mi señor, Francesco Colonna, quien me ordenó hacerlo. Ten misericordia de nosotros.»

La carta sostenía que los asesinatos formaban parte de un plan tan intrincado, que alguien tan simple como el autor de la carta no hubiera sido capaz de diseñarlo. Las dos víctimas eran para Colonna sospechosos de traición y, siguiendo sus instrucciones, fueron enviados a una misión inusual. Recibieron una carta para que la entregaran en una iglesia fuera de las murallas de Roma, donde un tercer hombre les estaría esperando. Bajo amenaza de pena de muerte, debían abstenerse de leer la carta, de perderla, incluso de tocarla con las manos desnudas. Así comenzaba la historia del lacayo romano que mató a los mensajeros en San Lorenzo.


El descubrimiento que hicimos mi padre y yo aquel verano llegó a ser conocido en los círculos académicos como el Documento Belladonna. Mi padre estaba seguro de que reavivaría su reputación en la comunidad universitaria, y en cuestión de seis meses publicó un libro con aquel título en el que se sugería la relación entre la carta y la Hypnerotomachia. El libro estaba dedicado a mí. En él argumentaba que el Francesco Colonna, que había escrito la Hypnerotomachia, no era el monje veneciano que la mayoría de profesores creían, sino el aristócrata romano mencionado en nuestra carta. Para reforzar esta afirmación, añadió un apéndice que incluía todos los registros conocidos acerca de las vidas del monje veneciano -a quien mi padre llamaba el Pretendiente- y el Colonna romano, para que los lectores pudieran comparar. Ese apéndice bastó para convertirnos a Paul y a mí en creyentes de la causa.


Los detalles son muy sencillos. El monasterio veneciano donde vivía el monje era un lugar impensable para un filósofo y escritor; la mayoría del tiempo, según contaba mi padre, el lugar era un profano cóctel de música a todo trapo, terribles borracheras y morbosas aventuras sexuales. Cuando el Papa Clemente VII intentó imponer la circunspección entre los hermanos, ellos replicaron que antes se harían luteranos que aceptar cualquier disciplina. Incluso en semejante ambiente, la biografía del Pretendiente parece un listado de antecedentes penales. En 1477 fue condenado al exilio del monasterio por infracciones no especificadas. Cuatro años después regresó, pero sólo para cometer otro crimen, por el cual casi fue expulsado de la orden. En 1516 decidió no refutar los cargos de violación y fue desterrado de por vida. Regresó de nuevo, sin amilanarse, y volvió a ser exiliado, esta vez por un escándalo en el cual había un joyero involucrado. Gracias al cielo, la muerte se lo llevó en 1527. El veneciano Francesco Colonna -acusado de robo, violador confeso, dominico de toda la vida- tenía noventa y tres años de edad.

Francesco el romano, por otro lado, parecía un modelo de virtud erudita. Según mi padre, era hijo de una poderosa familia de la nobleza que lo educó en la mejor sociedad europea; sus profesores fueron los más magnánimos intelectuales del Renacimiento. El tío de Francesco, Prospero Colonna, fue no sólo un venerado mecenas de las artes y cardenal de la Iglesia, sino un humanista de tanto renombre que es posible que fuera la inspiración del Prospero de La tempestad de Shakespeare. Este tipo de contactos, decía mi padre, hicieron posible que un solo hombre escribiera un libro tan complejo como la Hypnerotomachia, y, además, le permitieron publicar el libro en una imprenta de renombre.

Lo que terminó de confirmar el asunto, al menos para mí, fue el hecho de que este Francesco de sangre azul fuera miembro de la Academia Romana, una fraternidad de hombres comprometidos con los ideales paganos de la República, que con tanta admiración se reflejan en la Hypnerotomachia. Eso explicaría el hecho de que Colonna se identificara como «fra» en su acróstico secreto: el título de Hermano, que otros estudiosos tomaron como indicio de que Colonna era un monje, era también una forma corriente de saludo en la Academia.

Y sin embargo, el argumento de mi padre, que a Paul y a mí nos parecía tan lúcido, no hizo más que enturbiar las aguas académicas. Mi padre apenas vivió lo suficiente para enfrentarse a la tormenta en un vaso de agua que estalló en el mundillo de los estudios de la Hypnerotomachia, pero estuvo a punto de derrotarlo. Casi todos sus colegas rechazaron el libro; Vincent Taft llegó a extremos innecesarios para difamarlo. Para entonces, los argumentos a favor del Colonna veneciano estaban tan arraigados que cuando mi padre omitió tomar en consideración uno o dos de ellos en su breve apéndice, la obra entera quedó desacreditada. La idea de conectar dos dudosos asesinatos con uno de los más valiosos libros del mundo era, escribió Taft, «poco más que un intento de autopromoción triste y sensacionalista».

Mi padre, por supuesto, quedó destrozado. Para él, lo que los demás rechazaban era la sustancia misma de su carrera, el fruto de la búsqueda en la que se había concentrado desde la época de McBee. Nunca comprendió la violencia de la reacción provocada por su descubrimiento. El único entusiasta duradero de El documento Belladonna, que yo supiera al menos, era Paul. Leyó el libro tantas veces que hasta la dedicatoria se le quedó grabada en la memoria. Cuando llegó a Princeton y encontró a un Tom Corelli Sullivan en el anuario de estudiantes de primero, reconoció de inmediato mi segundo nombre y decidió buscarme.


Si esperaba encontrarse con una versión más joven de mi padre, debió llevarse una desilusión. El estudiante que Paul conoció, un muchacho que caminaba con una leve cojera y parecía avergonzarse de su segundo nombre, había hecho lo impensable: había renunciado a la Hypnerotomachia y se había convertido en el hijo pródigo de una familia para la que la lectura era una religión. Las ondas expansivas del accidente seguían resonando en mi vida, pero lo cierto es que ya antes de la muerte de mi padre había comenzado a perder la fe en los libros.


Empecé a darme cuenta de que entre la gente de cultura libresca hay un prejuicio tácito, una convicción secreta que todos parecen compartir: que la vida, tal y como la conocemos, es apenas una visión imperfecta de la realidad, y sólo el arte -como si fuera unas gafas de lectura- puede corregirla. Los eruditos e intelectuales que conocí en el comedor de casa parecían guardarle siempre algo de rencor al mundo. No aceptaban que nuestras vidas no siguieran el destino dramático que los buenos autores proporcionan a los grandes personajes literarios. Sólo en casualidades absolutamente perfectas llega el mundo a transformarse en escenario. Y eso, parecían decir, era una lástima.

Nadie lo dijo exactamente así, pero cuando los amigos y colegas de mi padre -todos salvo Vincent Taft- venían a verme al hospital, avergonzados por las reseñas que habían escrito sobre el libro, murmurando entre dientes pequeños panegíricos que habían compuesto en la sala de espera, comencé a verlo claro. Lo notaba en el instante mismo en que se acercaban a mi cama: todos llevaban libros en la mano.

– Esto me ayudó mucho cuando murió mi padre -dijo el director del departamento de Historia mientras ponía La montaña de los siete círculos de Merton sobre la bandeja de comidas.

– Auden me reconfortó muchísimo -dijo la jovencita recién graduada que había estado escribiendo la tesis bajo la dirección de mi padre. Dejó una edición de tapa blanda con la esquina del precio recortada.

– Lo que necesitas es algo que te suba los ánimos -susurró otro hombre cuando los demás se hubieron ido-. No estas cosas insulsas.

Ni siquiera logré reconocerlo. Dejó una copia de El conde de Monte Cristo, libro que yo había leído ya, y no pude menos que preguntarme si de verdad pensaba que el sentimiento más conveniente para aquel momento era el de venganza.

Me di cuenta de que ninguna de aquellas personas era capaz de lidiar con la realidad mejor que yo. La muerte de mi padre, en su desagradable irrevocabilidad, había puesto en ridículo la ley mediante la que aquellos hombres regían sus vidas: que cualquier hecho puede ser reinterpretado, que se pueden cambiar todos los finales. Dickens había reescrito Grandes esperanzas para que Pip fuera feliz. Nadie podría reescribir esto.


Así que por aquel entonces, cuando conocí a Paul, me había vuelto receloso. Había pasado los últimos dos años de instituto intentando cambiar ciertos aspectos de mi carácter: cuando me dolía la pierna, seguía caminando; cuando el instinto me decía que pasara de largo frente a una puerta -la puerta del gimnasio, la del coche de un nuevo amigo, la de la casa de una chica que había empezado a gustarme-, me obligaba a detenerme y llamar, y a veces a entrar sin ni siquiera llamar. Pero en Paul vi en qué podría haberme convertido yo.

Bajo el pelo descuidado había un hombre pequeño y pálido, más un chico que un hombre, en realidad. Llevaba los cordones de un zapato sueltos, y cargaba en la mano un libro como si fuera un salvavidas. La primera vez que se presentó, citó la Hypnerotomachia y de inmediato sentí que lo conocía mejor de lo que hubiera querido. Era una tarde de septiembre y el sol comenzaba a ponerse; Paul me había buscado hasta dar conmigo en una cafetería vecina del campus. Mi reacción instintiva fue ignorarlo esa tarde y evitarlo a partir de entonces.

Pero antes de que me excusara y me fuera dijo algo que lo cambió todo.

– De alguna forma -me dijo-, siento que también es mi padre.

No le había hablado todavía del accidente, pero eso era exactamente de lo que no debía hablarle.

– No sabes nada de él.

– Claro que sí. Tengo ejemplares de todos sus trabajos.

– Escucha una cosa…

– Hasta encontré su tesis…

– Mi padre no es un libro. No puedes limitarte a leerlo.

Pero era como si estuviera sordo.


– La Roma de Rafael, 1974. Ficino y el Renacimiento de Platón, 1979. Los hombres de la Santa Croce, 1985.

Comenzó a contarlos con las puntas de los dedos.

– «La Hypnerotomachia Poliphili y los jeroglíficos de Horapollo.» Publicado en Renaissance Quarterly, junio del 87. «El médico de Leonardo.» En Journal of Medical History, 1989.

Lo hacía cronológicamente y sin la menor imprecisión.

– «El fabricante de bombachos.» Journal of Interdisciplinary History, 1991.

– Te olvidas el artículo del BARS -le dije-, el Bulletin of the American Renaissance Society.

– Eso fue en el noventa y dos.

– En el noventa y uno.

Frunció el ceño.

– El noventa y dos fue el primer año en que aceptaron artículos de colaboradores no asociados. Estábamos en segundo en el instituto. ¿Lo recuerdas? Fue ese otoño.

Se produjo un silencio y durante un instante Paul pareció preocupado. No por estar equivocado, sino por que yo lo estuviera.

– Tal vez lo escribió en el noventa y uno -dijo Paul-. Pero lo publicaron en el noventa y dos. ¿Es eso lo que quieres decir?

Asentí.

– Entonces fue en el noventa y uno. Tenías razón. -Sacó el libro que llevaba-. Y luego viene esto. -Era una primera edición de El documento Belladonna. Paul lo sopesó en su mano con deferencia-. ¿Tú estabas con él cuando la encontró? ¿La carta sobre Colonna?

– Sí.

– Me hubiera gustado verlo. Tuvo que ser fantástico.

Miré por encima de su hombro, a través de una ventana de la pared del fondo. Las hojas eran de un rojo intenso. Había comenzado a llover.

– Lo fue -dije.

Paul sacudió la cabeza.

– Qué suerte tienes.

Pasó las páginas del libro suavemente, con la punta de los dedos.

– Murió hace dos años -le dije-. Tuvimos un accidente de tráfico.

– ¿Qué?

– Murió justo después de escribirlo.

Detrás de él, las esquinas de la ventana comenzaban a empañarse. Un hombre pasó cubriéndose la cabeza con un diario, intentando no mojarse.

– ¿Chocasteis con otro coche?

– No. Mi padre perdió el control.

Paul frotó con el dedo la imagen de la solapa del libro. Un emblema solitario, un delfín y un ancla. El símbolo de la imprenta Aldina de Venecia.

– No lo sabía -dijo.

– No pasa nada.

El silencio que se produjo entonces fue el más largo que jamás ha habido entre nosotros.


– Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años -dijo-. Tuvo un ataque al corazón.

– Lo siento.

– Gracias.

– ¿Qué hace tu madre? -pregunté.

Su mano encontró un pliegue de la sobrecubierta y comenzó a aplanarlo entre dos dedos.

– Murió un año después.

Traté de decir algo, pero todas las palabras que estaba acostumbrado a oír me parecían fuera de lugar en mi boca. Paul intentó sonreír.

– Soy como Oliver -continuó, poniendo las manos en forma de tazón-. «Por favor, señor, un poco más.»

Esbocé una sonrisa forzada, pero no estaba seguro de que fuera eso lo que Paul esperaba.

– Quiero que sepas a qué me refería -dijo-. Con lo de tu padre…

– Entiendo.

– Sólo lo dije porque…

Por la parte inferior de la ventana pasaban los paraguas como cangrejos arrastrados por la marea. En la cafetería, el rumor se había hecho más ruidoso. Paul comenzó a hablar, intentando arreglar las cosas. Me contó que, tras la muerte de sus padres, se había criado en la escuela de una parroquia que acogía a huérfanos y chicos huidos. Que, tras pasar la mayor parte del instituto en compañía de libros, había entrado en la universidad decidido a sacarle el mayor partido a su vida. Que había estado buscando amigos con los que conversar. Terminó por callarse -había en su rostro una expresión de vergüenza- con la sensación de que había puesto punto final a la conversación.

– ¿Y en qué residencia vives? -le pregunté, consciente de cómo se sentía.

– Holder. Igual que tú.

Sacó una copia del anuario de primero y me enseñó la página que tenía la punta doblada.

– ¿Cuánto tiempo has estado buscándome? -pregunté.

– Acabo de toparme con tu nombre.

Miré por la ventana. Un paraguas rojo y solitario pasó flotando. Se detuvo en la ventana de la cafetería y pareció sostenerse en el aire antes de seguir su camino.

– ¿Quieres otra taza? -le dije a Paul.

– Vale. Gracias.

Y así empezó todo.


Qué cosa tan curiosa es construir castillos en el aire. Paul y yo forjamos una amistad de la nada, porque la nada era la esencia de lo que compartíamos. Después de aquella noche, hablar con él me pareció cada vez más natural. Al cabo de un tiempo empecé a comprender cómo se sentía con respecto a mi padre: tal vez sí que lo compartíamos.

– ¿Sabes lo que decía? -le pregunté una vez, mientras hablábamos del accidente en su habitación.

– ¿Qué?

– «Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes.»

Sonrió.


– En Princeton había un viejo entrenador de baloncesto que solía decir eso -le expliqué-. Durante el primer año de instituto, jugué a baloncesto. Papá me iba a buscar a los entrenamientos cada día y cuando me quejaba de ser más bajito que los demás, me decía: «No importa que los otros sean altos, Tom. Recuerda: "Los fuertes se aprovechan de los débiles, pero los astutos se aprovechan de los fuertes".» Siempre lo mismo. -Negué con la cabeza-. Dios mío, eso me ponía enfermo.

– ¿Crees que es cierto?

– ¿Que los astutos se aprovechan de los fuertes?

– Sí.

Reí.

– No me has visto jugar.

– Bueno, pues yo sí que lo creo -me dijo-. Sin duda.

– Estás de broma…

A Paul, los matones del instituto lo habían encerrado en las taquillas y lo habían intimidado más que a ningún otro estudiante.

– No. Para nada. -Levantó las manos-. Después de todo, hemos llegado hasta aquí. ¿No?

Pronunció la palabra «hemos» con un levísimo énfasis.

Luego, en mitad del silencio, miré los libros que había sobre su escritorio. Strunk y White, la Biblia, El documento Belladonna. Para él, Princeton era un don del cielo. Aquí podía olvidarse de todo lo demás.

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